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1. Si echamos un vistazo al papel que las drogas y su legislación juegan en nuestro tiempo, obtendremos dos noticias para el pensamiento liberal: una buena y una mala. La buena es que no importa cuánta censura quiera imponerse al sujeto: él se ocupará de sortearla en su beneficio; la mala, en cambio, es la negligencia, apatía o ignorancia que ese mismo sujeto demuestra ante la cuota inmoral contenida en sus intercambios económicos. Y eso, naturalmente, cuestiona el derecho a aumentar sus libertades, desembocando así en el arduo interrogante totalitario, «Libertad, ¿para qué?».
2. En nuestro desolador contexto económico, tres son los discursos que se ofrecen para intentar otorgarle sentido y encontrar soluciones. El primero es institucional, y por decirlo de algún modo es el que se ocupa de referir como «línea de crédito» lo que todo aquel con dos dedos de frente entiende como «rescate», cuando no de negar las burbujas y las crisis. El segundo halla su núcleo en las escuelas de pensamiento crítico (extrema izquierda y liberales auténticos), y su procedimiento, en lo que con maledicencia podríamos comprender como un ejercicio oportunista que vela de manera acrítica por los derechos de los menos poderosos, casi siempre es el de disparar contra el primero de los discursos (v.br., «es necesario nacionalizar la banca, dado que no es razonable privatizar el beneficio y socializar las pérdidas», junto con «es necesario dejar desplomarse a la banca, o bien capitalizar su deuda, dado que no es razonable privatizar el beneficio y socializar las pérdidas»). El último, aun sin perder de vista la crítica anterior, no sólo agrede a las políticas institucionales, sino que también busca las causas del problema en las capas sociales más afectadas por el mismo, y eso es lo que Žižek hace cuando opta por afirmar que el 99% de la gente son unos «idiotas aburridos», o lo que en España maliciosamente hacemos al preguntarnos cómo es posible que un rústico inhábil obtuviera una mayoría absoluta con medios democráticos. Con seguridad, la tercera opción es la más apetecible.
3. En La Solución, Araceli Manjón-Cabeza se posiciona en ese segundo nivel de discurso, armado a partir de la crítica a la inutilidad de las prohibiciones para frenar el consumo de drogas, puesto que, al parecer, su consecuencia ha sido absolutamente contraproducente, y además ha significado la cesión de un mercado especialmente lucrativo al crimen organizado. Sí y no. De tal suerte la profesora traza un mapa que atraviesa un vasto historial de acciones preventivas y legislaciones fallidas (siendo la Ley Seca el fracaso ejemplar), y un museo de los horrores derivado de las actividades de los propios gobiernos (léase el epígrafe titulado «El crack, la Contra nicaragüense y la CIA») y de los grupos que extralegalmente manejan en todo el mundo el tráfico de sustancias. Con todo, La Solución omite la responsabilidad que recae sobre el consumidor final, a quien naturalmente no es posible excluir de la cadena de producción y distribución criminal, ni con justicia abunda en las consecuencias reales que significaría una nueva regulación en el marco de las drogas. Veamos.
4. El argumento por el cual lo que importa no es la herramienta, sino el uso que de ella se hace, igual sirve a los partidarios de la legalización de las drogas, que para cachondearse de los comentarios sobre cultura contemporánea que Vargas Llosa vierte, que a la Asociación Nacional del Rifle. Paradojas liberales. Y La solución inicia su itinerario partiendo de un enunciado de Paracelso: «nada es veneno, todo es veneno: la diferencia está en la dosis». Algo que con clarividencia difícilmente podemos aplicar a sustancias que afectan a la tolerancia del organismo y su adicción, e incluso a la percepción que el consumidor hace del autocontrol sobre su cuerpo. No en vano millones de fumadores, bebedores habituales y enfermos de cualquier tipo (del consumidor de antidepresivos y ansiolíticos al diabético), lamentan su sometimiento a las industrias tabacaleras, alimenticias o farmacéuticas, con la diferencia, claro, de que los primeros casos de consumo regular se iniciaron por voluntad propia, y los últimos no. Nadie desea ser un adicto.
5. Aceptar que las drogas legales (tabaco y alcohol) causan más muertes por su consumo que aquellas que se obtienen en el mercado negro, en verdad, parece otra razón para dilatar aún más la prohibición, pues es obvio que el índice de mortalidad más elevado se corresponde aquí a una disponibilidad y tolerancia social mayores. Asimismo, cierto es que si los consumidores habituales de cafeína (industria legal que, por cierto, se enfrenta al problema ético del comercio justo y la desregulación comercial) sustituyésemos cada cafetera o botella de Coca-Cola por líneas de anfetamina del tamaño de un dedo anular, engrosaríamos poderosamente las arcas públicas, aumentando de un modo curioso los presupuestos en sanidad, y al mismo tiempo incrementaríamos nuestro rendimiento laboral. Suena bien. Por si fuera poco, a la vez solucionaríamos el problema de las pensiones: nuestra esperanza de vida se rebajaría de manera escandalosa. ¿Solución optima? No sé yo. No menos cierto, por lo demás, es que la prohibición actual trae consigo la disminución de la tasa de mortalidad en los países consumidores, y su rebaja en los productores. Y tampoco es eso.
6. La solución se muestra a favor de «un sistema de legalización controlada por el Estado», que permitiese castigar usos irresponsables (por ejemplo, la conducción bajo los efectos de la droga). Sin embargo, no parece ésta la propuesta más razonable, en un clima político donde ya se ha ratificado de largo el sometimiento político a los intereses corporativos. ¿Significaría su propuesta —como asegura la autora— el consumo de sustancias de mejor calidad? Sí y no. Es muy probable que vuestro camello os intente estafar más que vuestros gobiernos, pero no menos cierto es que son las legislaciones las que han permitido unasindustrias cárnicas que justifican de largo la opción vegana y vegetariana, el incremento de nicotina en los cigarrillos en favor de las empresas tabacaleras, o los ya mencionados injustos intercambios entre países productores de café y sus consumidores, por no hablar de los desproporcionados márgenes de beneficio en la venta de bienes de consumo producidos en otros países. Habrá que interrogarse, entonces, si la lacra halla su núcleo en la inútil regulación mundial, o en la gestión del deseo de los consumidores, incapaces de acatar decisiones adecuadas ante el infinito abanico de productos que la economía de mercado nos ofrece, y seguirá ofreciéndonos.