Páginas

jueves, 23 de agosto de 2007

Crítica literaria, ¿pero para quién?

La más extendida de las acepciones que definen al crítico literario es la de “lector profesional” (o “espectador profesional”, extendiendo el término a toda la crítica de arte). En este sentido, parece haberse asumido ya que la subjetividad sea un rasgo inevitable al comentario de una obra en la medida que, por lo común, la construcción de la crítica suele tener por método la resonancia del texto y la puesta en relación del mismo con la estructura cognitiva del sujeto crítico. Ahora bien, una idea sobre la que se hace necesario incidir es que dicha estructura cognitiva —dentro de la cual sobresale, evidentemente, el “bagaje de lecturas”— se construye siempre de manera azarosa, independientemente de su profundidad y experimentación; es decir que a lo largo del proceso de formación del crítico, del “lector profesional”, la manera en la que tiene lugar el impacto de las obras depende de las circunstancias personales y sociales que envuelvan al lector, o de la sincronía emocional e intelectual que se establezca entre lector y texto. Es por esto que el crítico se ha acostumbrado a no respetar los distintos estadios del lector (sería conveniente hablar de actitudes más que de estadios, pues no debería haber ningún súmmun de lector, por mucho que se empeñen los investigadores del canon): escribe como si su bagaje y disposición ante la obra fueran los únicos aceptados, y escribe también para aquéllos que comparten una estructura cognitiva similar.

En este contexto surge la siguiente cuestión: ¿de qué manera es posible aproximarse a la tentativa de objetividad —olvidada ya— dentro el espectro de la crítica? Probablemente, una pregunta a la que todo texto crítico debería responder es: ¿para quién se ha escrito la obra?, ya que, a priori, parece objetivamente reconocible el lector implícito de un texto. A qué estadio anímico e intelectual responde o qué bagaje reclama la obra, son preguntas indispensables para convertir, no sólo ya en ligeramente objetivo sino también en eficiente, un texto crítico. De esta manera, cualquier “lector profesional” mínimamente lúcido que, por ejemplo, denostara del desorden formal en la poesía de Ginsberg, hallaría utilidad en su crítica proyectándola hacia quienes son o fueron elementos marginados en las democracias tan heterogéneas y cuestionables como la estadounidense. Igualmente, no es de sentido común que la llamada “literatura para escritores”, como la del Ulises de Joyce, sea impuesta por la crítica ante la totalidad de grupos sociales.

Un ejemplo de lo que, a mi juicio, significa una crítica erróneamente proyectada se halla en el texto que Martín Schiflino dedica en el último número de Revista de libros a los libros póstumos de Roberto Bolaño —La universidad desconocida y El secreto del mal—: «Bolaño llegó a ser un gran escritor del fracaso, pero en sus comienzos españoles no fue un buen escritor fracasado. Más allá de cómo la oscuridad, el exilio o la falta de recursos lo afectaran personalmente, el problema estriba en que estas carencias aparecen reflejadas en una poética de lo banal que no se eleva sobre aquello que describe. Considérense estos versos: «Es de noche y estoy en la zona alta / de Barcelona y ya he bebido / más de tres cafés con leche». O: «Escucho a Barney Kessel / y fumo fumo fumo y tomo té / e intento prepararme unas tostadas». ¿Qué son sino un simple registro del aburrimiento?» Efectivamente, los versos de Bolaño no ensalzan el aburrimiento como valor sublime, ¿pero por qué habría de hacerlo? A diferencia de Baudelaire, Bolaño no registra el esplín desde lo sublime sino desde el propio esplín. Y es precisamente por ello que Baudelaire debe ser leído desde una actitud sublime mientras que a este Bolaño, al Bolaño de finales de los 70 y principios de los 80, se debe leer desde el propio esplín —aunque Schifino recomiende, con más o menos discreción, no leerlo.

lunes, 20 de agosto de 2007

La defunción de la novela

Como muchos otros lectores, la manera en la que yo comprendo la literatura tiene que ver con una conversación con el texto; un diálogo que de algún modo persigue retroalimentar mis cogniciones. Es decir, que si la perspectiva de mi entorno es gris y dramática me negaré rotundamente a la lectura de Whitman. Al igual que si la realidad me decepciona por su intranscendencia, con poca duda recurriré a la evasión que me ofrecen las tragedias de Shakespeare. En cualquier caso, mi propuesta siempre es la de una lectura pragmática. Eficiente. La lectura de un profesional. Una lectura efectuada tras la conclusión del canon personal. A este respecto, pienso en la confesión de Steiner en una entrevista en la que admitió que no pasaba una semana sin releer a Dante, Proust o Hölderlin. Dicho comportamiento es típico de quien no espera ya encontrar grandes sorpresas en cuanto a la expansión de su conocimiento se refiere; típico de alguien intelectualmente concluso, porque es evidente que el conocimiento se anquilosa y queda atrapado en los límites de la vanguardia cuando es incapaz de superar un enigma o proponer nuevas problemáticas. Así pues, si la madurez del lector acaba desembocando en la literatura fragmentaria, ¿para qué leer la integridad de una novela de 1.500 páginas si lo que le satisface al lector es un único párrafo de la misma en la que texto e individuo convergen en una misma idea?, ¿para qué crear novelas?, ¿por qué no desarrollar directamente fragmentos que se identifiquen con arquetipos de lectores; con distintos estadios emocionales e intelectuales?

lunes, 13 de agosto de 2007

Es por ti, mi amor


Es por ti, mi amor
por lo que escribo para ganar tantísimo dinero.
Es por ti, mi amor,
por lo que soy el hombre más ingenioso
de este planeta.


viernes, 10 de agosto de 2007

Dame de esa mierda

A través de la agujereada red metálica, Léster e Ibrahím disfrutan de un amistoso de básquet entre dos equipos del barrio. Ambos, Léster y Berlín permanecen, mientras que el partido se prolonga interminablemente, mucho más que entretenidos.

Dentro de la cancha, los muchachos se dejan la piel y sudan (y visten) como auténticos profesionales.

A ellos les representa Nike y Adidas, pero también Reebok y Fila. Los 76ers y los Lakers, y las gorras de viseras planas y el logotipo de los New York Yankees estampado en ellas.

Ellos botan la pelota y driblan y se la pasan entre las piernas fumando tabaco liado Pueblo. O también, puede que paren a descansar para echarse al gaznate un trago de cerveza helada (en los tiros libres, por ejemplo). Los chicos lo hacen y no sufren secuelas físicas. Lo hacen un mediodía del mes de julio como hoy y no les importa. Combinan drogas blandas y deporte con espasmódica naturalidad.

Sus cuerpos aguantarían bien frescos la carga y descarga de camiones de palés de refrescos durante doce horas o más y luego podrían hacer el amor durante otras doce como si nada hubiera sucedido.

—Dame de esa mierda —dice Berlín a Léster, sin apartar la mirada del partido. Léster le extiende la bolsa de Fritos—. ¿Cómo va tu nuevo trabajo, segurata?

—Ni punto de comparación con Madrid, tío. Como no hay turno de noche tampoco hay malentendidos extraños con el servicio de limpieza. Ya sabes, los turnos nocturnos transforman a las personas, las vuelven delirantes. ¿Te he contado alguna vez lo de la corrida?

—Sí, pero cuéntamelo otra vez. Y de paso, dame de esa otra mierda —refiriéndose a la botella de cerveza.

—Bueno, pues la cosa es que un guarda se enamoró de una limpiadora, ¿no? Pero la tipa, al parecer, pasaba, ¿no? Pasaba del tema. No quería líos con los empleados.

—Joder, qué triple. ¡Qué bueno eres, negro! —exclama Berlín haciendo aspavientos, dirigiéndose a un dominicano y fascinado por el juego que éste exhibe dentro de la zona. El dominicano responde imitando con las manos un gesto de disparar y guiña un ojo al vendedor de Kebabs.



—Ya —sin prestar demasiada atención al partido—. Pues eso, que la tipa pasaba. Hasta que el segurata, que estaba un pelín taladrado del coco (yo siempre pensé que tuviera alguna clase de tara), hizo el turno de noche y se corrió en la garita para que la limpiadora le pasase el trapo, ¿sabes? La tipa quitó de la ventanilla de la garita la lefa del guarda con sus propias manos. ¡Joder, cada vez que lo pienso, tío! La tipa se postró de rodillas frente al espumarajo seminal del sicótico —llegado a este punto, Léster, aumentando el entusiasmo de sus palabras progresivamente, ya no puede disimular la admiración que le produce su propia historia— y no dejó huella. Limpio como la patena. Luego le aplicaría un poco de Cristasol, y listo. Pero el sicótico se hizo con el triunfo, ¿sabes? El sicótico la pulverizó. La redujo a cenizas —y Léster golpea con un puño cerrado la palma de su otra mano.

“Me dije, si trabajas en un club de putas, sólo puedes hacer una cosa: ser la mejor de todas”, es lo que Juan Solo opina desde el radiocasete.

—Qué guapo, hermano.

—Es buena mierda, ya lo sé. No cabe duda.

—Y eso, ¿en qué empresa dices que fue?

—En un bloque de oficinas situado en Castellana.

—Guapísssimo.

—Pero eso no es lo mejor —advierte Léster cambiando la expresión de su rostro.

—¿Y qué es lo mejor, entonces?

—Lo mejor es lo que ayer me sucedió con la cinta transportadora. Pero espera a que los chicos acaben de jugar. No te lo vas a creer, negro.