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miércoles, 30 de junio de 2010

Ponga un €®O$ en su vida: por «un mundo más cálido y tien-no»

Evitemos rodeos innecesarios: Eloy Fernández Porta es el pensador más influyente de su generación. Detrás de su producción, esa escritura pasada por el humor característico de Miguel Brieva, descansa el hecho de que los lectores nacidos con posterioridad al autor hayamos encontrado en el ensayo una cuota de originalidad que puede superar con creces la literatura de ficción. Nada que ver con las convenciones del género. A ello cabe añadir, ya en la dimensión paratextual del autor, la comprensión por parte de Fernández Porta del aspecto performativo en el escritor contemporáneo. Quienes asistimos a su puesta en escena sabemos de sus aptitudes para el espectáculo, y eso es algo que no está reñido con un conocimiento masivo pero real: Fernández Porta, como dijo una vez su editor, es un excelente cruce entre Benjamin y un quinqui de barrio, lo cual nos complace. Por supuesto, podemos pensar que hacer una afirmación tan optimista sobre un escritor vivo —y además cercano— contiene algo de ruborizante; cierto tipo de ruptura en el contrato crítico-autor, en beneficio del discurso fan. Su obra, nuevamente legitimada con la publicación de €®O$, lo permite sin ningún problema. O lo que es igual: si como suele afirmarse, el problema de las generaciones literarias es la tabula rasa que crea en torno a una serie de escritores cuya calidad de trabajo difiere (mejora la recepción de los prescindibles y rebaja la atención que los mejores merecerían, se dice con frecuencia del 27), en el futuro, Fernández Porta deberá ser leído como un pionero en su disciplina.

Evidentemente, el presente texto cuenta con un buen número de antecedentes que han comentando las relaciones entre capitalismo y afectos. Ya hemos hablado en este blog las obras de Illouz, Fromm, Houellebecq, Becker, Freud, Bourdieu, Barthes, o Marcuse, entre otros. Más allá, antes de la crítica cultural marxista, que erróneamente ha derivado el debate hacia una innecesaria relación infraestructura-superestructura, menoscabando el hecho de que toda la cultura occidental desde Grecia se ha inclinado del lado de la diferenciación, semejante analogía se ha desarrollado ampliamente a lo largo de muchos siglos, y ahí están, por ejemplo, Mateo Alemán («[el amor] es más perfecto, cuanto lo es el objeto; y el verdadero, el divino», Guzmán de Alfarache), Hobbes y los orígenes del conflicto entre los individuos, los análisis de Elías sobre la sociedad cortesana («Todos debían buscar alianzas con otros hombres que gozaran de la más alta estimación posible», etc), Proust ([…] la idea, un tanto india, que los burgueses de entonces se formaban de la sociedad, considerándola como constituida por castas cerradas, en donde cada cual, desde el instante de su nacimiento, encontrábase colocado en el mismo rango que ocupaban sus padres, de donde nada, como no fuera el azar de una carrera excepcional o de un matrimonio inesperado, podría sacarle a uno para introducirle en una casta superior»), la asunción de las relaciones amorosas como herramienta del parvenu y el amor cortés como ejemplo de la dominación masculina en el binomio Sancho-Quijote, Cicerón («¿Por qué no amamos ni a un joven feo, ni a un guapo anciano?»), Iscómaco en El Banquete («¿Por qué te esposé y por qué tus padres te entregaron a mí? Porque hemos reflexionado [...] acerca del mejor compañero con el que podríamos asociarnos para nuestra casa y nuestros hijos») o, simple y llanamente, la etimología, según la cual existe una raíz común entre el concepto de Codicia y Cupido. Sea como fuere, Fernández Porta, como ya hiciera con anterioridad en otros debates estéticos, es quizá el único autor de su tiempo que ha traído este objeto de discusión al interior de nuestras fronteras.

Sostenido en infinidad de ejemplos que tienen su origen en la publicidad, la música, el cine, la televisión o la literatura, transcurre por las páginas de €®O$ un certero análisis sobre las ansiedades emocionales de nuestro tiempo. Piénsese en el síndrome de Peter Pan y el horror hacia la pérdida de la inocencia y el matrimonio inmaculado (esa idea de la institución como proceso de degeneración irreversible, que sugería Houellebecq, y en la que el envilecimiento nunca es posible de corregir), en oposición a la idea generalizada de las relaciones líquidas y la liberación sexual, o el elogio del individuo monógamo en el presunto desorden que nos gobierna, a través de la lectura de Ashley Madison, empresa dedicada a «aquellas personas casadas que quieran cometer una infidelidad de manera discreta, segura y asesorada». Por supuesto, de Ovidio a Benjamin Constant, Kierkegaard o incluso Galdós (pienso en aquel Delfín adúltero de Fortunata, para quien «en épocas periódicas y casi fijas se hastiaba de sus correrías, y entonces su mujer, tan mona y cariñosa, le ilusionaba como si fuera la mujer de otro. Así lo muy antiguo y conocido se convierte en nuevo»), no es ninguna ansiedad, digamos, típicamente posmoderna, propia de un apocalipsis emocional, la que este psicoanálisis diagnostica. Lo positivo, o peculiar de nuestra época, es que ni Ovidio, ni Constant, ni Galdós contaban con Ashley Madison, y ahí, en una dimensión optimista que echa abajo toda la crítica contra el hedonismo hipertrófico (el último Daniel Bell, por ejemplo) es donde juega un papel esencial nuestro libro.

«lo que de veras vende Ashley Madison es el orgullo de los casados contra la fatuidad de los solteros: Nosotros follamos más (porque tenemos pareja estable) y nos organizamos mejor (porque tenemos medios eficientes como Ashley Madison, y no esa birria de Meetic donde se os pasan las horas sin conseguir una cita) y somos gente seria (en estos tiempos revueltos y contradictorios) y, si de ligar se trata, también somos mejores que vosotros (porque una vida de madrugones y sacrificios nos ha enseñado a ser prácticos, a programar una infidelidad sin consecuencias entre la comida de trabajo y el Festival de Fin de Curso, y a perdernos de vista. Sin dar portazos).

Más allá, resultan especialmente brillantes la serie de ensayos apócrifos —que, a la manera de Gopegui en Un pistoletazo en medio de un concierto, permiten al autor cierta ficcionalización y exageración de las ideas— sobre las modas emocionales y los clichés instalados en el discurso colectivo. Tomemos el siguiente extracto:

«Esta cualidad las hacía [a las obesas] más atractivas desde el punto de vista sentimental y sensual, lo que explica que les costara mucho menos entablar relaciones con hombres que a las delgadas, porque los hombres percibían su condición física como un índice de Valores que les atraía como la miel a las moscas—de ahí la expresión «las gordas son más fáciles porque van muy desesperadas», que indica que, por poseer Valores, incluida la capacidad para «desesperarse», que denota profundidad psicológica y capacidad para el autoexamen, estaban mucho más cualificadas para entablar un «trato humano interpersonal», que era la cualidad más apreciada en el marco de esta subcultura [los Person Man]»

Afortunadamente, Fernández Porta ha sabido detectar cierta falsedad entre los críticos del espectáculo: si, por ejemplo, para algunas secciones ortodoxas del feminismo, la publicidad ha traído consigo un proceso de cosificación de la mujer, es inevitable que la profundidad intelectual como foco de resistencia al mercado traiga consigo otra forma de tiranía o discriminación, en este caso por quienes detentan el capital cultural. Son sonados, en este sentido, los análisis de Bourdieu sobre el maridaje en el ámbito universitario (Homo Academicus).

Como suele ser habitual, reseñar los libros de Fernández Porta es una tarea perdida de antemano. Cada veinte páginas acontece un nuevo clímax seguido del derrame cerebral, y eso también nos complace. Es por ello por lo que me limitaré a comentar el capítulo que más interrogantes me suscita: Queen Lear, un beligerante episodio que, entre otras muchas inquietudes, comparte con secciones como Heidegger Tv (“El imperio mediación afectiva”) la reivindicación de materiales de estudio alternativo; cuestión que desde Afterpop ha sido nuevamente objeto de seguimiento entre los contemporáneos del autor. Piénsese en esta afirmación: «la apropiación de Shakespeare realizada en Paris Hilton’s BBF se me antoja más efectiva, intensa y, en algún sentido, actual, que la mayor parte de los montajes “actualizadores” de El Rey Lear que proponen “acercar a nuestros tiempos el tema shakespeareano” vistiendo a los actores de militares o de mods.» A mi juicio, el problema que encierra esta afirmación remite al clásico político de fundamentar un planteamiento en un tipo de relación entre dos polos, por lo que en un sistema complejo, con más de dos elementos, el método deja de funcionar. En otras palabras, para que el texto pueda validar el contenido del programa de Paris, Fernández Porta tiene que acusar de economicista el tipo de relaciones entabladas en las instituciones culturales, que como sabemos, es moneda común entre los críticos con el funcionamiento del sistema literario:

«En cuanto a la relevancia civil y el interés psicológico del tema, quien crea que la escena con la que hemos empezado este capítulo es trivial porque sus protagonistas deben ser iletrados, será que nunca ha escuchado el ruido de sables que se oye por ser el alumno predilecto de un catedrático, o el valido de un comisario de arte, o el discípulo de un pensador, o el delfín de un vate ilustre, o el subdirector de una revista de pensamiento. Decir que en esos casos sucede “un proceso de reconocimiento intelectual” es una hipocresía de marca mayor; lo que ocurre ahí es un uso estratégico de lo personal organizado de manera protocolaria para consolidar el ascenso y pintarlo con tintes humanos.»

Es obvio que desde aquí no nos negaremos a abundar en materias de estudio que escapen de los cánones académicos. Sin embargo, anunciar la equivalencia entre la adaptación de Shakespeare y el show de Paris implica, por un lado, conocer con anterioridad la obra del dramaturgo inglés (y no solo eso, sino también la bibliografía secundaria que ha generado, por lo que, inevitablemente, seguimos teniendo el canon, la Academia y la llamada alta cultura como centro del sistema, pues uno está tentado a pensar que de nada nos sirve estudiar las significaciones del show de Paris sin conocer las fuentes), y por otro, la negación del análisis de la recepción. O, en términos prácticos, cabría preguntarse cuántos de los seguidores de los reality shows leen estos programas, así como los universales antropológicos que contienen y las referencias a la crítica de Shakespeare, con la misma sagacidad que el ensayista. El corolario sería sencillo: hay quien se conforma con leer el Shakespeare original, quien prefiere na versión —actualizada armada a partir de militares y mods, y una última vuelta de tuerca consistente en ver en la descendiente del imperio hotelero (o en cualquier otra emisión de masas: el abanico es amplio) un último giro, aunque, al final, siempre acabemos por regresar al canon. Ello nos llevaría también a preguntarnos por la delgadísima línea que distinguiría lo high de lo low, pero sobre todo lo masivo y de lo independiente (el público de The Wire es masivo; no así el de los lectores de una colección de ensayos basado en la serie, lo que nos devuelve a la idea de la multiplicidad de lecturas, laxas o sofisticadas, sobre fenómenos de largo alcance), y los procesos de agenda setting en la literatura.


miércoles, 9 de junio de 2010

Soy leyenda (publicado en Quimera 316, marzo de 2010)

Mutatis mutandis

Javier García Rodríguez. Eclipsados. Zaragoza, 2009.

Hipótesis: si Pierre Bourdieu hubiera llevado a cabo su investigación sobre el Homo Academicus en la universidad española habría obtenido un resultado similar al que Javier García Rodríguez ofrece en su misceláneo Mutatis Mutandis. En un espacio brevísimo, el autor desarrolla un libro con un público, a priori, notablemente reducido, acaso consciente de una época narcisista, especular y solipsista que, como diría Montaigne, cuenta entre sus vicios con la limitación de «tener puesta la mirada en el ámbito en que han nacido»; una percepción no solo encomiable y arriesgada por parte del autor sino también de Editorial Eclipsados. Así, siguiendo terminología del sociólogo francés, diremos que Mutatis mutandis habla en primera instancia de las «parejas epistemológicas» que rigen el panorama de estudio de la literatura: ese eterno conflicto entre la metodología histórico-filológica enfrentada a la teoría.

El protagonista de este libro fallece el 12 de septiembre de 2008 —coincidiendo con el suicidio de Foster Wallace—, lo que conduce a su esposa a enviar al responsable de «Ediciones Silenses» un conjunto de fragmentos que aglutinan su peculiar teoría conspirativa en torno a la literatura mutante, así como extractos de una posible novela de rotunda inspiración biográfica. A partir de ahí, y armado con una concatenación de chistes con que aliviar la crítica voraz (ej: «digo [...] que la hermenéutica contemporánea no es más que un depósito de gadámeres»), el autor fulmina uno de los arquetipos más desagradables dentro del panorama universitario, a saber, el profesor de provincias pendiente de la foto de su esposa con la mujer del concejal de cultura, no demasiado genial intelectualmente, antiguo aspirante a escritor en su etapa de estudiante —etapa, cómo no, determinada por la carestía, alguna que otra «correría nocturna en bares de mala nota» y los esfuerzos stajanovistas—: la clase de persona, en definitiva, que prescinde radicalmente de Internet como fuente de información y busca cualquier tipo de distracción para su hijo de cinco años a fin de poder continuar sus lecturas en privado. Aquella perversión óptica del intelectual que Jorge Riechmann, en Bailar sobre una baldosa, refería como la identificación de «su pequeño, enrarecido y casposo departamento universitario con el mundo».

Entendemos entonces que nuestro personaje se sabe a sí mismo como resistente a una época culturalmente postapocalíptica —como en la célebre novela de Richard Matheson, también él es leyenda—, en donde el asedio de los bárbaros lo lleva a cabo la nueva sensibilidad afterpop, ante la cual su curiosidad no puede dejar de pronunciarse. Es por esto por lo que atiende los movimientos de ciertos autores contemporáneos como ante una colonia de hormigas: da vueltas en torno a las declaraciones de Agustín Fernández Mallo en prensa, expone su visión respecto a esta misma revista («al dedicarse a la literatura actual, ahora es vade retro para mí»), desarticula a Vicente Luis Mora en su poesía, encarga a sus alumnos el trabajo sucio de leer los libros de Gutiérrez Solís, o repite las críticas de James Wood con respecto a la literatura anglosajona actual, al advertir que «se inventan nombres de personajes como Owen Desaints, Justin Case, Lenny Tivo», juegos de palabras que él no deja de practicar.

Siguiente nivel de lectura. Con su polisémico título —tan significativo—, Mutatis mutandis es el homenaje a más de tres años de revuelo mediático e intensas escaramuzas entre circuitos literarios; una obra que corona el cuerpo mutante gestado en sus orígenes con la antología de Berenice llevada a cabo por Juan Francisco Ferré y Julio Ortega. No es casual, pues, la broma de García Rodríguez en la que declara, esquemático, el «nuevo estado» que supone Candaya y su evolución a Alfaguara; lo mismo de Berenice a Anagrama, y de «Metamorfosis (Kafka)» a «Metamorfosis® (Ferré).» Hora de preguntarse: Y ahora, ¿qué?

martes, 1 de junio de 2010

Recetas para la histeria realista (publicado en Quimera 315, febrero de 2010)

Los monstruos

Dave Eggers

Mondadori. Barcelona, 2009. 222 págs.

Si hay un rasgo que pueda definir la novela norteamericana contemporánea, ése es sin duda su autoconsciencia del medio cultural en que habita: de Wallace a Lopate, Fox, Coupland, Franzen, Ellis, DeLillo y otros tantos, a los autores del otro lado del Atlántico los define la disolución del ejercicio de la narrativa pura en otras disciplinas como puedan ser la sociología, el psicoanálisis o la semiología. En su última novela, Dave Eggers no solo se aproxima a nuevos registros al recuperar el cuento de Maurice Sendak Donde viven los monstruos, paralelamente adaptado a la gran pantalla junto a Spike Jonze. Mucho más allá, Eggers presenta el que podría ser un interesante proyecto de salida o reacción al ya normalizado realismo sociológico —que con él vimos en Qué es el qué y Ahora sabréis lo que es correr—, pues si durante el primer tercio de Los Monstruos el relato se dedica a radiografiar el funcionamiento de una familia desestructurada, lo que sigue cae del lado del género fantástico: nada que pueda semejarse directamente a la realidad cultural del siglo xxi sino de un modo más o menos simbólico o alegórico.

Max, protagonista de Los monstruos, inicia su andadura con una concatenación de sucesos que acentuan su extrañamiento infantil en un escenario esquizofrénico. Encontramos así a la señora Mahoney, que reprende al protagonista por «pedalear por ahí solo» en diciembre y sin casco: he aquí, pues, una materialización del sobreproteccionismo y miedo al otro —característica que se repite con la aparición del señor Neimenov—. A Gary como el nuevo de novio de la madre de Max, alguien que intenta contemporizar con él sin resultados. A Claire como la hermana mayor aislada del seno familiar en su grupo de amigos «fumetas», quienes responden a una venganza de Max sepultándolo en una guerra de bolas de nieve que atilda su incomprensión. Al señor Perry como responsable del centro pomposamente llamado «Una Cucharadita de Deliciosas Actividades Extraescolares». Y finalmente, al señor Beckmann como el anciano que sabe leer la rabia de Max, pues él también pertenece a esa debilidad típica de la periferia demográfica.

Larry McCaffery advertía en 1982 que la literatura de la posmodernidad acostumbra a presentar «un personaje central solitario, alienado, desafectado, escéptico [...] víctima de un represivo y gélido orden social». De este modo, Eggers —como ya hiciera Barth en ese texto capital de nuestro tiempo que es Lost in the funhouse— proyecta en un menor de edad el conflicto por el hallazgo del lugar simbólico más favorable para uno mismo. Una búsqueda que lo lleva a llamar la atención de los suyos de forma cada vez más patética, hasta llegar a la culminación de la mutación kafkiana de Max en monstruo que altera el orden familiar, en su caso mediante el disfraz de lobo. Y luego: la huida del hogar hasta llegar a una bahía en la que encuentra un barco para fletar él solo, en dirección a la isla de Los monstruos. Es decir, si elegimos esta novela como infantil, lo que Eggers hará será trabajar con los mecanismos elementales del género, desviando la hipertrofia del storytelling y el maximalismo hacia algo tan aparentemente vulgar como es realizar las fantasías improbables de un menor.

Menoscabado por todos en su lugar de origen, gracias a una mentira Max consigue transformarse en rey de los monstruos: «está claro que eres el gobernante supremo y puedes hacer lo que quieras con las cosas. Y si alguien te dice lo contrario o intenta comérsete la cara o alguna extremidad, vienes y me lo dices, que ya lo aplastaré yo con rocas o algo», dice Carol, consumando así la ansiedad de reconocimiento y protección que el menor precisa. Pero aun con las virtudes que su nuevo medio le ofrece, incluido un submundo en donde «solo ocurran las cosas que quieras que pasen» (p. 121), el protagonista debe lastrar con problemas tales como la responsabilidad de dirigir a sus nuevos súbditos, pero también con inquietudes más telúricas como el hambre y la nostalgia de la misma cocina que fue génesis de su exilio. Empiezan las dudas.