Al alba dejamos a nuestras físicamente perfectas mujeres desnudas, tendidas sobre camas redondas, tiritando de frío o de terror y padeciendo la sobredosis de su adicción por las píldoras. Glup. ¿Píldoras, píldoras para qué? Sé lo que digo, muchachos; así que creedme. Deseamos lo mejor para ellas, es lo que decimos en nuestras reuniones de pinta y pub irlandés y campana y masculinidad por los cuatro costados; y es por esto que en tan poco tiempo nos convertiremos en los futuros depredadores que llevarán las riendas de la economía. ¡Yeeeha!, chillamos borrachos, ebrios de poder. El futuro de la nación, las finanzas de todas vuestras jodidas economías domésticas, muchachos, a tan solo un botón de la Blackberry. Así de sencillo. Clic. Horas y horas con los codos clavados sobre las mesas de trabajo en bibliotecas repartidas a lo largo y ancho del territorio nacional, moviéndonos entre baldas de un lado a otro como anfetamínicos o yo qué sé. Ese, precisamente ese es nuestro aval. Somos los superhombres, y quien diga lo contrario miente. Nuestras mujeres hablan de chóferes y berlinas negras de compras por la City y nosotros decimos a todo que sí. Sí, cariño, sí. Lo que tú digas, tesoro. Mi querida. Y lo decimos en serio, ¿eh? Exudamos amor. Sabemos como tratar a una mujer y nos sobra la poesía. Nos partimos la cara en la calle para que una vez al mes tengan una o un par de chucherías. Ellas son baluarte de aquella ociosidad típicamente aristócrata que hundiera el Imperio Español. ¡Ja! Lo admitimos. Es nuestro consenso. Nada que refutar. Dormimos hasta tres y cuatro horas diarias aguardando la primavera. ¿La primavera? Sí, la primavera. Aguardamos largos inviernos de hastío emocional para luego, ¡BUM!, como una caja que escupiera confeti explosión de colores y sabores y hormonas y deseos, alguna que otra vez con nuestras amantes en hoteles de segunda categoría sitos junto a las pensiones de plagas de cucarachas y gusanos en el melocotón donde nuestros padres consumieran su primera estancia en la capital tras del exilio rural. Toma ya, pibe. La primera piedra de la catedral que a nosotros nos toca erigir y culminar. Y tal vez… bueno… es posible que también a nosotros nos engañen, pero, ¿y qué? ¿No fue esta nuestra elección? Nuestro sueño. Hmmm…
Como digo, hay algo de irreal en el hecho de vivir la vida de ese estudiante ideal que todos tenemos en mente y que, con un gesto, una mirada, una palabra silbante, es capaz de convencer a una de sus compañeras de clase de japonés a fin de poder visitar su piso; una buhardilla, según le han comentado, en pleno corazón de Madrid. Una buhardilla con un ventanal por el cual entra tanta luz que incluso te incomoda. Una buhardilla, no nos equivoquemos, de diseño. Auténtica crema fina. Se deshace en las yemas de tus dedos de lo buena que es. Geranios, ficus, láminas de los impresionistas colgadas en las paredes blancas; también de Kokoschka y Klimt; La Bohème. ¡Touché! Y abajo, una angosta tienda con productos que sugieren la España anterior al deceso del dictador —colmenas y miel, garrafas de aceite, quesos y hojaldres—. En la acera de enfrente el Starbucks. Siempre el jodido Starbucks, ¿eh? ¡¡Este es mi siglo 21, muchachos!! Inconfundible estética determinada por la antropología del capitalismo actual más un espolvoreado matiz de la macabra fascinación por la eugenesia que se percibe en los pasillos de nuestra universidad española. Mi receta. Hay días en los que en la cabeza te encajarías una boina con rabillo y te dejarías un fino bigote. Por ti, mademoiselle; es por ti que lo hago, ¿eh, o no? Te recitaría todo Verlaine mientras hiciésemos el amor y luego te propondría una luna de miel allá donde el azar llevase a tu dedo índice sobre una esfera terrestre en rotación. Y eso que yo no soy uno de esos esnobs con los que tú te acuestas tan a menudo.
En fin, que yo tenía novia, ¿saben? Yo tengo novia. Pero una buhardilla en el centro es una buhardilla en el centro. O una italiana que te dice al concluir la clase, y acompañada del ruido de las sillas que se corren, oye, ché, pibe, ¿y de verdad que te gusta la arquitectura oriental como dices en tu redacción? No me lo puedo creer, ¿en serio? Es mi segunda pasión después de los restaurantes japoneses. ¡Sushi!, piensas tú. Es el momento en el que solo ves sushi. Y ella: no sé, he pensado que… ¿podrías venir a mi casa a hacer los deberes primero? así me ayudas un poco, que ya sabes que en las últimas clases estoy pez y tal. Luego podríamos ir a la biblioteca del Reina Sofía. ¿Te va?
Me va, nena. Me va muchísimo. Me fascina el pie del que cojeas.
No sé, ahora pienso que debí haberle dicho que no desde un primer momento. Dejar de pensar con las hormonas; comportarme como un adulto. Pero fueron esos ojos de gatita dolorida diciéndote que necesita un poco de apoyo con la unidad 6 los que te amedrentan, los que sacan toda tu bonhomía a relucir y te dicen: eh, tío, compórtate como un caballero, ¿no?
Una buhardilla. Joder, ya veréis cuando lo cuente a los pibes del bar de Malasaña. Se van a quedar LO-COS.
Entonces, entonces es cuando calentamos motores en el Starbucks de enfrente.
—¿Sabes? Cuando yo llegué a la universidad —le digo a Lucy— detestaba a los alumnos que se pasaban el día hablando del Interrail.
—¿No me digas? ¿No te gusta viajar?
—Sí, sí, claro que me encanta viajar. Era solo que… cómo explicarlo… el hecho de verlos sin… sin… recursos, y viajando desde tan temprana edad, me parecía una incongruencia, ¿sabes? Una disonancia cognoscitiva.
Mi compañera de japonés, Lucy, muerde su muffin.
—Venga, hombre, ¿no serás uno de esos…
Lucy da vueltas alrededor del término rancio, palabra cuya pronunciación hundiría el resto de la tarde; y después deja un silencio. Se encaja en su sillón morado y decide cambiar el rumbo de los acontecimientos. Muerde su pajita y sorbe el frapuccino haciendo tanto ruido como puede, como el fresisui de Bart Simpson.
¿Me quieres seducir?
¿Uno de esos qué?, pregunto.
Deja un largo silencio para meditar su respuesta.
—Pues, ¿sabes qué? Cuando yo empezaba la universidad, recuerdo que venía siempre a un café como este con mis amigos del turno vespertino. Hablábamos de cómo sería Ámsterdam...
Dribbling.
Fija una mirada ensoñadora a través del escaparate; observa rostros que se desdibujan, sombras monstruosas cuya longitud no se corresponde en absoluto con la figura humana que proyectan. La Muerte campa a sus anchas por Madrid con la azada al hombro y silba una canción de moda.
—¿Y cómo era aquella Ámsterdam que imaginabas?
Aunque originariamente a Lucy le da vergüenza recordar cómo pensaba hace no demasiado tiempo, la napolitana habla de graffiti en las paredes de viviendas antiguas, los ojos inyectados en sangre en un coffee shop, fumando yerba de la buena, ¡primo!; una ciudad con multitud de canales y bateaux por doquier, el dulce sonido de la rueda y los engranajes de una bicicleta engrasada en movimiento, flores de todos los colores y tamaños; boutiques de lujo. Eurócratas. Etcétera. Un jamaicano de rastas gordas y escamadas como serpientes y abotargado por el exceso de hachís jodiendo por el culo a tres valquirias rubitas y arias entre la cama doble de la habitación y el baño espumoso. Las amigas rubitas de Lucy gimen y chillan y despiertan a todos y cada uno de los vecinos de la manzana donde se halla ese otro hotel de bajo presupuesto. Pero esto Ámsterdam, muchachos. Y aquí todo está permitido.
El Bosco gobierna la ciudad.
Es obvio. He de ahorrarme el comentario de cuando yo, también no hace demasiado tiempo, denostaba de las ETT pero también de los anti-sistema que denostaban de las ETT y recurrían a las ETT para pagarse los viajes a Ámsterdam a fin de fumar yerba de la buena, ¡primo!
C’est la vie!
Una buhardilla me espera.
Y Lucy, relamiéndose el invisible café de los labios:
—Me acuerdo también que soñábamos con enormes manis. Para mí, formar parte del enjambre altermundialista era algo verdaderamente significativo. Algo que no afectaba ya solo a la política, sino también al estilo de vida.
Liarla en las manifestaciones, dice, era una suerte de ocio moral.
Y cita a Michel Chemit:
¿Y bien?
¿Qué es lo que me conmociona de toda esta situación? Sin lugar a dudas se trata de que a pesar del entusiasmo que se desprende del ambiente, no sé por qué, pero sospecho que esta linda gatita que querrá dormir entre mis brazos, no te quepa la menor duda, ha sido rechazada no una ni dos, sino en multitud de ocasiones. ¿Y por qué? No sé… es sólo que… verla ahí, contorsionada en el sillón de esta multinacional, la hace… como decirlo… una presa fácil. ¿Me seguís? Bisbiseos, murmullos. Mírala, La Pija.
¿¡Pero qué pija!?
Un momento, caballeros. Hagamos algo. Propongo un juego. Vamos nada menos que a detener el tiempo. A congelar la imagen. Estúdienla correctamente de arriba abajo. No pierdan detalle. ¿La tienen ya? Díganme, ¿y qué ven? Una post-adolescente —como ustedes, como yo mismo— que sale de compras los sábados por la mañana al Mercado de Fuencarral habiendo engullido de antemano su cruasán con café y zumo de naranja en la cafetería del barrio, que consume con alegría cada nuevo anuncio producido por Delvico y Sra. Rushmore, que procede de una familia bien y que estudia un master y sabe cuatro idiomas, lo cual no es óbice para que en un amago de diversión sueñe con rebelarse ante sus intereses de clase y por ello escuche raggamuffin grabado en los estudios de la nueva comuna de París y, claro, haya soñado durante años con la máxima estudiantil de viajar a Ámsterdam solo por el hecho de que allí, donde es legal fumar cannabis, parece haberse erigido un monumento a caballo entre la utopía heredera del 68 francés y al auténtico progreso.
Sobrecogedor.
Pero… pero… antes de pulsar de nuevo el play, por favor, díganme,
¿¡Qué ven!?
¡EL PUEBLO, JODER, EL PUEBLO!, ¡ES EL PUEBLO LO QUE SIGNIFICA LUCY, POR DIOSSS!
Bastardos...
—Y al final, Lucy, ¿te fuiste de Interrail?
—Claro, y no lo olvidaré jamás. Estuve en la sección de lencería de El Corte Inglés y fui camarera durante veinte fines de semana. Veinte. Ni te imaginas cuanto tiempo perdido. Uff…—Lucy se enjuga un sudor invisible que resbala por sus sientes y vuelve a acomodarse en el sillón— Pero al final mereció la pena. Fue el verano de mi vida. ¿Qué te parece si subimos y vemos las fotos?
Glup.
Aunque me paralice la nostalgia con la que acaba de remitirse a la ciudad holandesa, lo cierto es que me muero de ganas por ver esas jodidas fotos.
Salimos del Starbucks.
Salimos satisfechos del Starbucks.
Salimos contentos puesto que allí dentro reafirmamos satisfactoriamente nuestra estética de estudiantes de postgrado sin complejos a la hora de coquetear con el lujo simulado del café americano.
Afuera, Paco Martínez Soria se canta un rap corrosivo ahí en el edificio de la Telefónica, y la peña va y le echa monedas.
Como lo cuento.
Le rodean breakers vestidos con chándales Adidas de los ochenta, modelo clásico, y azafatas embutidas en monos amarillos como Kill Bill y el pelo recogido en coletas. (Gafas de sol King Size para cada una de ellas.) Electro en un ghettoblaster. Ante la estampa se detienen toda clase de turistas y consumidores repletos de bolsas de papel. Todo se desarrolla conforme a las expectativas, dice un tipo de gafas Armani y gabardina beige en el McDonald’s de la acera de enfrente, en Gran Vía con Montera. Concretamente, las palabras con las que se dirige a su hermano gemelo son las siguientes:
—¿No te parece que hemos llegado demasiado lejos con esta campaña, Morris?
—¿Demasiado lejos? —y Morris mira a Chuck inquisitoriamente— ¿Demasiado lejos?, ¿dices? ¿Es que ya no recuerdas lo que nos ha costado resucitar a Paco Martínez Soria solo para este espot? ¡Vamos a revolucionar el concepto de creatividad!, jovenzuelo. Estamos llevando a cabo uno de esos saltos creativos que no se ven desde hace décadas; el Think Different que cualquier agencia querría adjudicarse en su haber. Aun así, Morris, a pesar de todo ello, ¿todo lo que a ti se te ocurre no son más que arbitrariedades sobre lo justo o no de resucitar a los muertos?, ¿a un jodido actor español de serie B?
Como digo, hay algo de irreal en el hecho de vivir la vida de ese estudiante ideal que todos tenemos en mente y que, con un gesto, una mirada, una palabra silbante, es capaz de convencer a una de sus compañeras de clase de japonés a fin de poder visitar su piso; una buhardilla, según le han comentado, en pleno corazón de Madrid. Una buhardilla con un ventanal por el cual entra tanta luz que incluso te incomoda. Una buhardilla, no nos equivoquemos, de diseño. Auténtica crema fina. Se deshace en las yemas de tus dedos de lo buena que es. Geranios, ficus, láminas de los impresionistas colgadas en las paredes blancas; también de Kokoschka y Klimt; La Bohème. ¡Touché! Y abajo, una angosta tienda con productos que sugieren la España anterior al deceso del dictador —colmenas y miel, garrafas de aceite, quesos y hojaldres—. En la acera de enfrente el Starbucks. Siempre el jodido Starbucks, ¿eh? ¡¡Este es mi siglo 21, muchachos!! Inconfundible estética determinada por la antropología del capitalismo actual más un espolvoreado matiz de la macabra fascinación por la eugenesia que se percibe en los pasillos de nuestra universidad española. Mi receta. Hay días en los que en la cabeza te encajarías una boina con rabillo y te dejarías un fino bigote. Por ti, mademoiselle; es por ti que lo hago, ¿eh, o no? Te recitaría todo Verlaine mientras hiciésemos el amor y luego te propondría una luna de miel allá donde el azar llevase a tu dedo índice sobre una esfera terrestre en rotación. Y eso que yo no soy uno de esos esnobs con los que tú te acuestas tan a menudo.
En fin, que yo tenía novia, ¿saben? Yo tengo novia. Pero una buhardilla en el centro es una buhardilla en el centro. O una italiana que te dice al concluir la clase, y acompañada del ruido de las sillas que se corren, oye, ché, pibe, ¿y de verdad que te gusta la arquitectura oriental como dices en tu redacción? No me lo puedo creer, ¿en serio? Es mi segunda pasión después de los restaurantes japoneses. ¡Sushi!, piensas tú. Es el momento en el que solo ves sushi. Y ella: no sé, he pensado que… ¿podrías venir a mi casa a hacer los deberes primero? así me ayudas un poco, que ya sabes que en las últimas clases estoy pez y tal. Luego podríamos ir a la biblioteca del Reina Sofía. ¿Te va?
Me va, nena. Me va muchísimo. Me fascina el pie del que cojeas.
No sé, ahora pienso que debí haberle dicho que no desde un primer momento. Dejar de pensar con las hormonas; comportarme como un adulto. Pero fueron esos ojos de gatita dolorida diciéndote que necesita un poco de apoyo con la unidad 6 los que te amedrentan, los que sacan toda tu bonhomía a relucir y te dicen: eh, tío, compórtate como un caballero, ¿no?
Una buhardilla. Joder, ya veréis cuando lo cuente a los pibes del bar de Malasaña. Se van a quedar LO-COS.
Entonces, entonces es cuando calentamos motores en el Starbucks de enfrente.
—¿Sabes? Cuando yo llegué a la universidad —le digo a Lucy— detestaba a los alumnos que se pasaban el día hablando del Interrail.
—¿No me digas? ¿No te gusta viajar?
—Sí, sí, claro que me encanta viajar. Era solo que… cómo explicarlo… el hecho de verlos sin… sin… recursos, y viajando desde tan temprana edad, me parecía una incongruencia, ¿sabes? Una disonancia cognoscitiva.
Mi compañera de japonés, Lucy, muerde su muffin.
—Venga, hombre, ¿no serás uno de esos…
Lucy da vueltas alrededor del término rancio, palabra cuya pronunciación hundiría el resto de la tarde; y después deja un silencio. Se encaja en su sillón morado y decide cambiar el rumbo de los acontecimientos. Muerde su pajita y sorbe el frapuccino haciendo tanto ruido como puede, como el fresisui de Bart Simpson.
¿Me quieres seducir?
¿Uno de esos qué?, pregunto.
Deja un largo silencio para meditar su respuesta.
—Pues, ¿sabes qué? Cuando yo empezaba la universidad, recuerdo que venía siempre a un café como este con mis amigos del turno vespertino. Hablábamos de cómo sería Ámsterdam...
Dribbling.
Fija una mirada ensoñadora a través del escaparate; observa rostros que se desdibujan, sombras monstruosas cuya longitud no se corresponde en absoluto con la figura humana que proyectan. La Muerte campa a sus anchas por Madrid con la azada al hombro y silba una canción de moda.
—¿Y cómo era aquella Ámsterdam que imaginabas?
Aunque originariamente a Lucy le da vergüenza recordar cómo pensaba hace no demasiado tiempo, la napolitana habla de graffiti en las paredes de viviendas antiguas, los ojos inyectados en sangre en un coffee shop, fumando yerba de la buena, ¡primo!; una ciudad con multitud de canales y bateaux por doquier, el dulce sonido de la rueda y los engranajes de una bicicleta engrasada en movimiento, flores de todos los colores y tamaños; boutiques de lujo. Eurócratas. Etcétera. Un jamaicano de rastas gordas y escamadas como serpientes y abotargado por el exceso de hachís jodiendo por el culo a tres valquirias rubitas y arias entre la cama doble de la habitación y el baño espumoso. Las amigas rubitas de Lucy gimen y chillan y despiertan a todos y cada uno de los vecinos de la manzana donde se halla ese otro hotel de bajo presupuesto. Pero esto Ámsterdam, muchachos. Y aquí todo está permitido.
El Bosco gobierna la ciudad.
Es obvio. He de ahorrarme el comentario de cuando yo, también no hace demasiado tiempo, denostaba de las ETT pero también de los anti-sistema que denostaban de las ETT y recurrían a las ETT para pagarse los viajes a Ámsterdam a fin de fumar yerba de la buena, ¡primo!
C’est la vie!
Una buhardilla me espera.
Y Lucy, relamiéndose el invisible café de los labios:
—Me acuerdo también que soñábamos con enormes manis. Para mí, formar parte del enjambre altermundialista era algo verdaderamente significativo. Algo que no afectaba ya solo a la política, sino también al estilo de vida.
Liarla en las manifestaciones, dice, era una suerte de ocio moral.
Y cita a Michel Chemit:
Por supuesto, aún puede seducirme arrojar adoquines a la pasma. Es un acto lúdico. Para mí, hay mucha profundidad en ese gesto.Risas, risas a las que inesperadamente sigue el asalto de las descargas neuronales como chispas en la catenaria que sostengo encima los hombros; lo cual se traduce en: No perder el tiempo. Mírala a los ojos.
¿Y bien?
¿Qué es lo que me conmociona de toda esta situación? Sin lugar a dudas se trata de que a pesar del entusiasmo que se desprende del ambiente, no sé por qué, pero sospecho que esta linda gatita que querrá dormir entre mis brazos, no te quepa la menor duda, ha sido rechazada no una ni dos, sino en multitud de ocasiones. ¿Y por qué? No sé… es sólo que… verla ahí, contorsionada en el sillón de esta multinacional, la hace… como decirlo… una presa fácil. ¿Me seguís? Bisbiseos, murmullos. Mírala, La Pija.
¿¡Pero qué pija!?
Un momento, caballeros. Hagamos algo. Propongo un juego. Vamos nada menos que a detener el tiempo. A congelar la imagen. Estúdienla correctamente de arriba abajo. No pierdan detalle. ¿La tienen ya? Díganme, ¿y qué ven? Una post-adolescente —como ustedes, como yo mismo— que sale de compras los sábados por la mañana al Mercado de Fuencarral habiendo engullido de antemano su cruasán con café y zumo de naranja en la cafetería del barrio, que consume con alegría cada nuevo anuncio producido por Delvico y Sra. Rushmore, que procede de una familia bien y que estudia un master y sabe cuatro idiomas, lo cual no es óbice para que en un amago de diversión sueñe con rebelarse ante sus intereses de clase y por ello escuche raggamuffin grabado en los estudios de la nueva comuna de París y, claro, haya soñado durante años con la máxima estudiantil de viajar a Ámsterdam solo por el hecho de que allí, donde es legal fumar cannabis, parece haberse erigido un monumento a caballo entre la utopía heredera del 68 francés y al auténtico progreso.
Sobrecogedor.
Pero… pero… antes de pulsar de nuevo el play, por favor, díganme,
¿¡Qué ven!?
¡EL PUEBLO, JODER, EL PUEBLO!, ¡ES EL PUEBLO LO QUE SIGNIFICA LUCY, POR DIOSSS!
Bastardos...
—Y al final, Lucy, ¿te fuiste de Interrail?
—Claro, y no lo olvidaré jamás. Estuve en la sección de lencería de El Corte Inglés y fui camarera durante veinte fines de semana. Veinte. Ni te imaginas cuanto tiempo perdido. Uff…—Lucy se enjuga un sudor invisible que resbala por sus sientes y vuelve a acomodarse en el sillón— Pero al final mereció la pena. Fue el verano de mi vida. ¿Qué te parece si subimos y vemos las fotos?
Glup.
Aunque me paralice la nostalgia con la que acaba de remitirse a la ciudad holandesa, lo cierto es que me muero de ganas por ver esas jodidas fotos.
Salimos del Starbucks.
Salimos satisfechos del Starbucks.
Salimos contentos puesto que allí dentro reafirmamos satisfactoriamente nuestra estética de estudiantes de postgrado sin complejos a la hora de coquetear con el lujo simulado del café americano.
Afuera, Paco Martínez Soria se canta un rap corrosivo ahí en el edificio de la Telefónica, y la peña va y le echa monedas.
Como lo cuento.
Le rodean breakers vestidos con chándales Adidas de los ochenta, modelo clásico, y azafatas embutidas en monos amarillos como Kill Bill y el pelo recogido en coletas. (Gafas de sol King Size para cada una de ellas.) Electro en un ghettoblaster. Ante la estampa se detienen toda clase de turistas y consumidores repletos de bolsas de papel. Todo se desarrolla conforme a las expectativas, dice un tipo de gafas Armani y gabardina beige en el McDonald’s de la acera de enfrente, en Gran Vía con Montera. Concretamente, las palabras con las que se dirige a su hermano gemelo son las siguientes:
—¿No te parece que hemos llegado demasiado lejos con esta campaña, Morris?
—¿Demasiado lejos? —y Morris mira a Chuck inquisitoriamente— ¿Demasiado lejos?, ¿dices? ¿Es que ya no recuerdas lo que nos ha costado resucitar a Paco Martínez Soria solo para este espot? ¡Vamos a revolucionar el concepto de creatividad!, jovenzuelo. Estamos llevando a cabo uno de esos saltos creativos que no se ven desde hace décadas; el Think Different que cualquier agencia querría adjudicarse en su haber. Aun así, Morris, a pesar de todo ello, ¿todo lo que a ti se te ocurre no son más que arbitrariedades sobre lo justo o no de resucitar a los muertos?, ¿a un jodido actor español de serie B?
5 comentarios:
Por cierto, mira que es malo el café del Starbucks, y caro además.
Pero qué fashion y cómo mola irte allí con tus apuntes y tu mac blanco, hay wi-fi, qué modernos somos, con el i-pod a juego, y el chandal de Armani y el cerebro también, en blanco, of course.
Y yo que prefiero el café del bar de abajo, con su olor a fritanga, y sus parroquianos rumiando el palillo del aperitivo, con sus servilletas y restos de comida por el suelo, y el estruendo de la máquina de café unido al de la tragaperras, y los vasos chocando y las voces de fondo y la tele puesta, sin sonido, y los camareros con camisa blanca, sucia, y pantalón negro, y churros grasientos para merendar, que los he visto pintados en el cristal de fuera, meriendas y desayunos, qué se ha creído usted, oiga, que esto es la calle Atocha.
Aunque el rumor de fondo me sonaba, me ha gustado la reinterpretación de tus propios textos.
bs
ETDN
Lo malo/ bueno de los blogs es que los lectores véis en tiempo en real como van mutando los textos. Aquí no hay intimidad, coño!
Y por cierto, en mi vida he ido a un jodido Starbucks. Me muero de la curiosidad, de veras. No se puede hablar sin conocimiento de causa como yo.
Un saludo, ETDN.
jaja, cierto Ibrahím. Al menos también lo he notado. La intimidad es como más pública.
Pienso que eso hace, si se quiere, ser más consecuente. Del estilo "pues sí, escribí borracho"
No he ido a los Starbucks de aquí. Si el café es igual de caro que un bar. Me da igual.
por cierto, cuesta encontrar bares que sirvan un café sin que te apetezca agua casi al momento. Significa que se puede preparar mejor. No tendría que dar sed.
Saludos
¿Sabes, Wilco? Yo siempre imagino a mis lectores diciendo para sí: "Ay, este pobre muchacho extraviado, díscolo y sin ningún lugar adonde ir..." Quiero decir que esto de los blogs nos hace ver que, en realidad, la comunidad lectora es más indulgente de lo que pensamos. Ellos detectan con maestría cuando escribimos borrachos y cuando no, y aun así lo perdonan; lo comprenden. Te tratan con cariño, incluso. Te miman. Qué buenos son los jodíos lectores. Qué malos, por el contrario, los que escribimos.
Un saludo, tío.
Un abrazo, Ibrahím
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