Como espectador curioso, creo percibir una laxitud en la musculatura intelectual de ciertos críticos cualificados, cada vez que estos se esfuerzan en penetrar en los más insalubres e infectos rincones de cierta crítica digital (modo Elitismo Sumo encendido), con voluntad antropológica y elevadas aspiraciones, precisamente por la desigualdad de los contendientes en la escaramuza que inevitablemente supone semejante operación. Naturalmente, estoy aludiendo aquí a artículos como aquel ya célebre sobre la «crítica kitsch» de Alberto Santamaría y su reciente continuación «No es punk esa crítica», a Ignacio Echevarría en «De la crítica en Internet», o desde este mismo espacio a los comentarios de Andreu Jaume en «El lecho de Procusto». Y esa impresión de estar mirando un partido de pretemporada, en donde algún gran equipo europeo agujera despótico la portería de cualquier rival proveniente de Oceanía, o de asistir a una incoherente guerra relámpago entre un ejército moderno y profesional contra un modesto coágulo de bárbaros apenas armados con cerbatanas y rudimentarios pinchos de sílex, con justicia halla su recompensa en el sanguinario júbilo de la discusión. Total: que sólo el carácter infinitamente sádico del espectador puede incentivar a seguir leyendo acerca del vicioso entretenimiento de las bitácoras de mis insignes colegas Carlos Tongoy y la Sargento Margaret. Así que aquí vamos de nuevo.
Cuando Alberto Olmos publicó hace un año y medio Vida y opiniones de Juan Mal-herido, escribí para el desaparecido EP3 un artículo titulado «El villano de las letras españolas»; un titular del que creo arrepentirme tiempo después, antes que por la deriva del propio Juan (en concreto ese libro presenta una más que coherente y sagaz interpretación del fenómeno literario, logro que no ha sido obtenido después cuando se ha perseguido un modo de crítica con equivalentes fines justicieros), por la de sus incapaces epígonos. Creo entender que a los blogs arriba mencionados popularmente se les ha concedido ese mismo halo de villanía que yo creí ver en Juan, favorecidos asimismo por el hecho de que el hombre se incline más al vicio y la desobediencia que a la rectitud. Pero lo cierto es que, si de moral hablamos, su voluntad como críticos se acerca más a la de cualquier agobiante y predicadorchupacirios. ¿Qué si no podría inferirse de alguien cuya vital preocupación máxima es la de salvar al libro de los peligros a los que el cruel mundo moderno le expone?
No preguntes qué pueden hacer los medios por ti, sino qué puedes hacer tú con los medios, se trata de una de las cuestiones, se me ocurre ahora, menos consideradas a la hora de entender el fenómeno. Aunque incuestionable sea su éxito de visitas y comentarios, igual YouTube aparece atestado de videos de gatos y bebes haciendo monadas, y ningún usuario con dos dedos de frente leerá esos documentos como cinéma d’auteur. O eso quiero creer. O por recurrir a un símil mediático, cuando hace unos meses Público anunció su cierre, rápidamente Internet se lleno de quejas de lectores huérfanos de una publicación diaria que diese cuenta de sus motivaciones políticas. Si bien esa orfandad en ningún caso se traduciría en una estampida masiva de los antiguos lectores del diario de Roures al quiosco, con el objetivo de comprar y leer masivamente y con igual diligencia La Razón. Antes al contrario: La Razón, para esos lectores concienciados, siguió siendo una interminable fuente de cachondeo por sus portadas y reportajes. Y así las bitácoras arribas mencionadas continuarán haciendo su papel bufonesco gracias a la infinita fuente de diversión que aportan sus hilarantes comentaristas, bramando furiosos y blandiendo el puño contra el estado de las cosas, antes que por la habilidad de sus administradores para liderar ninguna opinión. Europa y el euro se hundirán, y su apocalipsis seguirá siendo el declive de la cultura en manos de unos malvados cabildos zampafetos con aspecto de Gargamel. Pues ea.
Aquellos que nos formamos en facultades de periodismo sabemos del infinito aburrimiento que provoca el debate acerca de la objetividad informativa y su carácter de debate irresoluble, y hace unos meses Milo J. Krmpotic recordaba en Qué Leerque «uno de los grandes caballos de batalla es el ya clásico apartado de la endogamia». Pero arrojar de nuevo este problema al tapete es una estupidez.Antes de los blogs, a la contracrítica le preocupaba solucionar las fallas entre los intereses publicitarios y corporativos de los suplementos y la justicia de sus artículos; y con los blogs, la sospecha pasó del análisis corporativo a la posición en el campo literario que cada crítico ocupaba. Total: seguimos donde estábamos. Vicente Luis Mora trató de limar, muy bienintencionadamente, esta clase de sospechas clarificando en sus entradas su relación con el autor del libro y la editorial; pero tiempo después, las estadísticas parecen revelar que la práctica totalidad de sus críticas se realizan sobre materiales con los que mantiene una relación nula, lo cual, si es deliberado, ya resulta un agravante contra su libertad como crítico. Por mi parte, quiero creer que la razón es la que se impone a la discusión literaria sobre estériles e infames sospechas de intereses, y que la crítica se distingue sólo entre las lecturas que admiten réplica y los que no. Y ya. Añádase que si nos mantuviésemos en esa impenitente actitud de sospecha, ningún crédito podría concederse al anonimato, ¿pues no cabría pensar, por ejemplo, que existe algún tipo de causa y efecto entre el hostigamiento a —qué sé yo— RHM y el agasajo a otros sellos (v.br., 1, 2 y 3)? Naturalmente no seré yo quien barrunte esta clase de conjeturas, aunque sería lo propio en alguien que aún confía en el escepticismo como forma de vida.
A los anteriores inconvenientes de la así llamada crítica kitsch podría añadirse lamezquindad de su fallida y estólida sátira o la rudimentaria e inepta aspereza de su escritura, pues incluso para ser un hooligan de primer rango hace falta un cierto refinamiento en los modales, como así sucedía con el viejo Juan. Pero lo que mayor urgencia precisa ahora es reconducir el debate a los caudales que merece, y distanciarlo de ese fallido marco tecnófilo, en donde continuamente se presta atención al soporte y se interpretan las cualidades del papel y de internet. Afortunadamente, una de las exiguas ventajas que la coyuntura social ha aportado a la discusión es la disolución de la antigua dicotomía entre capital simbólico y capital económico, pues nadie escapa ya a la crisis de la segunda, y así, si la crítica en los blogs ha fracasado, ha sido sólo porque después de casi diez años en activo, el medio ha sido incapaz de mantener a los mejores agitadores con incentivos reales —es decir, actualmente el ejercicio significa un sacrificio de tiempo, en lugar de un ingreso de cualquier tipo—, confiriendo algún tipo de voz a los mediocres, y anulando así la posibilidad del buen hacer. En resumen: Capitalismo para todos, o la cortesana va a al arroyo.