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sábado, 30 de octubre de 2010

Todo lo que debería haber detestado en una novela, y sin embargo, funciona, y además muy-muy bien

¿Cuáles son los rasgos de la literatura contemporánea? No los conocemos, tampoco nos interesan; de hecho, no los hay, no existen. Y mejor así. Sin embargo, llegará el tiempo de los historiadores y de las generalidades, y entonces, podemos imaginarnos qué dirán los manuales sobre la narrativa escrita en nuestro tiempo: será cuando comprobemos que, lejos del lugar común, es posible tener más perspectiva sobre el presente desde el presente que en retrospectiva, cuando hayan sido sepultados, como suele decirse, “los prescindibles”. Omar Calabrese intentó diagnosticar el gusto de su tiempo, allá por 1987, mediante su era neobarroca. Y con gran acierto, la primera acción que llevó a cabo fue cuestionar la historiografía:

A menudo, en la historia del gusto o de los estilos, se han denominado unos periodos a través de palabras-clave que los hacían extremadamente simplificados o abstractos. Allá la Edad Media con sus tipos de oscurantismo, ignorancia, superstición. Aquí el renacimiento con su racionalidad y su humanismo. Abajo está el barroco, intrincado, absolutista y enigmático. Y así sucesivamente, también considerado sólo etiquetas de la historia del arte. Pero semejantes simplificaciones no ayudan para nada a la comprensión de la historia de la cultura; al contrario, la aplastan con formalismos que poco tienen que ver con la realidad y que están faltos de rigor. Por tanto, todavía sería peor proponerlos para el análisis del presente, cuando todavía no es posible, por falta de «buena distancia», distinguir con certeza qué es importante de lo que no es. Por otra parte, cada momento histórico no puede reducirse a una sola etiqueta, por el simple motivo de que la historia está construida por el enfrentamiento de fenómenos distintos, conflictivos, complejos, y hasta inconmensurables y no comparables entre ellos. Sin embargo, y una vez dicho esto, también es cierto que los fenómenos se constituyen en «series» o «familias» a causa de recíprocas pertinencias. Por ejemplo, no se podrá negar que el periodo de la Restauración, en el siglo XIX, ve presentarse sobre la escena europea, tanto en política como en arte, en economía o en literatura, una serie de eventos que conducen, todos ellos, a un proyecto de «retorno al orden» continental. No todo lo que sucede después de 1815 es coherente con ese proyecto, pero muchos acontecimientos sí, y, por tanto, como tales es lícito agruparlos. […] Por tanto, el problema es simplemente el de definir con precisión el punto de vista elegido y lo que le es pertinente y, sobre esa base, articular el criterio de coherencia de los fenómenos analizados. […] Dos viejos libros de Eugenio Battisti y de Federico Zeri pueden servir de ejemplo. Battisti ha demostrado cómo, dentro de la misma edad, se han combatido dos filosofías, de las que una ha resultado vencedora, el Renacimiento, y una cancelada por perdedora, el «Antirrenacimiento». Zeri ha demostrado magistralmente cómo una idea vencedora en la escena de la historia, el Renacimiento, puede homogeneizar también las ideas perdedoras, como en el caso que él llama el «Pseudorrenacimiento.»

En lo que va de año, al menos tres novelas han llamado mi atención por negar parte de los enunciados que, suponemos, dirán los historiadores sobre la narrativa de nuestro tiempo. Pienso en 25 centímetros, de David Refoyo, en Un libro que podría titularse el baile de la berenjena, de Óscar Santos (intenso relato sobre un tema en vías de extinción: la amistad), y en Nada es crucial, de Pablo Gutiérrez. Ninguna de estas tres novelas se instala en territorios digitales, ninguna de las tres se desarrolla, tampoco, en la metrópolis. A su modo, las tres son insurgentes. Y en este último caso, Nada es crucial significa la victoria de la praxis frente a la teoría; la vergüenza, el agotamiento del crítico sin asideros («…me gusta porque su literatura es… HONESTA»), a la busca de razonamientos con que defender una sinopsis impensable para ningún autor nacido a finales de los setenta: «Ciudad Mediana, años ochenta. Los yonquis habitan los descampados y olvidan a sus crías dentro de cobertizos de uralita». Pablo Gutiérrez recurre a un imaginario que, parcialmente, conecta con aquella Deep Spain de la que hace no mucho tiempo hablaba Refoyo: aquí la homilía, el jerez del capellán y el oropel de la Virgen de la Caridad se vuelven objetos extraños, exóticos, áureos: como «los baldosines de cerámica que la conducían al aula a través del pasillo como piedras negruzcas que llevan al río, la mansa lentitud amasada en los jerséis de los profesores, en las pastas del libro de Anaya, en el dibujo a carboncillo de Kant de la portada.» Su enérgico lirismo también remite, de manera inevitable, a uno de los adalides de la novela lírica en España: Paco Umbral, quien en repetidas ocasiones hizo suyo —ya lo comentábamos aquí— el lema machadiano de Madrid como rompeolas de España: si entendemos la novela de Gutiérrez sobre la periferia de provincias, pre-moderna, es porque constituye la cara B de la sonada novela metropolitana.

Pero todo esto, insisto, todo lo que se diga de Pablo Gutiérrez, son sólo excusas, circunlocuciones y pleonasmos: Nada es crucial es literatura honesta.

Mola.

jueves, 28 de octubre de 2010

¿Qué sabe usted de las mujeres? (Quimera 319-320, julio de 2010)

¿Es cierta la leyenda según la cual el Tercer Reich inventó las muñecas hinchables en plena II Guerra Mundial, a fin de evitar enfermedades venéreas entre los ejércitos y preservar la pureza de raza? Detrás de la dama del amor cortés —la Beatrice de Dante, la Dulcinea para el Quijote o la Lotte de Goethe—, ¿no se esconderá, tal vez, una «mujer florero» en la que proyectar las inquietudes del genio en su concepción romántica? («Como mostró Lacan y nos ha recordado recientemente Zizek [...] elevar la Mujer al estatuto de un ideal «imposible» no es más que una estrategia para esquivar el posible trauma del encuentro con la feminidad concreta», anota Germán Cano) ¿Será verdad que los hombres descubrieron América antes que el clítoris (y que además su descubridor, el profesor de Anatomía Gabriele Falopio, osó bautizar los conductos ováricos con su propio nombre en el siglo XVI)? ¿Sabía usted que el escritor checo Karel Capek, autor de las primeras obras de ciencia ficción» y aspirante a Nobel, fue quien empleó por primera vez la palabra robot en la obra de teatro R.U.R (1921)? ¿Por qué mientras Sayaka clamaba «¡¡¡Pechos fuera!!!», su compañero de serie de animación, Mazinger Z, no hacía lo propio al grito de «¡¡HUEVOS FUERA!!»?

Estas y otras agudas preguntas fueron formuladas a lo largo de unas jornadas organizadas por la Universidad Carlos III de Madrid en abril de 2008, ahora compiladas por Fernando Broncano y David H. de la Fuente, en lo que supone un interesante abordaje estético a la hora de repensar la identidad femenina. Como es sabido, un lugar común en la historia de la teoría feminista ha sido el espectáculo político-pugilístico a la caza y captura del enemigo: ahí tienen el feminismo radical de los sesenta y setenta y su denuncia a la subordinación de la izquierda, el «feminismo de la tercera ola», interesado en diversificar el movimiento social hacia las mujeres afroamericanas o lesbianas, o, más recientemente y en nuestro país, las protestas contra el «feminismo institucional» desarrolladas por Itziar Ziga. Ante este panorama, y desde la perspectiva de la teoría feminista, la propuesta que los antólogos en De Galata a Barbie ofrecen pasa por un jugoso intercambio pluridisciplinar de ideas (de la robótica a la filosofía, la historia del arte, la estética o la literatura), que huye de ese insondable enigma de la esfinge para la reivindicación de los derechos de la mujer: ¿quién es el (m/f)alo de la película?

Ya desde el título los editores avisan sobre la relevancia que la dimensión lúdica adquiere en la escritura de estos textos; lo que es igual, en buena parte de las ponencias presentadas descansa el desafío de trazar isotopías entre los elevados relatos míticos (o religiosos) y los parajes de chatarra y cableados característicos en el ciberpunk. De igual modo, el texto en su conjunto presenta un proceso de (de)gradación del gusto que parte de la Antigüedad clásica a la Ilustración, se introduce en la naturaleza de la relación entre lo humano y lo mecánico e indaga en las imágenes del autómata femenino y sus representaciones en distintas expresiones artísticas. Así, nuestro trayecto inicia su andadura con Pigmalión como «artífice idealista y desengañado del amor humano, que crea a la mujer perfecta y se impregna de ella» y la mujer-demonio en Lilith —a quien la interpretación del mito hebreo recogido en el Midrash le atribuye la expulsión del Paraíso por intentar ponerse encima de Adán durante la cópula—; prosigue en Donna Haraway como la gran madre de todas las ciborgs —responsable de la «relocalización de la mujer en el ámbito de lo dominado, junto a otros seres que también sufren la experiencia de la exclusión o el daño»— y acaba en los 30 centímetros de John Holmes y los siempre divertidos gadgets dispensados en el sex shop más cercano. Bienvenidos a este peep show de la erudición.

Sadismo: Un narrador “clava-taladros” y “pringa-páginas” (Quimera, 320-321, julio de 2010)

Snuff

Chuck Palahniuk

Mondadori. Barcelona, 2009. 199 págs.

Cuando Palahniuk publicó Snuff, novela cuyo eje articulador es el cine porno, la reacción inmediata de algunos críticos fue bajarse los pantalones. Se la follaron, en el peor sentido del término. The New York Times acusaba a la falta de originalidad del texto: «¿Es esto lo que se entiende por imaginación hoy? ¿Se ríen los lectores de Palahniuk con estas cosas? ¿No tienen orgullo?» Como The Guardian, para quien parecía escrita en un arranque de energía durante un tedioso fin de semana. Tratando de ser comprensivos con Palahniuk, diremos que Snuff tiene algo que ver con Sade. De éste señaló Foucault: «nos aburre, es un disciplinario, un sargento del sexo, un agente contable de culos y sus equivalentes» (Dits et écrits). Y Bataille, en La literatura y el mal: «De la monstruosidad de la obra de Sade se desprende aburrimiento, pero ese mismo aburrimiento constituye, a su vez, su sentido.» En efecto, Snuff parte con inclinaciones sadianas remezcladas con cierta recreación en el imaginario de una América profunda y pueblerina: seiscientos hombres que hacen tiempo charlando y tomando comida rápida a la espera de batir el récord mundial de polvos con una sola mujer, la actriz Cassie Wright.

Quizá Palahniuk pensaba en acabar con la paciencia de la cristiandad puritana. O quizá el autor perseguía irritar a los lectores presuntamente sofisticados, que estos se burlaran de él y lo tomaran como una suerte de saco de arena. Siendo así, nuestro autor dio en el blanco y ésta es la obra de un genio. Más allá, sospechamos que Palahniuk pensaba en agradar a lo que en Europa suele entenderse por un americano medio: ese granjero de Texas inscrito en la Asociación Nacional del Rifle al que le chifla mascar hierba y tirar con escopeta a la lata, pues lo que la teoría literaria llama lector modelo se parece bastante en nuestro autor al concepto de hooligan. Chuck nunca invita a la exposición de su obra con la actitud del espectador burgués sino como quien va al circo o a un combate de catch. Dan cuenta de ello descripciones psicológicas del tipo «Un actorucho de televisión acabado con ganas de expulsar un poco de salsa de rabo».

Entre los artefactos chistosos de Snuff encontramos la mención a multitud de posibles títulos para cintas X (El cartero siempre se corre dos veces, Moby Dick: batalla de arpones, El nabo de Oz o Primera Zorra Mundial: dentro de las trincheras), o la invitación a la mitocrítica al versionar Edipo rey mediante la inclusión de un personaje al que su madre adoptiva, tras descubrirlo en un onanismo frente a Cassie Wright, «le gritó que estaba echando su lechada encima de las fotos de lo que probablemente fuera su propia concepción»: he aquí el que tal vez sea el hijo de la aspirante al récord mundial de polvos en busca del amor de madre. Palahniuk, en algunos afortunados accesos de imaginación (no todo lo frecuentes que quisiéramos), desengrasa la aridez del relato con pequeñas anécdotas. Como esa Cassie Wright que participa en el robo de las joyas de la corona follándose a los guardias del museo de Roma; más exactamente: cerrando “el suelo pélvico y las mandíbulas, convirtiéndose en unas esposas chinas de carne y hueso y atrapando a los guardias dentro de ella”.

En un relato de Error humano decía Palahniuk que “Todo lo que esté ‘basado en hechos reales’ es más vendible que la ficción”, y quizá por eso el autor sigue afanándose en la verosimilitud mediante su interés por cierta seudociencia (véanse gags sobre el ácido láctico del pegamento escolar como forma de depilación, o una ceguera causada por aplicarse clara de huevo infestada en el ojo). Sin embargo, precisamente por ello la aproximación al porno —tan dada, cómo no, a superar la ficción— siempre será más iluminadora desde el ensayo o el periodismo; y pienso aquí en el reciente y brillante El otro Hollywood, de Legs McNeil y Jennifer Osborne. En última instancia, a propósito de la edición conviene referir algunas erratas («dándose una palmada en el muso» o «no siquiera se digna a mirarlo»), así como la abundancia del que galicado («es por esto que...»), de dudosa compatibilidad con la traducción.

miércoles, 27 de octubre de 2010

Perdido en la Casa Encantada III (ficción gótica catalana) (Quimera, junio de 2010)

Corona de flores

Javier Calvo

Mondadori. Barcelona, 2010. 305 págs.

En lo que concierne a la literatura contemporánea, es probable que las dos estrategias más frecuentes con que legitimar una autoridad narrativa sean la novela masiva —hasta cierto punto pensada para conducir al extremo lo que anteriormente fueran tentativas de identidad estilística— y el relato histórico, con frecuencia interpretado por los lectores como el devenir de un autor que tras agotar la observación sociológica de su medio, decide recluirse en la investigación histórico-bibliográfica de algún tiempo pasado y busca la sincronía con el presente solo a través de la metáfora. Para el caso que nos ocupa, Javier Calvo ya experimentó la novela masiva en Mundo maravilloso. Corona de flores es, por tanto, un punto de inflexión razonable e igualmente ambicioso en su trayectoria. Ambientada en la Barcelona «del Año del Señor Mil Ochocientos Setenta y siete», protagonizan esta novela el inspector Semproni de Paula y el anatomista Menelaus Roca, vinculados cuando diez años atrás formaron parte del Cuerpo de Vigilancia; una época en la que De Paula consiguió liberar de la pena de muerte a Roca tras ser condenado por homicidio cuando éste acabó con una paciente en uno de sus experimentos. Así pues, De Paula debe volver a trabajar con Roca por orden secreta del gobernador Estrany para buscar al Asesino de la Esperanza, responsable de la perturbación del orden en la ciudad.

Superando de largo el nivel histórico (presente en las menciones a la insurgencia política de la época, o bien en las difíciles relaciones entre el novelista de folletín Aniol Almarrosa y la Iglesia), Corona de Flores constituye en primera instancia un ejercicio de ficción gótica entreverado con el relato policial y cimentado sobre una contemporaneidad, como decimos, a priori no aparente (hace unos números ya propusimos en estas páginas Los monstruos de Dave Eggers como hipótesis para abandonar el realismo sociológico anglosajón sin minusvalorar el marchamo de actualidad). Luego, irrumpir más allá del mero divertimento folletinesco exige abordar este texto desde la teoría de la literatura fantástica. Recordemos pues la apreciación de Jerrold Hogle en Gothic Fiction (Cambridge, 2004): «el gótico ha perdurado hasta nuestros días debido a que sus mecanismos simbólicos [...] nos han permitido proyectar muchas anomalías en nuestras condiciones modernas [...] sobre espacios anticuados o encantados y criaturas altamente anómalas». A estas anomalías y malestar de la modernidad hace mención Calvo ya en el comienzo inmediato de su novela («Corren los mejores tiempos, corren los peores tiempos, es la era de la sabiduría, es la era de la estupidez, es la época de la fe, es la época de la incredulidad, es el tiempo de la Luz, es el tiempo de la Oscuridad»), y a ellas regresa para cerrar el círculo en los estertores del relato (p. 294). Añádase el hecho de que como alegoría de lo moderno y barómetro de las ansiedades que atenazan a una sociedad, la literatura gótica acostumbra a tomar como temas centrípetos, ahora rescatados por Calvo, las dinámicas familiares (ej.: Aniol y su padre), los límites de la racionalidad y los sentimientos, la definición del poder político y la ciudadanía y los efectos culturales de la tecnología. A propósito de este último tema, resulta evidente que la Pseudorquídea y la Hipótesis de la Araña Basal de Menelaus Roca remiten con fuerza a aquel Víctor Frankestein de Mary Shelley.

La presente ficción supone también una depuración de los rasgos que vienen definiendo la voz narrativa del autor desde sus comienzos —una depuración, por cierto, progresiva: más perceptible en el último tercio de la novela que en el primero—, a saber: las metáforas o comparativas inesperadas («manos nudosas y arácnidas en el pomo de su bastón»), las trazas de lenguaje científico, la estructuración de la trama a partir de bloques e historias intercaladas —fragmentadas y detenidas en sus clímax—, la violencia humorística, tarantiniana, en ocasiones irreal (como la actitud del inspector Semproni ante su mujer en el “La señora De Paula y las libélulas” o la discusión entre éste y Roca en la p. 270), o la configuración de rasgos paranoicos, abismales, excéntricos, patéticos y neuróticos en sus personajes, de la que ahora se deriva la evidente inclinación hacia el horror.

Sirva de ejemplo para ilustrar esta estética del terror el memorable capítulo 33 (“El muro de la alegría”), que toma como hipotéticas fuentes la perversión iconográfica de Gottfried Benn (véase el poema “Hermosa juventud”) y rinde homenaje a cierta escena de pornografía entre la baronesa von Zumpe, el general Entrescu y dos voyeurs en 2666. “El muro de la alegría” es quizá el mejor ejemplo para afirmar que Calvo trabaja en torno al concepto de sublime burkeano, en oposición a la idea de belleza como laxitud espiritual. Como el pensador inglés, Corona de flores relaciona lo sublime con todo aquello que provoca tensión y penetra en el dolor y el peligro: se recrea en la noción de lo abyecto considerada por Julia Kristeva. Abyecto es, para la semióloga, lo inmoral y siniestro, lo que no respecta límites ni jerarquías —el cádaver, expresión máxima para Kristeva, es «la muerte que infecta a la vida»—, y es en la purificación de semejante abyección donde se encuentra el génesis de las religiones, idea que también arraiga en Corona de flores.

Un último rasgo general en la narrativa de Calvo remitiría a la apuesta por una potente carga audiovisual, que bebe de los lugares comunes del celuloide (como en la persecución por los tejados de la página 194, o las explicaciones casi paródicas del tipo: «cierra el libro levantando una nubecilla diminuta de polvo») y que en un relato como éste mejora con creces, habida cuenta de la zambullida en el imaginario de esta siniestra Ciudad Condal de la Restauración. Entrenado en “Festival de las luces” (Matar en Barcelona) y Los ríos perdidos de Londres en la recreación cosmética del gótico, Calvo abunda en una Barcelona fantástica apoyado en una suerte de paraíso léxico, a sabiendas de que la ejecución de determinados vocablos desencadenan una avalancha de lecturas en el interlocutor: criptas, hospicios, prisiones, palacios, torres... son solo el primer estrato de una exploración espacial diseñada con la tentativa de agotar el lugar. Resulta inevitable aquí volver a Hogle, quien afirma que el gótico, como fenómeno post-medieval y post-renacentista, se fundamenta sobre un uso de los símbolos «que son obviamente signos solo de signos más antiguos». Obviamente, buscar el original aquí deviene entonces ejercicio antropológico, de modo que Corona de flores encuentra su sentido en lo que Botho Strauß refirió como error del copista (Die Fehler des Kopisten, 1997), esto es, la originalidad aparecida en el momento en que el autor, por error, se aparta de la tradición en la que quiere inscribirse, y genera (des)lecturas que difieran de las anteriores. Y he aquí, en este ejemplo de traducción entre tradiciones, donde descansa otro de los pilares más representativos de la novela. Lo que es igual: si durante varios años las referencias a la cultura trasatlántica subyacían en los textos responsables de la mutación narrativa en España, Calvo coopta la mencionada tradición anglosajona para convertir la ciudad de Barcelona en una experiencia estética de primer orden. En este sentido, es un lugar común para los estudios culturales la idea de que la exportación de patrones a menudo pasa por un proceso de deglución de lo extranjero y reciclaje mediado por la idiosincrasia del copista (piénsese en el hecho de que la transformación de la academia norteamericana que hoy admiramos a este lado del charco encuentra sus orígenes en la filosofía francesa del siglo XX.) Calvo ha conseguido en Corona de flores el gran desafío de trasgredir el homenaje para apropiarse verdaderamente del gótico e integrarlo sin ningún inconveniente en su ciudad. El regreso a la cultura de origen y su aceptación dependerá solo de elementos paratextuales. La primera parte del reto, afortunadamente, ya ha sido lograda.

martes, 26 de octubre de 2010

Écfrasis (Quimera, mayo de 2010)

Lento vals, Robert Haasnoot, Lengua de Trapo. Madrid, 2009. 232 págs.

Lengua de Trapo lo dio a conocer en nuestro panorama editorial con Mar de delirio (2008), y allí el autor ya apuntalaba los rasgos de la narrativa que vendría a continuación, a saber: abundancia de pasajes místicos (piénsese en aquel personaje de Falkenier, distinguido —se dice— por los dones que Dios le ha concedido), escenarios marítimos o portuarios, localizaciones temporales no actuales, siempre mediadas por un telón de fondo salpicado por acontecimientos de orden político (la I Guerra Mundial entonces); y, lo más importante de todo, su absoluto hincapié en la recreación de un imaginario romántico, tenebroso y cohesionado, en donde percibíamos la búsqueda obsesiva de objetos y situaciones fetiche por parte de su autor. Es en el ejercicio del écfrasis, pues, donde hemos de encontrar el rasgo más interesante de la narrativa de Haasnoot. Lento vals confirma de este modo que nuestro autor sigue fundamentando el lirismo de su prosa en la inclinación hacia el atrezo y la experiencia de corte sensualista. Dan cuenta de ello la recreación de la siniestra y claustrofóbica taberna de Louis (véanse la humillación del borracho o de la niña), el desafío aceptado —y felizmente salvado— por el autor a la hora de pergeñar escenas eróticas (pp. 56, 187), o el interés por el ínfimo detalle histórico (v.br., «las Pastillas Purgantes de Parson»). Añádase a la presente cualidad de escenógrafo el hecho de que la última entrega de Haasnoot viene a confirmarlo como un contador de historias puro: ante la pregunta de si es posible seguir indagando en la exposición de los hechos típicamente decimonónica —Haasnoot recurre aquí a un narrador omnisciente más bien gélido, a ratos forense— , la obra del neerlandés dice sí con vehemencia.

Ubicada entre Países Bajos y Estados Unidos en el siglo xix, la acción de Lento vals inicia su andadura repartida entre los personajes del judío Lodewijk, caracterizado por sus habilidades para la negociación y la retórica, y Emma, la prostituta enamorada de Harm —uno de los constructores del buque encargado por los opositores a la opresión inglesa en Irlanda—. La desaparición de Harm y el enigma del submarino serán los temas que rijan una parte importante de Lento vals. Y en este sentido, Haasnoot no duda en hacer avanzar sus tramas mediante la diseminación abundante de historietas, cuya finalidad puede ser el adorno y la consecuente verosimilitud del relato (como el detenimiento sobre el carro de patatas que vuelca en la p. 36), la glosa psicológica de los personajes, la explicación de los barrocos árboles genealógicos o la peripecia atribuida a una pléyade de secundarios —más o menos confusos, sobre todo a tenor de la miscelánea de nombres neerlandeses, judíos, franceses y anglosajones— que van del depresivo cuñado de Lodewijk a Deirdre (representante brutal del antisemitismo), pasando por los cabecillas de los fenianos o comerciantes como Leopold Samson.

Lento Vals presenta como principal hándicap para el lector español el hecho de que la historia narrada —cuyo génesis debemos encontrarlo en la biografía de Lodewijk Pincoffs, personalidad especialmente relevante para el desarrollo de la ciudad de Róterdam—, permanezca al margen del horizonte de intereses que se le presupone. Es decir, lo interesante de este tipo de narración reside en la dificultad que plantea para ser concebida como un disfrute estrictamente intelectual. Digamos, si en nuestro tiempo podemos apuntar como posible alta cultura —o mejor: como conglomerado referencial, o como cultura distinguida o distanciada (John Fiske)— todas aquellas producciones fecundas a la hora de interactuar con el acto de lectura, a fin de desencadenar una tormenta de posibles metáforas y simbologías, entonces es inevitable la pregunta en torno a Haasnoot: ¿qué hacer con un escritor cuyo talento máximo reside en el lirismo de su construcción espacial?, ¿qué papel juega el lector predispuesto con una amplia voluntad participativa ante una novela que en sí misma es un parque temático, recreativo? La respuesta, cómo no, solo puede estar en la recepción.

lunes, 25 de octubre de 2010

Fragmentos de un discurso afligido (Quimera 317, abril de 2010)

Reconocido como indiscutible precursor en los estudios sobre cultura de masas (Mitologías, El sistema de la moda, Del deporte y los hombres...), crítico literario hiperbólico (S/ Z, Ensayos críticos), semiólogo y teórico de primer orden (El grado cero de la escritura...), nuestro texto inicia su partida bajo la hipótesis de que Roland Barthes parece no haber sido suficientemente valorado como autor estrictamente literario, a pesar de que su originalidad y planteamientos aparezcan siempre diluidos en el ejercicio de la interpretación. Digamos que, si como el agudo Houellebecq anuncia en su correspondencia con Henri Lévy (Enemigos públicos), podemos clasificar la literatura en tres categorías: del imaginario (fantástica), de la confesión (Montaigne, Rousseau...) y vía media («novelistas que utilizan su propia vida, o la vida del otro [...] para construir a sus personajes»), entonces Barthes debería ser entendido como uno de los más sugerentes autores de la confesión que ha dado el siglo xx. Diario de duelo da cuenta de ello.

Inédito en Francia hasta el año pasado (cómo no, de la mano de Seuil, quien se ocupara de divulgar la obra de Barthes desde su grado cero), el texto apareció paralelamente traducido en España por Adolfo Castañón: 330 fragmentos (no revisados) que reproducen el luto del semiólogo desde la desaparición de su madre en octubre de 1977 hasta septiembre de 1979. Dentro de la obra de Barthes, Diario de duelo se sitúa —por oposición, claro— en las mismas coordenadas que sus Fragmentos de un discurso amoroso: mientras el segundo abunda en la puesta en escena del ritual del romance entre iguales (Eros), Diario describe la actuación equivalente cuando acaece la desaparición del progenitor (Tanatos).

No menos veraz es que por oposición Diario actúa como reflejo de la tan simbólica Carta al padre de Franz Kafka, esto es, el anhelo por la pérdida del objeto amado y la comunión intergeneracional que presenciamos en el texto de Barthes, frente a la delimitación de fronteras y distanciamiento por Kafka pretendidos. Siguiendo con esto: al recapitular la simbología de las relaciones de los escritores con sus antecesores (ya sean estos genéticos o referenciales), hallamos en primer lugar a aquéllos de esencia prometeica: los héroes que, desde la periferia, asesinan al padre, o bien se rebelan contra los dioses que detentan el poder para delimitar un nuevo marco de acción —el camino que difiere de la herencia a la que permanecen encadenados (Kafka)—. Al otro lado del espejo, en cambio, encontramos la actitud de este Barthes. Un personaje que habita la madurez y sabe que el tiempo empieza ya a correr en su contra: contra él también habrá una rebelión natural. La identificación con la madre es por tanto un gesto lógico: «saber que mamá está muerta para siempre, completamente [...] es pensar [...] que yo también moriré para siempre y completamente», anota el autor francés como paráfrasis del epigrama de Cicerón, para quien el pensamiento prepara al individuo para su muerte.

Cierto es que parte de estas iluminaciones inician su andadura con un propósito sólo catártico: apenas pueden ser descifradas más que por el propio autor, si bien, no menos cierto es el hecho de que tales fragmentos, carentes de voluntad hermenéutica o de indagación en la condición humana, acaso pueden llegar a ser los más literarios. De hecho, la escritura de Diario de duelo revela la característica voz mesurada y sagaz que aparece en sus textos más personales, como es el caso de Fragmentos... o Roland Barthes por Roland Barthes.

Y en su inclinación hacia lo limítrofe, el autor vislumbra aquí un libro-médium que en primera instancia persigue saldar deudas simbólicas con su madre; después, Barthes alivia su pánico hacia lo que sucede en el exterior: se libera de todo aquello que no sea el dolor a través de la introspección. Y por último, acontece la posibilidad —nefasta— de estar intercambiando información con aquellos de los que huye: «No quiero hablar por temor a hacer literatura —o sin estar seguro de que eso no lo sería— aunque de hecho la literatura se origine en estas verdades.» Por supuesto, fracasa en su propósito.

Fracasa porque Barthes avanza en cada una de las etapas que se presuponen al duelo. En Fragmentos..., reverso de Diario, el semiólogo culpaba al estereotipo como génesis de todas sus heridas; hablaba del átopos, de lo inclasificable: «Es la originalidad de la relación lo que es preciso conquistar.» Si allí, a propósito del amor denunciaba: «estoy obligado a hacerme el enamorado, como todo el mundo»; aquí, cuando de lo que se trata es de la muerte de su madre, la conducta se invierte. Aceptemos que Barthes, a su manera, está obligado a hacerse el dolido, como todo el mundo: «Mi duelo no ha sido histérico, apenas visible para los otros (tal vez porque la idea de “teatralizarlo” me habría sido insoportable”» (p. 139).

A pesar de estas palabras, lo cierto es que todo el diario es una performance. Existe interpretación y drama (en la doble lectura que ambos términos ofrecen), sí, aunque solo desarrollada en la psique desdoblada del propio autor; una trinidad que componen la madre desaparecida, él, y su autoconsciencia. Y es este último elemento el que interviene como autoflagelo o motivo de culpa, el que lamenta la hipótesis de producir réditos literarios a través del duelo, el que se encuentra obligado a recordarse que mientras «la emoción pasa, queda la aflicción»: la parte de su yo que «vela en la desesperación», en contraposición a aquella otra que «se agita mentalmente arreglando mis asuntos más futiles» (p. 35). El sabedor de que «por una parte, ella me pide todo, todo el duelo [...] Y por otra parte [...] me recomienda la ligereza, la vida, como si me dijera todavía: “Pero ve, sal, distráete”» (p.42). El mismo Barthes que acaba por confesar: «Me es insoportable todo lo que me impide habitar mi aflicción.» Imposibilidad de atopía en el duelo, es la conclusión a la que parece querer llevarnos.

A diferencia de la ficción, sabemos que el ensayo tiene menos probabilidades para ser leído como un uso o excusa del autor mediante el cual liberar sus obsesiones (más aún en una época como la nuestra, en donde la crítica biográfica parece estar demasiado desestimada). Barthes, especialmente intimista en algunos de sus ensayos, desmiente esta idea cuando confiesa que en él la escritura «dialectiza las “crisis”»: siguiendo al Baudelaire de Mi corazón al desnudo, para quien «para curarse de todo, de la miseria, de la enfermedad y de la melancolía, lo único necesario es la afición al trabajo», nuestro autor admite su angustia por «integrar mi aflicción a una escritura», y en una enigmática nota a pie recuerda que su texto sobre Racine, así como Fragmentos..., toman como punto de partida sendas crisis personales.

Como toda la escritura de Barthes, Diario de duelo puede concebirse como un rutilante mosaico de aforismos. En este sentido, el estatuto de la temporalidad en la época contemporánea y su puesta en relación con el duelo es uno de los interrogantes más sugerentes de Diario. Así, en la página 144, lo que parte como obviedad ontológica («Cada sujeto [...] actúa [...] para ser “reconocido”») deriva hacia otra verdad incontestable, condenada a resolver qué relevancia (cultural) tiene hoy el paso del tiempo: «el Monumento no es lo durable, lo eterno (mi doctrina es demasiado profundamente la de Todo pasa: las tumbas también mueren), sino un acto, un activo que hace reconocer.» De este modo, el escritor, visionario, desdeña su propia obra como trascendente; se desentiende de la posteridad y del monumento (p. 244), y acepta la desaparición total a la que irremediablemente se aboca: «pero no puedo soportar que sea así para mamá (tal vez porque ella no escribió y porque su recuerdo depende completamente de mí)», precisa.

viernes, 22 de octubre de 2010

Los lloricas son los escritores que siempre se preguntan por qué no salen en EL PAÍS

Si os preocupa que esto sea real, consideraos invitados a hacer lo que debería haber hecho el autor y lo que autores y lectores llevan haciendo desde el principio de los tiempos:

fingir que es ficción

Dave Eggers, Una historia conmovedora, asombrosa y genial

No hace mucho tiempo, alguien me preguntó en mi extinto formspring por David Shields y su Reality Hunger, texto en el que el autor quería proclamar el fin de la ficción. Más allá de la voluntad —presente en cualquier escritor— de favorecer las condiciones de verosimilitud, la tesis de Shields, obviamente, no puede parecerme más absurda (ya hablamos aquí sobre cómo el género alcanza lugares impenetrables a ciertas argumentaciones que no vengan protegidas por semejante rótulo). Al menos en lo que va de año, se me ocurren tres ejemplos de ensayística camuflada, impensable de expresar por otros mecanismos, en donde los autores exponían ideas incómodas. Pienso en la flamante radiografía que Luis Magrinyà hace de los engranajes internos del mundo de la edición en “Diez minutos después” (Habitación doble), en el ensayo de Fernández Porta €®0$, y en el relato de Patricio Pron “Es el realismo” (El mundo sin las personas que lo afean…), sobre la edificación de una dudosa trayectoria literaria. Estos tres casos significan, a mi modo de ver, no tanto una ficción como casos de flagrante hiperrealismo; su cometido es desnudar al emperador, destapar verdades inaceptables en un entorno social salvaguardado por la corrección y el superyó. Todo muy freudiano, en efecto: el arte como producto de una neurosis. Es por ello por lo que considero a Lector Mal-herido como uno de los críticos más necesarios e insustituibles de nuestro panorama, algo a lo que hay que sumar la trayectoria del personaje, labrada en su totalidad en la red: mientras del resto de escritores se espera el happy ending del libro impreso y el proyecto de larga distancia, de modo que la producción digital no sea más que un recurso para que los lectores no pierdan de vista al autor en el lapso que media entre libro y libro, el caso de Mal-herido difiere. Verdaderamente él es un auténtico nativo digital.

¿Por qué los escritores se empeñan en ser lectores compulsivos, si, como afirma Bukowski, sólo les gusta olisquear sus propios zurullos (como aquella famosa frase de Bloom, según la cual los poetas verdaderamente fuertes solo se leen a sí mismos)? ¿Cuál es la identidad femenina que se deduce de buena parte de la literatura hecha por escritoras? ¿A qué se debe el rechazo frontal y la burla generalizada sobre figuras como Pérez Reverte y Javier Marías? ¿Por qué nos empeñamos en celebrar el silencio de Salinger, cuando la literatura española dispone de auténticos bartlebies, gente que de verdad renunció a la escritura y a la exposición pública del escritor? Acostumbrados a los chistes sobre cocaína, becarias, egomanía y escritores fracasados, la compilación Vida y opiniones de Juan Mal-herido conforma una nada desdeñable teoría del texto y del paratexto.

Para más info, clic aquí:

El villano de las letras españolas

(entrevista a Alberto Olmos, Enrique Vila-Matas, Llucia Ramis, Andrés Neuman y Matías Néspolo sobre Lector Mal-herido)

Alta literatura no apta para losers

lunes, 11 de octubre de 2010

Malasaña no es Abbey Road (publicado en Quimera 317, abril de 2010)

(Apuntes para una cartografía de las representaciones sociosimbólicas en el Madrid del Siglo xxi)

Madrid como orfanato de provincias. Al principio es Calderón y su sonado «Madrid, patria de todos». O Machado, para quien Madrid actúa como «rompeolas de España». O Julio Llamazares: «tardamos en decidirnos a dar el salto a Madrid para intentar realizar nuestras pobres ilusiones provincianas» (El cielo de Madrid). O Juan José Millás en Los objetos nos llaman (2008): «Me lo decía mi padre antes de que abandonáramos la provincia: en Madrid, un hombre puede ser lo que quiera, lo que quiera.» Y por supuesto, Francisco Umbral y su advertencia sobre el hecho de que todo aquel que aterriza en la ciudad proveniente de la periferia termina por instalarse en ella de manera definitiva.

Lo primero que percibimos al poner en contraste la representación de la capital con respecto al resto del país es el lugar común de afirmar nuestra ciudad como enclave civilizatorio o cultural entre el provincialismo abyecto de España. Pensemos: Elvira Navarro (Ponferrada), Luis Magrinyá (Mallorca), Rafael Reig (Cangas de Onís), Alberto Olmos (Segovia), Alejandro Gándara (Santander), Javier Moreno (Murcia), Blanca Riestra (A Coruña) o Adolfo García Ortega (Valladolid) son algunos ejemplos de narradores actuales que dan cuenta de este acontecimiento. Ello sin olvidar que las expresiones de la ciudad durante la última década quizá hayan suscitado más atención entre autores que jamás habitaron en ella (Vicente Luis Mora, Roberto Bolaño, Ricardo Menéndez Salmón), o que siempre vivieron en ella (José Ángel Mañas, David Torres), o de escritores hispanoamericanos trasladados a ella (Carlos Salem, Sergio Galarza).

Richard Florida lo explica en Las ciudades creativas. El ensayista desarticula la idea de Thomas Friedman según la cual en la época de Internet y la sociedad de redes la disposición geográfica del individuo dejaría de tener relevancia. Nada más lejos de la realidad, parafraseando la tesis de Florida atribuiríamos la revalorización constante del espacio metropolitano al fenómeno de la concentración de capital cultural.

O: Madrid en oposición al duelo a garrotazos goyesco.

Ahora bien. Hay algo, un pequeño detalle en el código genético de la ciudad (la idea de Calderón), que está mutando.

Este dossier lo constata.

La literatura de España se federaliza.

Madrid es menos centro que antes.

Para inquietud de la (probable) idiosincrasia localista que define la ciudad.

El Madrí Literario™. Para el guiri, para el filólogo de la Vieja Guardia, para nostálgicos del tocado y la Virgen de la Paloma, para las guías turísticas dispensadas en Atocha Renfe y Barajas, Madrid cuenta con una arraigadísima construcción simbólica en torno a la literatura. Una herencia cultural que puede resumirse en iconos como el Café Gijón, el Ateneo y la calle (de las) Huertas, y sus citas de los clásicos impresas en letras doradas en el suelo.

Ahora, regresemos al presente y recordemos que

Malasaña NO es Abbey Road.

Paseador de perros (2009), de Sergio Galarza, aparece como una de las últimas novelas en donde Madrid ocupa el papel protagonista. En ella el autor limeño agrega una nota en la que habla de su intención de convertirse en un «cronista-crítico-hiperrealista de una ciudad que nadie se preocupa por contar».

Bien.

Galarza subraya directamente el problema del narrador contemporáneo en Madrid.

O sea, la construcción simbólica ex nihilo (frente a la explotación original del —nunca mejor dicho— lugar común: el Madrid Literario).

Que es como decir que esta ciudad no ha conformado un conjunto cohesionado de significaciones estéticas más allá Mesonero, Larra, Pérez Galdós, Cansinos Assens, Arniches, Valle-Inclán, Arturo Barea o Martín Santos, nuestros equivalentes locales a Joyce (para Dublín), Musil (Viena), o Dickens (Londres). [Cualquier cervantista poco ortodoxo hablaría en primera instancia, antes de los autores aquí mencionados, de El Quijote y el problema de la construcción simbólica ex nihilo; o: cómo hacer funcionar La Mancha como espacio legítimo dentro de un tipo de novela (caballeresca) para la cual lo bello es lo esotérico, lo fantástico.]

Paseador de perros, decíamos, apuntala una estructura germinal a partir de la cual empezar a cimentar un Madrid comprensible para quienes no estuvimos en la Transición o en la Movida (abordada en simpáticos libros olvidados como Días Contados de Juan Madrid, o la literatura pulp de Patty Diphusa, escrita por —sí— Pedro Almodóvar) o en los primeros noventa, tal como implican las vetas que remiten a la impersonalidad bochornosa de la ciudad-dormitorio (Getafe, Pozuelo), sus bromas sobre «las bellas intelectualoides con gafas de diseño» en la estación de metro del Círculo de Bellas Artes (p. 40), y una voluntad resuelta de cimentar la (¿rabiosa?) modernidad —impostada o no— presente en barrios como Malasaña (v.br., la clasificación de locales nocturnos desarrollada en la página 101).

El mensaje es evidente: para la literatura contemporánea, en Madrid no hay un Kreuzberg o un SoHo o un Les Halles, como tampoco existen promotores de turismo que procedan de la cultura de masas (Woody Allen en Nueva York o la icónica serie de cortos Paris Je t’aime, publicidad inmejorable para tour-operadores y economías locales): barrios como Malasaña o La Latina o Chueca no son más que una versión kitsch, menor, imitativa, de lo que sucede en otras coordenadas geográficas, a pesar de que, por ejemplo, en el panorama musical la actitud trendy sea moneda común.

Por supuesto, ésta es solo la imagen que nosotros tenemos sobre cómo al exterior nos observan.

O la imagen que nosotros tenemos de nosotros mismos, o sea la creencia compartida por todos los narradores según la cual la Gran Novela de Madrid no ha sido escrita aún (si no, ¿por qué, como veremos a continuación, no dejan de producirse textos que vuelven una y otra vez a la ciudad contemporánea?)

O, quizá, el verdadero resultado de un trabajo insuficiente.

algunas representaciones sociosimbólicas de Madrid. A grandes rasgos, una primera aproximación urbanística de Madrid lleva a pensar en la existencia de dos ciudades. La primera tiene como perímetro las rondas (al sur: Segovia, Embajadores, Atocha), el Prado y Recoletos (al este), Sagasta y Alberto Aguilera (al norte), y Princesa, Plaza de España y el Palacio Real (al este). La segunda ciudad es todo lo que está fuera de esa frontera. Es decir el Madrid culturalmente olvidado: barrios como puedan ser Ventas, Usera, o el Pilar, pero también la ciudad financiera de Salamanca. Y de nuevo, Florida: la clase intelectual tiende a concentrarse en áreas determinadas, que rara vez entran en diálogo con las comunidades obreras, y, por supuesto, tampoco con las elites económicas. Recordemos pues que para el Madrid literario moderno, hasta épocas recientes, nunca hubo vida más allá del cordón sanitario que separaba la cultura de la no cultura.

Repasemos entonces algunas de las representaciones actuales.

Eloy Tizón, sin ninguna pretensión de actualidad en su contenido, aunque desde un lirismo que los lectores jóvenes percibimos como reciclado, abordó en Labia (2001) un Madrid setentero con el cual demostró, entre otras cosas, que la recreación de una época pasada no implica necesariamente ser carca.

(Por si acaso creyeron que yo creía otra cosa.)

Ignacio Gómez de Liaño perpetró en Extravíos (2007) una suerte de Babel en donde uno de los resultados evidentes era la equiparación de valores estéticos entre el conjunto de ciudades en las que se situaba la novela: percibir Madrid a la altura de Osaka, o Macao (ciudades infrecuentes que el lector significa solo a partir de la devaluación o la traducción intercultural respecto a la geografía general reconocible en la que se insertan), y Venecia, Nueva York o Londres (ciudades cuya sola mención desencadena en el lector una reacción masiva de datos).

«Al llegar a Madrid Espinoza sufrió una pequeña crisis nerviosa», reza 2666 (2004). Roberto Bolaño abordó en su última novela el Madrid percibible por un profesor universitario. La que puede llegar a ser «ciudad más hermosa del mundo». Siempre a la vista de un personaje, Espinoza, febrilmente enamorado de otra profesora de Londres, con la cual se imagina yendo al supermercado y compartiendo despacho en el departamento de alemán, y a la que en ocasiones encuentra por las calles «que frecuentaban las putas o por la Casa de Campo». Un enfoque parecido —semejante mirada más o menos idílica sobre el romance entre dos académicos— al que en la década anterior utilizara Alejandro Gándara en Cristales (los paseos por el Parque del Oeste o La Rosaleda), o Belén Gopegui en La conquista del aire. Una recreación atmosférica dirigida a la seducción de humanistas, profesores y similares, en tanto que representación de las expectativas de clase en ellos proyectadas.

En El cielo de Madrid (2005), Julio Llamazares se ocupó de la propuesta de una ciudad bohemia a mitad de los años ochenta, en donde sus integrantes aparecen taciturnos y el fenómeno artístico se concibe desde la lectura del genio romántico: «[En el Limbo] había pintores, poetas, gente sin profesión conocida, algún novelista inédito, algún filósofo puro, algún músico, algún actor y, sobre todo, borrachos.» Nótese en este caso concreto, en aproximación a nuestro planteamiento acerca de las representaciones sociosimbólicas y el fenómeno de las guerrillas culturales, cómo este tipo de escritura habría de llevarnos a una colisión entre hipótesis estéticas irreconciliables: mientras el escritor que quiere aprehender su Zeitgeist (Galarza, Vicente Luis Mora) se ve continuamente acosado por la pasividad del filólogo-histórico (eso ya estaba en....), el lector joven, en su primer acercamiento al texto y (aunque solo sea) de manera intuitiva, no puede evitar leer este tipo de representaciones —si me lo permiten— intimidado por esos señores híperideologizados que leen El País, lucen coderas en sus americanas de cuadros y huelen a habano, en lo que cabría entenderse como una falla temporal. Y la deducción (o el prejuicio): eso ya está —y mejor— en los románticos.

Aparte, en algún mundo paralelo, contamos con un Madrid sci-fi regido por Rafa Reig. Allí hay un «transbordador de bicicletas que unía Génova con Goya», «la siniestra pirámide de Chopeitia Genomics, el edificio más alto de Europa»; un Madrid donde la gente vive en el subsuelo, en colonias de adosados «con luz artificial y jardines plegables» (Sangre a Borbotones, 2002).

Como también está el Madrid suburbial que en la década de los noventa ocupó a José Ángel Mañas lo que ha venido a llamarse Tetralogía Kronen (Sonko95, Mensaka, Ciudad Rayada e Historias del Kronen), y sobre la cual regresó el año pasado con La pella; una novela que repetía las fórmulas de realismo social diez años después de su declive, sin ningún tipo de propuesta de reciclaje. Cocainómanos, vespas, partidos de fútbol retransmitidos en televisión, diálogos misóginos, personajes en absoluto empáticos, cubatas en Alonso Martínez, baretos en La Elipa de fama entre los chavales porque cargan «los cubatas más que nadie», «bacalao [que] retumbaba por las paredes: “Bum bum bum”» (sic) en afters de la ciudad, etcétera. David Torres contribuyó a un imaginario similar, a través de unos personajes que acuden a reuniones de alcohólicos anónimos, se matan «a hostias», leen revistas pornográficas, etcétera etcétera (El gran silencio, 2003). Ni que decir tiene, desde un punto de vista de la historia literaria reciente, este Madrid también merece ser recogido, aunque hoy presente dificultades para atraer la atención de su lector modelo o del lector formado, ocupado a la busca y captura de nuevas formas y contenidos.

Especial interés merecen también los sex shops de la calle Atocha, los punkis y los skins que se manifiestan contra el rey en la misma calle, el Ritz, las «costumbres solidarias que se diluyen entre un mar de curritos que se han dejado la vida para pagar la hipoteca y ahora empiezan a mirar mal a los inmigrantes porque sólo son inquilinos y ellos se llaman a sí mismos “propietarios”» en Vallecas, papelerías en ese mismo barrio «en las que tus clientes te invitan a las comuniones de sus hijos y te van pagando a plazos lo que compran, fanfarrones de poca monta, el Teresa Rivero. El argentino Carlos Salem estuvo ahí en Pero sigo siendo el rey (2009).

Flash-back.

Que el lector actual, en 2010, demande textos que difieran de la estructura esbozada en obras como Circular (obra en marcha de Vicente Luis Mora, de la que se esperan nuevos volúmenes próximamente) no debería significar perder la perspectiva histórica. Circular apareció en su primera edición en 2003 de la mano de Plurabelle, tomando la vieja obsesión por la representación sociosimbólica de lo marginal (y de lo no marginal) en la novela de los años 90 y anticipando la nueva obsesión de comienzos de siglo por la estructura del relato. Es decir, Circular aparece algunos años antes de la generalización de lo ultranarrativo o la escritura deliberadamente pluridisciplinar, el asedio masivo contra la temporalidad causal decimonónica y la conceptualización (hipertrófica) del fenómeno literario, de modo que si antes —al hilo de Bolaño, Gopegui y Gándara— hablábamos de literatura proyectada en un imaginario reconocible para humanistas, probablemente en Circular esté la primera noción —prolongada durante la última década— de la literatura practicada por y para exégetas como medio de supervivencia en el maremágnum editorial. O también: esa metaficción que pondría los pelos de punta a Popper, en la medida que funciona a partir de en la suma de planteamientos racionales con que avalar la hipótesis estética del autor, en última instancia irracional y subjetiva.

Ejemplo de lo dicho: «Un libro global es un libro escrito por todos. Verás, te explicaré: un libro sobre Madrid no puede sino estar lleno de citas.»

O: «La necesidad de dar una visión totalizadora de Dublín obliga a Joyce a presentar fragmentos que no mantienen entre sí una coherencia cronológica ni narrativa, fragmentos de un rompecabezas que nunca aparecerá completamente aclarado», dice Sábato citado por el autor de Circular.

La importancia de esta obra radica también en la concepción de un Madrid holístico, compuesto por todas y cada una de las (sub)ciudades sociosimbólicas contenidas a lo largo de sus calles y barrios, revisados éstos uno a uno, sin distinción del tipo de connotaciones a ellos atribuido (o sea, de Córdoba —ciudad dormitorio desde que el AVE existe— a Puerta del Sol), al margen de proponerse como una investigación severa del espacio moderno por antonomasia: la ciudad. En Circular atendemos a Madrid como ciudad hermética (el metro circular, el autobús circular, la M-30, la M-40 y la M-50) o como cosmogonía (como «galaxia de sistemas solares que sólo tienen en común su movimiento sincrónico y unidireccional»), como neurosis por la liquidez de sus relaciones sentimentales, como neurosis por la burbuja inmobiliaria, vista desde el poema, desde los pasatiempos del periódico o desde los raps cantados en Arturo Soria. Si el proyecto sigue su curso, pues, es probable que Circular esté llamada a convertirse en la revisión más importante de la ciudad en los últimos años.

Literatura Post-11-M. Habida cuenta de que para buena parte de los narradores españoles la Guerra Civil sigue siendo su principal cuenta política pendiente —como si de un servicio militar obligatorio se tratase, todos quieren arrojar su interpretación personal sobre el conflicto—, el acontecimiento más importante de la ciudad durante los últimos años no ha acaparado una atención excesiva entre nuestros escritores de ficción. La piedra en el corazón (2006), de Luis Mateo Díez, fue uno de los primeros textos que quiso referir el atentado, si bien la mención a éste aparece solo de manera muy marginal.

Blanca Riestra también quiso iniciar el camino con Madrid Blues (2006). Sin excesivas pretensiones políticas, la novela repite el modelo de novela realista-costumbrista contemporánea, afanado en retratar los días previos al atentado y en abundar de nuevo en la recreación de los hitos —actualizados— del Madrid Literario: Madrid Rock en Gran Vía, la inmigración en la plaza de Lavapiés, los turistas en las terrazas de Santa Ana, etcétera.

De Ricardo Menéndez Salmón ya es un clásico afirmar que su obra rota en torno a la cuestión del mal en la condición humana (La ofensa, Derrumbe). Siguiendo la estela, en El Corrector (Seix Barral) dio vida a un relato en primera persona sobre los tres días que mantuvieron en jaque a la sociedad española hasta las elecciones. En contra de la dinámica en la narrativa española antes mencionada, Menéndez Salmón denunció entonces (afortunadamente) que «ninguno de los grandes escritores con lugar privilegiado y plataforma en medios ha dado el paso de hacer ficción con aquellos acontecimientos», de igual modo que a su juicio nuestro panorama sigue expresando su «indiferencia hacia lo inmediato».

Y del mismo modo que Vladimir, protagonista de El Corrector, rondaba la reflexión sobre la máxima de Adorno y la posibilidad de la poesía posterior a Auschwitz, Adolfo García Ortega pergeñó en El mapa de la vida (Seix Barral) una respuesta fulminante al filósofo alemán: «Después de Auschwitz o lo que sea la vida sigue. Lo que caracteriza la vida es que pase lo que pase al final todo sigue su curso», afirmó en una entrevista el autor de esta historia iniciada con un personaje que confiesa a su mujer ser un ángel.

Javier Moreno ha sido el último en replantear el 11-M en “11304”, incluido en su reciente Atractores Extraños (2009). El relato se arma a partir de la organización de fragmentos narrativos en torno a un número irracional. O como asegura el narrador: «Resulta llamativo que los números irracionales se correspondan en muchas ocasiones con conceptos básicos del pensamiento abstracto, tales como la circularidad o la autosemejanza. Quizás detrás de la cifra que van componiendo los diversos fragmentos pueda encontrarse algo tan abstracto como “el terror”».

Conclusiones. De lo anterior inferimos multitud de interrogantes, algunos de los cuales —como el problema de la importación-exportación cultural— transgreden la representación de Madrid. Varias preguntas (complejísimas) que surgen a este respecto: ¿Hasta qué punto es el Madrid actual —para sus habitantes, para el país, para el observador extranjero— literalmente un significante vacío de contenido?, la aparente inexistencia de una Gran Novela sobre la ciudad, ¿tiene que ver con la dinámica acelerada o la tiranía mediacrática del tiempo que ejercen (ejercemos) los medios críticos, a la hora de superar el mosaico (amplio) de libros que han abordado desde múltiples perspectivas la ciudad durante los últimos años?, ¿de veras ciudades como Nueva York o París cuentan con autores esencialmente mejores?, ¿qué influencia tienen los elementos paratextuales?, ¿cuál sería el rasgo definitorio de la Gran Novela de una ciudad?, ¿su extensión?, ¿la estructura?, ¿la concepción prometeica —joyceana— de la novela como forma de trasgredir las duras exigencias de la crítica neomaniatica?, etcétera, etcétera. A modo de lenitivo para la conciencia de lectores y novelistas, quizá sea hora de pensar que las numerosas categorías culturales visibles en la ciudad convierten a ésta en un hervidero de imágenes difícilmente aprehensible por una sola voz narrativa.

O no.

Quién sabe.




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