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viernes, 29 de enero de 2010

Vietnam, namaquas y memoria histórica (publicado en Quimera 310, septiembre de 2009)

Tierras de poniente

J.M. Coetzee

Trad. de Javier Calvo. Mondadori. Barcelona, 2009. 174 págs.

A fin de proteger los intereses del lector, conviene anunciar desde este primer instante que la catalogación de Tierras de poniente —primer texto de J.M. Coetzee, traducido ahora al español treinta y cinco años más tarde de su aparición en el mercado editorial— bajo el apelativo de novela, constituye un ejercicio publicitario perversamente ingenuo; al contrario, la naturaleza del presente volumen son dos novelas cortas temáticamente entretejidas, al haber decidido el sudafricano como marco común la problemática de la culpa y la memoria histórica, es decir cuya genealogía parte de una pretensión por dar respuesta a la responsabilidad civil del narrador, tal como acostumbra a ser condición sine qua non de los Premios Nobel. No en vano El proyecto Vietnam y La narración de Jacobus Coetzee albergan a dos personajes capitales homónimos del autor, ante lo cual deducimos que J.M. Coetzee procesa así un ejercicio de higiene hacia una conciencia lesionada por la barbarie colonialista, ya sea en su deriva cultural o geopolítica, y la degradación humana de quien es sumergido por la vorágine del conflicto bélico. En este sentido, es probable que El proyecto Vietnam sea el más sugestivo de los dos relatos, aunque como ahora atenderemos, la disparidad estratégica del narrador —y por tanto, de los efectos complementarios que ambas ficciones provocan— exige sendas interpretaciones bien diferenciadas.

La primera historia de Tierras de poniente bucea con acierto en los horrores de la propaganda —imparable productora de desmanes desde la primera Gran Guerra— y los delirios conquistadores de Occidente. En apenas 63 páginas Coetzee serpentea ágil a lo largo de los más variados asuntos, a saber, a) la ansiedad de la influencia, o la obsesión del subordinado Dawn por imponerse al Coetzee personaje, a quien describe como «persona creativa fracasada» que vive de capital cultural atrasado; b) la destrucción de la intimidad («Creo en mi trabajo. Soy mi trabajo.»), c) el trasvase de autoestimas en el seno de las relaciones amorosas y la misoginia execrable destilada en lo que de relato psicológico tiene la narración; y d) evidentemente, las condiciones militares en el corazón de Vietnam y la marginalidad de los ex combatientes. Estas dos últimas líneas de acción, es decir la mixtura precisa de verdades antropológicas más o menos universales y ciertos asuntos de actualidad inminente, componen lo que presuponemos un prurito de relato total para J.M. Coetzee; particularidad que aparece también en Elizabeth Costello, y de un modo casi obsceno en Diario de un mal año.

Mención especial merece la significación del poder a través de la figura paterna, presente en sendos frentes narrativos comentados («El padre es autoridad, infalibilidad y ubicuidad. No convence, ordena. Lo que él predice, sucede», escribe el protagonista, por citar una sola del abanico de apelaciones interpretativas del progenitor), ya que por un lado la tiranía de Coetzee entronca con el lugar común de personaje absolutamente embebido por su misión laboral —para lo cual es necesario soslayar u obviar toda clase de descripciones sobre su dinámica privada— hasta llegar a ser primer referente de conducta de Dawn; y por otro, Estados Unidos, que adocena, aliena («En Vietnam solamente existe una regla: fragmentar, individualizar») e impone su cultura a la población de Oriente a fin de «controlar la dirección» de la sociedad o simplemente «erradicar su cultura», por ejemplo, a través de la música pop que emite la Radio de las Fuerzas Armadas Americanas. En relación con lo anterior, los acontecimientos que envuelven a Martin, el hijo del protagonista, cierran el triángulo simbolista sobre la maleficencia de la autoridad.

Aparte, el cuestionamiento a la Realpolitik norteamericana como mecánica de consolidación en sus relaciones internacionales que el escritor sudafricano propone, pasa por (des)dibujar a Dawn bajo el prisma de un hobbesianismo hipertrófico: «La vida de casado me ha enseñado que toda concesión es una equivocación», pero también por la integración sin estridencias de pasajes que mimetizan la estructura del informe militar, como atendemos en la glosa del concepto «guerra psicológica», o de la utilización aparentemente malgastada de los misiles (p. 49); y los discursos belicistas, patrióticos y triunfalistas que resuenan en la cabeza de Dawn (p. 47).

Coetzee narrador, sirviéndose para el caso de sintaxis elementales, intimida a su público con un léxico (castrense) resueltamente marginal para el común de los lectores (producto de una —prevemos— ardua investigación en la materia de estudio), sobre el cual se sostiene el más importante componente de verosimilitud de El proyecto Vietnam; un recurso —indagar e incorporar referencias a disciplinas que en nada tienen que ver con la literatura— ampliamente conocido en la prosa que viene desarrollándose en las últimas décadas. No obstante, semejante voluntad de impresionar al público no es algo gratuito, sino que halla su justificación en la medida que obliga a éste a preguntarse qué conocimientos posee sobre el conflicto de Vietnam, y por extensión, sobre los desajustes internacionales. Es por ello por lo que concluiremos que el Nobel está dirigiéndose a nosotros para poner a prueba nuestro grado de responsabilidad civil, lo cual constituye en buena medida objetivo loable.

La narración de Jacobus Coetzee, en cambio, transcurre a mediados del siglo xviii durante la colonización bóer en Sudáfrica; ergo, asistimos a una sección histórica (aún más) esotérica para el lector hispano, por lo que este hándicap vuelve a contravenirse en favor de los deseos ambicionados por su autor, cuando de lo que se trata es de forzar el replanteamiento del pasado. Al igual que El proyecto Vietnam, el segundo relato largo recurre a un catálogo aún más dilatado de instantáneas macabras ilustrativas del genocidio de los Namaqua —en donde el «cristianismo» es «el único abismo» que separa África de Europa—, cuya piedra angular reside en un dudoso hedonismo: «El salvajismo era una forma de vida basada en el desprecio por el valor de la vida humana y en la obtención del placer sensual mediante el dolor ajeno», reconoce el pionero holandés Jacobus Coetzee, a quien se atribuye el descubrimiento del río Orange. Durante el transcurso de la ficción, el esperpento de los nativos africanos pasa por el vasallaje al colono europeo —piénsese en los bailes que ejecutan a cambio de la obtención de regalos— y la decadencia a la que su coyuntura existencial primitiva y depauperada les condena, pues son dominados no solo por Europa sino también por una naturaleza incontrolable para ellos.

Entre las imperfecciones del segundo relato hallamos unos diálogos a ratos inverosímiles y excesivos, y el apelmazamiento de la prosa durante los fragmentos más solipsistas, a saber, enfermado durante un tiempo en el viaje a la tierra de los namaqua grandes —donde sus posesiones materiales se esfuman—, las fiebres del explorador de tierras salvajes devienen pausa digresiva definida por la presión a la que el lector del relato queda sometido. Apenas suspendida la interacción para con el resto de personajes, el agónico protagonista inicia una disertación sobre el medio natural que ahora lo posee, paralela a su lucha por la supervivencia en condiciones extremas («Agarré la bola de pus entre los nudillos de los pulgares y me preparé para la gran violación»). Superado el escollo, Jacobus Coetzee regresará a la tierra de los Namaqua dos años después de su primera incursión para cobrar venganza. Arranca así un sadismo sumarísimo en su procedimiento, en donde a diferencia de algunos excepcionales narradores de la violencia más absurda, como puedan ser el propio Sade o W.S. Burroughs; Coetzee añade una coda moral que vuelve a conducir el dedo acusador de Tierras de poniente al etnocentrismo y determinismo occidentales («Soy una herramienta en manos de la historia», afirma), y la deplorable pasividad moral del colonialismo.

domingo, 24 de enero de 2010

It's the trendy, stupid!

(Y no te quieres enterar, ye, ye)

Encerramos en una habitación a alguien como Manuel Vilas y Kurt Vonnegut. Tras la presentación, ambos se enzarzan en una discusión estética de la que intuimos la imposibilidad de consenso. El primero diría algo así como: «descreo de la trama en la novela porque la realidad es caótica; resulta más verosímil obviar la narración argumental clásica-tripartita.» En cambio, el segundo discutiría: «When you exclude plot, when you exclude anyone's wanting anything, you exclude the reader, which is a mean-spirited thing to do.» (The Paris Review, Primavera 1977).

Podríamos llevar el debate a otras lides —la pertinencia de la omnisciencia en el narrador, se me ocurre—, y la dialéctica seguiría manteniendo su carácter falsacionista. Esto es, desde el punto de vista del participante, el corpus de respuestas y argumentaciones teóricas con que legitimar cualquier hipótesis estética (arbitraria, solipsista) —a la postre, sabemos, refutable, pero jamás demostrable—. Al exterior, cierta inclinación a la enunciación del arte como una disciplina cientifista, antes que como una —¿simple?—

expresión proteica (¿principio cartesiano de la Historia de la Literatura?).

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Make it new!, dice Pound, y, sospecho, llama a la refutación como espíritu de cambio (no confundir con progreso ni evolucionismos darwinistas); llama a lo trendy, antes que a la doctrina inamovible. Y de nuevo, Simmel, ya saben: «Que en la cultura actual la moda prolifere [...] no es más que la exacerbación de un rasgo psíquico de la época. Nuestro ritmo interno exige periodos cada vez más cortos en el cambio de impresiones.» (el subrayado es nuestro).

[Post-it mental: una dictadura mediática que obliga a renovar las argumentaciones de sus escritores cada tres años (como la duración del amor) es un sistema literario que funciona muy pero que muy bien.]

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Espíritu ilustrado: Ask why era el lema de Enron (antes de su desintegración) – cualquier obra madura contiene un armazón de preguntas que el autor se obliga a responder; el error descansa en la intervención inmotivada. Vale. Pero cualquier obra actúa como un sistema filosófico (cerrado, claro): los enunciados del autor funcionan de manera endógena. Y comparar sistemas filosóficos no es fértil. (Prefiero un capítulo de American Gladiators antes que dos escritores oponiendo hipótesis.) Descrean de todo.

Un Caribe Castrado (publicado en Quimera, 308-309, julio-agosto 2009)

El estante vacío (Literatura y política en Cuba)

Rafael Rojas.

Anagrama. Barcelona, 2009. 231 págs.

Significar Cuba provoca ciclotimia: He aquí la suerte de coda que encajaría en el análisis con que Rafael Rojas nos introduce en un contexto cultural que, con más o menos evidentes síntomas de agotamiento, sigue combatiendo en el 50 aniversario de la Revolución por perpetuar su autarquía. Un aislamiento que para la izquierda poscomunista occidental ocupa cierto espacio de refugio respecto a la hegemonía del libre mercado, así como «una posibilidad alternativa que debe ser conservada viva ante el fracaso del viejo sueño de una América Latina unificada» —tal como Fredric Jameson anunciaba optimista en su prólogo a Todo Calibán (Fernández Retamar)—; mucho más que un fin político en sí mismo. Así, Rojas enumera una fricción de fuerzas apenas condenadas a anularse, como es el hecho, primero, de que la «ilustración socialista» pretendida por el país haya conseguido erigir a su pueblo como uno de los más importantes lectores en toda Latinoamérica a lo largo del último medio siglo, si bien sucede que el único editor de Cuba es, cómo no, el Estado —retrotrayéndonos así a un rancio sistema de censura previa, completamente contrario a los principios de la Ilustración—, impelido por el fin exclusivo de perpetuar el poder. Ergo, observamos con pasmo cómo una pléyade de intelectuales capitales, en absoluto pasivos con la deriva de Occidente, y como bien apunta Rojas: «sin los cuales es difícil imaginar las democratizaciones en América Latina y Europa del Este», han sido excluidos de la isla por esgrimir unos postulados que renuncian a la adhesión doctrinal del régimen castrista. Es este es el caso de Popper, Bourdieu, Bobbio, Satori, Lyotard, Luhmann, Ricoeur, Berlin, Castoriadis o Habermas, entre otros.

Prosigue la dicotomía caribeña con las mutaciones que el régimen de la isla ha ido constatando a fin de garantizar su supervivencia —en efecto, siguiendo la estela del propio capitalismo industrial desde sus orígenes decimonónicos—, de modo que si en la primera década de la Revolución fueron bien recibidas las vanguardias de la izquierda occidental (piénsese en la triada Proust-Kafka-Joyce), entre 1971 y 1992 acaece la simbiosis entre el Estado cubano y la Unión Soviética, instante letal en el que la política cultural de la isla aparece envuelta por las directrices impuestas desde marxismo-leninismo moscovita. Será entonces, con la desintegración total de la URSS, cuando Castro decida acometer el último quiebro, acentuando otra vez el ideario de José Martí, cuyas «taras burguesas» fueron duramente criticadas durante la etapa de aproximación soviética; cediendo terreno ante las expresiones de una literatura hasta entonces periférica (negra, gay y de género), en oposición a la falocracia blanca que siempre ha definido el Régimen; e incluso alimentando el mito ausente con aquello de rescatar casos de opositora vehemencia como es el paradigmático Cabrera Infante, una vez desaparecido éste, y cuya obra empieza ahora a ser evaluada por las publicaciones oficiales.

Sea como fuere, la censura previa sigue vigente, y el argumento esgrimido por el Ministerio de Cultura y el Instituto Cubano del Libro (nacido en 1967 con la resuelta intención de intervenir en la producción ideológica de la isla) resultará especialmente familiar entre los críticos acérrimos a la supuestamente pérfida industria del libro en los estados socialdemócratas, ya que —agrega Rojas— los integrantes de la vanguardia cubana «defienden la idea de que el mercado editorial es incapaz de reflejar las jerarquías del valor literario. En el mercado, piensan esos políticos, todo vale», de modo que el Estado Socialista manufactura su propio canon con redentora voluntad e idiosincrásico concepto del buen gusto, siguiendo cierto rito pedagógico que tan familiar resulta en otras latitudes menos tropicales.

Con una bibliografía intachable, el ensayista accede a repasar la deriva de las publicaciones periódicas —oficiales y «complementarias»—, el vacío conceptual en torno a la idea de «socialismo» que presenta la Constitución cubana, el éxodo solo parcial que simboliza la diáspora cubana en México o Puerto Rico, o la falsa nostalgia posmoderna que salpica a la ciudad de La Habana, anhelante de su pasado colonial, republicano y revolucionario; todo ello sin menoscabar la obra de escritores defenestrados bajo el apelativo de «anticubanos»: casos que comprenden de Raúl Rivero a Zoé Valdés, de Antonio José Ponte a Reinaldo García Ramos, de Iván de la Nuez a Pedro Juan Gutiérrez… y que impelen al intelectual (crítico o no para con la suerte del capitalismo) a preguntarse si Cuba, recordando el imperativo jamesoniano al principio referido, necesita seguir representando aquello «que debe ser conservado».

martes, 19 de enero de 2010

Sobre 'Enemigos públicos', correspondencia entre Michel Houellebecq y Bernard-Henri Lévy (Anagrama, enero de 2010)

Al principio solo hay signos de fracaso: Michel Houellebecq, en uno de sus accesos de sinceridad aplastante, percibe la correspondencia con Bernard-Henri Lévy como un diálogo entre lo que «algunas revistas de baja estofa siguen llamando la “izquierda-caviar”» (B-HL) y un «autor insulso, sin estilo», que accede a la celebridad gracias a «críticos desorientados» (MH): «Entre los dos simbolizamos perfectamente el apoltronamiento espantoso de la cultura y la inteligencia francesas».

MH lo sabe bien: a la postre, es probable que ningún crítico como el propio autor —siempre que éste sea verdaderamente sincero— está tan capacitado para advertir los propios aciertos, errores y costes de oportunidad que la inclinación hacia una estética determinada implica. MH, autoproclamado «depresionista», que busca «con perseverancia los placeres de la abyección, la humillación, el ridículo» —a pesar de lo cual, junto con B-HL— ha obtenido un «éxito notable»—, no es tan despreciable como a priori cabría parecer, pues casi todo en él delata, sí, una tierna impostura, una configuración de las palabras que reduce el onanismo de la primera lectura a solidaridad con la faceta menos amable de la condición humana. Da cuenta de ello la preocupación que los autores de Plataforma y La ideología francesa comparten en torno a lo que de ellos se dicen en la red: ¿roban nuestro tiempo en una conversación sobre cómo ambos prestan atención a lo que los resultados de una autobúsqueda en Google o el servicio de alertas de la plataforma dicen de ellos, o por el contrario sucede que ambos escritores también habitan en una dimensión telúrica?

Pienso aquí en los escritores que alguna vez han plantado cara al heroísmo de Prometeo, como ese Barthes al que su trabajo le aburre notoriamente y pierde sus preciosos minutos en «vaporizar una mosca, cortarme las uñas, comerme una ciruela, ir a mear, comprobar si el agua del grifo sigue saliendo turbia (hoy han cortado el agua), ir a la farmacia, bajar al jardín a ver cuántos melocotones maduros hay en el árbol, hojear el periódico, construir un artefacto para sostener mis papeles» (Roland Barthes por Roland Barthes).

Nada nuevo entonces en la imagen de dos escritores preocupados por lo que de ellos se dice delante de sus pantallas.

Es este gesto, sin embargo, una necesidad que ha de reciclarse en cada época.

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Deliciosa taxonomía de los géneros la que MH expresa en la página 32: literatura de la confesión (Montaigne, Rousseau), literatura del imaginario (Lovecraft) y la vía media: novelistas clásicos «que utilizan su propia vida, o la vida del otro [...] para construir a sus personajes.»

Como su distinción entre lo que él considera escritores rutilantes (Michka Assayas) y aquellos que detentan posiciones de poder (Jérôme Garcin, responsable de cultura en Le Nouvel Observateur).

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Tengo especial interés hacia la genealogía del escritor. En El renacimiento italiano, Peter Burke afirma que

los innovadores más importantes dentro de las artes visuales a menudo eran los miembros atípicos del grupo, teniendo en cuenta sus orígenes sociales. Brunelleschi, Masaccio y Leonardo fueron hijos de notarios, mientras que Miguel Ángel lo fue de un patricio. Fueron los extraños, tanto geográfica como socialmente, y por tanto aquellos que tenían menos razones para identificarse con las tradiciones artesanas locales, quienes hicieron las mayores contribuciones a las nuevas tendencias.

Por razones estrictamente biográficas tengo especial inclinación hacia esta tipología de creadores que llegan al arte por decisión propia, made himself men, en ocasiones incluso rebelándose contra la tradición familiar (Kafka, claro).

Como cuando Bolaño, parafraseando a Gimferrer, señalaba que mientras algún tiempo atrás la literatura era cosa de las clases altas, en las últimas décadas había sido una vía de ascenso en la escala social para las clases más pobres.

Paréntesis: ¿cabe pensar en una situación más masculina que un hombre hablando de su padre? Signo inequívoco de madurez: la preocupación familiar, el regreso a los orígenes, el abandono de la huída adolescente: dejaré de ser joven cuando empiece a hablar de Él.

MH recuerda a su padre aparcando su caravana en un área de descanso en la autopista durante unas vacaciones familiares: un tipo bastante anodino y solitario, que trabajó, entre otras muchas cosas, como monitor de esquí de Giscard d’Estaing. Mientra, B-HL se refiere al suyo como alguien que nació pobre y que prosperó. Genial, por cierto, el modo que tiene de referirse a su incapacidad para reconocerse:

Era tan ajeno a su nuevo ambiente como al antiguo.

A su destino como a su origen.

Al hombre que había llegado a ser como al que había dejado atrás.

La adolescencia de MH y B-HL, en cambio, es más previsible: en mayor o menor medida, ambos sueñan con ser escritores. Lo consiguen.

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B-HL es lo que uno espera de un intelectual correcto, la clase de escritor que viajó por medio mundo para conocer las injusticias de nuestro tiempo, y ahora ocupa las páginas de opinión en los diarios.

Por el contrario, MH representa la disociación entre la política —tan aburrida, diremos, tan encerrada en sí misma— y la clase intelectual —tan aburrida, tan encerrada en sí misma—. MH es un cínico, un «rentista del pesimismo» (diría Bértolo). MH, en desacuerdo con las humillantes políticas sanitarias en Europa (prohibición de drogas, etcétera), dirá: «Los rusos no tienen el sentimiento de vivir en democracia; creo que en general les importa un bledo, ¿y quién soy yo para decir que se equivocan?»

En el prólogo a Gombrich Esencial, el historiador del arte se disculpaba porque su disciplina era menos relevante para el bienestar de la humanidad que la de sus colegas en la Facultad de Medicina; añadía: «pero, si no podemos hacer gran cosa, al menos tampoco hacemos daño.» Aquí está la ética en donde se sitúa MH.

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¿Por qué MH no es, como algunos opinan, un reaccionario? Porque el reaccionario cree que hubo un pasado mejor. Él no: «si hay una idea, una sola, que atraviesa todas mis novelas, hasta la obsesión quizás, es la de la irreversibilidad absoluta de todo proceso de degradación, una vez iniciado. Da igual que esta degradación afecte a una amistad, una familia, una pareja, un grupo social más importante, una sociedad entera; en mis novelas no hay perdón, vuelta atrás, segunda oportunidad: todo lo que se ha perdido está perdido irremediablemente y para siempre.»

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Algunas lecciones interesantes de B-HL en torno a la filosofía: a) fue Germaine de Staël quien introdujo la leyenda de un Kant psicorrígido: lejos del mito de unos ciudadanos que ponen en hora sus relojes cuando lo ven pasar, el autor de Crítica de la razón pura también salió de Königsberg; b) otro error: citar filósofos. Jacques Derrida recibía a sus alumnos en la École Normale precaviéndolos contra el vicio de separar enunciados de su contexto original. El «filósofo profesional», recuerda Lévy, cuenta con la idea de que toda filosofía es un sistema coherente y cerrado.

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¿De quién son enemigos públicos los autores de esta correspondencia? De la «jauría», dicen: las crueles masas movidas por «la envidia, la burla, el resentimiento, el odio, el rencor, la maldad, la cólera, la crueldad, el escarnio, el desprecio» (B-HL); una masa que encabeza la propia madre de MH y su horrible libro sobre éste. También hallamos buena parte de la supuesta prensa seria, y los «sitios ultraizquierdistas» cuyo modelo está en Le Monde diplomatique o Politis. Y cómo no, Internet y su dimensión «de vulgaridad adicional»: «quizás sea normal que al crear las condiciones de la “aldea global”, nos traiga algo de la brutalidad jovial de las costumbres pueblerinas» (MH).

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Quizá solo sea error de percepción personal, pero a tenor de mis conversaciones con algunos poetas, o de las intervenciones de estos en eventos públicos, tengo la impresión de que se trata ésta de una raza de escritores, al menos en España, en donde el cainismo constituye uno de los pilares esenciales de su personalidad. Es decir, no dejo de encontrarme con poetas que temen las estrategias maléficas de otros poetas, que hablan de las jugadas con que otros poetas medran (de veras lamento la contaminación de esta palabra a la hora de hablar de literatura), o del ego hipertrófico y el carácter hípernarcisista de otros poetas. Con el relato breve —creo— sucede algo muy similar. Ante estos enunciados mi pregunta suele ser la misma: ¿quiénes son —con nombre y apellidos, digo—, dónde se encuentran esos escritores temibles?, ¿cómo es posible que solo me haya encontrado con autores nobles?

Por ello no deja de extrañarme la radiografía que MH hace del panorama galo. A propósito de la comunidad de intelectuales a la que B-HL pertenece, dice su intercolutor: «Hay también calumnias, polémicas, celos bastante mezquinos, intrigas... Así que quizás idealizo, quizás sea la famosa “magia del recuerdo” la que opera en mí, pero no recuerdo nada semejante en el pequeño ambiente de la poesía. Cuando publiqué mi segundo poemario, algunos periodistas creyeron oportuno asombrarse de que yo utilizara el alejandrino, metro que les parecía obsoleto [...] Pues bien, me crea usted o no, nunca, durante todo el tiempo que estuve en el ambiente de la poesía, recibí este tipo de crítica. Estos debates allí parecían completamente anticuados.»

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Henry-Lévy: «¿Por qué escribe usted? Porque no se puede hacer el amor todo el día. ¿Por qué hace el amor? Porque no se puede escribir todo el día.»

domingo, 17 de enero de 2010

Visiones sobre Occidente Prometeico

en seguida nos encontramos con el hecho de que el héroe cultural predominante es el embaucador y (sufriente) rebelde contra los dioses, que crea la cultura al precio del dolor perpetuo. Simboliza la productividad, el incesante esfuerzo por dominar la vida; pero, en su productividad, la bendición y la maldición, el progreso y la fatiga está inextricablemente mezclados. Prometeo es el héroe arquetípico del principio de actuación. Y en el mundo de Prometeo, Pandora, el principio femenino, la sexualidad y el placer, aparece como una maldición, es destructiva, destructora. «¿por qué son tal maldición las mujeres? La denuncia del sexo con la que la sección [en el Prometeo de Hesíodo] concluye, subraya sobre todas las cosas su improductividad; ellas son zánganos inútiles; un objeto de lujo en el presupuesto de un pobre. [Norman O. Brown, Hesiod’s Theogony]» La belleza de la mujer, y la felicidad que promete son fatales en el mundo de trabajo de la civilización

Herbert Marcuse, Eros y civilización

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Epimeteo, alarmado por la suerte de su hermano, se apresuró a casarse con Pandora, a la que Zeus había hecho tan tonta, malévola y perezosa como bella, la primera de una larga casta de mujeres como ella. Poco tiempo después abrió una caja que según le había advenido Prometeo a Epimeteo, debía mantener cerrada, y en la cual le había costado gran trabajo encerrar todos los Males que podían infestar a la humanidad, como la Vejez, la Fatiga, la Enfermedad, la Locura, el Vicio y la Pasión. Todos ellos salieron de la caja en forma de una nube, hirieron a Epimeteo y Pandora en todas las partes de sus cuerpos y luego atacaron a la raza de los mortales. Sin embargo, la Esperanza Engañosa, a la que también había encerrado Prometeo en la caja, les disuadió con sus mentiras de que cometieran un suicidio general.

Robert Graves, Los mitos griegos

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La vocación literaria no es un pasatiempo, un deporte, un juego refinado que se practica en los ratos de ocio. Es una dedicación exclusiva y excluyente, una prioridad a la que nada puede anteponerse, una servidumbre libremente elegida que hace de sus víctimas (de sus dichosas víctimas) unos esclavos [...] la literatura pasa a ser una actividad permanente, algo que ocupa la existencia, que desborda las horas que uno dedica a escribir, e impregna todos los demás quehaceres, pues la vocación literaria se alimenta de la vida del escritor ni más ni menos que la longínea solitaria de los cuerpos que invade. Flaubert decía: «Escribir es una manera de vivir». En otras palabras, quien ha hecho suya esta hermosa y absorbente vocación no escribe para vivir, vive para escribir.

Mario Vargas Llosa en Cartas a un joven novelista, Ensayos literarios I

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A la inversa, mi trabajo (la producción filosófica y sociológica y la enseñanza en la universidad) me ha hecho tan feliz hasta el día de hoy que no puedo contraponerlo al tiempo libre.

Theodor Adorno, Tiempo libre

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Para curarse de todo, de la miseria, de la enfermedad y de la melancolía, lo único necesario es la afición al trabajo.

Baudelaire, Mi corazón al desnudo

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Inevitablemente, Arendt se rebela contra las restricciones de su amor prohibido y se queja de ser dejada de lado. Heidegger se declara culpable, pero intenta hacerle entender que necesita estar aislado para trabajar en el proyecto que después se convertiría en Ser y tiempo.

Mark Lilla, Pensadores temerarios

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El modo de vida de los monjes no sólo no tiene ningún valor para la justificación ante Dios, sino que para Lutero es resultado de una ausencia de amor egoísta, que huye de los deberes en este mundo. En contraste con esto, el trabajo profesional profano aparece como la manifestación exterior del amor al prójimo, y esto se fundamenta, de manera muy poco profana y en una oposición casi grotesca al conocido principio de Adam Smith, con la indicación de que la división del trabajo obliga a cada uno a trabajar para los otros.

Max Weber, La ética protestante y el «espíritu» del capitalismo

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Las religiones e ideologías organizadas y autoritarias, las patriarcales, afirman siempre que lo placentero no es serio, y fundamentan en este supuesto la puritana moral de trabajo que conduce a la explotación del hombre por el hombre. Contrariamente a lo que pretenden las religiones e idelogías autoritarias, se puede partir de la hipótesis del gozo, una hipótesis de trabajo como cualquier otra [...] Se puede partir por tanto de la hipótesis de que el gozo, “ananda”, es la esencia última de la naturaleza, guía y señuelo para dirigir la acción por los innumerables caminos de la vida, esa vida que nace de la exuberancia de millones de células, espermas y esporas, que se mueven por el placer y van hacia el gozo.

Luis Racionero, Filosofías del underground

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Ojalá nunca dejaras tu trabajo para venirte conmigo.

Carl Sandburg, “Mag”, Poemas de Chicaco

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Jérôme y Sylvie, ay, lo pensaban a menudo, y a veces se decían: quien no trabaja no come, sí, pero quien trabaja no vive.

Georges Perec, Las cosas

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Hoy trabajé bien..." "Por aquel entonces estaba escribiendo mi novela..." "Me fui a un albergue de montaña a escribir..." "Por las tardes escribo en el Select..."

¡Nunca más caeré en eso! Por suerte, eso quedó atrás. Y no tanto por pereza como por respeto al prójimo, por no hacerlo víctima de ese narcisismo sin límites.

¡Creer que uno tiene realmente una vida! ¡Proclamarlo!

César Aira, “Diario de la hepatitis”

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Siempre he sido partidario del trabajo. Me gusta trabajar, como a otros les gusta divertirse. El trabajo es mi actividad favorita y, al mismo tiempo, mi recreo. Quizás todo esto se deba a que cuando yo era niño la necesidad de ganarme la vida después de las horas de colegio, me impedía frecuentar los campos de juego.

Claude C. Hopkins, Mi vida en publicidad

Escenas de matrimonio selectivo (por Gary Becker) (publicado en Quimera 307, junio de 2009)

Segundo matrimonio

Phillip Lopate

Trad. de Miguel Temprano García. Libros del Asteroide. Barcelona, 2009. 110 págs.

Queda claro que uno de los grandes hitos de obscenidad capitalista fue el fin de la Guerra Fría, según demuestra la emergencia del yuppie como representación simbólica del superyó occidental, y sus versiones ficcionales, materializadas en el binomio Michael Douglas-Charlie Sheen de Wall Street (1987), o el psicópata Pat Bateman de Bret Ellis (American Psycho, 1991): Inmejorables iconos (más o menos paródicos) de los noventa. Tras semejante borrachera de triunfalismo proseguiría un relevo cultural, a priori, mucho más sensato, menos angustiado por conseguir el primer millón (de dólares) antes de los veintiuno, más preocupado por la manifestación creativa, y sobre todo, obsesionado por el concepto de buen gusto. En efecto, estamos refiriéndonos a la actual hegemonía de la clase intelectual/ universitaria. Y en este sentido, pocas dudas hay sobre la posibilidad de que Phillip Lopate (1943) haya decidido regresar a la prosa —veintiún años después de su última incursión— con el propósito de erigir Segundo matrimonio como ideal BoBo.

Avalado por un brillante sentido de la descripción, apenas 110 páginas son suficientes (dilatando así la tentativa de construcción indie: nada que ver con los voluminosos ejemplares de Bret Ellis ni con un auditorio virtual masivo) para establecer toda una taxonomía de instantáneas familiares al mencionado espectro poblacional. Así, los personajes de Lopate, insertados en el Nueva York más europeísta, a menudo resultan muy próximos a las creaciones de Woody Allen. Piénsese si no en cierto gusto hacia las fiestas con amigos en donde se discute sobre Buster Keaton, los hermanos Marx y Charles Chaplin, o las teorías del ideal monógamo de Karen Horney, y se ingiere verdura y «pastel de nueces»; los orígenes sociales que remiten a «círculos izquierdistas» (¿Generación Woodstock?), esos otros instantes en los que padres e hijos compartan cigarrillos de marihuana mientras conversan sobre toda clase de intimidades, o el hecho de que las ocupaciones citadas comprendan de la publicidad a la música jazz o el periodismo freelance. Basta la siguiente descripción de uno de los protagonistas, Frank, para intuir qué clase de lector pretende Lopate: «Tenía el pelo negro, espeso y veteado de hilos grises, más largo que la mayoría de los hombres de su edad, lo que simbolizaba su constante apoyo al movimiento pacifista, la hierba, el sexo y el rock and roll.» Ergo, Segundo matrimonio presenta desde su inicio un panorama de prosperidad, incluidas situaciones donde el exceso de azúcar es del todo patente (como ese «sábado por la mañana» en el que Frank y Eleanor gustan de holgazanear bajo las sábanas), pero que en cualquier caso el escritor de Brooklyn consigue cocinar de modo digestivo. Nada de comedia romántica; nada de blockbuster facilón.

Especial hincapié hace el narrador en la disertación de los personajes en torno a la cuestión de la educación sentimental. Como no podía ser de otro modo, Segundo matrimonio encuentra su desarrollo, al menos durante buena parte de la narración, en una coyuntura donde la simetría de sexos acaece. Es decir, asistimos a un contexto netamente posfeminista, en el que nadie exhibe el más mínimo síntoma de ofensa si se dice que las mujeres inteligentes y creativas desean hombres «mejores que ellas», hacia los que más tarde proyectarán conductas de competitividad, para finalmente ahogarse, y quién sabe si abandonarlos o no. Y he aquí donde arranca la suspicacia hacia esa suerte de matrimonio selectivo: «Alguien tiene que ganar, pero en todos los casos pierden los dos.»

En una excelente escena de guerra cultural entre la clase intelectual y —digámoslo así— el Antiguo Régimen Emocional, dice la enfermera Ritter al comienzo de La ventana indiscreta (Alfred Hitchcock, 1954): «Ahora […] se psicoanaliza a la otra persona, hasta que no se distingue entre una relación amorosa y unas oposiciones al Ayuntamiento.» En efecto, Frank, Eleanor y E.G. (amigo de este segundo matrimonio) pueden pasar horas de debate sobre lo factible o no de ensayar una vida marital en nuestro tiempo; algo que en principio hace pensar en la capacidad analítica o racionalismo y materialismo exacerbados que define a estas personalidades, pero que en verdad no constituye más que una herramienta para ajustar sus propias ideas preconcebidas. De hecho, Lopate hace entrega al lector de una pista excesiva cuando decide abrir su novela con aquello de «estaban decididos a no repetir los errores del [matrimonio] anterior.» ¿Adivinan qué sucede después?

sábado, 16 de enero de 2010

La (¿crasa?) educación sentimental (publicado en Quimera 306, mayo de 2009)

Cécile

Benjamin Constant

Trad. de Wenceslao-Carlos Lozano. Periférica. Cáceres, 2009. 140 págs.

Nótese que uno de los pilares más esotéricos dentro del Ars Amandi de Ovidio es la rotundidad con que el poeta se inclina del lado de las apariencias. Sin concesión a la conducta improvisada, Ovidio consigue anticiparse —aunque siempre desde la aproximación a la esfera privada— nada menos que quince siglos a los postulados más esenciales de Maquiavelo («porque hay tanta diferencia entre como se vive y como se debería vivir», que clama El Príncipe), de tal modo que ambos autores resultan hoy desconcertantemente cercanos. Con la publicación de la novela autobiográfica Cécile, de Benjamin Constant (Lausana, 1767), Periférica nos brinda otro testimonio de primer orden, impagable, sobre educación sentimental y teoría de la imagen personal. Peculiarmente seductor resulta este texto en la medida que su redacción data de 1811, y la trama narrada entre 1793 y 1808, esto es, recién finalizada la Revolución Francesa, asumido el liberalismo como nonato mesiánico, y en pleno desarrollo de esa misma sociedad burguesa que descansa sobre el uso y abuso del cosmético con que disimular taras y contribuir a la «institucionalización de la envida» (Daniel Bell, Las contradicciones del capitalismo).

Como punto de partida tomará Constant un matrimonio estertóreo («vivía con una mujer con quien me había casado por debilidad, a la que había amado más por una bondad que por una atracción desde que me casé, y cuya mentalidad y carácter no eran muy de mi agrado»), sus respectivos amantes, y la tensión con que los cuatro habitan un espacio psicológico típicamente hobbesiano, ready for war, en donde la desconfianza recíproca es sello corporativo; para luego sumergirse en una suerte de excelente ensayística camuflada que entiende las relaciones humanas como imparable flujo de egos, aflicciones y energías entre los amantes —por ende, una suerte de imperfecta, desproporcionada, asimétrica instantánea—. Sirva de ilustración a esta hipótesis la negociación siempre errada entre Cécile y el narrador protagonista, que lleva a este último a oponer primero toda clase de inconvenientes a las tentativas de citas de aquella, si bien después exhibirá su yo más frágil, arrepentido por «haber rechazado su afecto». Doblegados los personajes de esta novela siempre por la circunstancia impredecible (su voluntad es deleznable, nada que ver con el estoicismo moral que impregna el Romeo y Julieta shakesperiano), el mismo azar que terminará reuniendo en distintos episodios al narrador con Cécile, recibimos la obra como lectura encubierta del libertinaje burgués dieciochesco bajo preceptivas netamente economicistas, puro capitalismo de los sentimientos y germen de la poliandria y poliginia que más tarde se erigirá como modelo edificante.

Fundamentada en una sencillez estilística que prescinde de barnices logorreicos —know how que solo los clásicos saben conducir a buen puerto—, esto es, atestada de epigramas y aforismos sobre la seducción, la novela de Benjamin Constant procede a engrosar la nómina de textos cuya —llamémoslo así— pornografía confesional dispone no más que problemas en el contexto existencial del autor; de hecho, nada menos que 140 años es el lapso de tiempo que separa la producción de la novela de su primera publicación póstuma en Gallimard. Matiza a este respecto en el postfacio a Cécile Wenceslao-Carlos Lozano, traductor de la obra, que fue, en efecto, Madame de Stäel el gran amor de Constant —aparte de la más conocida de sus amantes—, aunque la actitud de Stäel hacia el reputado político que fue nuestro autor, seguidor del modelo liberal inglés y defensor de los derechos civiles, no trasgredió la clandestinidad. «Exigió de él obediencia y presencia física durante años porque sabía apreciar como nadie su valía intelectual y su capacidad de sacrificio, pero no sentía atracción física, ni se le habría ocurrido casarse», explica Lozano. Provocador, dandi, artero, apasionado, caprichoso, manipulador y manipulado, Constant ilustra no solo el testimonio de una época impetuosa —ese tránsito de la revolución al período napoleónico—, sino que aparece como primigenio visionario a la hecatombe emocional con que el liberalismo apremia a sus ciudadanos.

martes, 12 de enero de 2010

La revolución y nosotros, que la quisimos tanto (publicado en Quimera 305, abril de 2009)

Libro de huelgas, revueltas y revoluciones

Ed. Constantino Bértolo

451. Madrid, 2009. 270 págs.

Un pistoletazo en medio de un concierto

Belén Gopegui.

Editorial Complutense. Madrid, 2008. 59 págs.

Quienes leyeron a Constantino Bértolo (1946) y Belén Gopegui (1963) saben advertir la violenta bipolaridad sobre la cual descansan sendas obras. Nos referimos a la fisura entre la certidumbre de sus apreciaciones sociológicas —por ende, más o menos objetivas; relativistas, incluso, salvando las distancias de tan peliagudo término— en el contexto del libre mercado, y esa otra rotundidad con que atribuyen funcionalidad política al ejercicio de la literatura. Libro de huelgas, revueltas y revoluciones, selección de veinte textos en torno a distintos movimientos sociales que han practicado dialécticas de oposición, y la conferencia leída por Gopegui en la Universidad de California que toma el título de la célebre cita de Stendhal en Rojo y Negro, parten de lo que a priori podría entenderse como una suerte de teoría conspirativa: «la literatura que se niega a aceptar estos hechos como naturales o inevitables [apelando a los desastres de la economía actual] parece estar condenada a sobrevivir en los márgenes de un sistema literario que la soporta, cuando la soporta, como una antigualla estética», dice el editor de Caballo de Troya en la Introducción a su libro, para después conducir su dedo acusador hacia el prejuicio de la «incompatibilidad entre calidad literaria e ideología política [alternativa al acervo cultural dominante]». Mucho más contundente resulta la autora de Un pistoletazo en medio de un concierto al hablar nada menos que de «la prohibición de la política» en la novela contemporánea. Ante un panorama como el descrito, cabe preguntarse si para Bértolo y Gopegui la literatura ha convenido ser de derechas (piénsese en el ensayo de Compagnon Los antimodernos, donde se sugiere que buena parte de los hoy canónicos escritores franceses del siglo xix y xx quedan recogidos tras este signo político), engullida por el capital, o simplemente irresponsable, apolítica para con la polis que (co)habita.

La travesía que Constantino Bértolo propone inicia su andadura en la rebelión de Lucifer narrada por John Milton (extracto del libro V en El paraíso perdido), para proseguir un orden cronológico que irrumpe en Roma, el medioevo español o el siglo de las revoluciones; y es aquí, en el cuento “El sello de la muerte”, situado en la revuelta británica, donde Mark Twain toma posiciones frente a la ausencia de humanidad que caracteriza a las milicias. Relato este con final feliz incorporado, probablemente leído por cierto espectro de la crítica marxista como meliflua y reprochable falsa conciencia. Igualmente asistimos en la andadura al dos de mayo que Galdós relata en clave de crónica bélica en primera persona, o la exaltación con que Zweig reproduce el génesis del himno nacional francés (“El genio de una noche”). Tal como cabe esperar, será el siglo xx el que acapare más de la mitad de estas huelgas, revueltas y revoluciones, siempre bajo la loable apuesta de Bértolo hacia la multiplicidad de géneros —corridos populares incluidos—, la pluralidad de perspectivas («evitar ópticas uniformes», dice el editor) y la presencia de fragmentos ágiles, seductores a ojos del lector contemporáneo.

Agorero o no, lo cierto es que en su tentativa de escapar al etnocentrismo, Bértolo cierra la compilación con el relato titulado Enclave social de Bolonia, donde el colectivo Wu Ming propone la multipolaridad y la atomización en la que el movimiento (enjambre, si se quiere) altermundialista termina inexorablemente por desembocar. Observamos a este respecto los enfrentamientos entre manifestantes de tendencia populista y esos otros de elite, o aquellas feministas lastradas por la corrección lingüística («Aquí siempre se dice compañeros, viejecitos..., ¡todo declinado (sic) en masculino!», dice un personaje). Pues bien, siguiendo una piedra angular del ideario revolucionario, aquel Mao que en El Libro Rojo espeta a su país: «¿Quiénes son nuestros enemigos y quiénes nuestros amigos? Esta es una cuestión de importancia primordial para la revolución», hemos de entender que para Wu Ming el enemigo reside dentro de la propia izquierda. Suicidio, inmolación flamígera, autocrítica: elijan la opción que mejor les convenga.

Desconocemos qué opinión merecen a Belén Gopegui textos como el de Wu Ming o Tigre de papel, donde Olivier Rolin expone las consecuencias más amargas del 68 (disolución del espíritu reivindicativo en la clase universitaria, integración de la Revolución como «Gadget o pacotilla burguesa» —David Brooks hablaría aquí de BoBos, o el poder acuciante de los nuevos Bourgeois Bohemians—, o interpretación de los sucesos de Mayo como acción hiperindividualista), aunque fácil es sostener el desasosiego de semejantes piezas narrativas para quien cree que «casi toda la novela del siglo xx es de una gran inverosimilitud», en la medida que el discurso dominante se ha apoderado de ella. Y la autora de La conquista del aire ilustra su tesis a partir de la célebre novela de Philip Roth Me casé con una comunista, cuyo personaje Ira Ringold resulta —escribe Gopegui— de una caracterización psicológica ineficiente; no más que un personaje plano de stajanovista disciplina y totalmente falto de voluntad empática: «El que yo milite en un grupo revolucionario no significa que yo sea un sarmiento seco», resuelve. Tampoco muestra el ensayo su simpatía hacia la oscarizada La vida de los otros, cuyo oficial de la Stasi al servicio de las veleidades con que el ministro de Cultura quiere recrearse no responde sino a un imaginario colectivo latente en cierta interpretación del mundo. Capitalista y abyecta, claro.

No menos significativo es que Gopegui optara por delegar responsabilidades en la voz de Diego, un personaje de ficción y postulados comunistas al que se atribuye la redacción de Un pistoletazo en medio de un concierto. La autora justifica esta decisión apuntando a su propia desconfianza: «pensaba que si yo tomaba la palabra directamente podría acabar queriendo complacer a un Mr. Binder imaginario [coordinador de las jornadas en donde la conferencia fue pronuciada] que se encontrase entre los dueños del discurso dominante.» La cuestión que la coyuntura suscita es si de veras la persona real defiende la conferencia íntegra, o si por el contrario el ensayo queda filtrado por un prurito hiperbólico en aras de la expresividad. Un filtro que en todo caso consigue remover en sus butacas a los oyentes, como demuestra la primera pregunta que el público formula a Gopegui: ¿qué piensa la autora cuando en 1971 La Habana señala el «homosexualismo» como pandemia contrarrevolucionaria? Ante la imposibilidad de reconocer el sistema comunista como infalible, Gopegui decide repasar legislaciones aberrantes sobre relaciones entre sujetos de igual sexo en países socialdemócratas, para concluir que los militantes revolucionarios destacan por su sentido de la autocrítica y del escapismo ante la autocomplacencia que define el libre mercado. «Porque el militante revolucionario le pide más al socialismo», anuncia.

Lo que reabren entonces Libro de huelgas, revueltas y revoluciones y Un pistoletazo en medio de un concierto es un debate nada desdeñable: ¿dónde ubicar la —digámoslo así— alta cultura/ literatura contemporánea? Desde luego, hallar respuesta a la encrucijada pasa inexorablemente por conocer el background o biografía lectora y la perspectiva desde la que cada cual emite juicios, de tal forma que, por ejemplo, quien haya accedido a la sobreexposición de lecturas académicas habrá podido advertir la perpetuación del pensamiento crítico frente al espectáculo que se retrotrae a la Escuela de Frankfurt, o quienes hayan centrado su objeto de estudio en ciertas producciones massmediáticas sostendrán discursos antiimperialistas, como es el caso de Gopegui. Cuando Un pistoletazo en medio de un concierto anuncia que «no hay bondad privada posible en una organización económica, social y política estructuralmente injusta», su cosmovisión cae del mismo lado de la mutilación psicológica que atribuye al personaje de Roth: ¿Es la globalización el gran arma de destrucción masiva en nuestro tiempo, o por el contrario queda lugar para los matices?, cabe preguntarse. La ensayística contemporánea ilustra a la perfección el desconcierto referido. Piénsese en casos como el del crítico marxista Terry Eagleton. Cuando en Después de la teoría denuesta la tendencia de «trabajar en temas sensacionalistas como el vampirismo o el arte de sacarse los ojos, los cyborgs o las películas pornográficas», ¿ante qué clase de intelectual nos encontramos? ¿Un reaccionario o un progresista? O en Gilles Lipovetsky y su enfrentamiento a las escuelas de la sospecha que a comienzos de los años ochenta monopolizan las humanidades. O en los provocativos ensayos de Alessandro Baricco desmitificando la presunta debacle de la cultura contemporánea. ¿Con qué epítetos referir la obra de estos autores? A posteriori, lo presenciado no parece trasgredir más que una cuestión de coordenadas intelectuales; una discusión, mal que nos pueda parecer, tentada a hundirse en los lodos del impresionismo.