Como muchos otros lectores, la manera en la que yo comprendo la literatura tiene que ver con una conversación con el texto; un diálogo que de algún modo persigue retroalimentar mis cogniciones. Es decir, que si la perspectiva de mi entorno es gris y dramática me negaré rotundamente a la lectura de Whitman. Al igual que si la realidad me decepciona por su intranscendencia, con poca duda recurriré a la evasión que me ofrecen las tragedias de Shakespeare. En cualquier caso, mi propuesta siempre es la de una lectura pragmática. Eficiente. La lectura de un profesional. Una lectura efectuada tras la conclusión del canon personal. A este respecto, pienso en la confesión de Steiner en una entrevista en la que admitió que no pasaba una semana sin releer a Dante, Proust o Hölderlin. Dicho comportamiento es típico de quien no espera ya encontrar grandes sorpresas en cuanto a la expansión de su conocimiento se refiere; típico de alguien intelectualmente concluso, porque es evidente que el conocimiento se anquilosa y queda atrapado en los límites de la vanguardia cuando es incapaz de superar un enigma o proponer nuevas problemáticas. Así pues, si la madurez del lector acaba desembocando en la literatura fragmentaria, ¿para qué leer la integridad de una novela de 1.500 páginas si lo que le satisface al lector es un único párrafo de la misma en la que texto e individuo convergen en una misma idea?, ¿para qué crear novelas?, ¿por qué no desarrollar directamente fragmentos que se identifiquen con arquetipos de lectores; con distintos estadios emocionales e intelectuales?
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