Quimera, la revista oficial de Pressing Catch
En el último y extraordinario número de Quimera, a lo largo de dos artículos que presentan perspectivas absolutamente antitéticas, recreamos uno de los clásicos de todos los tiempos en el género de las polémicas literarias, esto es: las estrategias (paratextuales) de legitimación y posicionamiento autorial. Ese asunto que desvela con facilidad la expresión más cabreada, flemática y hostil en los inspectores de sanidad responsables de examinar los grados de ética que corresponden a las trayectorias literarias. El primero de esos textos viene firmado por Damián Tabarovsky, el cual, para reivindicar «una literatura de izquierdas», y con ella el sendero seguido por Raymond Roussel —al parecer, al margen de eso que en terminología de Bourdieu venimos llamando campo literario: «nunca publicó en una editorial “de verdad” […] nunca escribió en un periódico […] la sociología no tiene nada para decir sobre Roussel»—, se enfrenta a algunos de los mecanismos que el sistema ha empleado para decidir quién compone sus integrantes:
Hoy en día parece haber dos caminos. Uno, el rápido (como los créditos fast track del Fondo Monetario Internacional): ganar un concurso literario corrupto con miles de euros como premio, escribir novelas idiotas (propongo una: en Oxford se realiza un congreso de detectives que deben resolver un enigma, un crimen cuyo desenlace sucede en Lisboa antes de la llegada del nazismo), salir en la tapa de los suplementos culturales, posar para la foto con el alcalde de turno, inclinarse ante agentes literarios más poderosos que el propio escritor. Sobre este camino no hace falta agregar nada más.
Y luego, otra vía, la lenta. Construir pausadamente una obra, desarrollar una estética personal, una mirada crítica, darle rienda delirante a una gran erudición; ser escritor. Con el paso del tiempo, quien sabe, quizás ese escritor termina consagrándose. Sus libros no venden mucho, pero finalmente una gran editorial contrata su obra […] Como si esa vía lenta terminase también casi en el mismo punto que el camino rápido.
Ante esta radiografía, lo primero que se me ocurre es que tal vez Tabarovsky y yo pensemos en autores que en nada tienen que ver: a propósito de los premios, quizá él tenga en mente, qué sé yo, a Lucía Etxebarría, mientras yo pienso en otros escritores. Lo segundo guarda relación con la mitología, pues, curiosamente, si su descripción de novela «idiota» coincide con una aglomeración de mitos, espaciales o históricos (¿alguien conoce algún escritor que escape a imaginarios reconocibles?), la percepción que hace de lo que ha de ser un autor responsable («ser escritor», lo llama él) encaja con otro de los mitos historiográficos más repetidos, y que más daño ha causado a los lectores cuando de lo que se trata es de reflexionar sobre cómo debe ser un escritor serio, a saber: esa personalidad sujeta al orden del destino (Ferlosio), introspectiva (Jung), ausente de aliados (Aristóteles), mesiánica, trágica, redentora, avalada por un nimbo de genialidad romántica y un aislamiento, hasta cierto punto, misántropo. Así, a propósito de la personalidad de destino, Ferlosio comentaba en 2004, durante la ceremonia de entrega del Cervantes
Si, ahora, imitando a Hegel cuando consideraba los inmensos sacrificios perpetrados en el “ara de la historia universal” se preguntaba: “¿Para quién?, ¿para qué?”, nos preguntamos nosotros lo mismo respecto de esos 22 muchachos que se autoinmolan todos los domingos en el ara sacrificial del balompié, la respuesta será, de puro obvia, perogrullesca: “Pues ¿para qué va a ser? ¡Para ganar! ¡Para ser los primeros, los mejores!”; pero si nos detenemos a mirar el asunto un poco más, la respuesta empezará a dejar de parecer tan obvia, para empezar a sonar un tanto misteriosa. Y aún más misterioso tendría que resultar el que se estime y se alabe como “entrega”, como “generosidad”, aún más nobles por la total carencia de utilidad, un esfuerzo y un sacrificio que no responden más que al delirio solipsista, narcisista, autista, del “I did it!”, del egocéntrico furor de autoafirmación de los sujetos, con toda esa penosa jerga escolar del “espíritu de sacrificio”, y el “afán de superación” y la “aspiración a la excelencia” […] Walter Benjamin observa que, al menos en la rigurosa concepción de los antiguos, el destino carece de una vertiente que revierta sobre la felicidad. (El subrayado es nuestro)
En “Costumbres literarias” (Escenas matritenses, 1837), Mesonero Romanos se lamentaba del drama del literato, con un resentimiento similar al que hoy reproducen ciertos críticos del sistema, y concretaba esa sombría proyección del autor empírico con las siguientes palabras:
Si, confiado en la superioridad de su genio, no supo unir la adulación a las dotes de su talento; si, mirando desdeñosamente los intereses materiales, no acertó a mendigar un favor del poderoso, favor menguado, que apartándole de sus nobles ocupaciones le convierte en lisonjeador de oficio o en mecánico oficinista, todo su saber, por grande que sea, bastará tal vez a conquistarle un lugar distinguido en las crónicas literarias; acaso la posteridad encomiará su genio, acaso levantará estatuas a su memoria, pero en tanto su vida se consumirá angustiosa en medio de tristes privaciones; y aquel hondo despecho que produce en el alma un desdén injusto, abreviará sus días, y muy luego le conducirá al ignorado sepulcro, que en vano buscarán sus futuros admiradores.»
[…]
De aquí las singulares anomalías que vemos diariamente; de aquí la prostitución de las letras bajo el falso oropel de los honores cortesanos. ¿Fulano escribió una letrilla satírica? Excelente sujeto para intendente de rentas. ¿Zutano compuso un drama romántico o un clásico epitalamio? Preciso es recompensarle con una plaza en la Amortización. Aquél, que hace muy buenas novelas, a formar la estadística de una provincia. Este, que ha traducido a Byron, a poner notas oficiales en una secretaría. El otro, que escribió un folletín de teatros, a representar al gobierno español en un país extranjero.
Entretanto, aquellos escritores concienzudos, que ven en el cultivo de las letras su sagrada y única misión, y no sabiendo o no queriendo abandonarlas, esperan recibir de ellas la única corona a que aspiran, yacen arrinconados, y como se dijo al principio, peregrinos en su propia patria; y el pueblo que los mira, y los magnates que no comprenden la causa noble de su desdén, les arrojan al pasar una mirada compasiva, o llegan a dudar hasta de sus intenciones o su talento…»
Los mandamientos que siguen de esa «prostitución de las letras», idea que extrañamente sobrevive hasta nuestros días, son fácilmente reconocibles: el escritor permanecerá en cuarentena perpetua, no pudiéndosele permitir publicar en editoriales de gran tirada (otro mito: solo las editoriales independientes, signifique esto lo que signifique, publican literatura de riesgo, signifique esto lo que signifique), ni relacionarse con sus contemporáneos (más mitología moderna: la cultura no es una fuerza centrípeta que atraiga para sí a los responsables de su producción, sino que tiene lugar en húmedos sótanos donde la luz siempre es insuficiente, y el ancho de banda, una incongruencia improbable), pues toda relación con los contemporáneos trae consigo, conscientemente o no, una llamada al intercambio de favores, y además siempre es más divertido charlar de literatura o de la vida en general con alguien con quien no se comparte ningún tipo de intereses, piénsese en el mecánico que tuneó la moto de tu sobrino pequeño o en el vecino que se olvidó de insonorizar su club privado de vuvuzela; ni mucho menos recibir premios (ahí está Sartre, cuyo rechazo del Nobel hace que mole un poco más que Camus), pues estos no solo están corrompidos sino que además siempre recaen en libros que no son merecedores; ni comer tres veces al día (hoy hablaríamos de transgredir holgadamente la barrera de mileurismo), antes al contrario, mejor será el reconocimiento de la genialidad en el umbral de la muerte, tras una existencia de penuria y redención, lo cual demuestra la supina estolidez de los críticos; ni salir en medios de comunicación, pues como todo el mundo sabe, un poeta que anuncia Levis en el EPS es un poeta menor, lo que nos lleva a pensar que los autores no saben que escribir los libros es mucho más divertido que promocionarlos, si bien autoinmolarse y censurar la información cultural en beneficio de otras materias de interés general, o de los escritores que son auténticos animales mediáticos, no parece la solución más pragmática; ni…
En definitiva, de lo anterior escapa una ideología de la literatura armada a partir de verdades grupales más o menos ficticias, de las cuales ninguno estamos liberados, aunque la autoconsciencia siga siendo una especie de paso previo al conocimiento. Más allá, en el intenso y nutritivo debate entre José Luis Pardo y Eloy Fernández Porta (Premio Nacional de Ensayo de 2005 y Premio Anagrama de ensayo 2010), mediado por Roberto Valencia en el mismo número de Quimera, el autor de €®0$, consciente de la mediación emocional hacia el fenómeno literario detentada por ciertas instituciones, desmiente semejante lectura marxista y por lo tanto pesimista de la historia:
La edad de oro de Buñuel, la obra maestra del cine surrealista, se hizo con el dinero de un aristócrata francés que puso un millón de francos para hacerla. Si no hubiera ocurrido, no habría película. Pues bien, a nadie se le ocurre decir “ah no, La edad de oro no vale porque como la pagó…”. Bueno, pues ésta fue una asociación muy conveniente, entre el aristócrata parisino y el cineasta aragonés, que tenían un enemigo en común, que era la burguesía o la socialdemocracia, o lo que fuera. Por tanto lo que hay no es una pureza originaria que se corrompe sino una imbricación entre distintas corrientes. Y la que a mí me interesa es la vertiente emancipadora, incluso subversiva del capitalismo.
Y ahí están, también, los career studies desarrollados a propósito de los pesos pesados en el Siglo de Oro (Lope de Vega versus Cervantes, Quevedo versus Góngora…). Siguiendo con la autoconsciencia del campo literario, en esa misma entrevista Fernández Porta arroja otra potente granada contra los lugares comunes de cierta ideología literaria:
El discurso sobre la difuminación de las jerarquías culturales, al igual que el discurso sobre la difuminación de los géneros artísticos, tenía sentido hace cierto tiempo porque se decía que la baja cultura era más interesante que la alta, porque traía un mensaje más crítico, más relevante, incluso estéticamente mejor. Pues bien, este discurso, a día de hoy, se ha convertido en un argumento publicitario para vender cualquier objeto. Incluso Antonio Banderas puede considerar que su cine transgrede géneros. Este discurso, repetido en los medios, se acaba convirtiendo en una de las principales aportaciones del lenguaje en la estética contemporánea al progresismo socialdemócrata, entendiendo por progresismo la visión de la historia como un proceso en el que cada vez se van consiguiendo más libertades (sociales, personales, legislativas, etc.). Así, la novela transgenérica va bien, en la medida en que el país va bien. Estoy absolutamente en contra de eso.
Y más adelante:
Si efectivamente los críticos de música o de literatura se ocupan tanto de la constelación de referentes que aparecen en la obra que de la calidad, quizá sea porque la calidad literaria es eso, o sea, una cierta economía de la información de tal modo que se acepta que distinguir un mundo referencial trae consigo también un mundo social y emocional. Eso también es calidad.
A mi juicio, asociar los dos enunciados anteriores nos lleva a una saludable y necesaria actitud de sospecha con respecto a ciertas etiquetas que resultan atrayentes (comerciales) en determinados contextos, a saber, la literatura y la edición indie frente a la literatura y edición mainstream (recordemos que ninguna de estas posibilidades es garante de nada, y que tampoco la edición independiente está a salvo de errores, aunque su relevancia hoy siga siendo decisiva e incuestionable), y el paraguas que ofrecen ciertos clásicos, pues si leer el canon nunca debe ser una opción a descartar, apelar a éste como fuente —otro recurso habitual para el del escritor, y pienso en el hecho de que hasta Galdós se consideraba cervantino: «Examinando la cualidad de la observación en nuestros escritores, veremos que Cervantes, la más grande personalidad producida por esta tierra, la poesía en tal alto grado, que de seguro no se hallará en antiguos ni modernos quien le aventaje, ni aun le iguale»)—, o incluso a la percepción pesimista frente a la literatura antes mencionada, mal que nos pese, no te convierte, necesariamente, en una firma a la cual el futuro ha de rendir justicia. A fin de cuentas, son solo mitos que aguardan su parodia.
Aumentemos
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