(Y un día nos hizo despertar transformados en insectos)
El gobierno no es la solución a nuestros problemas. El
gobierno es el problema.
Ronald Reagan, 1981
1.
—Aquí en Estados Unidos esperamos que el gobierno y la ley
sean nuestra conciencia. Nuestro superego, podríamos decir. Tiene algo que ver
con el individualismo liberal, y con el capitalismo… No pensamos en nosotros
mismos como ciudadanos, parte de algo más grande para con lo que tenemos fuertes
responsabilidades. Pensamos en nosotros mismos como ciudadanos cuando se trata
de nuestros derechos y privilegios, pero no de nuestras responsabilidades… Es
una paradoja… Los ciudadanos tenemos poder constitucional para elegir no hacer
nada y dejar las decisiones a corporaciones y a un gobierno que suponemos que
las controla. Las corporaciones están mejorando a la hora de seducirnos para
que pensemos como ellas, beneficios y telos
y responsabilidad como algo que consagrar simbólicamente y evitar en la
realidad. La inteligencia a diferencia
de la sabiduría… No podemos detenerlo. Sospecho que lo que pasará es algún tipo
de desastre —depresión, hiperinflación— y entonces comenzará la hora de la verdad:
o despertamos y retomamos nuestra libertad o fracasamos por completo… Imagina
que estás en una balsa salvavidas con más gente y hay mucha comida y la tienes
que compartir… Como es lógico deseas toda la comida, te mueres de hambre. Pero
así están todos. Si te comes toda la comida no podrás vivir con ello. Los otros
te matarán… Creo que en los ochenta los americanos están locos. Se han vuelto
locos… Puede sonar reaccionario, lo sé… No pensamos en nosotros mismos como en
el pasado, como pequeñas partes de algo más grande e infinitamente más
importante hacia lo cual tenemos serias responsabilidades… Pensamos en nosotros
mismos como los que se comen la tarta en lugar de los que hacen la tarta. ¿Y
quién hace la tarta?... No preguntes a tu país lo que puede hacer por ti…
Al habla un personaje de The
Pale King.
No recuerdo si fue su hermana o
su mujer quien dijo que podía imaginarse los momentos previos a su suicidio,
besando a sus dos enormes perros y despidiéndose tiernamente de ellos. El caso
es que ese viernes 12 de septiembre de 2008, cuando DFW preparaba las cuerdas
en su residencia de Claremont, al otro lado del país, en la Costa Este, unos
tipos que bien podrían pasar por personajes suyos intentaban salvar del
desastre a la banca mundial. En efecto, el lunes 15 Lehman Brothers declaraba
su quiebra y ocurrió eso que Raj Patel describió como una grosera versión
mundial de la peripecia de Gregor Samsa: «Es como si un día nos despertáramos y
nos encontráramos transformados en cucarachas […] Su reacción es sencilla, y
exclama: “¡Pobre de mí! ¿Cómo voy a poder conservar mi trabajo?» Pues eso. La
crisis se extiende, revientan algunas cuantas economías y todo lo que ya
sabemos. Con todo, conociendo la trayectoria de DFW, el dato es aterrador e increíble.
Hacia 1987, al término de la
revolución conservadora de Reagan y Thatcher, principales enterradores de
Keynes y promotores del neoliberalismo más chungo, DFW empezó a publicar. Y es
probable que su ficción sea el máximo reflejo de ese interludio en la Historia
Universal que media entre la caída del muro —el fin del siglo XX, como proclamó
Eric Hobsbawm— y el 11-S. O entre la caída del muro y la crisis de Lehman.
Hasta que empezaron a intentar convencernos de que Hungtinton era el pensador
que declaraba el que sería el conflicto más importante de nuestro siglo —el así
llamado choque de civilizaciones—, Fukuyama fue el pensador clave en esa época
de transición. La historia se ha acabado y el capitalismo es lo mejor que nos
ha pasado. Y DFW habló todo el rato de eso.
Mismamente, «La niño del pelo
raro», el texto que da título a su primer libro de cuentos (probablemente su
mejor libro), trata sobre un excéntrico yuppie republicano forrado de pasta y caracterizado
por extrañas parafilias sexuales, agresivo un poco a la manera de Pat Bateman.
Hacia el final del cuento, cuando alguien le pregunta cómo hace para ser feliz,
obligándole por tanto a practicar un ejercicio del solipsismo, el protagonista
se viene abajo y desvela una serie de traumas infantiles vinculados a los
comportamientos de su padre, un republicano que ha interiorizado esa idea de la
familia protectora de la que Lakoff hablaría más tarde en No pienses en un elefante, y que tan bien le fue, durante algún
tiempo, al partido de Reagan y la saga Bush. Como digo, ese viernes negro, DFW
se suicida sin haber concluido su novela sobre un tema que no tendría por qué
interesar a ningún escritor hasta entonces.
Y el tema no es otra cosa que
los impuestos en Estados Unidos, a partir de la peripecia de los empleados del
IRS, el Departamento de Tesorería de Estados Unidos,en Peoria, Illinois, entre
los que se encuentran dos personajes llamados David Wallace (la puesta en abismo, por lo demás, ya es un
clásico en el catálogo de técnicas compositivas del autor). De hecho, uno de
los vínculos más fuertes entre The Pale
King y su último libro, Oblivion,
es la fascinación hacia el personaje colectivo, corporativo. Si en Extinción,
teníamos el grupo de discusión encargado de diseñar la publicidad del chocolate
¡Delitos!® («Señor Blandito»), el aula infantil del narrador traumatizado en
«El alma no es una forja», la aldea tercermundista en «Otro pionero» y la
redacción de la revista Style en «El
canal del sufrimiento», The Pale King
pretende abrazar el grupo que compone estas oficinas del IRS. El capítulo 25 es
el mejor ejemplo de lo expuesto. Allí leemos cosas como: «Matt Redgate vuelve
una página. “Groovy” Bruce Channing adjunta un impreso a un archivo. Anad Singh
vuelve dos páginas de golpe por error y devuelve una hacia atrás provocando un
sonido ligeramente distinto.» Y así durante cuatro páginas en las que se capta
un único instante de burocracia.
Pero admitamos que muchos críticos
no estarán de acuerdo con el tema que sirve como eje a de The Pale King. Mientras leía las primeras opiniones aparecidas en medios
anglosajones, advertí varias reseñas que comprendían enunciados del tipo: «apelar
a The Pale King como un libro sobre
impuestos es como decir que Infinite Jest
es un libro sobre cintas de video» (si bien es cierto que tampoco leí ningún
artículo que se centrase en el componenete financiero de la novela). A eso hay
que añadir que si La broma infinita
tomaba como pretexto las cintas extremadamente divertidas del cineasta suicida
James Incandenza, tenía bastante lógica que el siguiente paso fuese una ficción
sobre el aburrimiento. John Barron, para el Chicago
Sun Times, comenzaba su artículo aclarando que: «Uno de los temas de esta
novela es el aburrimiento, el aburrimiento demoledor vinculado a ciertos
trabajos». Partiendo de una actitud de sospecha, no tardaríamos en convenir que
mucho más sencillo para un crítico es liquidar el tema apelando a una
abstracción moldeable como el «aburrimiento», en lugar de intentar penetrar en
los aspectos más especializados de la narración. No olvidemos, a fin de
cuentas, que la primera noticia que tenemos de The Pale King se remonta a mayo de 1998, en un encuentro que se
organizó entre Gus Van Sant y DFW. Allí el cineasta le pregunta por sus clases,
y DFW responde:
—Este año estoy de sabático.
Asisto como oyente pero no imparto clases. La clase a la que asisto es un
auténtico coñazo.
—¿De qué va esa clase? —pregunta
Van Sant.
—Va sobre, ehm… contabilidad de
impuestos avanzada. Es una larga historia y probablemente no quieras saberla.
Nuestro autor estaba poniendo en
práctica la acertadísima frase de los Wu Ming: «Haría falta centrarse más en la
economía, porque ésa es la verdad de esta sociedad. Haría falta leer un poco
más las secciones de economía de los periódicos y un poco menos las
gilipolleces que ocupan las quince primeras páginas para entender mejor cuáles
son las verdaderas tendencias.» Durante muchos años leímos a DFW, como dijo de
él Eduardo Lago, como el mejor cronista del malestar de EE UU. Pero mientras
todos nosotros nos empeñábamos en ver su literatura en una clave cultural o
psicoanalítica, él, con The Pale King,
ya iba, como siempre, cien millas por delante de nosotros y se había decidido a
entrar en un farragoso mundo de finanzas e impuestos, en un momento en que a
muy pocos autores tendría por qué interesarnos.
2.
Un par de tipos permanece media hora en silencio, hasta que a
uno se le ocurre preguntar: «¿y tú en qué piensas cuando te masturbas?» Tratando
de zafarse de la incómoda situación, responde algo así como «tetas»; su colega contraataca:
«¿Sólo tetas? ¿Sin nadie? ¿Sólo tetas, en abstracto?» Y el interlocutor se
enfada. En un artículo del Peoria Journal
Star se da la noticia de un trabajador del IRS que ha sido hallado muerto,
«tratan de encontrar una explicación a por qué nadie advirtió que uno de sus
empleados llevaba sin vida en su escritorio durante cuatro días […] nadie se
dio cuenta hasta que el sábado por la noche alguien del servicio de limpieza preguntó
cómo podía estar trabajando en el despacho con todas las luces apagadas». Otro tipo
desprende un aura de timidez y amabilidad, «una persona triste que vivía en un
cubo de miedo». Alguien recuerda: «Digamos que la actitud general de mi familia
solía ser: “¿Qué has hecho tú por mí últimamente?”; o mejor: “¿Qué has
conseguido/ganado/logrado últimamente, que pueda de algún modo (imaginario o
no) reflejarnos de forma correcta, y permita regodearnos en algún tipo de
habilidad reflejada (auténtica o no)?» Otro recuerda su juventud a mediados de
los setenta, cuando era capaz de entablar relaciones con chicas partiendo de la
base de que se había dejado una patilla afeitada y la otra no; él mismo
recuerda que en una época en la que la cocaína era lo más divertido, su
tolerancia hacia la sustancia era en verdad desagradable, hasta el punto de que
se ve a sí mismo en una fiesta, hablando con gente que habla muy rápido porque
va colocada de cocaína, y él intenta zafarse de la conversación y da un sutil
paso atrás, pero ellos caminan hacia él, hasta que en un punto determinado se
encuentra atrapado contra la pared ante un montón de gente que no puede parar
de hablar.
¿A qué les suena? He aquí la
clase de gags que durante mucho tiempo hicieron que DFW no defraudase. Cualquiera
que haya leído un par de libros suyos ha desarrollado una intuición casi
infalible a la hora de asociar semejantes situaciones absurdas a su autor.
DFW tenía madera de icono. No
sólo fue, considero, uno de los puntales más estimulantes a la hora de pincelar
la imagen de marca de su editorial española, sino que en el debate literario
entre 2000 y 2008, cuando mucha gente parecía enfermizamente pendiente de
relevos generacionales por llegar, fue sinónimo fuerte de progreso. En ese
periodo hubo bastantes y muy divertidos artículos, casi siempre pobres y poco fértiles,
a favor y en contra de su figura. Recuerdo a Robert Saladrigas quejándose de
que no tenía nada que hacer ante la alargada sombra de Pynchon, como si ambos
autores no fuesen los suficientemente complejos e independientes para precisar
análisis distintos, o a De Prada protestando sobre la aliterariedad de sus digresiones:
—Muy bien, Juan Manual, ¿pero
qué carajo, perdón, perdón, entiendes tú por literariedad? —me preguntaba todo el tiempo.
Ciertamente, la existencia de
sus críticos menos imaginativos justificaban a los defensores de hipotéticos
nuevos paradigmas narrativos, pues en la otra parte del campo de juego, su
literatura fue utilizada para comentar atávicos problemas que siguen circulando
en seminarios de literatura: lenguaje, narración, artificio, experimentalismo,
absorción de la cultura pop de su época y todo lo demás. Fue así como se gestó
el primer modelo de fanático de DFW. La clase de lector, académico o escritor
comprometido con la herencia del modernismo, que además conectaba con el
reconocible imaginario generacional del autor (Jeopardy!, sitcoms, deportes, lad
culture al estilo americano,
drogas, yuppies, fanatismo por la teoría literaria, erudición descontrolada…).
Pero a su muerte todo eso cambiaría. La prensa cultural dio carpetazo a su
trayectoria celebrando sus éxitos, alimentando el mito, silenciando las
críticas y situándolo en una posición francamente favorable, aunque, con el
tiempo, con el lento aunque visible cambio de intereses en el marco de la
crítica, no se tardase en demostrar que todo aquel final pirotécnico no era más
que una victoria pírrica. Si ya no había lugar para opiniones enfrentadas, ¿qué
podía ofrecernos entonces? Y si me preguntáis qué queda de todo eso, mi opinión
es que nada o realmente poco. Excluyendo la parafernalia relativa a su
suicidio, DFW, de cara a la falange compuesta por sus más fieles lectores,
fanáticos que en secreto se sienten orgullosos de su rollito grunge y la
bandana motera, debería haber trascendido a producto cultural merecedor de
homilías negras, todo lo contrario a la racionalidad lectora que se espera del entorno
académico, aunque también, todo aquello que tradicionalmente y muy a nuestro
pesar seguimos exigiendo a la lectura: explosivas cajas de pandora que esconden
subjetividades de lo más siniestras.
Brandon Scott
Gorrell, joven escritor norteamericano de la pandilla de Tao Lin, publicaba en
junio de 2011 un artículo que llevaba por título «Lo que vuestro escritor
favorito dice de vosotros» (thoughtcatalog.com). Entre los cinco analizados
estaban Hemingway, Easton Ellis, Bukowski, Tao Lin y Foster Wallace; allí
leíamos: «Si tu autor favorito es DFW, entonces eres reflexivo, te identificas
con una autoestima baja, albergas una ansiedad insistente por cómo mostrarte de
la manera más auténtica en situaciones sociales […] Tienes la habilidad de
comprender digresiones autoconscientes, a distintos niveles, narcisistas,
gratuitas, circulares, psicológicas […] Francamente deseas conectar con el
autor (no con el personaje) […] Si tu autor favorito es DFW, sospecho que
piensas de ti mismo casi en términos de Escritor». En resumen, los fans de DFW
esperábamos The Pale King como el
lector de terror que acampa en Barnes & Noble antes del lanzamiento de la
última novela de Stephen King. Lo cual hacía, hasta cierto punto, justicia.
3.
Sobre las paredes de tablones, retratos de filósofos como Ortega
o Zambrano, y muebles acristalados que protegen libros de referencia que
amarillean y han sido varias veces encuadernados. Enmarcados en los ventanales
de la biblioteca, bosques y zonas verdes bajo la campana de humo de Madrid.
Tiempo agradable en el campus de Moncloa. Apilados en mi mesa de trabajo tras el
muestrario de revistas especializadas y novedades bibliográficas, ejemplares de
Wittgenstein y Gustav Jung, un diccionario de psicoanálisis, manuales de
literatura norteamericana, clásicos de la crítica literaria española y un
archivo de prensa monográfico sobre nuestro hombre, entre otros volúmenes. Tal
escenario ocupó buena parte de mi primavera en el año 2011. Toda mi vida he sido un fraude, no estoy
exagerando, en referencia al enunciado que abre el escalofriante relato «Good
Old Neon», es el título de un ensayo que a mí me resultaba extremadamente libre
y anárquico y que propuse como proyecto final en un posgrado de estudios
literarios.
Exceptuando a unos muy escasos
lectores agudos, el primer objetivo de mi libro era superar el grueso de las
lecturas que nuestro periodismo cultural había hecho sobre DFW, casi siempre
centradas en el carácter «innovador» y «experimental» de su narrativa,
repitiendo los mismos tópicos una y otra vez. Vulgaridades, por lo demás, que a
los periodistas culturales nos apasionan y sabemos vender muy bien a nuestros
jefes de sección y siguen funcionando como titulares atractivos. El segundo objetivo
era reunir los motivos temáticos que se repetían sin cesar en sus ficciones
breves y abordar parte del olvidado componente filosófico que envuelve su obra,
así como ciertos conceptos fuertemente ligados a él: solipsismo, superyó, toda
clase de traumas catalogados en diccionarios de psicoanálisis, etcétera,
etcétera. En esa agradable primavera apareció el póstumo e inacabado Pale King, y como buen fan corrí a
hacerme con la horrorosa y asequible edición británica de Hamish Hamilton. Tal
vez fue ese mismo día cuando llegué a casa y escribí al director de esta misma
revista un correo que en mi imaginación suena parecido a esto:
—Jaime. Estoy escribiendo el que
tal vez sea ensayo el más largo que se ha hecho en español sobre DFW. Llevo
cinco años leyéndolo todos los meses. ¿Sabes lo que eso significa? Tengo los
putos ojos inyectados en sangre de leer a Foster Wallace, joder. Me he hecho dos
tatuajes con motivos suyos y quiero hacer un artículo sobre el Rey Pálido. ¿Puedo? ¿Verdad que puedo,
no? ¿A que sí?
Confirmada mi desesperada petición,
aparqué el ejemplar recién adquirido y me dediqué a terminar el ensayo sobre
sus libros de relatos. Treinta y cinco mil palabras después, y con la sensación
de haber liquidado todas las lecturas posibles, lo último que me apetecía era
tener que volver a escribir sobre DFW. Diez días antes de mi deadline, el 10 de
julio, aún no había abierto el libro más que de manera pasajera. Pero aquí
estamos. Infatigables.
4.
A un guionista de sitcoms le preocupa mantener la tensión
del relato y acertar con los gags que infaliblemente causan la risa del
espectador; al Escritor Serio parece preocuparle el difuso concepto de lo
novedoso. A DFW le preocupaban muchísimo los intereses del Escritor Serio y los
del guionista del comedias. Hablemos entonces de las particularidades
narrativas de DFW. Si decimos que sus posibles éxitos formales son secundarios
es porque, como él mismo dijo alguna vez, todos los escritores del siglo XX que
merece la pena leer desde Joyce han puesto en marcha una política de acoso y
derribo a la epistemología decimonónica; en otras palabras, no es que el
realismo merezca ser puesto en cuestión, es que ése es el primer paso para que
un escritor pueda tener entretenido a sus críticos. Veamos un ejemplo.
En España, Rodrigo Fresán y Javier
Aparicio Maydeu dijeron acertadamente que en su uso obsesivo de la digresión
era deudor de Sterne. Aunque en verdad, en su frecuente tentativa de asfixiar
los nervios de sus lectores puede vislumbrase a un escritor que, muy serio, se
está burlando todo el rato de los experimentalismos posmodernos de los años
sesenta y setenta, amparados por la propuesta de que el relato tenga que
comprenderse a sí mismo como artefacto. La explicación está en Wittgenstein, y
su idea según la cual «el ojo no se ve a sí mismo». Que el solipsismo no puede
decirse DFW lo demuestra con sus digresiones inacabables. Eso en el plano
filosófico. En el plano psicológico, cada vez que un personaje se pregunta por
sí mismo, ese personaje acaba arruinado. Aunque en el caso de El Rey Pálido, una hipótesis se sostiene
sobre lo que sigue: «Aunque en ciertas situaciones me gustaba la yerba, el
problema era más concreto: fumar yerba me hacía autoconsciente, a veces tanto
que se hacía difícil estar rodeado de personas». También justifica esta idea el
componente superheroico de algún personaje del IRS capaz de soportar el
aburrimiento más agudo y la burocracia. Jornadas en las que no sucede nada, y
que apoyan el caos de esta novela inacabada.
Aparte. «Mundo Adulto (II)», tal
vez el único relato de DFW cuyo final es feliz —aunque solo de manera parcial, pues
trae consigo una traición simbólica— ni siquiera es un relato, sino el guión
para un relato. Es imposible no leer ese texto sin pensar que no hay narrador,
que lo que uno lee son las notas de DFW para un cuento, las notas del autor. El Rey Pálido, en su inconclusión y falta de coherencia, recuerda
por momentos a esa ficción recogida en Entrevistas
breves. Y en el capítulo nueve, DFW se propone enterrar la máxima
barthesiana del autor extinguido: «Aquí el autor. El autor real, la persona
viva que sostiene el lápiz, no algúun abstracto personaje narrativo.»
Fresán publicaba este año en Página 12 un artículo donde comentaba
que en un encuentro con DFW, éste se despidió confesando que transpiraba mucho.
Esta idea ya aparece en uno de sus ensayos, memorando su época como tenista
adolescente. Y en El Rey Pálido, uno
de los personajes sufre por sus problemas de sudoración. Toda su ficción, de
hecho, aparece plagada de guiños autobiografistas. De modo que cuando Scott
Gorrel habla de identificación con el autor, lo que en verdad sucede es que sus
seguidores no pueden dejar de leerlo con sospechas muy elevadas sobre el
carácter confesional de sus escritos. En otra conversación de su novela
póstuma, alguien dice «es como un accidente de tráfico, no puedes dejar de
mirarlo». Y en uno de sus cuentos en Entrevistas
Breves, el narrador cuenta el día en que, mientras miraba la televisión, su
padre se plantó delante de él, se bajó los pantalones y empezó a masturbarse en
su cara. El personaje serpentea su cuello, tratando de evitar la imagen. Aunque
era inevitable no verlo. Básicamente, eso es lo que sucede con DFW. No puedes
dejar de escucharlo decir: aquí el autor.
5.
Hace algunos meses, cuando leí los primeros avances de The Pale King, mi principal inquietud fue
que esta novela pudiese no ser más que una repetición de los éxitos de su
autor, y ante este panorama empecé a pensar cada vez más que yo era la persona
menos adecuada para revisar este libro, pues a fin de cuentas, la mayoría de la
gente no se ha pasado cinco años leyendo de manera continuada a DFW —lo cual
puede parecer, y de hecho es, un entretenimiento indeseable, impudoroso e
inconfesable—, por extensión no tendría por qué reconocer esos hipotéticos
estilemas que sus lectores habituales han interiorizado para dejar de leer sus libros
como piezas independientes, y en cualquier caso, un crítico no debería alejarse
demasiado de la perspectiva general de los lectores. Con todo, conforme
avanzaba The Pale King advertí cómo el
libro se desplegaban en dos volúmenes. Y cómo más allá de esos motivos del
autor, las historias del IRS y de una América que poco a poco se va hundiendo
resultaban escalofriantes. Era la
economía, estúpidos, dijo el autor. Y en verdad ahí era donde debíamos
mirar.
(Publicado en Quimera 334, septiembre de 2011)
3 comentarios:
Buenas, Antonio. ¿Tú crees que alguien que de verdad lee se fija en los comentarios (no son otra cosa) que hacen los críticos? Durante siglos lo único que leí de las críticas literarias fueron los finales, y si no encontraba las palabras mágicas (pulgar arriba o pulgar abajo), en escasas ocasiones me molestaba en hacer la diagonal. Y desde entonces la situación no ha hecho más que empeorar. ¿Leer a DFW porque un crítico lo diga? ¿No leerlo porque otro crítico lo diga? Es más, ¿entender a DFW utilizando la crítica como médium? Estamos de risa o qué.
La crítica es patética en grado sumo y los lectores son patéticos en grado superlativo. Sal de tu cárcel libresca y date un paseo. Verás un relato de DFW en cada esquina huérfano de lectura e interpretación.
Y claro que siempre fue la economía, por qué si no tipos brillantes se marcan como objetivo desperdiciar su vida en ocupaciones miserables si no es porque a cambio se les permite el lujo de dejar de pensar en la economía. La gente es funcionaria por miedo. Sé perfectamente lo que me digo. Cuando DFW le decía a sus alumnos que la señora frenética que atendía la caja del supermercado tenía una vida cuyo horror ellos no podían siquiera imaginar estaba simplificando. Ese horror es ubicuo y universal: es el horror de la repetición. Practica el saque mil veces al levantarte por la mañana. Sirve cientos de miles de menús de McDonald's. Lucha en unas primarias repitiendo el mismo discurso centenares de veces. Rellena los modelos y formularios de la AEAT, una y otra vez. El puto infinito. ¿Libre albedrío? Jajaja.
A ver de qué va tu libro. Cinco años leyendo a DFW es como para estar totally hosed.
Muy chulo el texto.
Abrazos.
Hola.
Esta errata, intencionada o no, es maravillosa:
—Muy bien, Juan Manual, ¿pero qué carajo,
Salud.
Me he tragado todo el texto y el comentario de arriba y no me acuerdo de que iba.
Pero me ha gustado, en serio, es de lo mejor.
Saludos confusos y agradecidos.
Publicar un comentario