—¿Sí? ¿Qué es?
—El hecho de que casi siempre lo hagas con los ojos entornados, como si apuntases a través de la mirilla telescópica de un arma. Un poco a la defensiva.
La ciudad desea ser todas las tribus urbanas al mismo tiempo. El producto es el medio para ese fin. La esquizofrenia es ausencia de fe en un estilo de vivir. La ausencia de fe en un estilo de vivir es la causa por la que no existen personajes solemnes. La solemnidad es el bien de consumo: No es lo que tengo, es lo que soy; soy Viceroy. El spot de un producto fácilmente es más épico que un largometraje rodado en nuestros días. El individuo actual no es sublime; sublime es la inmutabilidad y severidad con que se erige el producto ante el individuo. El contemporáneo siente admiración por Casablanca y por Shakespeare, sencillamente porque relatan actos de voluntad que doblegan la circunstancia; porque el producto circunstancial doblega cualquier conato de perseverancia.
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Uno se dirige del dormitorio a la cocina, y en ese lapso de apenas doce segundos siente el único Angst existencial que perturba la calma diaria: son doce segundos en los que decidir el producto que la cafetera orinará dentro de la copa de acero: Chococino, Cappuccino, Cappuccino Ice, Espresso, o Latte macciato. Quiere decir esto que antes de la nueva generación de máquinas de café por cápsulas, uno no tenía nunca que tomar decisiones. Con las nuevas libertades que se ofrecen al consumidor uno podría disfrutar de todos los cafés al mismo tiempo —todos igual de deliciosos a primera hora del día—; no obstante declinaría la erótica de la ucronía: ¿Qué habría pasado si en vez de este café hubiese consumido otro?, ¿cómo sería mi día ahora? ¿Cómo sería mi vida?
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Heidegger opinaba que la persona es el único integrante del mundo animal que se cuestiona su ser. En este sentido, Terry Eagleton afirma que no resulta excesivamente dilatada la distinción entre una tortuga y un posmoderno: a ambos les es igualmente ajena la condición humana. Por lo que a mí respecta, todo esto me da ganas de llorar.
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Mientras Alexandra te rebaja la barba antes de dirigiros ambos a la boca de metro, y de ahí a vuestros respectivos trabajos, le preguntas si no le parece que, tal vez, estáis anquilosándoos en vuestras vidas. A ella le hace gracia el comentario. Entonces te besa el cuello, te susurra al oído una hermosa bossa nova, y te dice que qué quieres decir con eso de an-qui-lo-sa-mien-to, ¿eh? Pareces bobo. Tu torso se muestra desnudo; al suyo solo lo protege un sostén. La escena está hecha a medida para espíritus inquietos; románticos. Y Alexandra te invita a recordar tu pasado: días en los que no tenías ni automóvil ni cafetera de cápsulas y tu futuro era del todo incierto. Días en los que sospechabas que nunca podrías pagar un alquiler en condiciones. ¿A eso lo llamas tú anquilosarte? Un argumento más que suficiente para lanzarte a morder su boca, hasta que al ver tu reflejo de reojo en el espejo del baño tienes una iluminación. Has caído en la cuenta de que si no fuese por la maquinilla, por la dichosa maquinilla, nada de esto tendría sentido. Das las gracias a los anuncios de Gilette. La realidad girando en torno al filo de una máquina de rebañar braquiales. La pura verdad.
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Es como si un todoterreno explorase mi corteza cerebral. Este dolor es superior a mis fuerzas.
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No hay día en que no piense en arrancarme las venas como quien tira de un cable. Julián Herbert: «Lo sublime es antiguo, ya no es noticia, no importa. En estos días es difícil que algo consiga ser sublime e interesante al mismo tiempo.» Qué golpe más bajo. Y más certero.
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Ibrahím B. De profesión: pesimista.