I
Puesto que no es posible agravar la censura sobre aquello que ya es vulgar y cómico, si la fotografía de Mario Balotelli celebrando su gol contra Alemania fue parodiada (aquí sosteniendo un cubo de pollo o arreglado con un tutú, allá cortando el césped o agujereándolo con un martillo hidráulico), sin duda ello se debe a la presencia de elementos trágicos que no engranaron de manera adecuada o comprensible en el contexto de la diapositiva. Con todo, el relato de Balotelli hasta ese gol se fragua como epopeya, en la que una especie de moisés consigue sobrevivir en condiciones inhumanamente desfavorables, si bien, mediante la esforzada labranza de sus destrezas y habilidades, consigue elevarse, al fin, a la categoría de semidiós. Un semidiós, por lo demás, de burdos, lujuriosos y pantagruélicos apetitos (modelos, maseratis, mansiones…), como Pablo Ordaz contaba la pasada semana en El País.
El exceso es una cualidad reservada a los caracteres heroicos, más aún desde que nuestra cultura acepta con naturalidad la máxima romántica por la cual el genio es, por definición, un tipo rarito. O al menos así se despliegan ante nosotros todas las hagiografías y mitologías contemporáneas. Steve Jobs —sobre el cual, como Balotelli, también se han barruntado hipótesis en base a su condición de hijo adoptado— alberga la paradoja de sus inclinaciones místicas o trascendentales, siendo él el héroe del consumismo en los albores de siglo, y padre de la marca más codiciada en todo el mundo. Excluyendo los previsibles detalles que se asocian al talento sublime (cascarrabias, arrogante, sensiblón…), en Jobs igualmente se hace presente esa mixtura de enunciados graves y tontorrones —al menos para lo que cabría comprender en el marco de la tragedia—, a través de un discurso —digamos— exageradamente postmetafísico (perdón), en la era del misticismo de lo material (perdón, perdón). ¿A quién si no podrían ocurrírsele frases del tipo: «Aquellos electrodomésticos me han hecho más ilusión que cualquier otro utensilio de alta tecnología» —o, aún más disparatado, consciente de su aproximación al precipicio—, «Quiero creer que hay algo que sobrevive. Pero a lo mejor es como un botón de encendido y apagado. Quizás por eso nunca me gustó poner botones en los aparatos de Apple»?
De más está decir que la epopeya del parvenu —cuya variable más sonada vendría a ser el Sueño Americano— es una perfecta narración de propaganda capitalista, y de ahí su constante reproducción mediática. El problema para sus críticos es que, incluso con el sistema en ruinas y en sus peores condiciones, sigue cumpliéndose la leyenda por el cual, en una sociedad libre (pongan todas las comillas que quieran aquí), el alpinismo socioeconómico y la caída a sus más hondas fosas es un hecho constatable. Como recordaba Gonzalo Torné, de entre todas las trayectorias literarias contemporáneas, ninguna ha realizado mejor esa epopeya que la de V.S. Naipaul, del cual se discuten con igual entusiasmo las virtudes de su excelencia literaria como los vicios de su mal genio y afición a los placeres más toscos:
Hayas nacido donde hayas nacido, sea cual sea tu situación de partida, es improbable que el camino que te conduce a revelarte como escritor sea más escarpado que el que tuvo que remontar V. S. Naipaul. Suele decirse que la «antipatía» de Naipaul se debe al resentimiento hacia las heridas que el racismo y el clasismo dejaron en su carne mientras ascendía por el escalafón literario. Pero ese es solo un lado del asunto. Cuando pienso en Naipaul, el rigor, el talento estilístico, el alcance de su mirada, se anticipan al supuesto rencor. No se me ocurre un escritor más melancólico que Naipaul; en comparación, las profundidades nostálgicas de Sebald tienen un tacto, como diría, más sintético. Pero Naipaul apenas se permite pasiones mustias, no tolera que sus circunstancias personales le debiliten como escritor, nunca busca excusas. La lección que los novelistas podemos extraer de Naipaul es que nazcas donde nazcas, sean cuales sean tus padres, con independencia de cuántos libros encontraste en casa, de la falta de interlocutores válidos, de lo que te costó, de lo poco que hayan creído en tu vocación, hay que arreglárselas para extraer la fuerza creativa de esas desventajas, no nos beneficia escudarnos en ellas: cuando se trata de literatura las justificaciones son declaraciones de impotencia, nadie lee por compasión, la lectura piadosa no tiene valor.
Pues eso, a llorar a otra parte.
II
Todo lo anterior me conduce a pensar una idea que aparenta plena ausencia de juicio, pero que en realidad se revela puntillosamente compleja. A saber: que una de las grandes expresiones de esa tragedia vulgar que define nuestro tiempo se halla contenida en la música rap. Y además en esa misma manifestación de el rap de la que no se puede disfrutar sin experimentar cierta sensación de traición conspiratoria y vil contra los principios que motivan a la gente cultivada y sofisticada. De tal suerte “Goldie”, el video que sigue, es unaculminación de los caracteres heroicos encomendados a los deseos más ruines y materiales. A su vez, el hecho de que la música rap, a diferencia de la poesía o la narrativa, se plantee como discurso realista, no ficticio, en donde no existen diferencias entre el narrador y el autor, aporta otro plus de complejidad: en ninguna otra expresión literaria se desarrolla un cantar de gesta, una mitología o una hagiografía dedicada a uno mismo. Siempre hay que esperar a la generosidad de los otros.
Born in 1988, Mayers was named after the hip hop legend Rakim, one half of the Eric B. & Rakim duo. When he was 12 years old, his father went to jail in connection with selling drugs. A year later his older brother was killed near his apartment, which inspired him to take rapping seriously. Mayers had started rapping at age eight (…) After living in a shelter with his mother, and elsewhere around Manhattan, Mayers moved to Elmwood Park, New Jersey. (fuente: Wikipedia)
Sin duda, el entendimiento de Aristóteles quedaría condenado a las sombras si se le asignase la tarea de aplicar los preceptos de su poética al poema trágico “Goldie”. Así, en su manual exponía que:
La poesía, sin embargo, pronto se dividió en dos clases según las diferencias de carácter en los poetas individuales; pues los más elevados entre ellos debían representar las acciones más nobles y los personajes más egregios; mientras los de espíritu inferior representaban las acciones viles. Estos últimos producían invectivas primero, así como otros componían himnos y panegíricos(…)Respecto a la comedia, es (como se ha observado) una imitación de los hombres peor de lo que son; peor, en efecto, no en cuanto a algunas y cada tipo de faltas, sino sólo referente a una clase particular, lo ridículo, que es una especie de lo feo. Lo ridículo puede ser definido acaso como un error o deformidad que no produce dolor ni daño a otros; la máscara, por ejemplo, que provoca risa, es algo feo y distorsionado, que no causa dolor.(…)Una tragedia, en consecuencia, es la imitación de una acción elevada y también, por tener magnitud, completa en sí misma; enriquecida en el lenguaje, con adornos artísticos adecuados para las diversas partes de la obra, presentada en forma dramática, no como narración, sino con incidentes que excitan piedad y temor, mediante los cuales realizan la catarsis de tales emociones. Aquí, por “lenguaje enriquecido con adornos artísticos” quiero decir con ritmo, armonía y música sobreagregados, y por “adecuados a las diversas partes” significo que algunos de ellos se producen, sólo por medio del verso, y otros a su vez con ayuda de las canciones.
Canciones como “Goldie”, por tanto, conducen al límite esa colisión de registros entre la nobleza del héroe y la vileza de sus faltas que se producen en esos dos relatos contemporáneos que son la tragedia vulgar y la epopeya del parvenu. En el poema encontramos alocuciones al súbdito (“You in the midst the greatness”), una percepción firme del fátum (“Life’s a motherfucker ain’t it?”) y una defensa guerrera del pueblo al que héroe pertenece(“It’s just me, myself, and I and motherfuckers that I came with”). En cuanto a sus vicios, no hay en el poema ningún asomo de pedagogía de la virtud, sino más bien un encendido encomio de los senderos de Lucifer (“Yes I’m the shit, tell me do it stink?”), además de una inelegante inclinación hacia la lujuria y la codicia (“It feel good wakin’ up to money in the bank”), manifestada con una consideración tan baja como sólo se le permite al Dios tirano (“Open up your legs, tell me how it taste”).
Si como Bakunin enunciaba, la religión es sólo la más elevada expresión del natural egoísmo del sujeto, en la medida en la que nadie se somete a los arduos designios de los dioses si no es cambio de una compensación futura, ¿no es éste, a su vez, el canto melancólico de los mortales, tras comprobar cómo les era negada la entrada a un cielo donde los buenos eran premiados con ríos de miel y montones de vírgenes, resignándose a una ficción terrenal compuesta por «three model bitches, cocaine on the sink» y arroyos de licores burbujeantes?
He aquí en lo que se transforma la lírica, cuando el sendero hacia el infierno está enlosado de buenas intenciones. Y la justicia poética se demuestra inexistente.