Al principio solo hay signos de fracaso: Michel Houellebecq, en uno de sus accesos de sinceridad aplastante, percibe la correspondencia con Bernard-Henri Lévy como un diálogo entre lo que «algunas revistas de baja estofa siguen llamando la “izquierda-caviar”» (B-HL) y un «autor insulso, sin estilo», que accede a la celebridad gracias a «críticos desorientados» (MH): «Entre los dos simbolizamos perfectamente el apoltronamiento espantoso de la cultura y la inteligencia francesas».
MH lo sabe bien: a la postre, es probable que ningún crítico como el propio autor —siempre que éste sea verdaderamente sincero— está tan capacitado para advertir los propios aciertos, errores y costes de oportunidad que la inclinación hacia una estética determinada implica. MH, autoproclamado «depresionista», que busca «con perseverancia los placeres de la abyección, la humillación, el ridículo» —a pesar de lo cual, junto con B-HL— ha obtenido un «éxito notable»—, no es tan despreciable como a priori cabría parecer, pues casi todo en él delata, sí, una tierna impostura, una configuración de las palabras que reduce el onanismo de la primera lectura a solidaridad con la faceta menos amable de la condición humana. Da cuenta de ello la preocupación que los autores de Plataforma y La ideología francesa comparten en torno a lo que de ellos se dicen en la red: ¿roban nuestro tiempo en una conversación sobre cómo ambos prestan atención a lo que los resultados de una autobúsqueda en Google o el servicio de alertas de la plataforma dicen de ellos, o por el contrario sucede que ambos escritores también habitan en una dimensión telúrica?
Pienso aquí en los escritores que alguna vez han plantado cara al heroísmo de Prometeo, como ese Barthes al que su trabajo le aburre notoriamente y pierde sus preciosos minutos en «vaporizar una mosca, cortarme las uñas, comerme una ciruela, ir a mear, comprobar si el agua del grifo sigue saliendo turbia (hoy han cortado el agua), ir a la farmacia, bajar al jardín a ver cuántos melocotones maduros hay en el árbol, hojear el periódico, construir un artefacto para sostener mis papeles» (Roland Barthes por Roland Barthes).
Nada nuevo entonces en la imagen de dos escritores preocupados por lo que de ellos se dice delante de sus pantallas.
Es este gesto, sin embargo, una necesidad que ha de reciclarse en cada época.
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Deliciosa taxonomía de los géneros la que MH expresa en la página 32: literatura de la confesión (Montaigne, Rousseau), literatura del imaginario (Lovecraft) y la vía media: novelistas clásicos «que utilizan su propia vida, o la vida del otro [...] para construir a sus personajes.»
Como su distinción entre lo que él considera escritores rutilantes (Michka Assayas) y aquellos que detentan posiciones de poder (Jérôme Garcin, responsable de cultura en Le Nouvel Observateur).
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Tengo especial interés hacia la genealogía del escritor. En El renacimiento italiano, Peter Burke afirma que
los innovadores más importantes dentro de las artes visuales a menudo eran los miembros atípicos del grupo, teniendo en cuenta sus orígenes sociales. Brunelleschi, Masaccio y Leonardo fueron hijos de notarios, mientras que Miguel Ángel lo fue de un patricio. Fueron los extraños, tanto geográfica como socialmente, y por tanto aquellos que tenían menos razones para identificarse con las tradiciones artesanas locales, quienes hicieron las mayores contribuciones a las nuevas tendencias.
Por razones estrictamente biográficas tengo especial inclinación hacia esta tipología de creadores que llegan al arte por decisión propia, made himself men, en ocasiones incluso rebelándose contra la tradición familiar (Kafka, claro).
Como cuando Bolaño, parafraseando a Gimferrer, señalaba que mientras algún tiempo atrás la literatura era cosa de las clases altas, en las últimas décadas había sido una vía de ascenso en la escala social para las clases más pobres.
Paréntesis: ¿cabe pensar en una situación más masculina que un hombre hablando de su padre? Signo inequívoco de madurez: la preocupación familiar, el regreso a los orígenes, el abandono de la huída adolescente: dejaré de ser joven cuando empiece a hablar de Él.
MH recuerda a su padre aparcando su caravana en un área de descanso en la autopista durante unas vacaciones familiares: un tipo bastante anodino y solitario, que trabajó, entre otras muchas cosas, como monitor de esquí de Giscard d’Estaing. Mientra, B-HL se refiere al suyo como alguien que nació pobre y que prosperó. Genial, por cierto, el modo que tiene de referirse a su incapacidad para reconocerse:
Era tan ajeno a su nuevo ambiente como al antiguo.
A su destino como a su origen.
Al hombre que había llegado a ser como al que había dejado atrás.
La adolescencia de MH y B-HL, en cambio, es más previsible: en mayor o menor medida, ambos sueñan con ser escritores. Lo consiguen.
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B-HL es lo que uno espera de un intelectual correcto, la clase de escritor que viajó por medio mundo para conocer las injusticias de nuestro tiempo, y ahora ocupa las páginas de opinión en los diarios.
Por el contrario, MH representa la disociación entre la política —tan aburrida, diremos, tan encerrada en sí misma— y la clase intelectual —tan aburrida, tan encerrada en sí misma—. MH es un cínico, un «rentista del pesimismo» (diría Bértolo). MH, en desacuerdo con las humillantes políticas sanitarias en Europa (prohibición de drogas, etcétera), dirá: «Los rusos no tienen el sentimiento de vivir en democracia; creo que en general les importa un bledo, ¿y quién soy yo para decir que se equivocan?»
En el prólogo a Gombrich Esencial, el historiador del arte se disculpaba porque su disciplina era menos relevante para el bienestar de la humanidad que la de sus colegas en la Facultad de Medicina; añadía: «pero, si no podemos hacer gran cosa, al menos tampoco hacemos daño.» Aquí está la ética en donde se sitúa MH.
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¿Por qué MH no es, como algunos opinan, un reaccionario? Porque el reaccionario cree que hubo un pasado mejor. Él no: «si hay una idea, una sola, que atraviesa todas mis novelas, hasta la obsesión quizás, es la de la irreversibilidad absoluta de todo proceso de degradación, una vez iniciado. Da igual que esta degradación afecte a una amistad, una familia, una pareja, un grupo social más importante, una sociedad entera; en mis novelas no hay perdón, vuelta atrás, segunda oportunidad: todo lo que se ha perdido está perdido irremediablemente y para siempre.»
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Algunas lecciones interesantes de B-HL en torno a la filosofía: a) fue Germaine de Staël quien introdujo la leyenda de un Kant psicorrígido: lejos del mito de unos ciudadanos que ponen en hora sus relojes cuando lo ven pasar, el autor de Crítica de la razón pura también salió de Königsberg; b) otro error: citar filósofos. Jacques Derrida recibía a sus alumnos en la École Normale precaviéndolos contra el vicio de separar enunciados de su contexto original. El «filósofo profesional», recuerda Lévy, cuenta con la idea de que toda filosofía es un sistema coherente y cerrado.
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¿De quién son enemigos públicos los autores de esta correspondencia? De la «jauría», dicen: las crueles masas movidas por «la envidia, la burla, el resentimiento, el odio, el rencor, la maldad, la cólera, la crueldad, el escarnio, el desprecio» (B-HL); una masa que encabeza la propia madre de MH y su horrible libro sobre éste. También hallamos buena parte de la supuesta prensa seria, y los «sitios ultraizquierdistas» cuyo modelo está en Le Monde diplomatique o Politis. Y cómo no, Internet y su dimensión «de vulgaridad adicional»: «quizás sea normal que al crear las condiciones de la “aldea global”, nos traiga algo de la brutalidad jovial de las costumbres pueblerinas» (MH).
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Quizá solo sea error de percepción personal, pero a tenor de mis conversaciones con algunos poetas, o de las intervenciones de estos en eventos públicos, tengo la impresión de que se trata ésta de una raza de escritores, al menos en España, en donde el cainismo constituye uno de los pilares esenciales de su personalidad. Es decir, no dejo de encontrarme con poetas que temen las estrategias maléficas de otros poetas, que hablan de las jugadas con que otros poetas medran (de veras lamento la contaminación de esta palabra a la hora de hablar de literatura), o del ego hipertrófico y el carácter hípernarcisista de otros poetas. Con el relato breve —creo— sucede algo muy similar. Ante estos enunciados mi pregunta suele ser la misma: ¿quiénes son —con nombre y apellidos, digo—, dónde se encuentran esos escritores temibles?, ¿cómo es posible que solo me haya encontrado con autores nobles?
Por ello no deja de extrañarme la radiografía que MH hace del panorama galo. A propósito de la comunidad de intelectuales a la que B-HL pertenece, dice su intercolutor: «Hay también calumnias, polémicas, celos bastante mezquinos, intrigas... Así que quizás idealizo, quizás sea la famosa “magia del recuerdo” la que opera en mí, pero no recuerdo nada semejante en el pequeño ambiente de la poesía. Cuando publiqué mi segundo poemario, algunos periodistas creyeron oportuno asombrarse de que yo utilizara el alejandrino, metro que les parecía obsoleto [...] Pues bien, me crea usted o no, nunca, durante todo el tiempo que estuve en el ambiente de la poesía, recibí este tipo de crítica. Estos debates allí parecían completamente anticuados.»
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Henry-Lévy: «¿Por qué escribe usted? Porque no se puede hacer el amor todo el día. ¿Por qué hace el amor? Porque no se puede escribir todo el día.»
8 comentarios:
Menudo ensayo ha hecho, Ibrahím, y ante la ambigüedad del adjetivo menudo, especifico: extraordinario, y ante la falsa apariencia del prefijo, preciso: ¡sublime! :D Lo voy a leer una tercera vez... Qué gusto.
Caramba, Violeta, siempre es un placer encontrar lectores tan agradecidos.
Un saludo,
¿por qué comes en el chino de plaza de españa, Ibrahím? porque no puedes leer, escribir, ni hacer el amor todo el día.
Bah. La retórica francesa. Luego hay que soportarlos haciendo el amor: siempre son mejores otros. Qué pena que alguien publicara a M.H., tan y tan prescindible. Tan prescindible que solo le leí tres páginas. Los feos son así,y escriben así.
Enemigos públioos, por desgracia, es un libro muy aburrido y poco interesante. En el hoy inencontrable blog de Jean-François Fogel (en El Boomeran(g))ya no hablaban muy bien de él. Con todo, esa lucidez a cuatro manos, incapaz de otra cosa, a pesar de ello, sigue siendo lo mejor. Un poco menos y nada sería. Problemas de quien habla para escuchar(se), y de buscar "la frase" a cada línea.
Sobre el cainismo lírico, hay una frase de una entrevista a José Luis García Martín que puede explicar algunas actitudes:
P: ¿Qué es lo que más le puede horrorizar en un libro de poemas?
R: Los poemas.
P: ¿Y en un poeta?
R: Que me pida mi sincera opinión.
La entrevista completa:
http://www.elcultural.es/version_papel/LETRAS/658/Jose_Luis_Garcia_Martin
Un saludo y hasta otra.
Hay comentarios que retratan a la persona en un par de líneas, como es el caso de la señorita LIU, tan arrogante y atrevida que se sitúa muy por encima de un escritor al que no tiene suficiente nivel para juzgar. Tanta hostilidad después de leer sólo tres páginas parece demencial. ¿En qué momento creíste que podías situarte en un lugar tan alto?
IMELKOOP: me situé por encima de él en el momento en que mi vida era tan interesante que podía detectar a los imbéciles a kilómetros de distancia.
por cierto.. no soy señorita (las vírgenes son señoritas). Y llevo quince años al menos publicando crítica literaria en diferentes medios. Con menos arrogancia y atrevimiento y más conocimiento de causa que otros que me insultan lindamente.
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