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domingo, 27 de noviembre de 2011

Esto es una cuña publicitaria


Pasé mi segundo año de carrera leyendo compulsivamente libros sobre historia de la publicidad, y 'La conquista de lo cool' es un brillantísimo resumen de toda aquella bibliografía. Por supuesto, resulta espantosamente inmoral que aparezca en la misma editorial que acaba de sacar 'Contra la posmodernidad': cada vez que parpadeo en su lectura veo a mogollón de creativos rebozándose en $$$, y hasta puede llegar a resultar agradable. Comprad todos este horripilante placer culpable. Que es lo más parecido a pecar en una sociedad como la nuestra. O quemad en una pira medieval a sus editores, jóvenes sin futuro. Yo ya estoy en el lado del mal.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

¿A favor del urbanismo 2.0.?



1.

Hostilidad es la primera reacción que me causa Contra el rebaño digital, de Jaron Lanier, a raíz de un artículo publicado la semana pasada por Daniel Arjona bajo el título Banalización y totalitarismo en los tiempos de Twitter. Pero la experiencia llama a la prudencia, y la posición de Lanier me recuerda a los vestigios del pensamiento crítico marxista de raíz europea que, antes de 2008, se esforzaba en liquidar la filantropía liberalista, la socialdemocracia de Giddens, y en definitiva cualquier tentativa de globalización bien gestionada anclada en los fundamentos del capitalismo; entonces, aquellos que giraban la tradición del pensamiento crítico para admitir que el capitalismo podía llegar a molar parecían los llamados a traer el nuevo aliento a la sociología. Y fracasaron. Lanier, por más que se esfuerce en negarse como un ludita aludiendo a sus investigaciones como informático, no puede dejar de ser visto a menudo como un reaccionario. Pero no es cierto. En su diana se encuentran aquellos que él refiere como totalitaristas cibernéticos. Que son quienes no comprenden que «el valor de una herramienta radica en su utilidad para desempeñar una tarea. El objetivo nunca debería ser la glorificación de la herramienta». Por eso será de gran interés seguir de cerca cómo este libro muta sus lecturas en los próximos años, y por eso Contra el rebaño digital es una lectura obligada por las preguntas que plantea y la pasión con que interpela a sus oyentes, antes que por la excelencia del conjunto de sus opiniones. Contra el rebaño digital habla de tecnología, sociología, derecho y economía. Responder a todas las inquietudes de Lanier exigiría mucho algo más que este artículo, y por eso, lo admitiré, la presente respuesta a Contra el rebaño digital ofrece una perspectiva sesgada, cuando no directamente tendenciosa.

2.

Lanier, cuyo libro se publicó originalmente antes de los movimientos sociales que en todo el mundo protagonizaron este 2011, se queja de que los usuarios jóvenes de Facebook «son los que crean ficciones online satisfactorias sobre sí mismos con gran éxito. Cuidan sus dobles meticulosamente. […] Se premia la insinceridad, mientras que la sinceridad deja una mancha que dura toda la vida. Sin duda alguna, antes de la aparición de la red ya existía una versión de este principio en las vidas de los adolescentes, pero no con una precisión tan inflexible y clínica.» Pese a la honestidad de esta última aclaración, Lanier carece de perspectiva histórica, pues, tan preocupado como se muestra él por preservar la «personalidad» en la época de la web 2.0., apenas le bastaría con acudir a autores como Freud o Norbert Elías para admitir que, justamente, aquello que distingue a la persona es su capacidad de contención y su habilidad de construcción simbólica. Lanier también protesta porque las redes sociales, en cierta forma como el MIDI alteró la música, liman los matices de la interacción hasta reducirlos a un sistema informático binario —¿soltero o comprometido?, pregunta Facebook a sus usuarios—, acaban con la espiritualidad y deterioran la calidad de la amistad. Y aunque hábilmente se niega a proponer una definición sobre lo que ser persona significa («Si supiera la respuesta, podría programa una persona artificial en un ordenador», se excusa), el ensayista se pregunta: «Si bloggeo, twitteo y wikeo todo el tiempo, ¿cómo afecta a eso que soy?» Podemos inferir entonces que la alienación derivada de las redes sociales no es la del hombre en la multitud; la de la masa. Al contrario, su interacción es tal que ha rebasado la categoría de consumidor compulsivo de contenidos para erigirse como mero canal o herramienta. Así se altera el esquema comunicacional, de manera que ahora asistiríamos, por primera vez, a un circuito abierto. «Lo más importante de la tecnología es cómo afecta a las personas», dice Lanier.

3.

Acerca de las protestas más o menos recientes contra la deshumanización tecnológica, Lanier me hace recordar la voluntad de Jane Jacobs cuando hace medio siglo publicó Muerte y vida de las grandes ciudades; en aquel libro buscaba reivindicar espacios seguros e íntimos, un modelo de seguridad basado en la confianza en el vecindario, en el conocimiento mutuo. Frente a la ciudad donde impera la «anomia social, donde se prima el individualismo y es la “autoridad” la encargada de “mantener el orden”», caracterizada por la falta de espacios públicos para socializar y el miedo a lo desconocido; Jacobs valoraba una ciudad donde la cuestión clave fuese la relación de las personas con el espacio público (Zaida Muxí y Blanca Gutiérrez). Pregunta: si la mayor parte de nuestro tiempo la pasamos en el espacio digital, ¿no podría ser la red 2.0. una actualización del urbanismo armonizador de Jacobs, donde uno goza de buena libertad para elegir a sus vecinos? Lanier respondería tajantemente un no, preocupado como está por el creciente odio en la red y la popularización del troll, el cual, naturalmente, actualiza al ratero, al vándalo, al insurgente, al pandillero y al vecino chungo que siembra el pánico en Sin City.

jueves, 3 de noviembre de 2011

David Foster Wallace, el hombre que reventó la economía mundial



(Y un día nos hizo despertar transformados en insectos)

El gobierno no es la solución a nuestros problemas. El gobierno es el problema.
Ronald Reagan, 1981


1.

—Aquí en Estados Unidos esperamos que el gobierno y la ley sean nuestra conciencia. Nuestro superego, podríamos decir. Tiene algo que ver con el individualismo liberal, y con el capitalismo… No pensamos en nosotros mismos como ciudadanos, parte de algo más grande para con lo que tenemos fuertes responsabilidades. Pensamos en nosotros mismos como ciudadanos cuando se trata de nuestros derechos y privilegios, pero no de nuestras responsabilidades… Es una paradoja… Los ciudadanos tenemos poder constitucional para elegir no hacer nada y dejar las decisiones a corporaciones y a un gobierno que suponemos que las controla. Las corporaciones están mejorando a la hora de seducirnos para que pensemos como ellas, beneficios y telos y responsabilidad como algo que consagrar simbólicamente y evitar en la realidad.  La inteligencia a diferencia de la sabiduría… No podemos detenerlo. Sospecho que lo que pasará es algún tipo de desastre —depresión, hiperinflación— y entonces comenzará la hora de la verdad: o despertamos y retomamos nuestra libertad o fracasamos por completo… Imagina que estás en una balsa salvavidas con más gente y hay mucha comida y la tienes que compartir… Como es lógico deseas toda la comida, te mueres de hambre. Pero así están todos. Si te comes toda la comida no podrás vivir con ello. Los otros te matarán… Creo que en los ochenta los americanos están locos. Se han vuelto locos… Puede sonar reaccionario, lo sé… No pensamos en nosotros mismos como en el pasado, como pequeñas partes de algo más grande e infinitamente más importante hacia lo cual tenemos serias responsabilidades… Pensamos en nosotros mismos como los que se comen la tarta en lugar de los que hacen la tarta. ¿Y quién hace la tarta?... No preguntes a tu país lo que puede hacer por ti…

Al habla un personaje de The Pale King.
No recuerdo si fue su hermana o su mujer quien dijo que podía imaginarse los momentos previos a su suicidio, besando a sus dos enormes perros y despidiéndose tiernamente de ellos. El caso es que ese viernes 12 de septiembre de 2008, cuando DFW preparaba las cuerdas en su residencia de Claremont, al otro lado del país, en la Costa Este, unos tipos que bien podrían pasar por personajes suyos intentaban salvar del desastre a la banca mundial. En efecto, el lunes 15 Lehman Brothers declaraba su quiebra y ocurrió eso que Raj Patel describió como una grosera versión mundial de la peripecia de Gregor Samsa: «Es como si un día nos despertáramos y nos encontráramos transformados en cucarachas […] Su reacción es sencilla, y exclama: “¡Pobre de mí! ¿Cómo voy a poder conservar mi trabajo?» Pues eso. La crisis se extiende, revientan algunas cuantas economías y todo lo que ya sabemos. Con todo, conociendo la trayectoria de DFW, el dato es aterrador e increíble.
Hacia 1987, al término de la revolución conservadora de Reagan y Thatcher, principales enterradores de Keynes y promotores del neoliberalismo más chungo, DFW empezó a publicar. Y es probable que su ficción sea el máximo reflejo de ese interludio en la Historia Universal que media entre la caída del muro —el fin del siglo XX, como proclamó Eric Hobsbawm— y el 11-S. O entre la caída del muro y la crisis de Lehman. Hasta que empezaron a intentar convencernos de que Hungtinton era el pensador que declaraba el que sería el conflicto más importante de nuestro siglo —el así llamado choque de civilizaciones—, Fukuyama fue el pensador clave en esa época de transición. La historia se ha acabado y el capitalismo es lo mejor que nos ha pasado. Y DFW habló todo el rato de eso.
Mismamente, «La niño del pelo raro», el texto que da título a su primer libro de cuentos (probablemente su mejor libro), trata sobre un excéntrico yuppie republicano forrado de pasta y caracterizado por extrañas parafilias sexuales, agresivo un poco a la manera de Pat Bateman. Hacia el final del cuento, cuando alguien le pregunta cómo hace para ser feliz, obligándole por tanto a practicar un ejercicio del solipsismo, el protagonista se viene abajo y desvela una serie de traumas infantiles vinculados a los comportamientos de su padre, un republicano que ha interiorizado esa idea de la familia protectora de la que Lakoff hablaría más tarde en No pienses en un elefante, y que tan bien le fue, durante algún tiempo, al partido de Reagan y la saga Bush. Como digo, ese viernes negro, DFW se suicida sin haber concluido su novela sobre un tema que no tendría por qué interesar a ningún escritor hasta entonces.
Y el tema no es otra cosa que los impuestos en Estados Unidos, a partir de la peripecia de los empleados del IRS, el Departamento de Tesorería de Estados Unidos,en Peoria, Illinois, entre los que se encuentran dos personajes llamados David Wallace (la puesta en abismo, por lo demás, ya es un clásico en el catálogo de técnicas compositivas del autor). De hecho, uno de los vínculos más fuertes entre The Pale King y su último libro, Oblivion, es la fascinación hacia el personaje colectivo, corporativo. Si en Extinción, teníamos el grupo de discusión encargado de diseñar la publicidad del chocolate ¡Delitos!® («Señor Blandito»), el aula infantil del narrador traumatizado en «El alma no es una forja», la aldea tercermundista en «Otro pionero» y la redacción de la revista Style en «El canal del sufrimiento», The Pale King pretende abrazar el grupo que compone estas oficinas del IRS. El capítulo 25 es el mejor ejemplo de lo expuesto. Allí leemos cosas como: «Matt Redgate vuelve una página. “Groovy” Bruce Channing adjunta un impreso a un archivo. Anad Singh vuelve dos páginas de golpe por error y devuelve una hacia atrás provocando un sonido ligeramente distinto.» Y así durante cuatro páginas en las que se capta un único instante de burocracia.
Pero admitamos que muchos críticos no estarán de acuerdo con el tema que sirve como eje a de The Pale King. Mientras leía  las primeras opiniones aparecidas en medios anglosajones, advertí varias reseñas que comprendían enunciados del tipo: «apelar a The Pale King como un libro sobre impuestos es como decir que Infinite Jest es un libro sobre cintas de video» (si bien es cierto que tampoco leí ningún artículo que se centrase en el componenete financiero de la novela). A eso hay que añadir que si La broma infinita tomaba como pretexto las cintas extremadamente divertidas del cineasta suicida James Incandenza, tenía bastante lógica que el siguiente paso fuese una ficción sobre el aburrimiento. John Barron, para el Chicago Sun Times, comenzaba su artículo aclarando que: «Uno de los temas de esta novela es el aburrimiento, el aburrimiento demoledor vinculado a ciertos trabajos». Partiendo de una actitud de sospecha, no tardaríamos en convenir que mucho más sencillo para un crítico es liquidar el tema apelando a una abstracción moldeable como el «aburrimiento», en lugar de intentar penetrar en los aspectos más especializados de la narración. No olvidemos, a fin de cuentas, que la primera noticia que tenemos de The Pale King se remonta a mayo de 1998, en un encuentro que se organizó entre Gus Van Sant y DFW. Allí el cineasta le pregunta por sus clases, y DFW responde:
—Este año estoy de sabático. Asisto como oyente pero no imparto clases. La clase a la que asisto es un auténtico coñazo.
—¿De qué va esa clase? —pregunta Van Sant.
—Va sobre, ehm… contabilidad de impuestos avanzada. Es una larga historia y probablemente no quieras saberla.
Nuestro autor estaba poniendo en práctica la acertadísima frase de los Wu Ming: «Haría falta centrarse más en la economía, porque ésa es la verdad de esta sociedad. Haría falta leer un poco más las secciones de economía de los periódicos y un poco menos las gilipolleces que ocupan las quince primeras páginas para entender mejor cuáles son las verdaderas tendencias.» Durante muchos años leímos a DFW, como dijo de él Eduardo Lago, como el mejor cronista del malestar de EE UU. Pero mientras todos nosotros nos empeñábamos en ver su literatura en una clave cultural o psicoanalítica, él, con The Pale King, ya iba, como siempre, cien millas por delante de nosotros y se había decidido a entrar en un farragoso mundo de finanzas e impuestos, en un momento en que a muy pocos autores tendría por qué interesarnos.  


2.

Un par de tipos permanece media hora en silencio, hasta que a uno se le ocurre preguntar: «¿y tú en qué piensas cuando te masturbas?» Tratando de zafarse de la incómoda situación, responde algo así como «tetas»; su colega contraataca: «¿Sólo tetas? ¿Sin nadie? ¿Sólo tetas, en abstracto?» Y el interlocutor se enfada. En un artículo del Peoria Journal Star se da la noticia de un trabajador del IRS que ha sido hallado muerto, «tratan de encontrar una explicación a por qué nadie advirtió que uno de sus empleados llevaba sin vida en su escritorio durante cuatro días […] nadie se dio cuenta hasta que el sábado por la noche alguien del servicio de limpieza preguntó cómo podía estar trabajando en el despacho con todas las luces apagadas». Otro tipo desprende un aura de timidez y amabilidad, «una persona triste que vivía en un cubo de miedo». Alguien recuerda: «Digamos que la actitud general de mi familia solía ser: “¿Qué has hecho tú por mí últimamente?”; o mejor: “¿Qué has conseguido/ganado/logrado últimamente, que pueda de algún modo (imaginario o no) reflejarnos de forma correcta, y permita regodearnos en algún tipo de habilidad reflejada (auténtica o no)?» Otro recuerda su juventud a mediados de los setenta, cuando era capaz de entablar relaciones con chicas partiendo de la base de que se había dejado una patilla afeitada y la otra no; él mismo recuerda que en una época en la que la cocaína era lo más divertido, su tolerancia hacia la sustancia era en verdad desagradable, hasta el punto de que se ve a sí mismo en una fiesta, hablando con gente que habla muy rápido porque va colocada de cocaína, y él intenta zafarse de la conversación y da un sutil paso atrás, pero ellos caminan hacia él, hasta que en un punto determinado se encuentra atrapado contra la pared ante un montón de gente que no puede parar de hablar.
¿A qué les suena? He aquí la clase de gags que durante mucho tiempo hicieron que DFW no defraudase. Cualquiera que haya leído un par de libros suyos ha desarrollado una intuición casi infalible a la hora de asociar semejantes situaciones absurdas a su autor.
DFW tenía madera de icono. No sólo fue, considero, uno de los puntales más estimulantes a la hora de pincelar la imagen de marca de su editorial española, sino que en el debate literario entre 2000 y 2008, cuando mucha gente parecía enfermizamente pendiente de relevos generacionales por llegar, fue sinónimo fuerte de progreso. En ese periodo hubo bastantes y muy divertidos artículos, casi siempre pobres y poco fértiles, a favor y en contra de su figura. Recuerdo a Robert Saladrigas quejándose de que no tenía nada que hacer ante la alargada sombra de Pynchon, como si ambos autores no fuesen los suficientemente complejos e independientes para precisar análisis distintos, o a De Prada protestando sobre la aliterariedad de sus digresiones:
—Muy bien, Juan Manual, ¿pero qué carajo, perdón, perdón, entiendes tú por literariedad? —me preguntaba todo el tiempo.
Ciertamente, la existencia de sus críticos menos imaginativos justificaban a los defensores de hipotéticos nuevos paradigmas narrativos, pues en la otra parte del campo de juego, su literatura fue utilizada para comentar atávicos problemas que siguen circulando en seminarios de literatura: lenguaje, narración, artificio, experimentalismo, absorción de la cultura pop de su época y todo lo demás. Fue así como se gestó el primer modelo de fanático de DFW. La clase de lector, académico o escritor comprometido con la herencia del modernismo, que además conectaba con el reconocible imaginario generacional del autor (Jeopardy!, sitcoms, deportes, lad culture al estilo americano, drogas, yuppies, fanatismo por la teoría literaria, erudición descontrolada…). Pero a su muerte todo eso cambiaría. La prensa cultural dio carpetazo a su trayectoria celebrando sus éxitos, alimentando el mito, silenciando las críticas y situándolo en una posición francamente favorable, aunque, con el tiempo, con el lento aunque visible cambio de intereses en el marco de la crítica, no se tardase en demostrar que todo aquel final pirotécnico no era más que una victoria pírrica. Si ya no había lugar para opiniones enfrentadas, ¿qué podía ofrecernos entonces? Y si me preguntáis qué queda de todo eso, mi opinión es que nada o realmente poco. Excluyendo la parafernalia relativa a su suicidio, DFW, de cara a la falange compuesta por sus más fieles lectores, fanáticos que en secreto se sienten orgullosos de su rollito grunge y la bandana motera, debería haber trascendido a producto cultural merecedor de homilías negras, todo lo contrario a la racionalidad lectora que se espera del entorno académico, aunque también, todo aquello que tradicionalmente y muy a nuestro pesar seguimos exigiendo a la lectura: explosivas cajas de pandora que esconden subjetividades de lo más siniestras.
Brandon Scott Gorrell, joven escritor norteamericano de la pandilla de Tao Lin, publicaba en junio de 2011 un artículo que llevaba por título «Lo que vuestro escritor favorito dice de vosotros» (thoughtcatalog.com). Entre los cinco analizados estaban Hemingway, Easton Ellis, Bukowski, Tao Lin y Foster Wallace; allí leíamos: «Si tu autor favorito es DFW, entonces eres reflexivo, te identificas con una autoestima baja, albergas una ansiedad insistente por cómo mostrarte de la manera más auténtica en situaciones sociales […] Tienes la habilidad de comprender digresiones autoconscientes, a distintos niveles, narcisistas, gratuitas, circulares, psicológicas […] Francamente deseas conectar con el autor (no con el personaje) […] Si tu autor favorito es DFW, sospecho que piensas de ti mismo casi en términos de Escritor». En resumen, los fans de DFW esperábamos The Pale King como el lector de terror que acampa en Barnes & Noble antes del lanzamiento de la última novela de Stephen King. Lo cual hacía, hasta cierto punto, justicia.


3.

Sobre las paredes de tablones, retratos de filósofos como Ortega o Zambrano, y muebles acristalados que protegen libros de referencia que amarillean y han sido varias veces encuadernados. Enmarcados en los ventanales de la biblioteca, bosques y zonas verdes bajo la campana de humo de Madrid. Tiempo agradable en el campus de Moncloa. Apilados en mi mesa de trabajo tras el muestrario de revistas especializadas y novedades bibliográficas, ejemplares de Wittgenstein y Gustav Jung, un diccionario de psicoanálisis, manuales de literatura norteamericana, clásicos de la crítica literaria española y un archivo de prensa monográfico sobre nuestro hombre, entre otros volúmenes. Tal escenario ocupó buena parte de mi primavera en el año 2011. Toda mi vida he sido un fraude, no estoy exagerando, en referencia al enunciado que abre el escalofriante relato «Good Old Neon», es el título de un ensayo que a mí me resultaba extremadamente libre y anárquico y que propuse como proyecto final en un posgrado de estudios literarios.
Exceptuando a unos muy escasos lectores agudos, el primer objetivo de mi libro era superar el grueso de las lecturas que nuestro periodismo cultural había hecho sobre DFW, casi siempre centradas en el carácter «innovador» y «experimental» de su narrativa, repitiendo los mismos tópicos una y otra vez. Vulgaridades, por lo demás, que a los periodistas culturales nos apasionan y sabemos vender muy bien a nuestros jefes de sección y siguen funcionando como titulares atractivos. El segundo objetivo era reunir los motivos temáticos que se repetían sin cesar en sus ficciones breves y abordar parte del olvidado componente filosófico que envuelve su obra, así como ciertos conceptos fuertemente ligados a él: solipsismo, superyó, toda clase de traumas catalogados en diccionarios de psicoanálisis, etcétera, etcétera. En esa agradable primavera apareció el póstumo e inacabado Pale King, y como buen fan corrí a hacerme con la horrorosa y asequible edición británica de Hamish Hamilton. Tal vez fue ese mismo día cuando llegué a casa y escribí al director de esta misma revista un correo que en mi imaginación suena parecido a esto:
—Jaime. Estoy escribiendo el que tal vez sea ensayo el más largo que se ha hecho en español sobre DFW. Llevo cinco años leyéndolo todos los meses. ¿Sabes lo que eso significa? Tengo los putos ojos inyectados en sangre de leer a Foster Wallace, joder. Me he hecho dos tatuajes con motivos suyos y quiero hacer un artículo sobre el Rey Pálido. ¿Puedo? ¿Verdad que puedo, no? ¿A que sí?
Confirmada mi desesperada petición, aparqué el ejemplar recién adquirido y me dediqué a terminar el ensayo sobre sus libros de relatos. Treinta y cinco mil palabras después, y con la sensación de haber liquidado todas las lecturas posibles, lo último que me apetecía era tener que volver a escribir sobre DFW. Diez días antes de mi deadline, el 10 de julio, aún no había abierto el libro más que de manera pasajera. Pero aquí estamos. Infatigables.

4.

A un guionista de sitcoms le preocupa mantener la tensión del relato y acertar con los gags que infaliblemente causan la risa del espectador; al Escritor Serio parece preocuparle el difuso concepto de lo novedoso. A DFW le preocupaban muchísimo los intereses del Escritor Serio y los del guionista del comedias. Hablemos entonces de las particularidades narrativas de DFW. Si decimos que sus posibles éxitos formales son secundarios es porque, como él mismo dijo alguna vez, todos los escritores del siglo XX que merece la pena leer desde Joyce han puesto en marcha una política de acoso y derribo a la epistemología decimonónica; en otras palabras, no es que el realismo merezca ser puesto en cuestión, es que ése es el primer paso para que un escritor pueda tener entretenido a sus críticos. Veamos un ejemplo.
En España, Rodrigo Fresán y Javier Aparicio Maydeu dijeron acertadamente que en su uso obsesivo de la digresión era deudor de Sterne. Aunque en verdad, en su frecuente tentativa de asfixiar los nervios de sus lectores puede vislumbrase a un escritor que, muy serio, se está burlando todo el rato de los experimentalismos posmodernos de los años sesenta y setenta, amparados por la propuesta de que el relato tenga que comprenderse a sí mismo como artefacto. La explicación está en Wittgenstein, y su idea según la cual «el ojo no se ve a sí mismo». Que el solipsismo no puede decirse DFW lo demuestra con sus digresiones inacabables. Eso en el plano filosófico. En el plano psicológico, cada vez que un personaje se pregunta por sí mismo, ese personaje acaba arruinado. Aunque en el caso de El Rey Pálido, una hipótesis se sostiene sobre lo que sigue: «Aunque en ciertas situaciones me gustaba la yerba, el problema era más concreto: fumar yerba me hacía autoconsciente, a veces tanto que se hacía difícil estar rodeado de personas». También justifica esta idea el componente superheroico de algún personaje del IRS capaz de soportar el aburrimiento más agudo y la burocracia. Jornadas en las que no sucede nada, y que apoyan el caos de esta novela inacabada.
Aparte. «Mundo Adulto (II)», tal vez el único relato de DFW cuyo final es feliz —aunque solo de manera parcial, pues trae consigo una traición simbólica— ni siquiera es un relato, sino el guión para un relato. Es imposible no leer ese texto sin pensar que no hay narrador, que lo que uno lee son las notas de DFW para un cuento, las notas del autor. El Rey Pálido, en su inconclusión y falta de coherencia, recuerda por momentos a esa ficción recogida en Entrevistas breves. Y en el capítulo nueve, DFW se propone enterrar la máxima barthesiana del autor extinguido: «Aquí el autor. El autor real, la persona viva que sostiene el lápiz, no algúun abstracto personaje narrativo.»
Fresán publicaba este año en Página 12 un artículo donde comentaba que en un encuentro con DFW, éste se despidió confesando que transpiraba mucho. Esta idea ya aparece en uno de sus ensayos, memorando su época como tenista adolescente. Y en El Rey Pálido, uno de los personajes sufre por sus problemas de sudoración. Toda su ficción, de hecho, aparece plagada de guiños autobiografistas. De modo que cuando Scott Gorrel habla de identificación con el autor, lo que en verdad sucede es que sus seguidores no pueden dejar de leerlo con sospechas muy elevadas sobre el carácter confesional de sus escritos. En otra conversación de su novela póstuma, alguien dice «es como un accidente de tráfico, no puedes dejar de mirarlo». Y en uno de sus cuentos en Entrevistas Breves, el narrador cuenta el día en que, mientras miraba la televisión, su padre se plantó delante de él, se bajó los pantalones y empezó a masturbarse en su cara. El personaje serpentea su cuello, tratando de evitar la imagen. Aunque era inevitable no verlo. Básicamente, eso es lo que sucede con DFW. No puedes dejar de escucharlo decir: aquí el autor.


5.

Hace algunos meses, cuando leí los primeros avances de The Pale King, mi principal inquietud fue que esta novela pudiese no ser más que una repetición de los éxitos de su autor, y ante este panorama empecé a pensar cada vez más que yo era la persona menos adecuada para revisar este libro, pues a fin de cuentas, la mayoría de la gente no se ha pasado cinco años leyendo de manera continuada a DFW —lo cual puede parecer, y de hecho es, un entretenimiento indeseable, impudoroso e inconfesable—, por extensión no tendría por qué reconocer esos hipotéticos estilemas que sus lectores habituales han interiorizado para dejar de leer sus libros como piezas independientes, y en cualquier caso, un crítico no debería alejarse demasiado de la perspectiva general de los lectores. Con todo, conforme avanzaba The Pale King advertí cómo el libro se desplegaban en dos volúmenes. Y cómo más allá de esos motivos del autor, las historias del IRS y de una América que poco a poco se va hundiendo resultaban escalofriantes. Era la economía, estúpidos, dijo el autor. Y en verdad ahí era donde debíamos mirar.

(Publicado en Quimera 334, septiembre de 2011)