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domingo, 26 de septiembre de 2010

La Resurrección del Realismo II

O: ‘Suites imperiales’ en el Año Freedom de J. F. (K.)opyright tras el fin de la Guerra Fría y el Año de la Ropa Interior para Adultos Depend

Año 1985, Bret Easton Ellis publica Less than zero; año 1992, Anagrama traduce Menos que cero; año 1994, José Ángel Mañas publica Historias del Kronen, quizá el hit noventero manufacturado en España —nación ausente de yuppies divertidos ni Los Ángeles— por excelencia; Año Freedom de Jonathan Franzen tras la Guerra Fría entre el Realismo y las Literaturas Experimentales Norteamericanas Medio Siglo Después1, Bret Easton Ellis publica, simultáneamente en Estados Unidos y España, Suites imperiales, una vuelta de tuerca sobre su espectacular debut.

Bien.

Ya hemos contado en alguna otra ocasión la historia abreviada sobre cómo se tradujo, tardíamente, la vanguardia norteamericana en España.

Ha llegado la hora de hacer lo suyo con el realismo.

Como todos ustedes saben, la literatura realista es motivo de persecución inquisitorial y horca en plaza pública en nuestro territorio. O desde luego, no son pocos los contemporáneos que han acusado cierta falta de originalidad —cuando no optado por el desdén— hacia los presupuestos… positivistas. Hace algunos meses, Elvira Navarro describía con gran detalle esta situación en el número 154 de Qué leer.

He leído Suites imperiales e iniciado la relectura de Menos que cero.

Es obvio que enumerar un catálogo de premisas para determinar en qué consiste la literatura realista puede llegar a ser tan engorroso como hacer lo suyo con la ficción de la posmodernidad. Pero no menos evidente es que Easton Ellis tiene mucho más de realista que de escritor fascinado por replantear las formas de narrar la historia (story). Al igual que salta a todas luces que Easton Ellis, aunque realista, es un escritor enormemente divertido. Enormemente. Es una marca en sí mismo. Y eso, efectivamente, tiene un precio.

Frío y desasosegante, vale. Pero Easton Ellis habla de cosas la mar de entretenidas. Easton Ellis habla de fiestas, de ponches, de gente forrada de paaaassta, de chicas guapas, de chicos guapos, de casas con piscina, de coches caros, de psicópatas, de iPhones, de bufés libres de cocaína…

Ya me entienden.

Easton Ellis es un escritor que exuda carisma. Como muchos otros norteamericanos, empezando la lista en Salinger.

No descarto la opción de que, en España, el paso del realismo a la búsqueda de nuevas formas narrativas viniese condicionado por el rechazo a la escala de valores que regían los noventa (¿qué clase de persona perdería su tiempo hoy en un sitio como el Kronen teniendo el Zombie Club? —…Perdón, perdón, perdón…—). Eso sí, leer Suites Imperiales ha logrado que me plantee una cuestión tan obvia como epifánica.

¿No será que en España, toda la gente interesada en cosas enormemente divertidas —Internet, series de televisión, ciertos aspectos novedosos de la metrópolis… (no olvidemos que ésta no es la misma dimensión de Glamourama)— ha optado, de manera consensuada, por la vía del experimento formal? ¿Cuántos escritores realistas conectaron —sin por ello caer del lado de la adscripción doctrinal— con la escala de valores correspondiente a la cultura del espectáculo? ¿Será que todos dábamos por supuesto que ciertos contenidos se correspondían con ciertas formas? ¿A alguien se le ocurre el nombre de un escritor realista con el carisma de Ellis?

No soy yo quien habla, es Clay quien me chiva estas preguntas.

Y usted: mueva ficha.

Habían hecho una película sobre nosotros. La película estaba basada en un libro escrito por alguien que conocíamos. El libro tenía un argumento muy sencillo que narraba cuatro semanas en la ciudad donde crecimos y era en su mayor parte una descripción fiel. Lo habían catalogado de ficción pero solo habían modificado unos pocos detalles, no habían cambiado nuestros nombres y no había nada en él que no hubiera sucedido.

Suites imperiales


1 N. del E.: El editor no se responsabiliza de los metafóricos incordios maximalistas, intertextualidades meramente sobrantes referentes a textos canónicos de la escuela de la dificultad e ilustrativos del conflicto a tratar que el presente artículo contenga.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

The FormSpring Experience (sobre la adicción a Internet)

A mediados de julio abrí una cuenta en FormSpring. Como comentaba entonces, el experimento parecía arriesgado; el usuario de la plataforma no tiene ningún tipo de conocimiento sobre quién está al otro lado de la pantalla, no sabe de dónde llegan las visitas, no sabe cuántas personas entran al día en su perfil, no sabe qué clase de preguntas van a disparar y tampoco es infrecuente pensar que detrás de las preguntas solo hay un único lector e interrogador obsesivo y peligroso. En cierta forma, la experiencia ha subvertido el arquetipo del anónimo digital y ha arrojado algunos datos importantes sobre la relaciones en Internet. Pienso en aquéllos (o aquél) que llegaban a disculparse ante la idea de estar preguntando cualquier perogrullada o impertinencia (cuestión obvia: ¿y para qué ese exceso de cortesía, si ni siquiera sé quién lo pregunta?), o en los que preguntaban qué demonios estaba haciendo para no tener tiempo de responder a sus preguntas.

Y aquí entra uno de los aspectos más interesantes del juego: la adicción, el vicio.

Como tema literario, la adicción ha sido uno de los asuntos más atractivos del siglo XX, y ahí están el mítico e insuperable Burroughs de El almuerzo desnudo, o el no menos mítico e insuperable Wallace a propósito de la adicción, entre otras muchas cosas, a la televisión (pronto colgaré un texto sobre E unibus pluram en relación a “Tri-Stan…”). En ese sentido —quizá en todos—, nuestra época es mucho más aburrida que la suya; una época de adicción a las redes sociales y al correo electrónico. No parece muy divertido, la verdad. A la espera de noticias importantes, a menudo me pregunto si soy la única persona del mundo que puede quedarse enganchado al botón de actualizar durante quince minutos. La adicción a la televisión (un tema muy noventero), al menos, traía consigo la visualización de narrativas divertidas; la adicción a Internet (un tema actual e inédito), a diferencia de la adicción a las drogas —mito exótico antes que trasgresor ya—, es una adicción al vacío. O sea que mientras el adicto a una sustancia le ocurre algo que puede ser divertido o catastrófico y el adicto a la televisión ve cómo a otros seres de ficción le ocurren cosas divertidas o catastróficas, el adicto a Internet no ve nada ni experimenta nada.

Cero.

Salvo la comunicación, claro.

El glorioso y tonificante y relajante segundo en que un correo electrónico, una pregunta, una noticia importante, un feedback mínimo hace cambiar algo en tu propia narrativa: «algo es “perversamente” adictivo si a) causa problemas reales al adicto, y b) se ofrece como una salida a los mismos problemas que causa.» (E unibus pluram, Foster Wallace).

Y así, el hecho de que casi toda la gente que conozco esté enganchada a Internet hace que se creen situaciones de hipotético y deliberado sadismo. Si El Receptor De Mi Mensaje está conectado o ha visto mi comunicado, ¿entonces por qué produce respuestas en un tiempo mayor al deseado o tolerable? Afortunadamente siempre queda ese uno por cien de sospecha en donde el sujeto que no produce respuestas está en un insólito lugar sin conexión a internet leyendo cosas impresas en papel de Biblia.

FormSpring es una plataforma adictiva.

Durante el periodo que lo usé solía responder a las preguntas como distracción o actividad recreativa en medio de cualquier otro trabajo, y en la mayoría de las ocasiones permanecía abierto. El problema de esta red en particular y de Internet en general reside en el momento en que empiezas a pensar que estás haciendo demasiados clics para actualizar el correo de notificaciones a fin de leer una pregunta inteligente y poder responder algo que crees que es inteligente o que quizá sirva de algo al tipo que te ha hecho esa pregunta.

Ni que decir tiene, los problemas reales que causa cualquier red social son las contraindicaciones con la adicción al trabajo —o con la imposición del trabajo— o la adicción al consumo cultural, que para el caso es lo mismo. Al menos he aquí mi situación. (Uno nunca sabe cuáles son las consecuencias sociales reales de autodeclararse adicto al trabajo; por si acaso, digamos que este es un ensayo ficcional.)

Quinientas preguntas después, en las que discutimos sobre traducciones, narrativa norteamericana, narrativa española, ensayo, periodismo, Formspring, mis manías como lector, crítico y narrador, y finalmente, el secreto mejor guardado (si quedaba alguien que no lo supiera ya) sobre mi futura primera novela, aquí tienen el resultado final.

Noventa páginas de conversaciones con Internet.

Está guay.