A los cuatro años del inicio del terremoto, los efectos de estos convulsos tiempos económicos han acabado por instalarse al fin en nuestro panorama editorial. Aquellos refulgentes agentes culturales que en el año 2009 —cuando todavía no estaban muy claras las consecuencias del crash— todavía protagonizaban sucesivos reportajes de tendencias sobre la savia nueva de la edición independiente, ahora se afanan poderosamente en suministrar a sus catálogos con una literatura que sintonice con la crisis. Lujosas ediciones ilustradas del Manifiesto comunista se revelan como modestos superventas en las ferias. Los ya añejos ensayos sobre cultura popular dan pie a una macedonia de contribuciones para pensar desde la izquierda. Y en el panorama narrativo, aquellos autores que tiempo atrás discutían en exceso sobre la experimentación, la vanguardia y el realismo, ahora convienen en intervenir a favor de una causa común, es decir, las glosas sobre crisis, amenazando con transformar el asunto en un fenómeno de dimensiones parecidas a la narconovela mexicana o a las novelas españolas sobre la Guerra Civil y la transición. Con mayor o menor atino, todo el mundo quiere aportar su granito de arena para explicar lo que está pasando. Si bien no faltará quien piense que «la apropiación oportunista de las señas de identidad del movimiento [15-M] con fines empresariales ha sido una constante desde la aparición de las primeras acampadas a mediados de mayo del año pasado», como se quejaba maliciosamente mi colega Ernesto Castro en el prólogo a El arte de la indignación, un libro del que, por lo demás, bien podría pensarse que incurre en esa mismavoluntad de obtener réditos oportunistas de la crisis desde la izquierda que él mismo denuncia.
A mi juicio, el argumento de Ernesto sobre el oportunismo editorial, aún no siendo del todo desatinado, al menos sí exige precisar algunos cuantos matices, pues a fin de cuentas, ¿no intenta la literatura, desde el principio de los tiempos, arrojar explicaciones sobre las aflicciones del ser humano? Y dado que semejante carácter funcional no puede cuestionarse (como ejercicio comunicativo, la literatura precisa un trasfondo de intereses comunes entre el autor y sus lectores), el problema del aluvión de publicaciones sobre la crisis no se halla en su aspecto cuantitativo, sino cualitativo. Por mi parte, no tengo inconveniente en que todo el mundo quiera decir algo sobre la crisis. Al contrario: no es posible concebir otras tribulaciones de interés general o personal. Con todo, lo verdaderamente importante es que su literatura se extralimite a las competencias de los medios de comunicación, y arroje una luz nueva sobre lo que todo el mundo ya sabe.
Publicada originalmente en 1905, La jungla, de Upton Sinclair, es para mí la mejor novela que hasta el momento se ha escrito sobre nuestra crisis, y lo es porque recoge la práctica totalidad de las inquietudes que sobrevuelan a la sociedad española de 2012: la propaganda liberal y las consecuencias de la libertad en la economía y la sociedad, la inmigración, las relaciones de poder entre las oligarquías y la clase trabajadora, la penosa situación laboral de la clase trabajadora, de las mujeres y de los inmigrantes, y todo lo demás. El problema de La jungla es que la historia ha arrinconado una novela extraordinaria bajo el membrete de «realismo socialista». Es decir, la historia de la literatura ha hecho prevalecer el estilo literario empleado por Sinclair (el absurdamente llamado realismo decimonónico), antes que sus contenidos. Y es en este punto donde aparece el lastre de la historiografía literaria del siglo pasado que se ha resistido a desaparecer hasta nuestros días. Es decir, la confusión de la historia de la literatura con la historia de las formas de contar historias, o con la historia de la narrativa, al que aludí hace un par de años en una conferencia titulada «Yo soy yo y mis influencias».
Exagerando un poco las cosas, esa historiografía es la que ha situado al Ulises de Joyce en uno de los centros del siglo XX, novela que, si me lo permiten, se sigue leyendo por cuestiones formales o conceptuales antes que por el extraordinario interés que pueda despertar el Dublín de la época. Nuevamente, interrogantes narrativos y formales prevalecen sobre los temas. De no ser así, Sinclair habría desbancado a Joyce. O al menos así sería si ambas novelas se leyesen en paralelo a la historia del capitalismo y sus desatinos.
Mismamente, si repasamos rápidamente los acontecimientos históricos de la literatura española en lo que va de siglo XXI, advertimos que el último debate mínimamente atractivo se desencadenó durante varios años con el reconocimiento de lo que Nuria Azancot bautizó y popularizó como Generación Nocilla, que curiosamente se desplegó en todos los periódicos un año antes del pistoletazo de salida oficial del crash. Desde entonces, el debate en nuestro país se anquilosó en una pobrísimo escenario que cruelmente puede llegar a recordar al mismo entorno político ineficiente que nos ha traído hasta aquí. Es decir, un marco bipartidistaentre la presunta vanguardia y los defensores de las viejas formas, que, gracias al cielo, ahora empieza a resquebrajarse de manera consensuada y pacífica. Como así había de ser. Pues la literatura, por mucho que nos esforcemos en adelantarla a su tiempo, siempre irá a rastras de él.
Una prueba de lo anterior es que autores estilísticamente tan dispares comoIsaac Rosa (La mano invisible), Alberto Olmos (Ejército enemigo), Juan Francisco Ferré (Karnaval) y Pablo Gutiérrez (Democracia), e incluso el último Javier Calvo (El jardín colgante), estén merodeando sobre cuestiones muy parecidas. Como es natural, ante tal escenario deja de tener sentido el marco bipartidista de los últimos años, y nuevos modelos de lectura se vuelven necesarios. Muy cejijunto ha de ser el crítico que siga pensando en términos de experimentación y vanguardia ante tales coincidencias. Los contenidos ha vuelto a prevalecer, y la experimentación se halla ahora en los temas, y en las herramientas y disciplinas a partir de las cuales el autor compone sus ficciones. En cuanto a los criterios de evaluación, la habilidad de las novelas para penetrar en el conflicto con mayor hondura que los discursos masivos será decisiva a la hora de obtener el laurel de la gran novela de la crisis. La suerte está echada.
Ahora vayan preparándose para cinco largos años de novelas sobre la crisis. Como poco.