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sábado, 28 de julio de 2012

Balotelli, Jobs, Naipaul y A$AP. Acerca de la tragedia vulgar y la epopeya del “parvenu”

I
Del primer hombre la desobediencia (John Milton, El Paraíso perdido)
Puesto que no es posible agravar la censura sobre aquello que ya es vulgar y cómico, si la fotografía de Mario Balotelli celebrando su gol contra Alemania fue parodiada (aquí sosteniendo un cubo de pollo o arreglado con un tutú, allá cortando el césped o agujereándolo con un martillo hidráulico), sin duda ello se debe a la presencia de elementos trágicos que no engranaron de manera adecuada o comprensible en el contexto de la diapositiva. Con todo, el relato de Balotelli hasta ese gol se fragua como epopeya, en la que una especie de moisés consigue sobrevivir en condiciones inhumanamente desfavorables, si bien, mediante la esforzada labranza de sus destrezas y habilidades, consigue elevarse, al fin, a la categoría de semidiós. Un semidiós, por lo demás, de burdos, lujuriosos y pantagruélicos apetitos (modelos, maseratis, mansiones…), como Pablo Ordaz contaba la pasada semana en El País.
"Hasta aquí llega el 3G, ¡quia!", Steve Jobs desde el Monte Olimpo, echando el rato con sus artilugios.
El exceso es una cualidad reservada a los caracteres heroicos, más aún desde que nuestra cultura acepta con naturalidad la máxima romántica por la cual el genio es, por definición, un tipo rarito. O al menos así se despliegan ante nosotros todas las hagiografías y mitologías contemporáneas. Steve Jobs —sobre el cual, como Balotelli, también se han barruntado hipótesis en base a su condición de hijo adoptado— alberga la paradoja de sus inclinaciones místicas o trascendentales, siendo él el héroe del consumismo en los albores de siglo, y padre de la marca más codiciada en todo el mundo. Excluyendo los previsibles detalles que se asocian al talento sublime (cascarrabias, arrogante, sensiblón…), en Jobs igualmente se hace presente esa mixtura de enunciados graves y tontorrones —al menos para lo que cabría comprender en el marco de la tragedia—, a través de un discurso —digamos— exageradamente postmetafísico (perdón)en la era del misticismo de lo material (perdón, perdón). ¿A quién si no podrían ocurrírsele frases del tipo: «Aquellos electrodomésticos me han hecho más ilusión que cualquier otro utensilio de alta tecnología» —o, aún más disparatado, consciente de su aproximación al precipicio—, «Quiero creer que hay algo que sobrevive. Pero a lo mejor es como un botón de encendido y apagado. Quizás por eso nunca me gustó poner botones en los aparatos de Apple»
Who are you niggas? Why argue niggas? The truth is the truth, I really put my scars on niggas. (Nas, "Locomotive", 'Life is beautiful')
De más está decir que la epopeya del parvenu —cuya variable más sonada vendría a ser el Sueño Americano— es una perfecta narración de propaganda capitalista, y de ahí su constante reproducción mediática. El problema para sus críticos es que, incluso con el sistema en ruinas y en sus peores condiciones, sigue cumpliéndose la leyenda por el cual, en una sociedad libre (pongan todas las comillas que quieran aquí), el alpinismo socioeconómico y la caída a sus más hondas fosas es un hecho constatable. Como recordaba Gonzalo Torné, de entre todas las trayectorias literarias contemporáneas, ninguna ha realizado mejor esa epopeya que la de V.S. Naipaul, del cual se discuten con igual entusiasmo las virtudes de su excelencia literaria como los vicios de su mal genio y afición a los placeres más toscos:
Hayas nacido donde hayas nacido, sea cual sea tu situación de partida, es improbable que el camino que te conduce a revelarte como escritor sea más escarpado que el que tuvo que remontar V. S. Naipaul. Suele decirse que la «antipatía» de Naipaul se debe al resentimiento hacia las heridas que el racismo y el clasismo dejaron en su carne mientras ascendía por el escalafón literario. Pero ese es solo un lado del asunto. Cuando pienso en Naipaul, el rigor, el talento estilístico, el alcance de su mirada, se anticipan al supuesto rencor. No se me ocurre un escritor más melancólico que Naipaul; en comparación, las profundidades nostálgicas de Sebald tienen un tacto, como diría, más sintético. Pero Naipaul apenas se permite pasiones mustias, no tolera que sus circunstancias personales le debiliten como escritor, nunca busca excusas. La lección que los novelistas podemos extraer de Naipaul es que nazcas donde nazcas, sean cuales sean tus padres, con independencia de cuántos libros encontraste en casa, de la falta de interlocutores válidos, de lo que te costó, de lo poco que hayan creído en tu vocación, hay que arreglárselas para extraer la fuerza creativa de esas desventajas, no nos beneficia escudarnos en ellas: cuando se trata de literatura las justificaciones son declaraciones de impotencia, nadie lee por compasión, la lectura piadosa no tiene valor.
Pues eso, a llorar a otra parte.
II
Yes I’m the shit, tell me do it stink?
Todo lo anterior me conduce a pensar una idea que aparenta plena ausencia de juicio, pero que en realidad se revela puntillosamente compleja. A saber: que una de las grandes expresiones de esa tragedia vulgar que define nuestro tiempo se halla contenida en la música rap. Y además en esa misma manifestación de el rap de la que no se puede disfrutar sin experimentar cierta sensación de traición conspiratoria y vil contra los principios que motivan a la gente cultivada y sofisticada. De tal suerte “Goldie”, el video que sigue, es unaculminación de los caracteres heroicos encomendados a los deseos más ruines y materiales. A su vez, el hecho de que la música rap, a diferencia de la poesía o la narrativa, se plantee como discurso realista, no ficticio, en donde no existen diferencias entre el narrador y el autor, aporta otro plus de complejidad: en ninguna otra expresión literaria se desarrolla un cantar de gesta, una mitología o una hagiografía dedicada a uno mismo. Siempre hay que esperar a la generosidad de los otros.
Born in 1988, Mayers was named after the hip hop legend Rakim, one half of the Eric B. & Rakim duo. When he was 12 years old, his father went to jail in connection with selling drugs. A year later his older brother was killed near his apartment, which inspired him to take rapping seriously. Mayers had started rapping at age eight (…) After living in a shelter with his mother, and elsewhere around Manhattan, Mayers moved to Elmwood Park, New Jersey. (fuente: Wikipedia)
Sin duda, el entendimiento de Aristóteles quedaría condenado a las sombras si se le asignase la tarea de aplicar los preceptos de su poética al poema trágico “Goldie”. Así, en su manual exponía que:
La poesía, sin embargo, pronto se dividió en dos clases según las diferencias de carácter en los poetas individuales; pues los más elevados entre ellos debían representar las acciones más nobles y los personajes más egregios; mientras los de espíritu inferior representaban las acciones viles. Estos últimos producían invectivas primero, así como otros componían himnos y panegíricos
(…)
Respecto a la comedia, es (como se ha observado) una imitación de los hombres peor de lo que son; peor, en efecto, no en cuanto a algunas y cada tipo de faltas, sino sólo referente a una clase particular, lo ridículo, que es una especie de lo feo. Lo ridículo puede ser definido acaso como un error o deformidad que no produce dolor ni daño a otros; la máscara, por ejemplo, que provoca risa, es algo feo y distorsionado, que no causa dolor.
(…)
Una tragedia, en consecuencia, es la imitación de una acción elevada y también, por tener magnitud, completa en sí misma; enriquecida en el lenguaje, con adornos artísticos adecuados para las diversas partes de la obra, presentada en forma dramática, no como narración, sino con incidentes que excitan piedad y temor, mediante los cuales realizan la catarsis de tales emociones. Aquí, por “lenguaje enriquecido con adornos artísticos” quiero decir con ritmo, armonía y música sobreagregados, y por “adecuados a las diversas partes” significo que algunos de ellos se producen, sólo por medio del verso, y otros a su vez con ayuda de las canciones.
Canciones como “Goldie”, por tanto, conducen al límite esa colisión de registros entre la nobleza del héroe y la vileza de sus faltas que se producen en esos dos relatos contemporáneos que son la tragedia vulgar y la epopeya del parvenu. En el poema encontramos alocuciones al súbdito (“You in the midst the greatness”), una percepción firme del fátum (“Life’s a motherfucker ain’t it?”) y una defensa guerrera del pueblo al que héroe pertenece(“It’s just me, myself, and I and motherfuckers that I came with”). En cuanto a sus vicios, no hay en el poema ningún asomo de pedagogía de la virtud, sino más bien un encendido encomio de los senderos de Lucifer (“Yes I’m the shit, tell me do it stink?”),  además de una inelegante inclinación hacia la lujuria y la codicia (“It feel good wakin’ up to money in the bank”), manifestada con una consideración tan baja como sólo se le permite al Dios tirano (“Open up your legs, tell me how it taste”).
Si como Bakunin enunciaba, la religión es sólo la más elevada expresión del natural egoísmo del sujeto, en la medida en la que nadie se somete a los arduos designios de los dioses si no es cambio de una compensación futura, ¿no es éste, a su vez, el canto melancólico de los mortales, tras comprobar cómo les era negada la entrada a un cielo donde los buenos eran premiados con ríos de miel y montones de vírgenes, resignándose a una ficción terrenal compuesta por «three model bitches, cocaine on the sink» y arroyos de licores burbujeantes?
He aquí en lo que se transforma la lírica, cuando el sendero hacia el infierno está enlosado de buenas intenciones. Y la justicia poética se demuestra inexistente.

miércoles, 11 de julio de 2012

¿Quién Se Ha Llevado Nuestra Pa$$$$$ta?

(Sobre lo que a priori podríamos llamar imperdonables incoherencias
publicitarias en la industria del libro)
Gente lamentando poderosamente la subida del IVA
¿Crisis?, ¿Qué crisis? Hace algunos sábados, sumido en un desierto de aburrimiento y desolación, acabé sometido al bombardeo de júbilo presente en las redes sociales y con procedencia de cierto festival de música, y así acabé comprando un par de entradas para la última sesión del encuentro. Aquel gasto, que sólo servía para tener entretenidos a dos personas durante unas ocho horas, podría parecer escandaloso ante el mal agüero de las informaciones económicas. Contra cualquier pronóstico racional, la última edición del Sónar obtuvo 98.000 asistentes.Record histórico. En su artículo «Dejad de llamarlo EDM»Javier Blánquezrealizaba una aproximación al último fenómeno de masas en la música electrónica, y el procedimiento por el cual los DJs han sustituido a las estrellas de géneros musicales tradicionalmente más populares. Cómo logra una expresión cultural alzarse por encima de las demás, robando así el público a sus adversarias, es un acontecimiento cuya explicación parece sencilla, y su raíz es antes sociológica que artística: el engranaje entre los sentimientos de exclusividad y comunidad. Sin ir más lejos, en los últimos años hemos asistido a la edad dorada de las series de televisión, en un momento en que el medio parecía abocado a la extremaunción, aunque lo cierto es que exitosamente consiguió seguir avanzando en paralelo a lo digital. Otra vez, las motivaciones del público a la hora de sumarse a estos relatos que se extienden durante años y años son las mismas: comunidad y exclusividad.
Los publicitarios del bestseller saben bien del mecanismo, y de ahí la repetición en sus estrategias de marketing, aparentemente implacables al paso del tiempo: «Más de 5.000.000 de ejemplares vendidos en Europa», «La novela de la que todo el mundo habla en Estados Unidos»… Quien compra cualquiera de estos productos de masas no compra una historia: compra un carnet que le abre las puertas en algún club social. Mientras, la edición «literaria» parece seguir empeñada en retener a un público exiguo —el visitante habitual de ciertas librerías—, en donde además la competencia y producción son feroces. Como nos enseña la música electrónica, las series de televisión o los bestsellers, la cuestión no es si hay crisis, sino cómo enganchar a nuestra mercancía a toda esa gente que se están gastando la pasta en cosas menos divertidas. O dicho de otro modo: si después de la II Guerra Mundial, un judío consiguió vender un coche enano, fabricado por los nazis, en el país de la megalomanía, entonces vender libros no puede ser tan complicado.
Podría ser el anuncio de cualquier editorial, y sin embargo es el anuncio de una aerolínea: la gente que viaje en Emirates es sofisticada y lee libros (impresos, y no en formato digital, por si fuera poco); ergo, la gente que lee libros mola.
Probablemente, el único mercado donde el lujo cuesta lo que lo popular. Todo el mundo entiende que el lujo y la marca tienen un precio. Pero el mercado literario premia lo popular antes que el lujo. El bestseller más recurrido cuesta lo mismo que cualquier Nobel —por citar una garantía de calidad— o que un autor de culto, y además circula más información acerca del primero. De esta manera es imposible que nadie valore la marca, cuando se publicitan antes los artículos de fast-litY la publicidad, pese a los esfuerzos de sus opositores, no deja de ser información: la información de un producto que busca a su consumidor, quien a su vez tiene la libertad de elegir si la necesidad que el bien de consumo afirma satisfacer le conviene, o no. Si nos preguntamos cómo hemos llegado hasta aquí, la respuesta acerca del abaratamiento de los costes de producción es insuficiente. Ahí tenemos el disparatado valor añadido que pagamos por marcas —curiosamente populares— como la de Steve Jobs.
En el último número de EsquireJuan Manuel Lara recuerda el consejo del fundador del Grupo Planeta: «Con la de libros buenos que estábamos convencidos de que serían un éxito y que no hemos vendido bien, ¿por qué te vas a complicar la vida editando libros que no crees que tengan salida?» Efectivamente, enunciados como éste justifican el modelo publicitario que siempre ha sido vigente. Nunca ha habido ningún intento serio por distinguir el lujo. Lo que me hace pensar que si el ciudadano disfruta con la lectura de bestsellers, es precisamente por su desconocimiento de mercado. Al igual que en la primera proyección de cine en París, donde los espectadores echaron a correr porque pensaban que el tren aparecido en pantalla les arrollaría, la capacidad de sorpresa del español ante cualquier libro es asombrosa, más aún teniendo en cuenta que su gasto es insignificante: 46 euros al año. O sea nada. Recuerdo que hace unos años, editando ciertas estadísticas acerca de las costumbres lectoras de los españoles para un artículo periodístico, el porcentaje de bestsellers que admitían leerse era ínfimo. Tampoco esto es baladí: nadie desea percibirse como consumidor de productos populares. Naturalmente, lo que el mercado editorial parece haber obviado, siguiendo el modelo de Lara, es que en una sociedad capitalista la codicia y el deseo de promoción social son inquebrantables. Entonces, ¿por qué comprar bestsellers cuando la mejor literatura cuesta lo mismo?  
Sellos literarios; marcas blancas (¿otra editorial literaria más?). La escasa publicidad literaria que se ha venido haciendo se ha esforzado en anunciar determinados productos de una marca, en lugar de la marca como tal. Pregunta obvia: ¿saben los lectores qué diferencia existe entre comprar un libro de uno u otro sello literario? Si lo saben, será solo por intuición, pues no hay eslóganes que resuman el modus operandi de los distintos sellos. Como tampoco puede haber marca sin una filosofía o categoría cultural que se le asocie.Astutamente, Germán Sierra afirmaba que «si algo parece desprenderse de lo que está ocurriendo en el mundo editorial, es que las editoriales relevantes son, cada vez más, “negocios de autor». El problema es que los lectores y consumidores desconocen qué adjetivos se corresponden a ese trabajo de autor: a ellos les ha sido omitido cuál es el nicho de mercado que les corresponde. Y además pocos progresos ha habido desde que Jorge Herralde apuntalase en España el tablero de juego con Anagrama (contracultura, antifranquismo o insurrección serían algunas de las palabras clave que definieron el sello en sus inicios). El silencio del grueso de directores literarios españoles con frecuencia resulta incomprensible, siendo su criterio estético el principal motor de sus sellos. Lamentablemente, esa ausencia de eslóganes o filosofías nítidas obliga al consumidor a comprender la librería como un panel de marcas blancas e intercambiables. Y no.
No hace falta que seas un soso, para gozarlo con un libro sabroso (lo dice Bill Bernbach)
¿Anunciarnos? ¡Ya tenemos a los críticos! No deja de ser paradójico asistir a los interrogantes que plantea el mercado del libro digital, en el que adquirir lujo costaráaún menos, cuando en el entorno analógico las cosas se hicieron mal: la omisión de la publicidad, que cualquier otro mercado consideró necesario para distinguirse, lleva mucho tiempo pagando sus consecuencias. O desde luego cabe preguntarse qué no habría hecho un Bernbach o un Saatchi con los autores y sellos que nos agradan. Y si la publicidad es sociología rentable, entonces sólo podemos lamentarnos de no haber sacado partido a las enseñanzas de Bourdieu y sus secuaces. En su defecto, la literatura optó por limitarse únicamente a las palabras de los críticos como argumento de venta, obviando que la publicidad cargada de texto, desastrosamente desapasionada, dejó de ser útil hace más de un siglo. Ninguna crítica puede transmitir el significado de pertenecer a esta o aquella comunidad de lectores, y los valores culturales que, más o menos conscientes, cada tipo de lector y consumidor representa. Y antes de reactivar la nave, y ahora que somos conscientes de la crisis y de la transición en el modelo de producción del sector, tal vez vaya siendo hora de replantear cómo vendemos la literatura en la que realmente confiamos. Recuerden: compartan la fantasía

lunes, 2 de julio de 2012

Ratas muertas en la carrera

Aun sabiendo de lo plenamente inapropiadas que son las imágenes escogidas para ilustrar la situación que nos ocupa, lo cierto es que el trabajador español en activo guarda ciertas similitudes con un hipotético Indiana Jones que cruzara un desfiladero no apto para acrófobos, corriendo como alma que lleva el Diablo sobre un puente colgante que hubiese sido fabricado con palos y cuerdas y que va desarmándose a su paso por él, siendo nuestro pobre Indiana del todo consciente de la elevada probabilidad de resbalarse. Y de palmar. A su vez, la panorámica laboral se da un aire siniestro a esas cámaras de gas instaladas en los campos de exterminio, en donde, con las primeras duchas de Zyklon B, los concentrados se apresuraban en balde hacia las salidas bloqueadas, componiendo junto a ellas una horrible pirámide de cuerpos inanimados. La cosa, en efecto, va de carreras de ratas en donde todas mueren antes de llegar al otro lado del embudo. Pues eso, y no otra cosa, es lo que ocurre cuando se decide aniquilar una economía mediante la obstaculización de la iniciativa privada, al tiempo que terminan de estrangularse las industrias dependientes de las ayudas públicas, y se impide así la reconversión de los trabajadores a puestos más demandados o rentables. O resumido con la célebre máxima de Bertolt Brecht: «La crisis se produce cuando lo viejo no acaba de morir y cuando lo nuevo no acaba de nacer.»


Y a pesar de la desconfianza natural que provocan los análisis prospectivos en materias sociales, en Prepárate (El futuro del trabajo ya está aquí) —de la catedrática en la London Business School Lynda Gratton— se reúnen una serie de datos económicos, demográficos, tecnológicos, sociales o medioambientales que permiten rebajar la incertidumbre acerca de lo que nuestras vidas laborales serán dentro de una década, cuando, parece ser, el vendaval actual haya amainado de largo. Entre las ideas que el ensayo maneja, Gratton advierte del impacto que el agotamiento de los combustibles fósiles y el cambio climático tendrá en menos de veinte años (naturalmente considerando los requerimientos tecnológicos de India y China), y de la necesidad de un tránsito sosegado hacia nuevos modelos de consumo energético. Gratton, sumándose a la estela del postfeminismo, estima que la cultura empresarial continuará adelgazando sus niveles de testosterona, al tiempo que volverán a contraatacar las epidemias melancólicasque tanto trabajo dieron a los críticos culturales de finales del siglo pasado[1]. (Lo cual no hace sino refutar la hipótesis por la cual, cuando una masa de ciudadanos supera sus incertidumbres materiales, de inmediato se afana en perseguir conflictos de orden afectivo, oscilando así siempre entre las crisis sociales y las crisis individuales: la idea siempre es tener algún marrón entre manos.) Asimismo la escritora pronostica la disolución de los hábitos laborales convencionales, que ya están acabando con los horarios fijos (money never sleeps; mucho menos en un mapa empresarial globalizado), y la importancia capital que tendrán las microempresas, pues no en balde, el empleado autónomo significa la cima de la ética liberal aplicada al trabajo, en donde no existen ordenamientos superiores y todos los beneficios y fracasos son responsabilidad única del sujeto. No menos atractiva es su observación sobre las implicaciones asociadas a la retirada de la generación del baby-boom del mapa laboral, que se traducirá en un inmenso número de vacantes por ocupar, además de unos conflictos de difícil solución en lo que concierne al reparto de las pensiones[2].
Con todo, la enseñanza más enternecedora del ensayo aparece velada a lo largo de sus conclusiones. Como experta en el entorno empresarial, Gratton se esfuerza en hacer reflexionar al lector acerca de cuáles son las auténticas metas que desea fijarse en su vida íntima y laboral, para sortear así los deseos innecesarios con que el consumismo nos invoca. Este consejo, por lo demás, colisiona directamente con su pronóstico sobre el inminente incremento de la desconfianza y la infelicidad. Es decir: lo de siempre desde Freud y el malestar de la cultura. Y así todo parece apuntar a que no tardaremos en regresar a la máxima por la cual la codicia es buena, aun fingiendo aspirar a cierta moral capitalista moderada. Al menos, eso sí, curtidos ya en las fantasías del crecimiento ilimitado. Algo es algo.






[1] «La gente es más feliz a medida que aumenta el PIB per cápita. En muchos países del mundo ser pobre equivale a no ser feliz, pero ser rico en los países desarrollados no significa necesariamente ser más feliz. Lo que parece estar sucediendo en muchas sociedades avanzadas es lo que los psicólogos Philip Brickman y Donald Campbell llamaron “la rueda de molino hedonista”. Implica simplemente que a medida que aumentan los ingresos, las expectativas y los deseos aumentan —hasta el punto en que ningún aumento en los ingresos, por cuantioso que éste se, nos hará más felices.»
A este respecto es interesante comparar el análisis de Gratton con el de William T. Vollmann en Los PobresUn libro que dice lo mismo, pero al revés. 

[2] «(…) Algunos observadores, incluido el comentarista David Willets, creen que esto causará profundas tensiones entre los miembros de la generación del baby boom ya más envejecida y las generaciones X e Y, cuyos miembros tendrán que financiar sus jubilaciones. Él lo llama the pinch (el pellizco), el momento en el año 2030 en que todos los miembros de la generación del baby boom se habrá jubilado. Willer juzga con dureza a los miembros de esta generación. Los ve como la generación más consentida del mundo desarrollado, aquella que ha dilapidado el patrimonio que sus prudentes y parsimoniosos padres les habían dejado, y que no tienen previsto dejar mucho a sus propios herederos. Se han ido gastando su capital en vacaciones o en coches. En contaste, los que les siguen ahora se tienen que pagar sus estudios universitarios, acumulando altos niveles de deuda, y les cuesta mucho encontra trabajo, y aún más comprar propiedades y ni se pueden plantear la idea de costearse un plan de pensiones. Será interesante ver hasta qué punto las tensiones intergeneracionales que Willets predice se cumplen.»