Patricio Pron, por Luna Miguel ©
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Ya pueden leer mi entrevista a Patricio Pron sobre El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan aquí.
Patricio Pron, por Luna Miguel ©
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Ya pueden leer mi entrevista a Patricio Pron sobre El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan aquí.
1. Noun. A person of intellectual or erudite tastes
2. Adjetive. Highly cultured or educated; “highbrow events such as the ballet or opera”; “a highbrowed literary critic”
Nerd
1. Noun. insignificant student who is ridiculed as being affected or studying excessively
Wordreference.com
En mi reseña para Quimera de Mutatis mutandis, advertí a propósito del texto de García Rodríguez su carácter de tour de force sobre lo que Montaigne denominó el vicio de «tener puesta la mirada en el ámbito en que uno ha nacido». Un clímax de la literatura no ya para escritores sino para hermeneutas. Siguiendo con esta idea comprobamos cómo la consciencia sobre el gusto del receptor modelo y el patente proceso de tribalización en los lectores han determinado la transformación del Campus Universitario y la consecuente investigación de su semiosfera en uno de los temas frecuentes en la literatura contemporánea. Algunos ejemplos de estas ficciones podemos encontrarlas en las obras de David Lodge, Foster Wallace (“Hacia el oeste...”), los cuentos de juventud de Pynchon, Juan Francisco Ferré (Providence), Bolaño (Amuleto, La parte de los críticos), El comienzo de la primavera de Pron, Alberto Olmos y su A bordo del naufragio, el personaje de David Kepesch de Philip Roth o David Lurie y Elizabeth Costello en Coetzee, Mutatis Mutandis... o ya en la gran pantalla, en cintas como París (Klapisch), Lugares comunes (Aristarain) o Los crímenes de Oxford (Álex de la Iglesia). Inscrita en esta misma fórmula garante de éxito entre la tribu de lectores compulsivos, Las teorías salvajes es un relato desacomplejada-deliberadamente highbrow, nerdy. En palabras del narrador: «Glosar la forma secreta del mundo requería una parafernalia muy especial y, en el caso de Augustus, de argumentaciones intrincadas, de hordas de subordinadas encolumnadas detrás de un Sujeto iluminado, cuya complejidad bordeaba, por momentos, la confusión. (¡Mi reino por una nota al pie sosteniendo —organizando— esos cristales!). Pero como quien aplaca a un brioso corcel.» Como en los ejemplos anteriormente mencionados, el homenaje al espacio hospitalario y feliz que puede llegar a ser la universidad acontece en una dicotomía moral también perceptible en algunas novelas de campus antes referidas: la reivindicación de la figura del empollón paralela a la huída del académico como individuo arruinado, alienado, que Oloixarac resuelve, entre otros mecanismos, mediante numerosos gags humorísticos. El cineasta Klapisch resumió genialmente esta dicotomía de Homo Academicus en el diálogo del film París:
—¿Te acuerdas de Vignard, en la facultad?
—¿El que te apreciaba tanto, el que te dirigió la tesis?
—No tengo ganas de acabar como él. Es horrible, se ha convertido en un viejo loco. Un chiflado que desvaría sobre cosas que no le interesan a nadie. Pienso que si sigo así, con mis cursos en la facultad, si paso el resto de mi vida en las bibliotecas, consultando archivos absurdos, estoy condenado a acabar como Vignard. Una rata. Una rata. Puedo parecer ingenuo, pero creo que los conocimientos están ligados a una amplitud de miras; a estar despierto. Cuando veo a Vignard tengo miedo. Me da miedo su obsesión por los detalles históricos, su lado maniático, obsesivo.
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Revisando las entradas de esta bitácora en las que apelamos a la sintonía entre moda y dialécticas de oposición en la literatura posmoderna, parece inevitable preguntarse por qué Las teorías salvajes constituye un texto de interés, cuando en primer lugar cabría pensarla como una enésima fotocopia del patrón. Hay en el libro de Pola relaciones entre profesores y sus alumnas, enigmáticos y siniestros investigadores cuya pista se pierde, postadolescentes onanistas hasta cierto punto acomplejados, versiones sofisticadas de la comedia universitaria blockbuster, teorías geniales conocidas solo por una elite privilegiada..., y sin embargo, Las teorías salvajes es un texto original. Hipótesis: ante el subgénero de la novela de campus el autor solo puede intervenir mediante la imitatio auctorum aristotélica, esto es, repetir unos patrones reconocibles y sumar variaciones definitorias de una poética personal. Como cualquier subgénero, la novela de campus se consume con cierta predisposición a recrearse en el lugar común; al reconocimiento antes que al conocimiento. Recientemente, conversando con Patricio Pron en una entrevista que aparecerá en los próximos días, preguntábamos al argentino por las similitudes entre algunos de sus cuentos y la narrativa de Bolaño. Su respuesta fue ésta: «La originalidad pretende ser un aspecto inmanente a los textos (y puede que lo sea realmente, ya que la crítica suele hacer énfasis en ese aspecto de mi trabajo), pero también es un concepto relativamente reciente (de finales del siglo XVIII) y, por lo tanto, carece de validez universal. Quizás una de nuestras tareas pendientes sea producir textos que lo invaliden o, al menos, muestren su carácter artificialmente construido. Allí hay un tema fascinante para la literatura futura.» Y en efecto, Las teorías salvajes ofrece una interesante respuesta al enigma. Ejemplo: piénsese en la segunda parte de la novela: como el escritor arcano Benno von Archimboldi de Bolaño, o el filósofo de Pron Hans-Jürgen Hollenbach, Oloixarac integra en su ficción a la figura de otro centrouropeo genial[1]: el antropólogo neerlandés Johan van Vliet, que viaja al corazón de las tinieblas para desarrollar su teoría de las Transmisiones Yoicas, «modelo para una antropología de la voluptuosidad y la guerra» («Millones de años huyendo, escapando, siendo el elemento inferior en el menú de las fieras, hacen de las armas la primera reivindicación humana contra el poderío de las bestias», escribe el autor ¿apócrifo?).
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Bonus track:
—Nada compite en asco con el capitalismo escénico desarrollado por las izquierdas para la comercialización de sus productos. Es una forma de banalidad común a las sociologías triunfantes: el silogismo práctico según el cual la verdad está necesariamente del lado de los perseguidos y de los pobres, sólo porque halaga al ideal democrático en vigencia y otra sarta de eufemismos que no pueden ser puestos en duda. Tener una izquierda triunfal en el ámbito de la cultura tiene consecuencias peores que simplemente malas películas. Vemos películas malas porque, como espectadores, nos condenador al lugar de etnólogos burgueses interesados en sí mismos; en un sí mismos hacia abajo. El relato de la víctima convertido en fábula, el clima siniestro que rodea las nociones de jerarquía y autoridad —nociones que resultan tan evidentes rechazar— encierra una fresca operación: ser víctimas nos releva de todo juicio moral o ético sobre nuestros propios actos. La violencia policíaca llega para borrar los actos, santificando automáticamente al bueno inapelable: la víctima. Así se pierde una guerra, pero se obtiene una victoria moral sobre bases filosóficamente carenciadas.
Pola Oloixarac, Las teorías salvajes, pp 207-208
[1] Cuando Fodder y Fischer abandonaron el continente negro llevaron consigo el diario de Van Vliet y la bitácora principal con los resultados del experimento. Para ellos, Van Vliet estaba cometiendo un suicidio académico. La otra posibilidad era que el profesor realmente creyera que los Fon no le dejarían escapatoria, o que el vapor del trópico hubiera terminado de enloquecerlo. En cualquier caso, ambos sabían que a Van Vliet nunca le habían gustado los fríos ambientes de Cambridge, donde se conocieron poco antes de que estallara la guerra y que era un hombre demasiado huraño para disfrutar de la compañía de sus pares; quizás era mejor así. Ellos completarían la teoría, la volverían legible a los ojos del mundo.
El agrio
Valérie Mréjen
Traducción de sonia Hernández Ortega. Periférica, 2009. 89 págs.
Valérie Mréjen en El Agrio es, si me permiten la licencia comparatista, un menú que podría conseguirse al cruzar Pantagruel con el francesísimo personaje de Amélie Poulain (erróneamente devaluado como consecuencia de su “traición” a la cultura independiente, a pesar de ser uno de los más llamativos iconos de cierta sensibilidad neonaíf), el enamoramiento de Annie Ernaux en Pura pasión y unas lógicas salpicaduras de dadaísmo escénico (vbr., “anoté mi dirección añadiendo dos cruces. Cada cruz significaba un beso. Como no lo entendió, las observó con lupa”).
Expresado a la inversa: la fórmula de la escritora parisiense pasa por el retablo de fragmentos cuya eficiencia reside en una potencia más sensorial o sensual que visual. Una pieza que responde a esa vertiente de la creación contemporánea a la que interesa no tanto la transformación provocada por las nuevas tecnologías (geek) como el caldo social de la metrópolis (hipster): ya la portada avisa de un limón antropomórfico y esmirriado, que calza Converse y sostiene un par de libros contra la pechera. Asimismo, desde cierta perspectiva ideológica podemos leer El agrio como bastión de un hedonismo que quiere derribar viejas y obscenas ataduras de la publicidad; hedonismo, en todo caso, guerrillero-burgués. Revolucionario a mínimas revoluciones: la pareja que componen la narradora y el Agrio, pues, invierte parte de su periplo en resolver sus caprichos de gourmet sin manifestar nada que pueda semejarse a la culpa. O sea, se atiborran de pasteles tunecinos, praliné, crema catalana, mantequilla President, cruasanes, queso St. Marcellin o bombones Richart, y se bañan en agua con aroma a chocolate, pero también disfrutan de la hamburguesa y el agua del grifo con su olor a contaminación.
Y he aquí la metáfora del temperamento que rige El Agrio, el abanico de sabores —espectro emocional— entre los que transcurre. Aunque en verdad ese suplemento de gusto avinagrado, así como la desalentadora acotación temporal donde sucede la acción (principio y final del texto remiten al término de una relación), solo cumplen un papel instrumental, inevitable y secundario con que aliviar la hiperglucemia a la que la autora quiere asomarse. Es decir: la ruptura es solo la excusa.
Mréjen sabe que relatar el despegue de fanfarrias que caracteriza cualquier relación es encontrarse frente a un lector escéptico, que conoce bien los efectos secundarios del romance, pero que difícilmente tolerará su violenta viscosidad desde el punto de vista de un tercero, puesto que los códigos de conducta del espectador —otra vez, la legislación de la cultura independiente— hace que prefiera apiadarse de un relato desesperado antes que una taxonomía de pequeños placeres como la que cumple el dúo de Mréjen.
Sin embargo, la escritora domina la artesanía, y se ayuda de sus minas de autoconsciencia para pasar el examen: “Ese maridaje tan chocolateado nos revolvió el estómago”. Porque de lo que aquí se trata es de ayudar a la progresiva desarticulación del tabú que domina la faceta humana más remilgada —equiparar el grado de “nobleza” de los distintas estados de ánimo—, a lo que sigue la exploración de corsés en aquellas relaciones que cumplen con las expectativas impuestas por la industria cultural (“cita cine & cena”, resume): relaciones obsesionadas con hallar El Dorado, el sendero del éxito, y aplicar cosméticos a cualquier asomo de tara: “miedo de que me viera como la típica romanticona que deshoja margaritas”, tanto como miedo al compromiso porque en el momento en que el contrato es firmado por ambas partes, cabe la posibilidad de que el otro empiece a creer que pierde enteros de libertad. Que nadie crea que “estábamos formalmente juntos o este tipo de ideas”.
Aparte: el nulo salto cualitativo a nivel formal (sintaxis breve, fragmentareidad) y solo en cierta medida conceptual (esa voz sarcásticamente aséptica) en las dos entregas de la autora que Periférica publica aparece justificado por su carácter díptico, a saber, mientras Mi abuelo denotaba la partida a los orígenes (la familia), lo que El agrio acontece es la salida del cascarón
Aire nuestro
Manuel Vilas. Alfaguara. Madrid, 2009
Parafraseando al teórico neohistoricista Aran Veeser, si todo acto de desenmascaramiento, crítica y oposición emplea las mismas herramientas que condena, de modo que se arriesga a quedar preso en la práctica a la que se expone, es obligatorio para el lector exigente cuestionar y posicionarse respecto a este exitoso tránsito (dialéctico) de la periferia al centro del sistema narrativo español. Más todavía, Aire Nuestro plantea al receptor otros interrogantes sobre la deontología de la escritura: ¿existe una distancia estética mínima que el autor deba salvar entre sus libros, imbricada a su vez con los rasgos que lo distinguen respecto al resto del panorama? Si España (2008) era un libro de su tiempo, absolutamente moderno, ¿cabe la posibilidad de que esta última novela ya no lo sea? Y al revés: Aire Nuestro también puede ser decodificado como el comportamiento racional de un autor cuya obra es ya a primera vista reconocible, pues a fin de cuentas, entendemos que el lector de Manuel Vilas quiere leer a Manuel Vilas, y no otra cosa, lo cual justificaría que Manuel Vilas repita los esquemas españoles.
Si en su novela anterior la “historia” se iniciaba en Noevi, artefacto que registra y controla los pensamientos de la ciudadanía, la publicación de Alfaguara toma como cornice un dispositivo televisivo homónimo: Aire Nuestro es un canal de televisión cuya presentación requiere al autor adoptar un registro misceláneo a medio camino entre el armazón teórico y la publicidad, mediante el cual construye un mosaico concentrado de chichés del ensayo contemporáneo; tal es el caso de la distopía orwelliana (“Filmaremos tu vida entera y la emitiremos eternamente”), la falsa nostalgia posmoderna (“en el fondo, somos unos clásicos […] Creemos en los grandes hombres del pasado”), el hedonismo desmedido (“Si somos capaces de matarte de gozo con uno de nuestros canales, lo habremos logrado”), la disolución del pensamiento crítico (“Aire Nuestro es una cadena de alta cultura televisiva”, que incluye cine X, MTV o teletienda…), o la postpolítica (”supera los estados ideológicos. La política ha sido superada.”).
Ítem más, España y Aire Nuestro admiten una taxonomía de personajes en cuatro niveles claramente distinguidos —una enumeración que solo puede ser sadiana, exageradamente disciplinar—, y que encuentran su expresión en los resultados de sus autoficciones, a menudo salpimentadas por su reconocible humor negro (ej., Bobby Wilaz, “nuevo líder del Movimiento Obrero Norteamericano, el “escritor español” Manuel Vilas de “Return to Sender”, ese otro homónimo del que Juan Carlos I habla a Felipe de Borbón en “Juan Carlos I”, o el “poeta católico, socialdemócrata, posmoderno y comunista César Vilas” ); el imaginario musical y literario (Johnny Cash, Elvis, Bob Dylan, Paulina Rubio, la Generación del 27…), la amalgama de personalidades políticas a caballo entre la caspa y la hoz y el martillo (la monarquía, Stalin, Franco, Fidel…), y el superhéroe obrero, antítesis del modelo de éxito Wasp: el emigrante ecuatoriano José Luis Valente, el escritor catalanosoviético y estajanovista Miquel Bogomolov, o el militar jubilado que se disfraza de Superman, Pedro Garfias. Es en esta última agrupación, entonces, donde vuelve a aparecer uno de los rasgos más confusos e inteligentes de su producción: la lectura ideológica. En este sentido, probablemente sea el icónico McDonald’s de Plaza de España el exponente principal del enigma: ¿era el poema de Resurrección una crítica feroz al liberalismo, o, por el contrario, manifiesta su adhesión a esa deriva social del capital en donde uno puede hallar el sueño de Stalin (“carne abundante por tres euros”)? Llevado al terreno de su última novela, cuando el narrador habla de una Gran España en donde no existe la propiedad privada y la agricultura es la principal fuente de ingresos, o cuando pone en boca de Bobby Wilaz la demanda de reducir “la jornada laboral a una hora y diez minutos diarios”, o cuando parece proponer un comunismo lúdico al que adereza con sus parodias del relato propagandístico/ totalitarista (Stalin Reloaded), ¿alguien sabe qué es lo que verdaderamente quiere decir? La respuesta es no. Y lo mejor es que seguramente, en términos hermenéuticos, aquí no haya sentido o intención por parte del autor: solo un soporte a partir del cual extraer significaciones. Estupendo.
Analizado desde un estadio estrictamente cultural, quizá las isotopías de sus dos últimas novelas vengan a avisar de la siempre profética carnavalización. Es decir, descartado el absoluto de los cánones por su base etnocéntrica, la pureza de Vilas para cierto tipo de lectores highbrow, crecidos en la herencia de la posmodernidad, viene determinada por un temperamento urbano de picaresca, escepticismo/ desconfianza hacia el otro y, sí, violencia, a pesar de la trampa contenida en la provincia por encima de la metrópolis como espacio preferido por Vilas, que llega a expresar enunciados como: “Hola, América: soy un escritor español que vive o vivía en una ciudad española en medio del desierto. Puede ser Logroño, Soria, Córdoba, Cuenca, Teruel, Pamplona, Jaén, Zaragoza o Ciudad Real”. Vilas, en efecto, tendría que ver más con una óptica baudelairiana de rechazo a lo pre-moderno, antes que con ninguna recuperación de Delibes o con la denuncia de la decadencia moral que afecta al ciudadano recién aterrizado en la polis industrial de la que hablarían, en el xix, Charles Dickens, Benjamin Disraeli o George Eliot. Es por esto por lo que el lector duda primero y acepta después a la hora de firmar el contrato relacional que sus libros proponen, donde quedan incluidas las bromas y los excesos anteriormente mencionados. A diferencia del pulso titubeante que uno puede hallar en libros como Zeta, Aire Nuestro aspira a imponerse: Es el abusón de instituto que desvalija al perdedor. A las composiciones de molicie que no se adaptan en la jungla. Enaltece lo marginal, aunque arrase. Disculpamos las repeticiones de Vilas porque disfrutamos cuando Vilas nos toma el pelo en sus autoficciones. Y he aquí el pacto que el lector debe aceptar si no quiere encontrarse con una decepción.
Una última advertencia, esta vez a nivel paratextual: Siguiendo una práctica editorial tan dudosa como secundada en los últimos tiempos, Alfaguara se sirve de la falla semántica que concierne al término novela —la contraportada ni siquiera habla de novela fragmentaria, conceptual o mutante— para hacer pasar como tal una colección de cuentos estructurados a partir de un marco. Esto es, aunque solo podamos intuir qué es una novela, sí sabemos con exactitud de qué hablamos cuando pensamos en una agrupación de relatos. Y la pregunta: ¿de verdad los lectores de Vilas —incluso aquellos que se acerquen a él por primera vez— dejarían de comprar Aire Nuestro por una discriminación de género? Paralelamente, resulta sospechoso que mientras las colecciones de cuentos norteamericanas traducidas en España suelen determinar que los textos no son inéditos (aunque sepamos que aquí no se leen publicaciones como Atlantic Monthly o New Yorker, y además éstas atribuyen capital simbólico al libro), la nueva editorial de Vilas no especifica que “Gran América: el sacrificio” apareció publicado en Letras libres en verano de 2008, “Sergio Leone” en la antología Vivo o Muerto, editada por Tropo Editores, y “El traje de Superman” en el dossier “Narrativas superheróicas”, publicado por esta misma revista en diciembre de 2008.
Al margen de las colisiones interculturales y sus dilemas sin solución (¿cómo evaluar la integración de un niño inmigrante chino en una pandilla de «niñas pijas de colegio privado»?), del país rojo como factoría de imparables capitalistas-stajanovistas, y del instante en el que el miembro de un clan decide convertirse en un hombre hecho a sí mismo y distanciarse de la herencia familiar, de “Historia del Restaurante Chino Ciudad Feliz” —primera de las dos nouvelles incluidas en La ciudad feliz— me inquieta fundamentalmente la relación de dominación sádica que las púberes ejercen sobre el hombre en ciernes, en la línea de otro de los cuentos aparecidos en La ciudad en invierno. Elvira Navarro no repara en autocensuras al presentar las relaciones adolescentes fatalmente desigualitarias, siempre a favor de ella(s). Si recordamos, en uno de sus ensayos Simmel interpreta la coquetería femenina en tres estadios: «la coquetería aduladora, que dice: tú podrías conquistarme, pero yo no me dejo; la coquetería despreciativa, que dice: yo me dejaría conquistar, pero tú no eres capaz de hacerlo; la coquetería provocativa, que dice: quizá puedes conquistarme o quizá no, inténtalo.» En "Historia del Restaurante Chino Ciudad Feliz" esta coquetería (despreciativa) arranca «con la impresión abismal de que todo era posible», según atiende el personaje de Chi-Huei frente a Sara; un abismo que cualquier lector masculino que haya conocido el Bildungsroman de las educación sentimental en la adolescencia sabe dónde y cómo concluye. Si los gender studies a menudo han protestado por la percepción errada de la psique femenina tal como los narradores la han representado, lo simpático de “Historia del Restaurante Chino Ciudad Feliz” es la inversión de los papeles subvertidos: la mujer como sujeto vitalista, diabólico e inocente a partes iguales, tal como la ven hombres irascibles y castrados e impotentes a los que la narradora a su vez mira. Un curioso juego narratológico de Matrioskas que encierran Lolitos que encierran...
Admitamos que Cul-de-Sac es un texto que me ha intrigado a lo largo de muchas lecturas. Si de Los Muertos ya anunciamos que se trataba de una novela pensada para mantener atareada a la crítica, imposible de abordar en su totalidad en el espacio medio que las publicaciones impresas suelen dedicar al reseñismo, de tal modo que el exégeta solo puede intervenir desde la impotencia; el cuento de Mercedes Cebrián actúa entonces desde unas coordenadas totalmente opuestas a las de Carrión —aunque el crítico también siga trabajando aquí desde ese mismo estado de ánimo: la impotencia por enmudecimiento—, motivo por el cual abre cuestiones igualmente importantes para repensar el estatuto de la interpretación. Es decir, durante los últimos tiempos hemos comprobado como un opción sine qua non el hecho de que el autor esté obligado a trabajar con la conciencia de poder justificar todas y cada una de sus decisiones formales y estéticas (sirvan como ejemplo de este tipo de novela conceptualista las propias presentaciones de libros y las entrevistas a autores como proyección de lo que Eco refiere como intentio auctoris: el escritor siempre ha de estar preparado para autoglosar cualquier línea por él firmada); un método que en primera instancia podría servir como herramienta para acceder a la excelencia de la narración, pero que de ningún modo asegura su aceptación por parte del lector: el veredicto final siempre será una decisión totalmente arbitraria. En este sentido, los lectores de Cebrián saben que Cul-de-Sac ha huido de semejante estrategia, pues este sencillo relato sobre lo kitsch solo permite ser abordado desde el juicio estético kantiano. No arroja un conglomerado de pasatiempos ni referencias ni nodos por relacionar. No es un cuento para críticos Little Jack Horner. Simplemente: O (te) Mola o no (te) Mola. Y eso, en nuestros días, mola mucho.
Thomas Bottomore recuerda que «la sociología se formó en la crisis de la transición hacia una sociedad capitalista industrial en los países europeos. Su característico conjunto de problemas y de ideas se formó [...] cuando las sociedades [...] en las que estamos viviendo ahora se estaban configurando.» Huelga decir, no obstante, que el siglo xix significa, en diversos motivos, una versión expandida de la problemática social en progreso a largo de la historia de Occidente: punto de inflexión en donde sucede una sistematización reglada del catálogo de conflictos presentes en el espacio social. En otros términos, negar la posibilidad de reconducir los hallazgos de la disciplina a épocas anteriores equivaldría a afirmar, por ejemplo, que las guerras culturales o la colisión de intereses de clase sólo se hallan en literatura después de la aparición de la obra de Marx, o que la noción de superyó como prisión panóptica y corsé de autodominación solo tiene lugar tras Freud. Y he aquí, conscientes de nuestra época contemporánea como amplificación de la esencia del sujeto moderno, del Quijote como fuente o relato seminal —más o menos consensuado— de las producciones literarias subsiguientes, y de la universalidad de ciertos motivos semánticos o arquetipos a lo largo de la historia literaria, donde descansa nuestra voluntad de adaptar al análisis de la conducta de los personajes de Cervantes conceptos provenientes de estudiosos de la economía de las emociones —ya sea su trabajo tratadístico, ficcional, científico o ensayístico— que van de Pierre Bourdieu a Norbert Elías, Herbert Marcuse, Mario Perniola, Eva Illouz o Gary Becker, pues el aparato conceptual por estos autores empleado no responde sino a un proceso deductivo cuya gestación se ha elaborado a lo largo de siglos.
Aparte, nuestra investigación aparece acotada por aquellos capítulos de la obra en donde el protagonismo temático se corresponde con la racionalidad de las relaciones amorosas, legitimando así la disposición anímica del pensamiento contemporáneo que Heidegger refería como «frialdad de cálculo» y «prosaica sobriedad de la planificación»; lo que es igual: sin menoscabar del todo la asociación platónica del objeto de deseo con aquello de lo que no se dispone y la puesta en relación de semejante concepción con el personaje de don Quijote, pretendemos desplazar la significación emocional del libro de la herencia romántica en tanto que enaltecimiento del sentimiento en el protagonista, a fin de explorar su faceta más racional y probablemente menos atendida. Más allá, si bien sabemos que la principal historia en esta novela es la que relaciona al protagonista con Dulcinea, Cervantes establece un juego de relatos especulares a partir de las subhistorias o metaficciones que introduce en la trama primaria, siempre mediante el procedimiento de variar pequeños detalles sobre la relación entre los amantes, de tal forma que hoy leemos el corpus de historias amorosas como un juego de pares antitéticos: Marcela y Grisóstomo como proyección dramática de la relación entre Dulcinea y Cervantes, hasta el punto de costarle la vida al amante; Anselmo y Camila como perversión del amor impetuoso hacia Camila por culpa de los celos, Cardenio y Luscinda como variación sobre lo anterior en tanto Cardenio es burlado, Camacho y Quiteria como variación de Cardenio y Luscinda, en esta ocasión, desde la perspectiva victoriosa del burlador, y Altisidora y don Quijote como variación de Marcela y Grisóstomo, si bien ahora es la mujer la que se halla rechazada por la ética del protagonista.
Como novela de caballerías, aparece como uno de los desafíos más notables en Don Quijote el gesto de bregar con la transformación de un espacio carente de ningún tipo de tradición literaria ni semántica normalizada por la recepción —La Mancha— en objeto estético. Es decir, la narración plantea el desmantelamiento de los recursos de uso obligado en la novela de caballerías, una vez alcanza el grado de rasgo institucionalizado —lugar común— la contextualización de las historias en espacios descodificados como exóticos por el público lector de la época; verbigracia.: durante el exorcismo libresco y construcción de los parámetros de un supuesto canon literario que el barbero y el cura llevan a cabo en el capítulo sexto, se expone como motivo de purga —siguiendo las normas que Platón da para los poetas de la polis— la imitación, el anquilosamiento en las viejas costumbres, motivo por el cual, al revés que el germinal Amadís de Gaula, Amadís de Grecia merece la quema. Don Quijote desarrolla entonces su andadura en un contexto radicalmente telúrico, pedestre, en absoluto parecido al carácter de ensoñación de los libros que ha leído: como que las dos mozas de la venta se ríen del hidalgo cuando éste las interpela llamándolas «doncellas» («cosa tan fuera de su profesión», dice el narrador) (p. 124), y los cabreros no entienden su «jerigonza de escuderos y de caballeros andantes» (p. 194).
Encarna de este modo nuestro protagonista un conflicto cultural que transcurre en un doble sentido: la intoxicación intelectual como consecuencia de la lectura de textos vulgares, y la voluntad de nobleza, que colisiona con los comportamientos —otra vez— vulgares del entorno del cual se rodea, como consecuencia de la ansiedad de mimetismo producida por esos mismos libros. La parodia llega en el ejercicio descontextualizador al llevar a cabo la desesperada habituación a caballero en un marco espacio-temporal imposible (no olvidemos que este tipo de caballeros hacía tiempo que había dejado de existir): Diseñarse un nombre, armarse caballero y portar armas blancas en su situación de novel, hacer gobernador a su escudero de una ínsula, emplear un lenguaje arcaico o confundir una venta con «algún famoso castillo» en donde le sirven con música, el abadejo son truchas y las rameras damas, componen parte del plan de acción de Don Quijote como Bildungsroman. En un nivel superior, la sutileza (o hipérbole) a la que lleva su habituación pasa por emular los textos a niveles como el que sigue:
En esto, llegó a un camino que en cuatro se dividía, y luego se le vino a la imaginación las encrucijadas donde los caballeros andantes se ponían a pensar cuál camino de aquéllos tomarían, y, por imitarlos, estuvo un rato quedo; y al cabo de haberlo muy bien pensado, soltó la rienda a Rocinante, dejando a la voluntad del rocín la suya, el cual siguió su primer intentó, que fue el irse camino de su caballeriza.
Especial importancia merece el papel que juega Aldonza Lorenzo a lo largo de este trayecto, pues, a juzgar por las pretensiones del hidalgo a la hora de armarse caballero (nada menos que «el aumento de su honra como el servicio de su república»), conviene considerar a Dulcinea como instrumento para dicha habituación más que como fin en sí mismo. En “Individuation, Ekphrasis, and death in Don Quixote”, Cristina Müller ya apunta a ese personaje como objeto de alteridad, en oposición a la taxonomía de herramienta que al comienzo de la novela lo determinan caballero andante: «Dulcinea is not a direct projection of Alonso Quijano, but a secondary product of don Quxote’s becoming a knight-errant». Digamos, no se trata de un amor puro hacia la mujer de El Toboso, tal como deja entrever en varias de sus intervenciones, por ejemplo, en el célebre discurso de las armas y las letras, donde expone la superioridad moral del caballero sobre el «eminente de las letras»: «Todavía me pone recelo pensar si la pólvora y el estaño me han de quitar la ocasión de hacerme famoso y conocido por el valor de mi brazo y filos de mi espada». Conversando con su sobrina y su ama (VI, II), dice don Quijote: «Dos caminos hay, hijas, por donde pueden ir los hombres a llegar a ser ricos y honrados: el uno es el de las letras, otro, el de las armas.» El octavo capítulo de la segunda parte abunda en esta idea: «porque ninguna cosa desta vida hace más valientes a los caballeros andantes que verse favorecidos de sus damas.»
Otro ejemplo de lo dicho acontece en el acceso de falsa nostalgia hacia una sociedad no artificial o civilizada, cuando baraja la posibilidad de recuperar una especie de paraíso perdido como pastor: «Daránnos [...] Apolo versos, el amor conceptos, con que podremos hacernos eternos y famosos, no sólo en los presentes, sino en los venideros siglos». Tal viraje, cómo no, precisa de la existencia de musas —«las pastoras de las quien hemos de ser amantes»—, instante en que vuelve a aparecer Dulcinea como herramienta (LXVI, II).
Don Quijote jamás ha visto a su amada, y de ella solo está enamorada «de oídas y de la gran fama que tiene de hermosa y discreta» —fama, por supuesto, inventada—, tal como dice a Sancho en el capítulo IX de la II parte. En otra ocasión llega a decir incluso: «Sancho, por lo que yo quiero a Dulcinea del Toboso, tanto vale como la más alta princesa de la tierra», negando la opción del aparentemente responsable matrimonio selectivo —o sea entre iguales— del que más tarde hablaremos.
Ergo, batirse en duelo con quienes se atrevan a mancillar el honor de Dulcinea no es sino un medio más para ocupar la memoria colectiva. Don Quijote sigue entonces las palabras de Diotima en El banquete de Platón: «Es en inmortalizar su virtud, según creo, y en conseguir un tal renombre, en lo que todos ponen todo su esfuerzo, con tanto mayor ahínco cuanto mejores son, porque lo que aman es lo imperecedero»; algo que justificaría la elección arbitraria de Dulcinea, «emperatriz de la Mancha, la sin par del Toboso», como la doncella a la que sirve.
Ante un panorama como éste —La Mancha como construcción simbólica ex nihilo, en donde, siguiendo terminología de Pierre Bourdieu, escasean los dones entre sus gentes—, Don Quijote, integrado en un sistema andropocéntrico, se afana en amplificar mediante su ingenio el valor simbólico de Dulcinea, tarea que curiosamente el lector ve realizada durante la quijotización de Sancho que sucede en la segunda parte, cuando, para resolver la mentira de Sierra Morena, el escudero refiere a una posible Dulcinea mediante los parámetros de la belleza petrarquista. En palabras de Pierre Bourdieu:
Está en la lógica de la economía de los intercambios simbólicos, y, más exactamente, en la construcción social de las relaciones de parentesco y del matrimonio que atribuye a las mujeres su estatuto social de objetos de intercambio definidos según los intereses masculinos y destinados a contribuir así a la reproducción del capital simbólico de los hombres, donde reside la explicación de la primacía concedida a la masculinidad en las taxonomías culturales. (2000)
Conviene recordar no obstante una lectura próxima a los postulados del post-feminismo —al que Bourdieu, por cierto, no apela—, que corre paralela a la mencionada dominación masculina, esto es: la «tensión y la contención permanentes [...] que impone en cada hombre el deber de afirmar en cualquier circunstancia su virilidad» (ibíd); en la ficción, ello obliga a la defensa de la virilidad de Don Quijote, o a la protección de su reputación, y por extensión, a la de Dulcinea, cuando, como él mismo afirma, «contra cuerdos y contra locos, está obligado cualquier caballero andante a volver por la honra de las mujeres» (XXV, I). Si ya Arcipreste de Hita recuerda la costumbre de los mancebos de «querer siempre tener alguna enamorada [...], dueña de un buen linaje y de mucha nobleza [...] cuerda y de buen seso», Norbert Elías apunta en una dirección similar cuando en su ensayo sobre La sociedad cortesana del siglo XVIII —cuyo transfondo es a menudo perfectamente aplicable a los códigos caballerescos, pero también a la más inmediata contemporaneidad— dice que «en muchas sociedades existen tipos del consumo de prestigio, del consumo al que obliga una competencia por el status y el prestigio.» Y suma:
Quien no puede comportarse de acuerdo con su rango, pierde el respeto de su sociedad; va a la zaga de los participantes en la constante carrera de competición para lograr las oportunidades de status y prestigio, y corre el riesgo de quedarse fuera arruinado y a tener que marginarse del círculo de trato que corresponde a su grupo de rango y status.
Véase ejemplo de esto en el enaltecimiento de sus respectivas damas —y elevado trasfondo falocéntrico— durante el combate último que enfrente al Caballero de la Blanca Luna y al protagonista de la novela de Cervantes: mientras el primero asegura que la suya «es sin comparación más hermosa que tu Dulcinea del Toboso», Alonso Quijano osa jurar «que jamás habéis visto a la ilustre Dulcinea». Como no podía ser de otro modo, Quijano sigue el código normador de la caballería andante, y habiendo perdido toda su reputación en la batalla, no le queda otra salida sino rememorar a Dulcinea y exigir al Caballero que ponga fin a su vida.
Es entonces el caso de Altisidora contraejemplo de obediencia a las normas y a la autodominación, revolucionaria en tanto que desafía el súper-yo impuesto (Elías habla en El proceso civilizador de «autovigilancia automática de los instintos en el sentido de los esquemas y modelos aceptables para cada sociedad»). Ella misma delata su insubordinación: «Cuando las mujeres principales y las recatadas doncellas atropella por la honra, y dan licencia a la lengua que rompa por todo inconveniente, dando noticia en público de los secretos que su corazón encierra, en estrecho término se hallan. Yo, señor don Quijote de la Mancha, soy una déstas, apretada, vencida y enamorada; pero, con todo esto, sufrida y honesta.» La doncella de la duquesa desarrolla su particular puesta en escena fingiendo la muerte ante el caballero andante, que, siguiendo las reglas del amor cortés, la rechaza disculpándose por que ella haya colocado en él sus pensamientos.
En El consumo de la utopía romántica (El amor y las contradicciones culturales del capitalismo), Eva Illouz repasa el cincelado de «las nociones del amor» llevado a cabo por los medios masivos; una constante histórica que encuentra sus hitos literarios en Madame Bovary, y por supuesto, en el personaje de Don Quijote. Si Illouz se pregunta por qué hoy un «determinado léxico cultural de los sentimientos se vuelve más visible y más disponible que otros», o «por qué se asocia más la idea de “intimidad” y “romance” con una conversación larga que con una salida a un partido de básquet» (2009), a término de demostrar que los mass rigen las economía emocional del individuo actual, por su parte, Mario Perniola impone el concepto de «sensología» como una «socialización de los sentimientos» que «atribuye procesos psíquicos a la vida colectiva», es decir: nos encontramos ante la traducción de la ideología al campo de la sentimentalidad.
Y de nuevo, la importancia capital de los generadores de opinión: «Lo ya sentido es una especie de mediacracia», dice Perniola. También en sus Fragmentos de un discurso amoroso, el semiólogo Roland Barthes apela a la ausencia de originalidad a la hora de asumir el funcionamiento de las relaciones amorosas: «Es la originalidad de la relación lo que es preciso conquistar. La mayor parte de las heridas me vienen del estereotipo: estoy obligado a hacerme el enamorado, como todo el mundo: a estar celoso, abandonando, frustrado, como todo el mundo.»
La masculinidad de don Quijote y los reflejos especulares hallados en Grisóstomo o Anselmo asisten a una puesta en escena de semejante sensología caballeresca, que se deriva de una suerte de habitus («principio generador y unificador que retraduce las características intrínsecas y relacionales de una posición en un estilo de vida unitario»). Póngase como primer ejemplo de esto la siguiente alocución y precisión del narrador, nada más comenzar la primera salida:
—Dichosa edad y siglo dichoso aquel adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas, para memoria en lo futuro […] Oh princesa Dulcinea, señora deste cautivo corazón! […] Plégaos, señora, de membraros deste vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amor padece.
Con estos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus libros le habían enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje.
En el esclarecedor capítulo XXV de la primera parte, donde acaece la penitencia en Sierra Morena, don Quijote insiste en su voluntad de imitar a Amadís y a Orlando el Furioso, gesto que lleva a Sancho a preguntar por qué ha de comportarse de semejante manera, si ninguna dama le ha desdeñado ni tiene constancia «de que la señora Dulcinea del Toboso haya hecho alguna niñería con moro o cristiano». A ello responde don Quijote mediante su intención de dar a entender que «si en seco hago esto, ¿qué hiciera en mojado?» Otra prueba más de los recursos para superar la ansiedad de influencia que le suponen sus antecedentes; de ratificar su virilidad en lo que Bourdieu llama la trampa de la dominación masculina, y de demostrar que él es aún más caballero que Amadís y Orlando: «quiérote hacer sabidor de que todas estas cosas que hago no son burlas, sino muy de veras; porque de otra manera, sería contravenir a las órdenes de caballería, que nos mandan que no digamos mentira alguna, pena de relasos».
Ítem más: en lo que supone un ejercicio metaliterario (exégesis del procedimiento de creación de una obra), Cervantes pone en boca de su protagonista que los personajes de las novelas de caballerías idealizaron a las damas a las que servían, esto es, «las más se las fingen, por dar sujeto a sus versos, y porque los tengan por enamorados y por hombres que tienen valor para serlo». Nótese aquí la relevancia concedida a parecer enamorado de una forma casi patológica. Después, «bástame a mí pensar y creer que la buena de Aldonza Lorenzo es hermosa y honesta [...] Porque has de saber, Sancho, si no lo sabes, que dos cosas solas incitan a amar más que otras, que son la mucha hermosura y la buena fama, y estas dos cosas se hallan consumadamente en Dulcinea, porque en ser hermosa ninguna le iguala, y en la buena fama, pocas le llegan».
La aseveración anterior contradice el hecho de que don Quijote se oponga a la selección racional del cónyuge: a sus ojos, la virtud conduce inevitablemente a la atracción; mas, ante la ausencia de la misma, «píntola en mi imaginación como la deseo, así en la belleza como en la principalidad, y ni la llega Elena, ni la alcanza Lucrecia, ni otra alguna de las famosas mujeres de las edades pretéritas, griega, bárbara o latina». Luego la célebre pasión de don Quijote hacia Dulcinea no es el verdadero personaje, sino hacia el artificio que él mismo es consciente de haber construido.
A propósito de los vínculos entre el deseo y las relaciones pecuniarias, cabe apuntar a los paralelismos etimológicos que asocian el concepto “codicia” a su génesis en “Cupiditas”, que en latín refería a la idea de deseo, así como con el dios Cupido, de quien se dice que lanzaba flechas de oro. En la actualidad existe una tendencia dentro del humanismo crítico a señalar la época post-industrial como responsable de la racionalización y el deseo de optimización de las relaciones humanas. Mientras Kundera asociaba en La lentitud el «amor verdadero» al «regalo no merecido [...] aquello que no tenga aspecto de ser interesado», ya en 1956 Erich Fromm, uno de los primeros estudiosos sobre la relación entre capitalismo y relaciones humanas, se quejaba de la invasión de los presupuestos económicos en la esfera privada del individuo: «dos personas se enamoran cuando sienten que han encontrado el mejor objeto disponible en el mercado, dentro de los límites impuestos por sus propios valores de intercambio» (El arte de amar). En una línea muy similar sobresale la obra de Gary Becker. Galardonado con el Premio Nobel de Economía en 1992, figura entre su bibliografía Tratado de familia, un intento de explicar mediante terminología económica el funcionamiento de las relaciones familiares y conyugales. Su tesis es la siguiente:
un mercado matrimonial eficiente asigna a todos los participantes unas rentas o precios que les llevan a formar matrimonios monógamos o polígamos adecuados. Los precios atribuidos a cada uno de los participantes también se utilizan para emparejar hombres y mujeres de calidades diferentes; hemos visto como algunos participantes deciden casarse con personas inferiores porque son conscientes de que las personas superiores son demasiado costosas [...] un mercado matrimonial eficiente conduce generalmente a una asociación positiva de características entre cónyuges: hombres de alta calidad se casan con mujeres de alta calidad mientras que hombres de baja calidad lo hacen con mujeres de poca calidad, aunque la asociación negativa de características entre cónyuges sea importante algunas veces.
Paradójicamente, Bourdieu parece incurrir en la misma ansiedad por la distinción de la que él mismo habla en otros ensayos al anotar que la interpretación economicista de las relaciones (Fromm, Marcuse, Becker...) ignora la «ambigüedad esencial de la economía de los bienes simbólicos», que transforma «todos los objetos susceptibles de tener formas intercambiables, en dones (y no en productos), es decir, en signos de comunicación que son de manera indisociable unos instrumentos de dominación». Lo cierto es que hasta las analogías entre liberalismo sexual y liberalismo económico en Houellebecq, el humanismo también ha abordado de un modo más o menos directo la idea de matrimonio selectivo. Así, Diotima afirma en El Banquete que «el objeto del amor es la posesión constante de lo bueno», e Iscómaco «¿Por qué te esposé y por qué tus padres te entregaron a mí? Porque hemos reflexionado [...] acerca del mejor compañero con el que podríamos asociarnos para nuestra casa y nuestros hijos», y Cicerón: «¿Por qué no amamos ni a un joven feo, ni a un guapo anciano?, e incluso el Guzmán de Alfarache: «[el amor] es más perfecto, cuanto lo es el objeto.»
De los anteriores intertextos se desprende el conflicto generado ante la escasez de objetos virtuosos en contraposición a la amplia demanda de los mismos, que a su vez conduce al estado de guerra hobbesiano y a Becker o Fromm y sus respectivas ideas de matrimonio selectivo. El mismo hace su presencia por primera vez en el cuento de Grisóstomo y Marcela, quien se ha de defender de las acusaciones de los pastores glosando la imposibilidad de evadir la desigualdad característica del mercado emocional:
Yo conozco, con el natural entendimiento que Dios me ha dado, que todo lo hermoso es amable; mas no alcanzo que, por razón de ser amado, esté obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama. Y más, que podría acontecer que el amador de lo hermoso fuese feo, y siendo lo feo digno de ser aborrecido, cae muy mal el decir: «Quiérote por hermosa; hasme de amar aunque sea feo.» […] Si no, decidme, si como el cielo me hizo hermosa me hiciera fea, ¿fuera justo que me quejara de vosotros porque no me amábades? Cuanto más, que habéis de considerar que yo no escogí la hermosura que tengo, que, tal cual es, el cielo me la dio de gracia, si yo pedilla ni escogella. Y así como la víbora no merece ser culpada por la ponzoña que tiene, puesto que con ella mata, por habérsela dado naturaleza, tampoco yo merezco se reprehendida por ser hermosa.
Otro de los capítulos que merecen ser tenidos en cuenta para valorar la presencia del intercambio interesado de bienes simbólicos es la conversación entre Sancho y Teresa Panza (Capítulo V, II) en donde acaece el conflicto de intereses por el futuro de Sanchica, pues mientras el primero desea continuar su carácter de parvenu sobre su descendiente, Teresa aboga por el mantenimiento del orden vigente, la permanencia social, o la defensa de una actitud conservadora:
—A buena fe —respondió Sancho— que si Dios me llega a tener algo qué de gobierno, que tengo de casar, mujer mía, a Mari Sancha tan altamente, que no la alcancen sino con llamarla señora.
—Eso no, Sancho—respondió Teresa—; casadla con su igual, que es lo más acertado; que si de los zuecos la sacáis a chapines, y de saya parda de catorceno a verdugado y saboyanas de seda, y de una Marica y un tú a una doña tal y señoría, no se ha de hallar la muchacha, y a cada paso ha de caer en mil faltas, descubriendo la hilaza de su tela basta y grosera.
—Calla, boba—dijo Sancho—; que todo será usarlo dos o tres años; que después, le vendría el señorío y la gravedad como de molde; y cuando no, ¿qué importa? Séase ella señoría, y venga lo que viniere.
—Medíos, Sancho, con vuestro estado —respondió Teresa— […] Traed vos dinero, Sancho, y el casarla dejadlo a mi cargo; que ahí está Lope Tocho, el hijo de Juan Tocho, mozo rollizo y sano, y que le conocemos, y sé que no mira de mal ojo a la muchacha; y con éste, que es nuestro igual, estará bien casada, y le tendremos siempre a nuestros ojos, y seremos todos unos […] y no casármela vos ahora en esas cortes y en esos palacios grandes, adonde ni a ella la entiendan, ni ella se entienda.
La metaficción de protagonizada por las bodas de Camacho es otro de los episodios en donde se repite esta idea: Quiteria la hermosa contraerá matrimonio con Camacho el rico, aunque de ella esté enamorado Basilio, quien no cuenta con «bienes de fortuna» sino «de naturaleza». El debate sobre la ética de un matrimonio entre Quiteria y Basilio destruye de nuevo el aura de romanticismo a menudo atribuido a don Quijote, a saber: Si de un lado Sancho hace gala de la defensa de una dinámica en la escala social (proyección obvia de sus fantasías), y es por ello por lo que aboga por el matrimonio entre Basilio y Quiteria, don Quijote llama a la permanencia de las costumbres al decir que «si todos los que bien se quieren se hubiesen de casar, quitaríase la elección y jurisdicción a los padres de casar sus hijos con quien y cuando deben». Resulta de interés especial contrastar ahora su presunto amor ciego hacia la desconocida Dulcinea con la opinión que sigue: «el amor y la afición con facilidad ciegan los ojos del entendimiento, tan necesarios para escoger estado, y el del matrimonio está muy a peligro de errarse, y es menester gran tiento y particular favor del cielo para acertarle.» Añade: «La de la propia mujer no es mercaduría, que una vez comprada se vuelve, o se trueca o cambia, porque es accidente inseparable, que dura lo que dura la vida.»
Considerado como el padre de la teoría del estado moderno, el filósofo Thomas Hobbes dictaminó en Leviatán (1651) que la libertad absoluta inherente a la existencia humana determina su condición natural, ausente de derecho y ley. Así, antes de desarrollar su célebre teoría política, Hobbes glosa la conducta del individuo para concluir que «si dos hombres desean una misma cosa que no puede ser objeto de disfrute para ambos, devienen enemigos; y en su camino hacia su fin (que es principalmente su propia conservación, y a veces sólo su delectación) se esfuerzan mutuamente en destruirse o subyugarse». De nuevo aquí el axioma elemental derivado del intercambio económico-liberalista de bienes simbólicos que nos ocupa: el conflicto entre una oferta escasa y una demanda excesiva. Y es exactamente esta misma legitimación del conflicto —que, como ahora veremos, concentra la actitud de Anselmo o Grisóstomo— la que Don Quijote profiere en su defensa de Basilio, en un escenario que, siguiendo con la voluntad de esta segunda parte de venganza por parte de quienes en la primera fueron burlados, convierte al pretendiente en figura victoriosa.
Si recordamos, Basilio aparece en la boda de Camacho y Quiteria próximo a la muerte, y es por esto por lo que, tras recriminar su ingratitud, Basilio pide su mano en el trance último de su vida; a ello se suma el consejo del cura, que «le dijo que atendiese a la salud del alma antes que a los gustos del cuerpo, y que pidiese muy de veras a Dios perdón de sus pecados y de su desesperada determinación.» Ante la negativa del personaje a confesarse, Quiteria acepta el matrimonio —aconsejada también por don Quijote y el propio Camacho—. No obstante, la escena no es más que un artificio («industria, industria») inventado por Basilio para conseguir el matrimonio; no es casual tampoco que Sancho sea el primero en intuir la artimaña: «Para estar tan herido este mancebo, mucho habla; háganle que se deje de requiebros, y que atienda a su alma, que, a mi parecer, más la tiene en la lengua que en los dientes.»
Pero lo más importante del capítulo no es sino el modo que don Quijote tiene de anticiparse al hobbesianismo de las relaciones humanas, en una escena que vuelve a poner en tela de juicio su moralidad infraestructural, o su amor incondicional y solo en apariencia trasnochado hacia Dulcinea:
—Teneos, señores, teneos; que no es razón toméis venganza de los agravios que el amor nos hace; y advertid que el amor y la guerra son una misma cosa, y así como en la guerra es cosa lícita y acostumbrada usar de ardides y estratagemas para vencer al enemigo, así en las contiendas y competencias amorosas conseguir el fin que se desea, como no sean en menoscabo y deshonra de la cosa amada.
Y de regreso al texto capital de Hobbes, éste señala tres causas principales de riña entre los individuos: competición, inseguridad y gloria. «Los primeros usan de la violencia para hacerse dueños de las personas, esposas, hijos y ganado de otros hombres; los segundos para defenderlos; los terceros, por pequeñeces, como una palabra, una sonrisa, una opinión distinta, y cualquier otro signo de subvaloración, ya sea directamente de su persona, o por reflejo en su prole». En efecto, la historia de Basilio en las bodas de Camacho sería expresión del primer tipo de conflicto: la competición por la posesión de Quiteria. Y si el tercer tipo (la gloria) aparece representado por los conflictos que llevan a don Quijote a la defensa del honor de Dulcinea, referido a la inseguridad, la novela del curioso impertinente es quizá el subtexto que mayores niveles de ilustración alcance, aunque no mediante la exposición de una escena típica en donde un hombre pugna por alguien susceptible de ser pretendiente de su amada. Como sabemos, Anselmo quiere probar si Camila «es tan buena y tan perfecta» como él piensa, para lo cual hará que «pase por dificultades, y se acrisole y quilate en el fuego de verse requerida y solicitada», tarea que su amigo Lotario deberá llevar a cabo.
La novela ejemplar debe leerse también como un pequeño ensayo sobre la amistad. Originalmente, Lotario hace una interpretación economicista de la tarea encargada para afirmar que el beneficio será cero, suceda lo que suceda: «puesto que salgas con ella como deseas, no has de quedar ni más ufano, ni más rico, ni más honrado que estás ahora; y si no sales, te has de ver en la mayor miseria que imaginarse pueda». La operación queda truncada cuando Lotario empieza a considerar «cuán digna era de ser amada, y esta consideración comenzó poco a poco a dar asaltos a los respetos que a Anselmo tenía, y mil veces quiso ausentarse la ciudad e irse donde jamás Anselmo le viese a él, ni él viese a Camila.» Por supuesto, Cervantes habla al lector de la imprevisibilidad del ritual del romance para presentar un desenlace de corte trágico.