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viernes, 29 de febrero de 2008

Twinkie, o el hacedor de pesadillas

(Retrato de una obsesión por el proceso creativo)

A

(Elija uno de los siguientes eslóganes para la siguiente aventura urbana)

i. Deshacemos el hachís en las yemas de tus dedos
como si de chicles de mierda [xxxxxxxxx] se tratase. ¡Wow!

ii. Bling, bling: Suena la caja registradora.

iii. Underground Flavour from la línea seis

Be

(Abróchense los cinturones)

No he venido aquí para hacer amigos.

Se arrastran cual gusanos por el corazón de la manzana mutilados en las trincheras ejércitos de cerebros privilegiados en definitiva escritores que no son escritores sino conejos quiero decir marcados por la estrella de David hijo si sigues esta senda has de saber que siempre serás conejo y hay que tener las pelotas bien gordas moradas incluso para no acabar arrastrándose sabes he conocido auténticos tipos brillantes pulverizados mileuristas por culpa de la jodida Literatura y que después acabaron criando bebés con serias dificultades para pagar un piso de mierda de protección oficial lo peor eh pudieron haberse montado en el dólar porque verdaderamente lo valían tenían madera pero no no no NO ya era tarde que va escucha a tu padre el conejo de la suerte con pies de plomo cómo le tiembla el vaso de Jack Daniel’s con hielo en su estudio de Chueca ante la pared de acero y de la cual emerge el relieve que reza su nombre Twinkie psssch silencio auténtico puro lujo al alcance de muy pocos y sabes por qué eh dime lo sabes mi secreto yo tampoco así que vamos a callarnos y a dejar que las ideas sigan fluyendo muchacho.

Ce


Sean ustedes bienvenidos a la contemplación de este terrorífico fresco. Deténganse ante él durante al menos cinco minutos. No es mucho lo que les pido; a cambio les ofrezco la salvación eterna. Empápense de arte contemporáneo. Y díganme, ¿lo tienen ya? En efecto, me estoy refiriendo a la historia del conejito Twinkie, hacedor de pesadillas o copy —llámenlo como más les guste— de profesión, y que, acosado por los fantasmas de su sadismo respecto a las mujeres (mejor aún: excesivamente influenciado por la lectura de autores como William S. Burroughs o el marqués de Sade), viérase condenado a un más que predecible proceso autodestructivo. Así, pues, situemos a la antaño tierna mascota en cualquier biblioteca pública o de su facultad; biblioteca atestada de estudiantes estresados en pleno periodo de exámenes, ¿está bien? Conforme transcurren los minutos, las ideas del conejo adquieren un cariz más y más estúpido. Intolerable, diríase. Aumenta su desesperación. Eso es. Porque él es uno de ellos, a Twinkie le fascinan las biografías de todos aquellos que se despeñan por El Monte de la Gloria hechos unos zorros. Dan cuenta de la desgracia ciertos músicos de jazz —Pastorius, Parker, Davis—, Ray, coprotagonista de la novela gráfica Estafados; Nicolas Sarkozy, Bartleby, etcétera. No es de extrañar, entonces, que a nuestro amigo vaya cayéndosele el pelo al tiempo que su aspecto se humaniza; es decir que el talento se desvanece como gases tóxicos en una reacción química. Nuestro conejito observa a la chica de enfrente, con la que comparte mesa. Piensa en cosas indecentes. Durante un tiempo se encomienda a todos aquellos dioses de Oriente y Occidente a fin de recuperar su espectacular capacidad creativa. Y en este sentido, cabe recordar que sus ideas cotizan a precios desorbitados en el mercado de la publicidad. Es un jodido astro. Admitámoslo. Como yo, como quien escribe estas líneas.

La chica arrastra su silla y se levanta de ella señalando a Twinkie con el mismo dedo que empleó Dios para dirigirse a Moisés antes de entregarle las tablas. Luego dice:

—¡Se te está derritiendo la frente!

¿Cómo?

Twinkie se lleva dos dedos a la cabeza y siente el tacto de una pasta arcillosa. Como pulverizada por el puño de hierro soviético, piensa.

Twinkie se muere.

La estudiante, de nombre Lollypop, si bien conocida en su entorno como Loli, observa en el tarro de cristal de Twinkie escenas desagradables en las que ella está siendo sodomizada por un palo de golf en California.

La cabeza de Twinkie cae contra la mesa y se rompe en decenas de miles de cristales.

Alguien llama a una ambulancia.

Ruido de sirenas.

De

(Epitafio)

No podéis calibrar hasta qué punto es aborrecible el más privilegiado de los cerebros desconectado de la red.

domingo, 24 de febrero de 2008

Reinventar la literatura






Hola amigos:

Mientras en CHEZ BERLÍN nos preparamos una semana más para reinventar la/ nuestra literatura, les dejo con una lavativa de conciencia dedicada a todos aquellos que pasan semanas enteras sin tocar un jodido libro.

Pero no basta con saber escoger los libros, también hay que acertar en su número, instalarse adecuadamente, aprovechar el tiempo, crear la disposición más favorable, refrenar y acelerar alternativamente el pensamiento, adoptar ora un papel activo ora uno pasivo, en fin, saber prescindir de los libros.

Hérault de Séchelles, Teoría de la ambición

miércoles, 20 de febrero de 2008

Escher V. 2.0 (I)

Al alba dejamos a nuestras físicamente perfectas mujeres desnudas, tendidas sobre camas redondas, tiritando de frío o de terror y padeciendo la sobredosis de su adicción por las píldoras. Glup. ¿Píldoras, píldoras para qué? Sé lo que digo, muchachos; así que creedme. Deseamos lo mejor para ellas, es lo que decimos en nuestras reuniones de pinta y pub irlandés y campana y masculinidad por los cuatro costados; y es por esto que en tan poco tiempo nos convertiremos en los futuros depredadores que llevarán las riendas de la economía. ¡Yeeeha!, chillamos borrachos, ebrios de poder. El futuro de la nación, las finanzas de todas vuestras jodidas economías domésticas, muchachos, a tan solo un botón de la Blackberry. Así de sencillo. Clic. Horas y horas con los codos clavados sobre las mesas de trabajo en bibliotecas repartidas a lo largo y ancho del territorio nacional, moviéndonos entre baldas de un lado a otro como anfetamínicos o yo qué sé. Ese, precisamente ese es nuestro aval. Somos los superhombres, y quien diga lo contrario miente. Nuestras mujeres hablan de chóferes y berlinas negras de compras por la City y nosotros decimos a todo que sí. Sí, cariño, sí. Lo que tú digas, tesoro. Mi querida. Y lo decimos en serio, ¿eh? Exudamos amor. Sabemos como tratar a una mujer y nos sobra la poesía. Nos partimos la cara en la calle para que una vez al mes tengan una o un par de chucherías. Ellas son baluarte de aquella ociosidad típicamente aristócrata que hundiera el Imperio Español. ¡Ja! Lo admitimos. Es nuestro consenso. Nada que refutar. Dormimos hasta tres y cuatro horas diarias aguardando la primavera. ¿La primavera? Sí, la primavera. Aguardamos largos inviernos de hastío emocional para luego, ¡BUM!, como una caja que escupiera confeti explosión de colores y sabores y hormonas y deseos, alguna que otra vez con nuestras amantes en hoteles de segunda categoría sitos junto a las pensiones de plagas de cucarachas y gusanos en el melocotón donde nuestros padres consumieran su primera estancia en la capital tras del exilio rural. Toma ya, pibe. La primera piedra de la catedral que a nosotros nos toca erigir y culminar. Y tal vez… bueno… es posible que también a nosotros nos engañen, pero, ¿y qué? ¿No fue esta nuestra elección? Nuestro sueño. Hmmm…

Como digo, hay algo de irreal en el hecho de vivir la vida de ese estudiante ideal que todos tenemos en mente y que, con un gesto, una mirada, una palabra silbante, es capaz de convencer a una de sus compañeras de clase de japonés a fin de poder visitar su piso; una buhardilla, según le han comentado, en pleno corazón de Madrid. Una buhardilla con un ventanal por el cual entra tanta luz que incluso te incomoda. Una buhardilla, no nos equivoquemos, de diseño. Auténtica crema fina. Se deshace en las yemas de tus dedos de lo buena que es. Geranios, ficus, láminas de los impresionistas colgadas en las paredes blancas; también de Kokoschka y Klimt; La Bohème. ¡Touché! Y abajo, una angosta tienda con productos que sugieren la España anterior al deceso del dictador —colmenas y miel, garrafas de aceite, quesos y hojaldres—. En la acera de enfrente el Starbucks. Siempre el jodido Starbucks, ¿eh? ¡¡Este es mi siglo 21, muchachos!! Inconfundible estética determinada por la antropología del capitalismo actual más un espolvoreado matiz de la macabra fascinación por la eugenesia que se percibe en los pasillos de nuestra universidad española. Mi receta. Hay días en los que en la cabeza te encajarías una boina con rabillo y te dejarías un fino bigote. Por ti, mademoiselle; es por ti que lo hago, ¿eh, o no? Te recitaría todo Verlaine mientras hiciésemos el amor y luego te propondría una luna de miel allá donde el azar llevase a tu dedo índice sobre una esfera terrestre en rotación. Y eso que yo no soy uno de esos esnobs con los que tú te acuestas tan a menudo.

En fin, que yo tenía novia, ¿saben? Yo tengo novia. Pero una buhardilla en el centro es una buhardilla en el centro. O una italiana que te dice al concluir la clase, y acompañada del ruido de las sillas que se corren, oye, ché, pibe, ¿y de verdad que te gusta la arquitectura oriental como dices en tu redacción? No me lo puedo creer, ¿en serio? Es mi segunda pasión después de los restaurantes japoneses. ¡Sushi!, piensas tú. Es el momento en el que solo ves sushi. Y ella: no sé, he pensado que… ¿podrías venir a mi casa a hacer los deberes primero? así me ayudas un poco, que ya sabes que en las últimas clases estoy pez y tal. Luego podríamos ir a la biblioteca del Reina Sofía. ¿Te va?

Me va, nena. Me va muchísimo. Me fascina el pie del que cojeas.

No sé, ahora pienso que debí haberle dicho que no desde un primer momento. Dejar de pensar con las hormonas; comportarme como un adulto. Pero fueron esos ojos de gatita dolorida diciéndote que necesita un poco de apoyo con la unidad 6 los que te amedrentan, los que sacan toda tu bonhomía a relucir y te dicen: eh, tío, compórtate como un caballero, ¿no?

Una buhardilla. Joder, ya veréis cuando lo cuente a los pibes del bar de Malasaña. Se van a quedar LO-COS.

Entonces, entonces es cuando calentamos motores en el Starbucks de enfrente.

—¿Sabes? Cuando yo llegué a la universidad —le digo a Lucy— detestaba a los alumnos que se pasaban el día hablando del Interrail.

—¿No me digas? ¿No te gusta viajar?

—Sí, sí, claro que me encanta viajar. Era solo que… cómo explicarlo… el hecho de verlos sin… sin… recursos, y viajando desde tan temprana edad, me parecía una incongruencia, ¿sabes? Una disonancia cognoscitiva.

Mi compañera de japonés, Lucy, muerde su muffin.

—Venga, hombre, ¿no serás uno de esos…

Lucy da vueltas alrededor del término rancio, palabra cuya pronunciación hundiría el resto de la tarde; y después deja un silencio. Se encaja en su sillón morado y decide cambiar el rumbo de los acontecimientos. Muerde su pajita y sorbe el frapuccino haciendo tanto ruido como puede, como el fresisui de Bart Simpson.

¿Me quieres seducir?

¿Uno de esos qué?, pregunto.

Deja un largo silencio para meditar su respuesta.

—Pues, ¿sabes qué? Cuando yo empezaba la universidad, recuerdo que venía siempre a un café como este con mis amigos del turno vespertino. Hablábamos de cómo sería Ámsterdam...

Dribbling.


Fija una mirada ensoñadora a través del escaparate; observa rostros que se desdibujan, sombras monstruosas cuya longitud no se corresponde en absoluto con la figura humana que proyectan. La Muerte campa a sus anchas por Madrid con la azada al hombro y silba una canción de moda.

—¿Y cómo era aquella Ámsterdam que imaginabas?

Aunque originariamente a Lucy le da vergüenza recordar cómo pensaba hace no demasiado tiempo, la napolitana habla de graffiti en las paredes de viviendas antiguas, los ojos inyectados en sangre en un coffee shop, fumando yerba de la buena, ¡primo!; una ciudad con multitud de canales y bateaux por doquier, el dulce sonido de la rueda y los engranajes de una bicicleta engrasada en movimiento, flores de todos los colores y tamaños; boutiques de lujo. Eurócratas. Etcétera. Un jamaicano de rastas gordas y escamadas como serpientes y abotargado por el exceso de hachís jodiendo por el culo a tres valquirias rubitas y arias entre la cama doble de la habitación y el baño espumoso. Las amigas rubitas de Lucy gimen y chillan y despiertan a todos y cada uno de los vecinos de la manzana donde se halla ese otro hotel de bajo presupuesto. Pero esto Ámsterdam, muchachos. Y aquí todo está permitido.

El Bosco gobierna la ciudad.

Es obvio. He de ahorrarme el comentario de cuando yo, también no hace demasiado tiempo, denostaba de las ETT pero también de los anti-sistema que denostaban de las ETT y recurrían a las ETT para pagarse los viajes a Ámsterdam a fin de fumar yerba de la buena, ¡primo!

C’est la vie!

Una buhardilla me espera.

Y Lucy, relamiéndose el invisible café de los labios:

—Me acuerdo también que soñábamos con enormes manis. Para mí, formar parte del enjambre altermundialista era algo verdaderamente significativo. Algo que no afectaba ya solo a la política, sino también al estilo de vida.

Liarla en las manifestaciones, dice, era una suerte de ocio moral.

Y cita a Michel Chemit:

Por supuesto, aún puede seducirme arrojar adoquines a la pasma. Es un acto lúdico. Para mí, hay mucha profundidad en ese gesto.
Risas, risas a las que inesperadamente sigue el asalto de las descargas neuronales como chispas en la catenaria que sostengo encima los hombros; lo cual se traduce en: No perder el tiempo. Mírala a los ojos.

¿Y bien?

¿Qué es lo que me conmociona de toda esta situación? Sin lugar a dudas se trata de que a pesar del entusiasmo que se desprende del ambiente, no sé por qué, pero sospecho que esta linda gatita que querrá dormir entre mis brazos, no te quepa la menor duda, ha sido rechazada no una ni dos, sino en multitud de ocasiones. ¿Y por qué? No sé… es sólo que… verla ahí, contorsionada en el sillón de esta multinacional, la hace… como decirlo… una presa fácil. ¿Me seguís? Bisbiseos, murmullos. Mírala, La Pija.

¿¡Pero qué pija!?

Un momento, caballeros. Hagamos algo. Propongo un juego. Vamos nada menos que a detener el tiempo. A congelar la imagen. Estúdienla correctamente de arriba abajo. No pierdan detalle. ¿La tienen ya? Díganme, ¿y qué ven? Una post-adolescente —como ustedes, como yo mismo— que sale de compras los sábados por la mañana al Mercado de Fuencarral habiendo engullido de antemano su cruasán con café y zumo de naranja en la cafetería del barrio, que consume con alegría cada nuevo anuncio producido por Delvico y Sra. Rushmore, que procede de una familia bien y que estudia un master y sabe cuatro idiomas, lo cual no es óbice para que en un amago de diversión sueñe con rebelarse ante sus intereses de clase y por ello escuche raggamuffin grabado en los estudios de la nueva comuna de París y, claro, haya soñado durante años con la máxima estudiantil de viajar a Ámsterdam solo por el hecho de que allí, donde es legal fumar cannabis, parece haberse erigido un monumento a caballo entre la utopía heredera del 68 francés y al auténtico progreso.

Sobrecogedor.

Pero… pero… antes de pulsar de nuevo el play, por favor, díganme,

¿¡Qué ven!?


¡EL PUEBLO, JODER, EL PUEBLO!, ¡ES EL PUEBLO LO QUE SIGNIFICA LUCY, POR DIOSSS!

Bastardos...

—Y al final, Lucy, ¿te fuiste de Interrail?

—Claro, y no lo olvidaré jamás. Estuve en la sección de lencería de El Corte Inglés y fui camarera durante veinte fines de semana. Veinte. Ni te imaginas cuanto tiempo perdido. Uff…—Lucy se enjuga un sudor invisible que resbala por sus sientes y vuelve a acomodarse en el sillón— Pero al final mereció la pena. Fue el verano de mi vida. ¿Qué te parece si subimos y vemos las fotos?

Glup.


Aunque me paralice la nostalgia con la que acaba de remitirse a la ciudad holandesa, lo cierto es que me muero de ganas por ver esas jodidas fotos.

Salimos del Starbucks.

Salimos satisfechos del Starbucks.

Salimos contentos puesto que allí dentro reafirmamos satisfactoriamente nuestra estética de estudiantes de postgrado sin complejos a la hora de coquetear con el lujo simulado del café americano.

Afuera, Paco Martínez Soria se canta un rap corrosivo ahí en el edificio de la Telefónica, y la peña va y le echa monedas.

Como lo cuento.

Le rodean breakers vestidos con chándales Adidas de los ochenta, modelo clásico, y azafatas embutidas en monos amarillos como Kill Bill y el pelo recogido en coletas. (Gafas de sol King Size para cada una de ellas.) Electro en un ghettoblaster. Ante la estampa se detienen toda clase de turistas y consumidores repletos de bolsas de papel. Todo se desarrolla conforme a las expectativas, dice un tipo de gafas Armani y gabardina beige en el McDonald’s de la acera de enfrente, en Gran Vía con Montera. Concretamente, las palabras con las que se dirige a su hermano gemelo son las siguientes:

—¿No te parece que hemos llegado demasiado lejos con esta campaña, Morris?

—¿Demasiado lejos? —y Morris mira a Chuck inquisitoriamente— ¿Demasiado lejos?, ¿dices? ¿Es que ya no recuerdas lo que nos ha costado resucitar a Paco Martínez Soria solo para este espot? ¡Vamos a revolucionar el concepto de creatividad!, jovenzuelo. Estamos llevando a cabo uno de esos saltos creativos que no se ven desde hace décadas; el Think Different que cualquier agencia querría adjudicarse en su haber. Aun así, Morris, a pesar de todo ello, ¿todo lo que a ti se te ocurre no son más que arbitrariedades sobre lo justo o no de resucitar a los muertos?, ¿a un jodido actor español de serie B?

domingo, 17 de febrero de 2008

Despelléjense, ¡escritorzuelos!

Al comienzo de la fase II, en las clases populares, domina todavía el sentimiento de pertenencia a un mismo mundo social, estructurado por puntos de referencia y un estilo de vida homogéneos. Hay en vigor todo un conjunto de actitudes y de llamadas al orden, de bromas y chanzas que se encargan de poner freno a las tentativas de franquear las barreras de clase, a la ambición de distinguirse identificándose con otros grupos. «¿Quién se creerá que es?», «No es natural que…», «¿De dónde sale ésa?»: el grupo ejerce, no sin éxito, presiones y coacciones simbólicas que construyen un fuerte conformismo de clase. En este universo compartimentado por el antagonismo entre «ellos» y «nosotros», vestirse, vivir, comer, beber, divertirse son actividades reguladas por las costumbres de clase, por modos concretos de vida, por diferencias de hábito. Todos los agentes de una misma clase y todas las prácticas de un mismo agente, dice Bourdieu, tienen una «afinidad de estilo», un «aire de familia», una «sistematicidad» que se derivan del hábito social. La fase III ha puesto fin a esta organización colectiva del consumo.

Se ha producido una mutación: en el marco de la sociedad de hiperconsumo no compramos ya necesariamente lo que compran nuestros vecinos sociales, ya que la pulverización de los sentimientos y las imposiciones de clase han posibilitado las elecciones particulares y la libre expresión de los placeres y gustos personales. El «a cada cual su lugar», que expresa la primacía del grupo social, se sustituye por un principio de legitimidad opuesto: «que cada cual haga lo que le plazca.» La cuestión central no es ya «ser como los demás», sino qué elegir en la sobreabundante oferta del mercado: el principio de autonomía se ha convertido en regla de orientación legítima de las conductas individuales.

Gilles Lipovetsky, La felicidad paradójica (Ensayo sobre la sociedad del hiperconsumo)

Sean sinceros, ¿no les recuerda el primer comportamiento a ciertas peleas de gallos entre grupúsculos literarios? ¿Y para cuándo esa pacífica, competetitiva, productiva y madura fase III?


Ay.

sábado, 16 de febrero de 2008

La parte de los crímenes: ¿Homenaje a Sade? (Bolaño-Bataille-Sade)

Extraespecial dedicación a todos aquellos que, como yo, han buscado explicación a la cuarta parte de 2666:

Al excluirse e la humanidad, Sade no tuvo en su larga vida más que una ocupación que decididamente le interesó: enumerar hasta el agotamiento las posibilidades de destruir seres humanos, destruirlos y gozar con el pensamiento de su muerte y sus sufrimientos. Una descripción ejemplar, aunque fuese la más hermosa, habría tenido poco sentido para él. Sólo la enumeración interminable, aburrida, tenía la virtud de extender ante él el vacío, el desierto, al que aspiraba su rabia (y que sus libros vuelven a presentar ante aquellos que los abren).

De la monstruosidad de la obra de Sade se desprende aburrimiento, pero ese mismo aburrimiento constituye, a su vez, su sentido. Como ha dicho el cristiano Klossowski, sus interminables novelas se parecen más a los devocionarios que a los libros que nos divierten.

Georges Bataille, La literatura y el mal

sábado, 9 de febrero de 2008

Tengo lo que quiero. ¿Y? (Bukowski & Sarkozy)

«Durante treinta años, pensó, quise ser escritor y ahora soy escritor. Bueno, ¿y qué?»


Bukowsky, Música de cañerías




«Mira, lo tengo todo para estar contento, soñaba con tener un partido y lo tengo, soñaba con ocupar los más bonitos cargos ministeriales y los he tenido, soñaba con estar aquí y ya estoy. Pero no tengo emoción. Es rudísimo. Ya estamos en la presidencia. Ya no estoy antes


Sarkozy en El alba la tarde o la noche

Elisabeth en escala de grises (Alegoría de la autodestrucción)

Lo mío es hablar en estado de shock; la inconsciencia, como la sociedad que frecuento. He recibo el golpe más duro de mi vida y sé que las secuelas (algunas de ellas) serán incurables. Estoy condenado a hablar congelado en el tiempo. Es terrorífico pensar en dar el paso definitivo sin ti, Elisabeth, por lo que prefiero anclarme en el limbo y deshacerme de cualquier emoción. Sin ti, querida, me conformo autista. Bebo cerveza en una discoteca del centro de Madrid cualquier día entre semana después del trabajo. Alrededor todo es jolgorio; risas y vasos de tubo que se caen y hielos que se convierten en agua de alcantarilla a nuestros pies. Suena Oasis, Nirvana, Lenny Kravitz, Sugarplum Fairy, Red Hot Chillie, Ozzy Osbourne. Yo, sin embargo, fijo la mirada en un punto cualquiera de los pósteres que empapelan las paredes del local y de repente veo el último recuerdo que de ti me queda. Hablamos a través de un programa de mensajería instantánea y estás tú en la esquina superior derecha de mi ordenador, envuelta por un albornoz y ante una taza de leche con cacao que te hace detener tu discurso para sorberla. Nos separa un filtro en escala de grises. Me dices, con una frivolidad que asombra, una frivolidad que, ante la ventaja de ver sin ser visto —tenía la webcam estropeada—, me hace levantarme de la silla agitando los puños, maldiciéndolo todo, secándome el sudor frío con un pañuelo de cachemir; me dices, digo, que estás cansada de esta relación a distancia. Admites que será mejor que cada cual decida su camino en función de sus circunstancias, y me planteas: ¿para qué seguir arrastrando maletas hasta Barajas? Ay, Nicolás, Nicolás, precisamente esta mañana estuve discutiéndolo con Jennifer mientras engullíamos unos cruasanes recién orneados. Me dijo: Eli, deberíais tomaros un tiempo. No es una situación cómoda para ninguno de los dos. ¡No es una situación cómoda!, me dices que te dijo Jenny. ¡Maldigo la comodidad, maldigo el ideario de vida burguesa y maldigo que me pongas de excusa la molestia de los asientos de la aerolínea Vueling! Fucking seats!, matizas. Son más incómodos que los de la EMT, llegas a decirme con tal de atenuar el golpe, si bien a mí todas tus excusas me parecen patéticas (al borde de la locura), pero… pero… pero… vendería a mi madre por recuperarte, ¿sabes? Vendería a mi madre y a mi padre a un traficante de órganos tailandés. Permanezco callado, me echo a llorar. Cualquier colega de la oficina me recomendaría ver el aspecto lúdico o irónico de la situación. ¿Pero es que nos hemos vuelto locos?. A mí todo esto me parece una tragedia espectacular como el Antiguo Testamento o Shakespeare; una tragedia para el siglo 21. Concluyes tu exposición con las siguientes palabras: ¿te has parado a pensar en mí, Nico? ¡La city me necesita! Y yo no estoy dispuesta a abandonar el Támesis ni mi INTERPOL como tampoco tú lo estás para el Manzanares y tu agencia…

Una chica me pide fuego.

Se lo doy.

Entonces —¿pero qué mierda es esta?—, entonces presiento que el demonio irrumpe serio y despistado en Lagardere, y a codazos se abre paso entre el público eufórico. Viste un plumas rojo y lleva la cabeza rapada y sobre el labio superior luce un fino bigote.

Viene por mí. Me lo merezco.

Acatemos nuestro sino.

Glup.

Así que déjame decirte una última cosa, Elisabeth —Elisabethsobrepósterdeungrupocuyoscuatromiembrosconvienenenllevarelpeloaloafro—, ahora soy yo el que se lamenta de veras. Me digo, ¿cuántos culos has jodido hasta llegar donde estás, muchacho? Y a la cabeza me viene el primer culo que jodí. Literalmente, vaya. Antes de la entrevista de trabajo para la gestora de fondos de inversión en la que ahora me paseo por sus pasillos con una de esas coronas que regala Burguer King en los cumpleaños infantiles. Me da la risa de pensarlo —¡mierda!, ¿por qué ni siquiera se me permite caer en la culpabilidad sin demoler una situación así?—, pero es que fue genial. A ver. Estábamos cinco pavos hechos un manojo de nervios antes de la entrevista, ¿no? Pues bueno, en un momento dado, el que más aspecto de empollón tiene, el que de fijo tiene un master en Alemania, va y se dirige al servicio. Le sigo. Los otros tres se extrañan. Cuando se mete en el váter no le doy tiempo a cerrar la puerta; entro con él y le digo:

—Eres una zorra, y lo sabes.

Y le pongo la mano sobre la boca y los pantalones a la altura de los tobillos y, ¡¡toma, toma!!, ¡casi veinte centímetros de polla encajados en ese culo de oficinista malhadado! Jódete, cabrón.

El resto de culos que jodí es una lista demasiado extensa como para exponer aquí y ahora.

En fin, el demonio le da la espalda a la chica que me ha pedido fuego, y me dice, fingiendo un timbre seductor:

—¿Nos conocemos? ¡Camarero! ¡Eh, eh…!, ¡tú; sí, tú! ¡Garçon! ¡¡Maître!!

—…Dos tequilas, por favor —digo yo, educadamente.

—Oye, muchacho —me dice—, estoy aquí por algo. Estoy aquí porque me caes bien y quisiera darte una segunda oportunidad.

¿Aunque yo ya no me fíe ni me sombra?

—¿Una segunda oportunidad? ¿A qué te refieres?

El demonio se tapa la boca con el dorso de la mano de tal forma que nadie pueda leerle los labios:

—Elisabeth —casi susurrando.

—¿Elisabeth?

Nos detenemos a beber sendos tequilas.

—Voy a proponerte un dilema, chico —y echa el aliento—. Voy a poner en tus manos el transcurso de la historia, ¿ok?

»—No se veía nada igual desde Hitler.

—Está bien.

—Tienes dos opciones: que todo siga igual y tú tan borracho, tan solo y tan lamentable; o bien que Elisabeth entre ahora mismo por esa puerta de ahí y acaezca la Tercera Guerra Mundial. Ya sabes, muchacho, todo favor tiene un coste de oportunidad y…

Ni que decir tiene, este pavo no me asegura que el regreso de Elisabeth implique la paz perpetua entre ambos. Pero qué se le va a hacer.

—De hecho —continúa el demonio con su discurso, con la mirada fija en el vaso vacío de tequila—, no sé qué más puedes exigir a Eli. Has trasgredido ese umbral de los tres años que establece mi apóstol Beigbeder. Poco os tenéis ya que aportar, ¿o no?; ¿o me equivoco acaso? Tenéis vuestros ingresos —y en este punto el demonio me da seguidas palmadas el brazo— y la posibilidad de joder con la elite sexual, Nico. Con la crema de la crema.

»—Pero claro, es que te veo tan enfermo que se me encoge el corazón. Soy incapaz de negarte la posibilidad de llegar a una tregua con Elisabeth.

Decidido entonces.

—¿Y qué he de hacer, maestro?

—Toma esto —el demonio me entrega un mando a distancia—. Si decides esa guerra atómica, capaz de arrasar con cualquier muestra de vida humana sobre la faz de la tierra —cualquiera, insiste—, sin excepción alguna; solo tienes que encender el televisor situado en esa esquina que ves ahí. Un avance informativo dará cuenta de la catástrofe. Entonces, entonces Elisabeth irrumpirá en el local y te dará un abrazo enorme. Enorme.

Clic.

Se suceden las trágicas escenas en televisión: un puñado de árabes ha decidido volarse las pelotas en distintos puntos del planeta a una misma hora —a diferencia de lo que se dice que ocurriera con las Torres Gemelas, en este caso los índices de audiencia no son tenidos en cuenta—. De nuevo Nueva York; Londres y Madrid otra vez; París, Moscú, Berlín, Tokio, Río, el D.F., Sydney, Hong Kong… (The World in flames!) Pero también El Cairo, Kerbala, La Habana y Bagdad. Se trata de una masacre nihilista que da cuenta de la impotencia de la que Baudrillard hablaba, afirma un comentarista; y claro, los EEUU han decidido tirar la primera piedra y erigirse como ejemplares combatientes contra la ausencia de valores. Avisan que en apenas unas horas van a descargar un primer arsenal atómico.

Pero, ¿contra quién?

A ritmo de rock, el público huye en estampida de Lagardere y con él el demonio.

Hay quien celebra la guerra con el vaso en alto.

Y Elisabeth —ay, eres tú otra vez…; tan cercana, tan delicada, tan Elisabeth— entra en el local subida en unos tacones y sobre un fondo de llamas. Se dirige hacia a mí; me empuja contra la mesa de billar.

Luce una sonrisa deslumbrante.

Mientras muerde mi cuello, me dice:

—¿Tienes coca?

Y yo, dispuesto sobre la mesa:

—Mira en los bolsillos a ver.

Elisabeth me desabotona la camisa y lame el erizado vello que crece sobre mi tórax. Se pinta una raya en mi ombligo. La esnifa. Luego me baja la cremallera del pantalón con la boca.

—¿Quieres que te afile el taco? —me pregunta Elisabeth mordiéndose el labio inferior, con el dado azul ya entre sus dedos.

El volumen de la música aumenta de manera proporcional a la excitación de la escena. Suena una canción feliz; una canción de rock que trata acerca de un inesperado reencuentro.

Voy a vomitar de lo contento que estoy, muchachos; tanto que los altavoces hacen estallar los cristales de Lagardere y estos se clavan en las cuencas de los ojos de los insurgentes y en las fuerzas pacificadoras estadounidenses y en los culos de los presentadores de informativos.

Una vez más, amigos, es el amor el que vuelve a triunfar.

domingo, 3 de febrero de 2008

Humor en el Ulises

—Mr. Dedalus
Corre tras de mí. Más cartas no, espero.
—Un momento.
—Sí, señor, dijo Stephen, volviéndose en la cancela.
Mr. Deasy se detuvo, respirando fuerte y tragándose el aliento.
—Sólo quería decirle, dijo. Irlanda, se dice, tiene a honra ser el único país que no persiguió nunca a los judíos. ¿Sabe usted eso? No. ¿Y sabe por qué?
Puso mala cara severamente al aire brillante.
—¿Por qué, señor? Preguntó Stephen empezando a sonreír.
—Porque nunca los dejó entrar, dijo Mr. Deasy solemnemente.”

sábado, 2 de febrero de 2008

Introducción a ATMOSPHERE: Revisitar a Strindberg a noventa y pico beats por minuto

¿Y ahora qué vas a hacer? ¿Dar un portazo? ¿Romper un vaso? ¿O quizá desmayarte en el suelo de la cocina con el culo al aire?

Slug (Atmosphere), Say Hey There

I

Ay, las relaciones amorosas en tiempos de posmodernidad. Nadie dijo que fueran fáciles, ¿verdad? Vayamos abriendo boca con un par de sampleos:

Woody Allen: ¡Oigan! Ustedes que parecen una pareja muy feliz, ¿lo son, verdad?
Mujer: Sí.
Hombre: Sí
W. A.: ¿Y cómo explican eso?
Mujer: Es que… Soy poco profunda, y algo vacía y… no tengo ideas, ni cosas interesantes que decir.
Hombre: Y yo soy exactamente igual.
W. A.: Ya veo… Vaya, es muy interesante. Así que han podido llegar a un acuerdo, ¿eh?
Hombre: Así es.
Mujer: Sí.
W. A.: Bueno, muchas gracias por hablar conmigo.


Woody Allen, Annie Hall.

Y:

Sí, todo lo que dices, incluso lo que no dices, me parece interesante. Lo que dices sobre los hombres de hoy y nuestra incapacidad para el compromiso. Lo que no dices respecto a las razones por las que las mujeres de hoy dais tanta importancia al compromiso. Me parece magnífico tu razonamiento, el modo en que mides las distancias, los centímetros precisos de piel que me dejas ver para transmitir, exactamente y al mismo tiempo, dos discursos que parecen contradictorios: 1) no te necesito, no necesito a los hombres ni estoy necesitada de sexo, pero 2) no te vayas. 1) No eres imprescindible, pero 2) me atraes. 1) Puedo vivir sin sexo, pero 2) quiero seducir y sentirme seducida. Y a todo esto, súmale el resto de tópicos que dices y que no dices: trabajo mucho, no tengo tiempo para el romanticismo, pero puedes decir algo bonito si sabes cómo hacerlo…

Vicente Luis Mora, Circular 07.

Si desean seguir con la tortura, otros títulos igualmente válidos son Luna amarga, novela de Pascal Bruckner versionada en cine por un fantástico Roman Polanski (Lunas de hiel); y el bodrio literario de El amor dura tres años, de Beigbeder, texto que aun a pesar de parecer escrito en unas sospechosas circunstancias psicológicas, supone un ejemplo de lo deplorable que puede llegar a ser el cerebro humano cuando se arroja por el precipicio de la sociedad del espectáculo.

II

Lo primero es ser justo, y decir que aunque el panorama de rap español —salvo gloriosas excepciones— esté plagado de payasos (a saber, mc’s que doblan la edad a un público insultantemente joven, recién salido de su fascinación por los navideños anuncios de juguetes); esto no ocurre así en los EEUU. Da cuenta de lo que digo el personaje al que toca referirse: Slug, cantante del grupo Atmosphere.

Muchas son las cosas positivas que avalan a este master of ceremonies y su grupo —que componen él y el productor Ant—. En primer lugar, el hecho de que, tratándose del género musical que se trata, y como ya se advierte arriba, sean capaces de establecer sintonía con un oyente no quinceañero. En segundo lugar, que Slug y Ant dirijan su mirada más allá de los manidos temas que se presuponen dentro de la estética del hip hop: buena parte de sus tracks son de un interés más o menos universal o, desde luego, suficientemente familiares a esa sociedad occidental que no habita en la más degradada de las periferias urbanas.

2001 puede decirse que supuso el punto de inflexión en la carrera de Slug y Ant, año en que sacaran al mercado el célebre EP titulado Lucy Ford. Desde entonces, Slug, con una carga expresiva que ya quisieran para sí muchos poetas, quedaría marcado por su habilidad para retratar la bipolaridad, el canibalismo de cerebros y la autodestrucción que caracterizan las relaciones amorosas en nuestros días. Así pues, damas y caballeros, sirva como introducción a la obra de Atmosphere el siguiente videoclip, Say Hey There, perteneciente al álbum You Can't Imagine How Much Fun We're Having (2005):

viernes, 1 de febrero de 2008

Patatas Snob (Cómo posicionar un producto en los límites de la obscenidad)

Hace algún tiempo, en un comentario para el blog de VLM, vinculaba la figura geométrica del cuadrado con el packaging de aquellos productos que apelan a la simbología del vaquero americano (Marlboro, Fritos). Más recientemente, se hacía en esta misma casa una lectura de lo que significa el premio Loewe de poesía, una lectura con más o menos sarcasmo y desde una óptica íntegramente publicitara —o sea, no desde el espectro literario—. Hoy, muchachos, vamos a seguir investigando ese intrincado mundo de la publicidad que nunca deja de sorprendernos y que tantas alegrías nos da.


Hoy hablaremos de patatas. Patatas Snob. Esa es la cuestión.

Sucede que Lay’s (perteneciente a Pepsico) saca al mercado un nueva línea de productos denominada Sensations. Os lo juro. Os lo juro por mi madre que han bautizado así a unas patatas fritas. Sensations, última moda en los snack bar de Niu Yor Siri, ¡negro! Cuando lo vi me pareció irrisorio. ¿En qué pensaban los publicitarios cuando llevaron a cabo el brainstorming? O mejor aún: ¿hasta qué punto llegó el delirio de los anunciantes cuando anotaron en el briefing que su objetivo era aproximarse a la brand image de los condones[1]? Pero no, caballeros; el problema no es tan grave. El problema es que las Lay’s Sensations salen al mercado de EEUU en 2006 y, según he podido comprobar, se ha establecido que las filiales en Europa no hagan traducción alguna del término —Grecia, por ejemplo, ya sacó en 2007 esta gama de productos bajo el mismo nombre—.


Sensations lleva hasta límites insospechados la publicidad como técnica de creación de hologramas. Es decir, tú, consumidor, gracias a nuestro juego de espejos, lo que antes veías ubicado en las coordenadas X3, Y8 (patatas fritas), ahora lo ves en las coordenadas X96, Y44 (“Déjate seducir por el intenso aroma y delicioso sabor a pollo dorado al horno”, tal como reza la parte anterior de la bolsa). La publicidad concebida como posicionamiento obsceno. Un lujo que apunta a quienes ya desbordan los productos básicos de la élite —automóviles, viajes—, o un lujo vicario para quienes no alcanzan esos mismos productos básicos.



(Cartel de BBDO para la campaña griega)