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domingo, 25 de noviembre de 2012

La gran novela de la crisis

A los cuatro años del inicio del terremoto, los efectos de estos convulsos tiempos económicos han acabado por instalarse al fin en nuestro panorama editorial. Aquellos refulgentes agentes culturales que en el año 2009 —cuando todavía no estaban muy claras las consecuencias del crash— todavía protagonizaban sucesivos reportajes de tendencias sobre la savia nueva de la edición independiente, ahora se afanan poderosamente en suministrar a sus catálogos con una literatura que sintonice con la crisis. Lujosas ediciones ilustradas del Manifiesto comunista se revelan como modestos superventas en las ferias. Los ya añejos ensayos sobre cultura popular dan pie a una macedonia de contribuciones para pensar desde la izquierda. Y en el panorama narrativo, aquellos autores que tiempo atrás discutían en exceso sobre la experimentación, la vanguardia y el realismo, ahora convienen en intervenir a favor de una causa común, es decir, las glosas sobre crisis, amenazando con transformar el asunto en un fenómeno de dimensiones parecidas a la narconovela mexicana o a las novelas españolas sobre la Guerra Civil y la transición. Con mayor o menor atino, todo el mundo quiere aportar su granito de arena para explicar lo que está pasando. Si bien no faltará quien piense que «la apropiación oportunista de las señas de identidad del movimiento [15-M] con fines empresariales ha sido una constante desde la aparición de las primeras acampadas a mediados de mayo del año pasado», como se quejaba maliciosamente mi colega Ernesto Castro en el prólogo a El arte de la indignación, un libro del que, por lo demás, bien podría pensarse que incurre en esa mismavoluntad de obtener réditos oportunistas de la crisis desde la izquierda que él mismo denuncia.
A mi juicio, el argumento de Ernesto sobre el oportunismo editorial, aún no siendo del todo desatinado, al menos sí exige precisar algunos cuantos matices, pues a fin de cuentas, ¿no intenta la literatura, desde el principio de los tiempos, arrojar explicaciones sobre las aflicciones del ser humano? Y dado que semejante carácter funcional no puede cuestionarse (como ejercicio comunicativo, la literatura precisa un trasfondo de intereses comunes entre el autor y sus lectores), el problema del aluvión de publicaciones sobre la crisis no se halla en su aspecto cuantitativo, sino cualitativo. Por mi parte, no tengo inconveniente en que todo el mundo quiera decir algo sobre la crisis. Al contrario: no es posible concebir otras tribulaciones de interés general o personal. Con todo, lo verdaderamente importante es que su literatura se extralimite a las competencias de los medios de comunicación, y arroje una luz nueva sobre lo que todo el mundo ya sabe.
Publicada originalmente en 1905, La jungla, de Upton Sinclair, es para mí la mejor novela que hasta el momento se ha escrito sobre nuestra crisisy lo es porque recoge la práctica totalidad de las inquietudes que sobrevuelan a la sociedad española de 2012: la propaganda liberal y las consecuencias de la libertad en la economía y la sociedad, la inmigración, las relaciones de poder entre las oligarquías y la clase trabajadora, la penosa situación laboral de la clase trabajadora, de las mujeres y de los inmigrantes, y todo lo demás. El problema de La jungla es que la historia ha arrinconado una novela extraordinaria bajo el membrete de «realismo socialista». Es decir, la historia de la literatura ha hecho prevalecer el estilo literario empleado por Sinclair (el absurdamente llamado realismo decimonónico), antes que sus contenidos. Y es en este punto donde aparece el lastre de la historiografía literaria del siglo pasado que se ha resistido a desaparecer hasta nuestros días. Es decir, la confusión de la historia de la literatura con la historia de las formas de contar historias, o con la historia de la narrativa, al que aludí hace un par de años en una conferencia titulada «Yo soy yo y mis influencias».
Exagerando un poco las cosas, esa historiografía es la que ha situado al Ulises de Joyce en uno de los centros del siglo XX, novela que, si me lo permiten, se sigue leyendo por cuestiones formales o conceptuales antes que por el extraordinario interés que pueda despertar el Dublín de la época. Nuevamente, interrogantes narrativos y formales prevalecen sobre los temas. De no ser así, Sinclair habría desbancado a Joyce. O al menos así sería si ambas novelas se leyesen en paralelo a la historia del capitalismo y sus desatinos.
Mismamente, si repasamos rápidamente los acontecimientos históricos de la literatura española en lo que va de siglo XXI, advertimos que el último debate mínimamente atractivo se desencadenó durante varios años con el reconocimiento de lo que Nuria Azancot bautizó y popularizó como Generación Nocilla, que curiosamente se desplegó en todos los periódicos un año antes del pistoletazo de salida oficial del crash. Desde entonces, el debate en nuestro país se anquilosó en una pobrísimo escenario que cruelmente puede llegar a recordar al mismo entorno político ineficiente que nos ha traído hasta aquí. Es decir, un marco bipartidistaentre la presunta vanguardia y los defensores de las viejas formas, que, gracias al cielo, ahora empieza a resquebrajarse de manera consensuada y pacífica. Como así había de ser. Pues la literatura, por mucho que nos esforcemos en adelantarla a su tiempo, siempre irá a rastras de él.
Una prueba de lo anterior es que autores estilísticamente tan dispares comoIsaac Rosa (La mano invisible)Alberto Olmos (Ejército enemigo), Juan Francisco Ferré (Karnaval) y Pablo Gutiérrez (Democracia), e incluso el último Javier Calvo (El jardín colgante), estén merodeando sobre cuestiones muy parecidas. Como es natural, ante tal escenario deja de tener sentido el marco bipartidista de los últimos años, y nuevos modelos de lectura se vuelven necesarios. Muy cejijunto ha de ser el crítico que siga pensando en términos de experimentación y vanguardia ante tales coincidencias. Los contenidos ha vuelto a prevalecer, y la experimentación se halla ahora en los temas, y en las herramientas y disciplinas a partir de las cuales el autor compone sus ficciones. En cuanto a los criterios de evaluación, la habilidad de las novelas para penetrar en el conflicto con mayor hondura que los discursos masivos será decisiva a la hora de obtener el laurel de la gran novela de la crisis. La suerte está echada.
Ahora vayan preparándose para cinco largos años de novelas sobre la crisis. Como poco.

martes, 20 de noviembre de 2012

El eslabón perdido de la crítica

Nada nos humaniza tanto como la aporía, ese estado de intensa perplejidad en el que nos encontramos cuando nuestras certezas se hacen añicos; cuando, de repente, quedamos atrapados en un punto muerto, sin poder explicar lo que ven nuestros ojos, lo que tocan nuestros dedos, lo que oyen nuestros oídos. En esos raros momentos, mientras nuestra razón se esfuerza con valentía para comprender lo que registran nuestros sentidos, nuestra aporía nos humilla y prepara a la mente bien dispuesta para verdades antes insoportables. Y cuando la aporía despliega su red para prender a toda la humanidad, sabemos que estamos en un momento muy especial de la historia. Septiembre de 2008 fue uno de esos momentos.
Yannis Varoufakis, El minotauro global
2008 no sólo fue un año de aporía económica, sino también intelectual. En adelante, las hasta entonces frecuentes discusiones de la crítica cultural entre los herederos de la posmodernidad —con su armadura de conocimientos derivados de la teoría literaria, del postfeminismo, de la semiótica, de los progresos tecnológicos, de los estudios culturales…— y la vieja guardia elitista quedaron niveladas, incapaces de explicar lo que estaba sucediendo, de tal suerte que un intercambio entre críticos tan dispares como pueden ser Gilles Lipovetsky y Mario Vargas Llosa empezó a parecerse a una siniestra carrera de dinosaurios por la supervivencia, en donde cualquier espectador avezado comprendía que ninguno de los dos iba a pasar a la siguiente etapa. Y si como bien dijoJonathan Swift, «es la sabia elección del tema lo único que distingue al escritor», entonces no pocos críticos se encontraron desarmados, sin las adecuadas herramientas para la crítica con que comprender lo que siguió a esa aporía de 2008. Curiosamente, los dos últimos libros de Eloy Fernández Porta,€®0$ y Emociónese así, se despliegan como una digna correa de transmisión entre el abismo conceptual de esos dos mundos. O por decirlo de otro modo, el hecho de que su punto de partida se encuentre en la economía de las relaciones humanas y el análisis del discurso publicitario le sitúa en una privilegiada atalaya, desde la cual divisar las aflicciones anteriores y posteriores a la aporía, desde la liquidez afectiva a la ausencia de liquidez global.
Actualmente podemos afirmar que la responsabilidad de ese colapso se repartió entre una irresponsable oligarquía política y económica de puertas giratorias, y una masa obtusa que de buena gana se prestó a participar en aquel endemoniado proceso de financiaración. Ahora bien, ¿era realmente tan obtusa esa masa? Lo cierto es que no; lo cierto es que detrás de aquella yuxtaposición de mitos consumistas y de clase había un poderoso ejército de avispados publicitarios y propagandistas, ocupados en el servicio de mensajería entre los gestores de las burbujas y las cancerosas esperanzas de prosperidad ilimitada de sus ciudadanos. Y es precisamente ese complejo publicitario la materia que ordena el último libro de EFP. Mas aún, si con anterioridad aprobábamos el análisis de Owen Jones alrededor del discurso de clase política que llevó a la ruina al mundo occidental, EFP hace lo suyo con los mensajes corporativos, partiendo de una base inexcusable.
Que es que el publicitario es mucho más astuto de lo que tú te piensas.
«El spot contiene un elogio velado de un tipo de consumidor muy impopular: el parvenu desclasado que, con tal de presumir de buga, es capaz de vaciar la cuenta para la universidad de su hija. ¡Ah, los ascetas! ¡Siempre incomprendidos por la plebe!» (Emociónese así)
«Yo no soy tonto. Pero.»
No es improbable que la mayoría de publicitarios no demuestren un gran interés personal en aquello que intentan calzarnos. Entonces, ¿significa esto que los publicitarios, como diría un Beigbeder, son un gremio de inescrupulosos cínicos? Nada más lejos de la realidad. El cometido de la publicidad es ayudar al ciudadano a saber lo que desea. Pero es que además el consumidor es muy consciente de que la marca que lo apela persigue su dinero, y por eso es por lo quela única manera de obtener una publicidad efectiva se produce recurriendo a argumentos ante los cuales es imposible oponer resistencia. Y eso exige una elocuente pericia.
En esa exposición de lógica implacable podemos encontrar ejemplos como aquél que EFP refiere como «el nivel 0 del elogio (“yo no soy tonto”)», ese otro de Audi con el tema de Nina Simone Ain’t Got No como banda sonora («El estilo sublime del anuncio suscita una lectura perversa: para pagar un Audi es preciso renunciar a todo lo demás; incluso a lo más necesario»), pasando por una valla de moteles (cuyo subtexto sería: «Déjate de hipotecas y vente al motel a pasar un Buen Rato®»), y George Clooney siendo rechazado y reducido a camarero ante el consumidor (con subtexto: «¡Mozo, más café!»), hasta la propuesta de complejos productos financieros expuestos con el lema «hasta un niño podría hacerlo»; un mensaje que de un lado —asegura el autor— es comparable al jugador de baloncesto que, «encaramado a una escalera y con la altura de la cabeza, levanta el brazo y ejecuta un mate banal», y que por otro evoca «el mito del hombre de acción que añora la vida retirada en su hogar». Apenas ninguno de estos casos permiten al usuario la posibilidad de negarse a la oferta. La retórica empleada es del todo contundente. 
Cierto es que aquellos lectores que ya conozcan €®0$ se encontrarán familiarizados con numerosos pasajes del libro (las apostillas a la sensología de Mario Perniola o a la literatura de Eva Illouz, las críticas a Zygmunt Bauman y su percepción de la vida líquida, la sempiterna disyuntiva alrededor de quiénes tienen más relaciones afectivas, si los solteros o los casados; la discusión sobre la economía de las relaciones entre Becker y Bourdieu…), y que las disertaciones acerca de la construcción mediática de los sentimientos estaban ya resueltas en su anterior ensayo. Con todo, el análisis del discurso de EFP en este libro es del todo necesario para comprender cómo hemos llegado hasta aquí. Y parte de la respuesta se encuentra en esas medias verdades de la publicidad.
Así es.
Tú no eres tonto. Pero el capitalismo es mucho más listo que tú. 

domingo, 11 de noviembre de 2012

Chavs: la globalización de lo “choni” visto por la socialdemocracia, o de cómo el liberalismo pasó a ser el culto de de los… ¡pobres!

Hace unas semanas, Victor Lenore malhumoró a ciertos consumidores culturales con unas declaraciones incendiarias, en una entrevista concedida a propósito de su contribución al libro CT o la Cultura de la Transición. “Hay una tribu, la de los gafapastas, que impone los criterios culturales”, era el lapidario titular de aquel artículo, en donde Lenore hilaba una fina teoría sobre la antropología de la prensa de tendencias, para así aniquilar el elitismo de sus hacedores. Naturalmente, que su canon de la música popular española viniese encabezado por Camela lo entregaba a una ejecución inminente. Aun así, lo más llamativo de todo es que sus planteamientos engranan estupendamente con los textos del gran cool-hunter de nuestra crítica cultural y teórico del afterpop, Eloy Fernández Porta:
Lo que yo creo es que las jerarquías siguen existiendo, que cada cual tiene que elaborar sus propios valores con toda su responsabilidad, a favor o en contra de estas diferencias jerárquicas, y que resolver el problema no está en simular que no existe algo que sí existe. No hay más que ver cuáles son las referencias culturales que uno utiliza cuando está ligando, cuando estás con una tía que te gusta. ¿Cómo haces tu autorretrato? Como consumidor de música, de arte, de literatura… ahí se comprueba si han desaparecido las jerarquías culturales, porque el autorretrato que uno se hace es una explicación pública que confirma su existencia.”
(EFP, en “La cultura de masas en el S. XXI: Manual de instrucciones. José Luis Pardo y Eloy Fernández Porta en conversación.”, por Roberto Valencia, Quimera, julio de 2010)
Ok. La cultura de masas sigue siendo tan elitista como en los tiempos de la Escuela de Frankfurt, y las jerarquías nunca llegaron a desaparecer. Sin embargo, la denuncia por la cual los —digámoslo así— “medios oficiales” escamotean a su audiencia aquellos productos culturales verdaderamente populares lleva en sus adentros un marchamo de clasismo igualmente incorregible. Pues a fin de cuentas,¿quieren de verdad los oyentes de Camela verse reflejados en la escaleta de Radio 3? ¿Y no será posible que la falta de entendimiento entre el asistente al Sónar, y el entregado oyente en ferias de verano de Kiko Rivera DJ, sea bidireccional? ¿Le importan acaso al segundo las (a su juicio) veleidades que puedan enunciar Mondo Sonoro o Jenesaispop? Es más, ¿y si más allá de las menesterosas disquisiciones culturales, todo fuese un plan astutamente elaborado por el virus de la socialdemocracia, del nuevo laborismo británico y de la revolución conservadora, y que en verdad tales malentendidos viniesen gestándose desde hace más de medio siglo? Probablemente eso mismo es lo que defendería el flamante ensayista Owen Jones (Reino Unido, 1984) en su ensayo ChavsLa demonización de la clase obrera, que a finales de mes verá la luz en España de la mano de Capitán Swing.
Kiko Rivera DJ, La demonización de la clase obrera #chavpride
 II.
“Toda persona de clase media tiene un prejuicio 
de clase latente que se despierta con cualquier cosa… La idea de que la clase trabajadora ha sido absurdamente mimada y completamente desmoralizada por subsidios, pensiones, educación gratuita, etc. [...] aún goza de gran predicamento; únicamente se 
ha visto algo sacudida, tal vez, por el reciente reconocimiento de que el desempleo existe.”
George Orwell, El camino a Wigan Pier, citado por Owen Jones en Chavs
III.
Chavs se despliega como un extraordinario análisis del discurso en donde Jones explica la cronología de la demonización de la clase obrera, hasta desembocar en la comprensión del ‘Chav’ —lo que en España viene siendo un “choni”, un “pokero”, o un “kani”, según coordenadas— como el monstruo de cuya acera hay que cambiarse, y lo hace consciente de que:
“Todos somos prisioneros de nuestra clase, pero eso no significa que tengamos que ser prisioneros de nuestros prejuicios de clase. Asimismo, [Chavs] no trata de idolatrar o glorificar a la clase trabajadora. Lo que propone es mostrar algunas realidades de la mayoría de la clase trabajadora que se han ocultado en favor de la caricatura chav.”
La sordidez de los ejemplos expuestos por Jones para demostrar esa demonización llega a ser inverosímil. Por citar quizá el más asombroso, la cadena de gimnasios GymBox llegó a anunciar una nueva modalidad de sus programas de entrenamiento: la lucha Chav. «No des a los gruñones y malhumorados chavs una ASBO [orden de arresto por comportamiento antisocial]; dales una patada», era su eslogan.
Jones acusa hábilmente al gobierno de Tony Blair como continuador fatal de las políticas thatcheristas, en su voluntad por desmantelar y desprestigiar a la clase trabajadora, escorándose en lemas del tipo “todos somos clase media”, y defendiendo la meritocracia como aquel sistema de los justos que, al fin, se había impuesto sobre Gran Bretaña. Todo falso, claro.
Robert H. Frank, profesor de economía, publicaba el pasado mes de agosto en las páginas del NYT un artículo cuyo elocuente titular era: “Suerte vs. destrezas: en búsqueda del secreto del éxito”. Precisamente, su objetivo no era otro que desmantelar las falacias de la meritocracia:
“Siempre supimos que era bueno ser astutos y trabajar duro, y que si nacías o crecías con aquellas destrezas, serías increíblemente afortunado, e igual daba que nacieras en Estados Unidos o Somalia. Pero las investigaciones de los sociólogos nos ayudan a comprender por qué mucha gente diestra nunca encuentra su éxito en el mercado. Los elementos azarosos en los flujos de información que promueven el éxito a veces son los factores más relevantes”.
Es por eso por lo que tal vez el pasaje más revelador del libro de Jones venga con el retrato familiar de Margaret Thatcher, y el mito de sus orígenes humildes: “su padre le había inculcado un profundo compromiso hacia lo que podría llamarse valores de la pequeña clase mediaenriquecimiento e iniciativa personales, y una instintiva hostilidad ante la acción colectiva.”
¿Hemos leído bien? ¿Acaba de decir que los valores de las pequeñas clases medias son los que asociamos a las oligarquías falsamente liberales? ¿Y cómo hemos llegado hasta ahí?
Ahí reside el dato más escalofriante de Chavs. Cuando el ensayista habla de clases trabajadoras, no asocia a éstas con una cultura de clase obrera, sino que la categoría viene dada por sus niveles de renta y condiciones laborales.También es cierto que Jones es consciente de que el malentendido entre las presuntas clases medias y las clases trabajadoras es bidireccional, y que seguramente el chav se muestra orgulloso de su amenaza. Y ello a pesar de que no hay ninguna conciencia de clase en el chav, y quizá mejor sería referirse a él como lumpen, pues a lo que aspira no es a combatir a la patronal, no es a una política más justa; el chav aspira a rematar su cráneo con una gorra Burberry, y quizá incluso a reproducir la fantasía del estilo de vida consumista y ocioso. Por tanto, si la pequeñaclase media cree en los valores liberales (mientras los auténticos barones saben que mejor partido sacarán en un sistema de puertas giratorias entre la empresa ¿libre? y el estado), y las clases bajas han perdido su conciencia de clase, la pregunta es rotunda. ¿Cómo y por qué se jodió la clase obrera?
IV.
“El gran catalizador para las modificaciones de Thatcher en la legislación laboral fue el paro», dice el exlíder laborista Neil Kinnock. «Algunos estúpidos burgueses, como los que escriben en los periódicos, dicen que cuatro millones de parados suponen una mano de obra enérgica y enfadada. No es cierto. Suponen al menos otros cuatro millones de personas muy asustadas. Y la gente amenazada con el paro no compromete su empleo emprendiendo diversas acciones de militancia sindical, simplemente no lo hace.”
Owen Jones, Chavs,
V.
Uno de los grandes interrogantes políticos de nuestro tiempo tiene que ver con las últimas elecciones generales en España. ¿Cómo es posible que casi once millones de personas regalasen su voto al equipo de Rajoy? Además del evidente voto de castigo, la campaña del PP y la de sus cabeceras democristianas venía espoleada por el mismo elogio a la meritocracia que denuncia Jones. Apoyo a emprendedores, heroísmo del pequeño empresario, facilidades al empleado por cuenta propia, reducción de impuestos… Todas esas promesas que el ensayista británico asociaba con los valores de las pequeñas clases medias, y que luego desaparecieron en una bomba de humo, con la excusa de siempre: ¡Ah, Europa! ¡Se siente!
No cabe duda de que en todo el mundo, el infausto retrato de Owen Jones es una realidad. Walmart llama a sus precarios trabajadores… ¡asociados! (Yanis Varoufakis, El minotauro global). Las empresas se libran de las cargas vinculadas al mantenimiento de sus plantillas, y ante sus nuevos empleados se hacen pasar bajo el membrete de… clientes. E incluso en 2012, la prensa de tendencias sigue bailándole el agua a Richard Florida, y acuña el ridículo concepto de… ¡yukkies!(Young Urban Kreative International). Nadie habla ya de clase trabajadora. La propaganda se ha ocupado de enterrar a la clase obrera en la caja fuerte de la historia. 
Por supuesto, el origen de la fantasía de que “todos somos clase media” hallaría su núcleo verdadero en el “estímulo de la demanda agregada sin el aumento de los salarios reales” mediante el crédito fácil, “lo que destruyó así las tasas de afiliación sindical y la conciencia de clase” (Antoni Domènech). Con la burbuja del crédito, la clase obrera creyó ser cosa del pasado. Y no. 
Por tanto, ahora que podemos aceptar sin reproches aquello que Tony Blair y sus herederos quisieron omitirnos, esto es que todos somos clase trabajadora, y que nunca dejamos de serlo, tal vez sea hora de volver a los orígenes. Con música choni o gafapasta en nuestros iPods; para el caso, tanto da.