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martes, 2 de marzo de 2010

Economía de las relaciones amorosas en los personajes de 'Don Quijote de la Mancha'

(A continuación tenéis uno de mis recientes trabajos de máster, basado en la relación de estudios contemporáneos sobre las relaciones amorosas y la novela de Cervantes. Nada recomendable para hispanistas ortodoxos, aviso.)


Thomas Bottomore recuerda que «la sociología se formó en la crisis de la transición hacia una sociedad capitalista industrial en los países europeos. Su característico conjunto de problemas y de ideas se formó [...] cuando las sociedades [...] en las que estamos viviendo ahora se estaban configurando.» Huelga decir, no obstante, que el siglo xix significa, en diversos motivos, una versión expandida de la problemática social en progreso a largo de la historia de Occidente: punto de inflexión en donde sucede una sistematización reglada del catálogo de conflictos presentes en el espacio social. En otros términos, negar la posibilidad de reconducir los hallazgos de la disciplina a épocas anteriores equivaldría a afirmar, por ejemplo, que las guerras culturales o la colisión de intereses de clase sólo se hallan en literatura después de la aparición de la obra de Marx, o que la noción de superyó como prisión panóptica y corsé de autodominación solo tiene lugar tras Freud. Y he aquí, conscientes de nuestra época contemporánea como amplificación de la esencia del sujeto moderno, del Quijote como fuente o relato seminal —más o menos consensuado— de las producciones literarias subsiguientes, y de la universalidad de ciertos motivos semánticos o arquetipos a lo largo de la historia literaria, donde descansa nuestra voluntad de adaptar al análisis de la conducta de los personajes de Cervantes conceptos provenientes de estudiosos de la economía de las emociones —ya sea su trabajo tratadístico, ficcional, científico o ensayístico— que van de Pierre Bourdieu a Norbert Elías, Herbert Marcuse, Mario Perniola, Eva Illouz o Gary Becker, pues el aparato conceptual por estos autores empleado no responde sino a un proceso deductivo cuya gestación se ha elaborado a lo largo de siglos.

Aparte, nuestra investigación aparece acotada por aquellos capítulos de la obra en donde el protagonismo temático se corresponde con la racionalidad de las relaciones amorosas, legitimando así la disposición anímica del pensamiento contemporáneo que Heidegger refería como «frialdad de cálculo» y «prosaica sobriedad de la planificación»; lo que es igual: sin menoscabar del todo la asociación platónica del objeto de deseo con aquello de lo que no se dispone y la puesta en relación de semejante concepción con el personaje de don Quijote, pretendemos desplazar la significación emocional del libro de la herencia romántica en tanto que enaltecimiento del sentimiento en el protagonista, a fin de explorar su faceta más racional y probablemente menos atendida. Más allá, si bien sabemos que la principal historia en esta novela es la que relaciona al protagonista con Dulcinea, Cervantes establece un juego de relatos especulares a partir de las subhistorias o metaficciones que introduce en la trama primaria, siempre mediante el procedimiento de variar pequeños detalles sobre la relación entre los amantes, de tal forma que hoy leemos el corpus de historias amorosas como un juego de pares antitéticos: Marcela y Grisóstomo como proyección dramática de la relación entre Dulcinea y Cervantes, hasta el punto de costarle la vida al amante; Anselmo y Camila como perversión del amor impetuoso hacia Camila por culpa de los celos, Cardenio y Luscinda como variación sobre lo anterior en tanto Cardenio es burlado, Camacho y Quiteria como variación de Cardenio y Luscinda, en esta ocasión, desde la perspectiva victoriosa del burlador, y Altisidora y don Quijote como variación de Marcela y Grisóstomo, si bien ahora es la mujer la que se halla rechazada por la ética del protagonista.

Como novela de caballerías, aparece como uno de los desafíos más notables en Don Quijote el gesto de bregar con la transformación de un espacio carente de ningún tipo de tradición literaria ni semántica normalizada por la recepción —La Mancha— en objeto estético. Es decir, la narración plantea el desmantelamiento de los recursos de uso obligado en la novela de caballerías, una vez alcanza el grado de rasgo institucionalizado —lugar común— la contextualización de las historias en espacios descodificados como exóticos por el público lector de la época; verbigracia.: durante el exorcismo libresco y construcción de los parámetros de un supuesto canon literario que el barbero y el cura llevan a cabo en el capítulo sexto, se expone como motivo de purga —siguiendo las normas que Platón da para los poetas de la polis— la imitación, el anquilosamiento en las viejas costumbres, motivo por el cual, al revés que el germinal Amadís de Gaula, Amadís de Grecia merece la quema. Don Quijote desarrolla entonces su andadura en un contexto radicalmente telúrico, pedestre, en absoluto parecido al carácter de ensoñación de los libros que ha leído: como que las dos mozas de la venta se ríen del hidalgo cuando éste las interpela llamándolas «doncellas» («cosa tan fuera de su profesión», dice el narrador) (p. 124), y los cabreros no entienden su «jerigonza de escuderos y de caballeros andantes» (p. 194).

Encarna de este modo nuestro protagonista un conflicto cultural que transcurre en un doble sentido: la intoxicación intelectual como consecuencia de la lectura de textos vulgares, y la voluntad de nobleza, que colisiona con los comportamientos —otra vez— vulgares del entorno del cual se rodea, como consecuencia de la ansiedad de mimetismo producida por esos mismos libros. La parodia llega en el ejercicio descontextualizador al llevar a cabo la desesperada habituación a caballero en un marco espacio-temporal imposible (no olvidemos que este tipo de caballeros hacía tiempo que había dejado de existir): Diseñarse un nombre, armarse caballero y portar armas blancas en su situación de novel, hacer gobernador a su escudero de una ínsula, emplear un lenguaje arcaico o confundir una venta con «algún famoso castillo» en donde le sirven con música, el abadejo son truchas y las rameras damas, componen parte del plan de acción de Don Quijote como Bildungsroman. En un nivel superior, la sutileza (o hipérbole) a la que lleva su habituación pasa por emular los textos a niveles como el que sigue:

En esto, llegó a un camino que en cuatro se dividía, y luego se le vino a la imaginación las encrucijadas donde los caballeros andantes se ponían a pensar cuál camino de aquéllos tomarían, y, por imitarlos, estuvo un rato quedo; y al cabo de haberlo muy bien pensado, soltó la rienda a Rocinante, dejando a la voluntad del rocín la suya, el cual siguió su primer intentó, que fue el irse camino de su caballeriza.

Especial importancia merece el papel que juega Aldonza Lorenzo a lo largo de este trayecto, pues, a juzgar por las pretensiones del hidalgo a la hora de armarse caballero (nada menos que «el aumento de su honra como el servicio de su república»), conviene considerar a Dulcinea como instrumento para dicha habituación más que como fin en sí mismo. En “Individuation, Ekphrasis, and death in Don Quixote”, Cristina Müller ya apunta a ese personaje como objeto de alteridad, en oposición a la taxonomía de herramienta que al comienzo de la novela lo determinan caballero andante: «Dulcinea is not a direct projection of Alonso Quijano, but a secondary product of don Quxote’s becoming a knight-errant». Digamos, no se trata de un amor puro hacia la mujer de El Toboso, tal como deja entrever en varias de sus intervenciones, por ejemplo, en el célebre discurso de las armas y las letras, donde expone la superioridad moral del caballero sobre el «eminente de las letras»: «Todavía me pone recelo pensar si la pólvora y el estaño me han de quitar la ocasión de hacerme famoso y conocido por el valor de mi brazo y filos de mi espada». Conversando con su sobrina y su ama (VI, II), dice don Quijote: «Dos caminos hay, hijas, por donde pueden ir los hombres a llegar a ser ricos y honrados: el uno es el de las letras, otro, el de las armas.» El octavo capítulo de la segunda parte abunda en esta idea: «porque ninguna cosa desta vida hace más valientes a los caballeros andantes que verse favorecidos de sus damas.»

Otro ejemplo de lo dicho acontece en el acceso de falsa nostalgia hacia una sociedad no artificial o civilizada, cuando baraja la posibilidad de recuperar una especie de paraíso perdido como pastor: «Daránnos [...] Apolo versos, el amor conceptos, con que podremos hacernos eternos y famosos, no sólo en los presentes, sino en los venideros siglos». Tal viraje, cómo no, precisa de la existencia de musas —«las pastoras de las quien hemos de ser amantes»—, instante en que vuelve a aparecer Dulcinea como herramienta (LXVI, II).

Don Quijote jamás ha visto a su amada, y de ella solo está enamorada «de oídas y de la gran fama que tiene de hermosa y discreta» —fama, por supuesto, inventada—, tal como dice a Sancho en el capítulo IX de la II parte. En otra ocasión llega a decir incluso: «Sancho, por lo que yo quiero a Dulcinea del Toboso, tanto vale como la más alta princesa de la tierra», negando la opción del aparentemente responsable matrimonio selectivo —o sea entre iguales— del que más tarde hablaremos.

Ergo, batirse en duelo con quienes se atrevan a mancillar el honor de Dulcinea no es sino un medio más para ocupar la memoria colectiva. Don Quijote sigue entonces las palabras de Diotima en El banquete de Platón: «Es en inmortalizar su virtud, según creo, y en conseguir un tal renombre, en lo que todos ponen todo su esfuerzo, con tanto mayor ahínco cuanto mejores son, porque lo que aman es lo imperecedero»; algo que justificaría la elección arbitraria de Dulcinea, «emperatriz de la Mancha, la sin par del Toboso», como la doncella a la que sirve.

Ante un panorama como éste —La Mancha como construcción simbólica ex nihilo, en donde, siguiendo terminología de Pierre Bourdieu, escasean los dones entre sus gentes—, Don Quijote, integrado en un sistema andropocéntrico, se afana en amplificar mediante su ingenio el valor simbólico de Dulcinea, tarea que curiosamente el lector ve realizada durante la quijotización de Sancho que sucede en la segunda parte, cuando, para resolver la mentira de Sierra Morena, el escudero refiere a una posible Dulcinea mediante los parámetros de la belleza petrarquista. En palabras de Pierre Bourdieu:

Está en la lógica de la economía de los intercambios simbólicos, y, más exactamente, en la construcción social de las relaciones de parentesco y del matrimonio que atribuye a las mujeres su estatuto social de objetos de intercambio definidos según los intereses masculinos y destinados a contribuir así a la reproducción del capital simbólico de los hombres, donde reside la explicación de la primacía concedida a la masculinidad en las taxonomías culturales. (2000)

Conviene recordar no obstante una lectura próxima a los postulados del post-feminismo —al que Bourdieu, por cierto, no apela—, que corre paralela a la mencionada dominación masculina, esto es: la «tensión y la contención permanentes [...] que impone en cada hombre el deber de afirmar en cualquier circunstancia su virilidad» (ibíd); en la ficción, ello obliga a la defensa de la virilidad de Don Quijote, o a la protección de su reputación, y por extensión, a la de Dulcinea, cuando, como él mismo afirma, «contra cuerdos y contra locos, está obligado cualquier caballero andante a volver por la honra de las mujeres» (XXV, I). Si ya Arcipreste de Hita recuerda la costumbre de los mancebos de «querer siempre tener alguna enamorada [...], dueña de un buen linaje y de mucha nobleza [...] cuerda y de buen seso», Norbert Elías apunta en una dirección similar cuando en su ensayo sobre La sociedad cortesana del siglo XVIII —cuyo transfondo es a menudo perfectamente aplicable a los códigos caballerescos, pero también a la más inmediata contemporaneidad— dice que «en muchas sociedades existen tipos del consumo de prestigio, del consumo al que obliga una competencia por el status y el prestigio.» Y suma:

Quien no puede comportarse de acuerdo con su rango, pierde el respeto de su sociedad; va a la zaga de los participantes en la constante carrera de competición para lograr las oportunidades de status y prestigio, y corre el riesgo de quedarse fuera arruinado y a tener que marginarse del círculo de trato que corresponde a su grupo de rango y status.

Véase ejemplo de esto en el enaltecimiento de sus respectivas damas —y elevado trasfondo falocéntrico— durante el combate último que enfrente al Caballero de la Blanca Luna y al protagonista de la novela de Cervantes: mientras el primero asegura que la suya «es sin comparación más hermosa que tu Dulcinea del Toboso», Alonso Quijano osa jurar «que jamás habéis visto a la ilustre Dulcinea». Como no podía ser de otro modo, Quijano sigue el código normador de la caballería andante, y habiendo perdido toda su reputación en la batalla, no le queda otra salida sino rememorar a Dulcinea y exigir al Caballero que ponga fin a su vida.

Es entonces el caso de Altisidora contraejemplo de obediencia a las normas y a la autodominación, revolucionaria en tanto que desafía el súper-yo impuesto (Elías habla en El proceso civilizador de «autovigilancia automática de los instintos en el sentido de los esquemas y modelos aceptables para cada sociedad»). Ella misma delata su insubordinación: «Cuando las mujeres principales y las recatadas doncellas atropella por la honra, y dan licencia a la lengua que rompa por todo inconveniente, dando noticia en público de los secretos que su corazón encierra, en estrecho término se hallan. Yo, señor don Quijote de la Mancha, soy una déstas, apretada, vencida y enamorada; pero, con todo esto, sufrida y honesta.» La doncella de la duquesa desarrolla su particular puesta en escena fingiendo la muerte ante el caballero andante, que, siguiendo las reglas del amor cortés, la rechaza disculpándose por que ella haya colocado en él sus pensamientos.

En El consumo de la utopía romántica (El amor y las contradicciones culturales del capitalismo), Eva Illouz repasa el cincelado de «las nociones del amor» llevado a cabo por los medios masivos; una constante histórica que encuentra sus hitos literarios en Madame Bovary, y por supuesto, en el personaje de Don Quijote. Si Illouz se pregunta por qué hoy un «determinado léxico cultural de los sentimientos se vuelve más visible y más disponible que otros», o «por qué se asocia más la idea de “intimidad” y “romance” con una conversación larga que con una salida a un partido de básquet» (2009), a término de demostrar que los mass rigen las economía emocional del individuo actual, por su parte, Mario Perniola impone el concepto de «sensología» como una «socialización de los sentimientos» que «atribuye procesos psíquicos a la vida colectiva», es decir: nos encontramos ante la traducción de la ideología al campo de la sentimentalidad.

Y de nuevo, la importancia capital de los generadores de opinión: «Lo ya sentido es una especie de mediacracia», dice Perniola. También en sus Fragmentos de un discurso amoroso, el semiólogo Roland Barthes apela a la ausencia de originalidad a la hora de asumir el funcionamiento de las relaciones amorosas: «Es la originalidad de la relación lo que es preciso conquistar. La mayor parte de las heridas me vienen del estereotipo: estoy obligado a hacerme el enamorado, como todo el mundo: a estar celoso, abandonando, frustrado, como todo el mundo.»

La masculinidad de don Quijote y los reflejos especulares hallados en Grisóstomo o Anselmo asisten a una puesta en escena de semejante sensología caballeresca, que se deriva de una suerte de habitus («principio generador y unificador que retraduce las características intrínsecas y relacionales de una posición en un estilo de vida unitario»). Póngase como primer ejemplo de esto la siguiente alocución y precisión del narrador, nada más comenzar la primera salida:

—Dichosa edad y siglo dichoso aquel adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas, para memoria en lo futuro […] Oh princesa Dulcinea, señora deste cautivo corazón! […] Plégaos, señora, de membraros deste vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amor padece.

Con estos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus libros le habían enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje.

En el esclarecedor capítulo XXV de la primera parte, donde acaece la penitencia en Sierra Morena, don Quijote insiste en su voluntad de imitar a Amadís y a Orlando el Furioso, gesto que lleva a Sancho a preguntar por qué ha de comportarse de semejante manera, si ninguna dama le ha desdeñado ni tiene constancia «de que la señora Dulcinea del Toboso haya hecho alguna niñería con moro o cristiano». A ello responde don Quijote mediante su intención de dar a entender que «si en seco hago esto, ¿qué hiciera en mojado?» Otra prueba más de los recursos para superar la ansiedad de influencia que le suponen sus antecedentes; de ratificar su virilidad en lo que Bourdieu llama la trampa de la dominación masculina, y de demostrar que él es aún más caballero que Amadís y Orlando: «quiérote hacer sabidor de que todas estas cosas que hago no son burlas, sino muy de veras; porque de otra manera, sería contravenir a las órdenes de caballería, que nos mandan que no digamos mentira alguna, pena de relasos».

Ítem más: en lo que supone un ejercicio metaliterario (exégesis del procedimiento de creación de una obra), Cervantes pone en boca de su protagonista que los personajes de las novelas de caballerías idealizaron a las damas a las que servían, esto es, «las más se las fingen, por dar sujeto a sus versos, y porque los tengan por enamorados y por hombres que tienen valor para serlo». Nótese aquí la relevancia concedida a parecer enamorado de una forma casi patológica. Después, «bástame a mí pensar y creer que la buena de Aldonza Lorenzo es hermosa y honesta [...] Porque has de saber, Sancho, si no lo sabes, que dos cosas solas incitan a amar más que otras, que son la mucha hermosura y la buena fama, y estas dos cosas se hallan consumadamente en Dulcinea, porque en ser hermosa ninguna le iguala, y en la buena fama, pocas le llegan».

La aseveración anterior contradice el hecho de que don Quijote se oponga a la selección racional del cónyuge: a sus ojos, la virtud conduce inevitablemente a la atracción; mas, ante la ausencia de la misma, «píntola en mi imaginación como la deseo, así en la belleza como en la principalidad, y ni la llega Elena, ni la alcanza Lucrecia, ni otra alguna de las famosas mujeres de las edades pretéritas, griega, bárbara o latina». Luego la célebre pasión de don Quijote hacia Dulcinea no es el verdadero personaje, sino hacia el artificio que él mismo es consciente de haber construido.

A propósito de los vínculos entre el deseo y las relaciones pecuniarias, cabe apuntar a los paralelismos etimológicos que asocian el concepto “codicia” a su génesis en “Cupiditas”, que en latín refería a la idea de deseo, así como con el dios Cupido, de quien se dice que lanzaba flechas de oro. En la actualidad existe una tendencia dentro del humanismo crítico a señalar la época post-industrial como responsable de la racionalización y el deseo de optimización de las relaciones humanas. Mientras Kundera asociaba en La lentitud el «amor verdadero» al «regalo no merecido [...] aquello que no tenga aspecto de ser interesado», ya en 1956 Erich Fromm, uno de los primeros estudiosos sobre la relación entre capitalismo y relaciones humanas, se quejaba de la invasión de los presupuestos económicos en la esfera privada del individuo: «dos personas se enamoran cuando sienten que han encontrado el mejor objeto disponible en el mercado, dentro de los límites impuestos por sus propios valores de intercambio» (El arte de amar). En una línea muy similar sobresale la obra de Gary Becker. Galardonado con el Premio Nobel de Economía en 1992, figura entre su bibliografía Tratado de familia, un intento de explicar mediante terminología económica el funcionamiento de las relaciones familiares y conyugales. Su tesis es la siguiente:

un mercado matrimonial eficiente asigna a todos los participantes unas rentas o precios que les llevan a formar matrimonios monógamos o polígamos adecuados. Los precios atribuidos a cada uno de los participantes también se utilizan para emparejar hombres y mujeres de calidades diferentes; hemos visto como algunos participantes deciden casarse con personas inferiores porque son conscientes de que las personas superiores son demasiado costosas [...] un mercado matrimonial eficiente conduce generalmente a una asociación positiva de características entre cónyuges: hombres de alta calidad se casan con mujeres de alta calidad mientras que hombres de baja calidad lo hacen con mujeres de poca calidad, aunque la asociación negativa de características entre cónyuges sea importante algunas veces.

Paradójicamente, Bourdieu parece incurrir en la misma ansiedad por la distinción de la que él mismo habla en otros ensayos al anotar que la interpretación economicista de las relaciones (Fromm, Marcuse, Becker...) ignora la «ambigüedad esencial de la economía de los bienes simbólicos», que transforma «todos los objetos susceptibles de tener formas intercambiables, en dones (y no en productos), es decir, en signos de comunicación que son de manera indisociable unos instrumentos de dominación». Lo cierto es que hasta las analogías entre liberalismo sexual y liberalismo económico en Houellebecq, el humanismo también ha abordado de un modo más o menos directo la idea de matrimonio selectivo. Así, Diotima afirma en El Banquete que «el objeto del amor es la posesión constante de lo bueno», e Iscómaco «¿Por qué te esposé y por qué tus padres te entregaron a mí? Porque hemos reflexionado [...] acerca del mejor compañero con el que podríamos asociarnos para nuestra casa y nuestros hijos», y Cicerón: «¿Por qué no amamos ni a un joven feo, ni a un guapo anciano?, e incluso el Guzmán de Alfarache: «[el amor] es más perfecto, cuanto lo es el objeto.»

De los anteriores intertextos se desprende el conflicto generado ante la escasez de objetos virtuosos en contraposición a la amplia demanda de los mismos, que a su vez conduce al estado de guerra hobbesiano y a Becker o Fromm y sus respectivas ideas de matrimonio selectivo. El mismo hace su presencia por primera vez en el cuento de Grisóstomo y Marcela, quien se ha de defender de las acusaciones de los pastores glosando la imposibilidad de evadir la desigualdad característica del mercado emocional:

Yo conozco, con el natural entendimiento que Dios me ha dado, que todo lo hermoso es amable; mas no alcanzo que, por razón de ser amado, esté obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama. Y más, que podría acontecer que el amador de lo hermoso fuese feo, y siendo lo feo digno de ser aborrecido, cae muy mal el decir: «Quiérote por hermosa; hasme de amar aunque sea feo.» […] Si no, decidme, si como el cielo me hizo hermosa me hiciera fea, ¿fuera justo que me quejara de vosotros porque no me amábades? Cuanto más, que habéis de considerar que yo no escogí la hermosura que tengo, que, tal cual es, el cielo me la dio de gracia, si yo pedilla ni escogella. Y así como la víbora no merece ser culpada por la ponzoña que tiene, puesto que con ella mata, por habérsela dado naturaleza, tampoco yo merezco se reprehendida por ser hermosa.

Otro de los capítulos que merecen ser tenidos en cuenta para valorar la presencia del intercambio interesado de bienes simbólicos es la conversación entre Sancho y Teresa Panza (Capítulo V, II) en donde acaece el conflicto de intereses por el futuro de Sanchica, pues mientras el primero desea continuar su carácter de parvenu sobre su descendiente, Teresa aboga por el mantenimiento del orden vigente, la permanencia social, o la defensa de una actitud conservadora:

—A buena fe —respondió Sancho— que si Dios me llega a tener algo qué de gobierno, que tengo de casar, mujer mía, a Mari Sancha tan altamente, que no la alcancen sino con llamarla señora.

—Eso no, Sancho—respondió Teresa—; casadla con su igual, que es lo más acertado; que si de los zuecos la sacáis a chapines, y de saya parda de catorceno a verdugado y saboyanas de seda, y de una Marica y un tú a una doña tal y señoría, no se ha de hallar la muchacha, y a cada paso ha de caer en mil faltas, descubriendo la hilaza de su tela basta y grosera.

—Calla, boba—dijo Sancho—; que todo será usarlo dos o tres años; que después, le vendría el señorío y la gravedad como de molde; y cuando no, ¿qué importa? Séase ella señoría, y venga lo que viniere.

—Medíos, Sancho, con vuestro estado —respondió Teresa— […] Traed vos dinero, Sancho, y el casarla dejadlo a mi cargo; que ahí está Lope Tocho, el hijo de Juan Tocho, mozo rollizo y sano, y que le conocemos, y sé que no mira de mal ojo a la muchacha; y con éste, que es nuestro igual, estará bien casada, y le tendremos siempre a nuestros ojos, y seremos todos unos […] y no casármela vos ahora en esas cortes y en esos palacios grandes, adonde ni a ella la entiendan, ni ella se entienda.

La metaficción de protagonizada por las bodas de Camacho es otro de los episodios en donde se repite esta idea: Quiteria la hermosa contraerá matrimonio con Camacho el rico, aunque de ella esté enamorado Basilio, quien no cuenta con «bienes de fortuna» sino «de naturaleza». El debate sobre la ética de un matrimonio entre Quiteria y Basilio destruye de nuevo el aura de romanticismo a menudo atribuido a don Quijote, a saber: Si de un lado Sancho hace gala de la defensa de una dinámica en la escala social (proyección obvia de sus fantasías), y es por ello por lo que aboga por el matrimonio entre Basilio y Quiteria, don Quijote llama a la permanencia de las costumbres al decir que «si todos los que bien se quieren se hubiesen de casar, quitaríase la elección y jurisdicción a los padres de casar sus hijos con quien y cuando deben». Resulta de interés especial contrastar ahora su presunto amor ciego hacia la desconocida Dulcinea con la opinión que sigue: «el amor y la afición con facilidad ciegan los ojos del entendimiento, tan necesarios para escoger estado, y el del matrimonio está muy a peligro de errarse, y es menester gran tiento y particular favor del cielo para acertarle.» Añade: «La de la propia mujer no es mercaduría, que una vez comprada se vuelve, o se trueca o cambia, porque es accidente inseparable, que dura lo que dura la vida.»

Considerado como el padre de la teoría del estado moderno, el filósofo Thomas Hobbes dictaminó en Leviatán (1651) que la libertad absoluta inherente a la existencia humana determina su condición natural, ausente de derecho y ley. Así, antes de desarrollar su célebre teoría política, Hobbes glosa la conducta del individuo para concluir que «si dos hombres desean una misma cosa que no puede ser objeto de disfrute para ambos, devienen enemigos; y en su camino hacia su fin (que es principalmente su propia conservación, y a veces sólo su delectación) se esfuerzan mutuamente en destruirse o subyugarse». De nuevo aquí el axioma elemental derivado del intercambio económico-liberalista de bienes simbólicos que nos ocupa: el conflicto entre una oferta escasa y una demanda excesiva. Y es exactamente esta misma legitimación del conflicto —que, como ahora veremos, concentra la actitud de Anselmo o Grisóstomo— la que Don Quijote profiere en su defensa de Basilio, en un escenario que, siguiendo con la voluntad de esta segunda parte de venganza por parte de quienes en la primera fueron burlados, convierte al pretendiente en figura victoriosa.

Si recordamos, Basilio aparece en la boda de Camacho y Quiteria próximo a la muerte, y es por esto por lo que, tras recriminar su ingratitud, Basilio pide su mano en el trance último de su vida; a ello se suma el consejo del cura, que «le dijo que atendiese a la salud del alma antes que a los gustos del cuerpo, y que pidiese muy de veras a Dios perdón de sus pecados y de su desesperada determinación.» Ante la negativa del personaje a confesarse, Quiteria acepta el matrimonio —aconsejada también por don Quijote y el propio Camacho—. No obstante, la escena no es más que un artificio («industria, industria») inventado por Basilio para conseguir el matrimonio; no es casual tampoco que Sancho sea el primero en intuir la artimaña: «Para estar tan herido este mancebo, mucho habla; háganle que se deje de requiebros, y que atienda a su alma, que, a mi parecer, más la tiene en la lengua que en los dientes.»

Pero lo más importante del capítulo no es sino el modo que don Quijote tiene de anticiparse al hobbesianismo de las relaciones humanas, en una escena que vuelve a poner en tela de juicio su moralidad infraestructural, o su amor incondicional y solo en apariencia trasnochado hacia Dulcinea:

—Teneos, señores, teneos; que no es razón toméis venganza de los agravios que el amor nos hace; y advertid que el amor y la guerra son una misma cosa, y así como en la guerra es cosa lícita y acostumbrada usar de ardides y estratagemas para vencer al enemigo, así en las contiendas y competencias amorosas conseguir el fin que se desea, como no sean en menoscabo y deshonra de la cosa amada.

Y de regreso al texto capital de Hobbes, éste señala tres causas principales de riña entre los individuos: competición, inseguridad y gloria. «Los primeros usan de la violencia para hacerse dueños de las personas, esposas, hijos y ganado de otros hombres; los segundos para defenderlos; los terceros, por pequeñeces, como una palabra, una sonrisa, una opinión distinta, y cualquier otro signo de subvaloración, ya sea directamente de su persona, o por reflejo en su prole». En efecto, la historia de Basilio en las bodas de Camacho sería expresión del primer tipo de conflicto: la competición por la posesión de Quiteria. Y si el tercer tipo (la gloria) aparece representado por los conflictos que llevan a don Quijote a la defensa del honor de Dulcinea, referido a la inseguridad, la novela del curioso impertinente es quizá el subtexto que mayores niveles de ilustración alcance, aunque no mediante la exposición de una escena típica en donde un hombre pugna por alguien susceptible de ser pretendiente de su amada. Como sabemos, Anselmo quiere probar si Camila «es tan buena y tan perfecta» como él piensa, para lo cual hará que «pase por dificultades, y se acrisole y quilate en el fuego de verse requerida y solicitada», tarea que su amigo Lotario deberá llevar a cabo.

La novela ejemplar debe leerse también como un pequeño ensayo sobre la amistad. Originalmente, Lotario hace una interpretación economicista de la tarea encargada para afirmar que el beneficio será cero, suceda lo que suceda: «puesto que salgas con ella como deseas, no has de quedar ni más ufano, ni más rico, ni más honrado que estás ahora; y si no sales, te has de ver en la mayor miseria que imaginarse pueda». La operación queda truncada cuando Lotario empieza a considerar «cuán digna era de ser amada, y esta consideración comenzó poco a poco a dar asaltos a los respetos que a Anselmo tenía, y mil veces quiso ausentarse la ciudad e irse donde jamás Anselmo le viese a él, ni él viese a Camila.» Por supuesto, Cervantes habla al lector de la imprevisibilidad del ritual del romance para presentar un desenlace de corte trágico.

3 comentarios:

Luna Miguel dijo...

Sobresaliente.

Maese Pedro dijo...

Segunda parte, capítulo 26.


—"Llaneza, muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala"

Cita que me persigue.

Vladimir García Morales dijo...

Es un texto magnífico. Gracias por compartirlo.