(Sobre lo que a priori podríamos llamar imperdonables incoherencias
publicitarias en la industria del libro)
publicitarias en la industria del libro)
¿Crisis?, ¿Qué crisis? Hace algunos sábados, sumido en un desierto de aburrimiento y desolación, acabé sometido al bombardeo de júbilo presente en las redes sociales y con procedencia de cierto festival de música, y así acabé comprando un par de entradas para la última sesión del encuentro. Aquel gasto, que sólo servía para tener entretenidos a dos personas durante unas ocho horas, podría parecer escandaloso ante el mal agüero de las informaciones económicas. Contra cualquier pronóstico racional, la última edición del Sónar obtuvo 98.000 asistentes.Record histórico. En su artículo «Dejad de llamarlo EDM», Javier Blánquezrealizaba una aproximación al último fenómeno de masas en la música electrónica, y el procedimiento por el cual los DJs han sustituido a las estrellas de géneros musicales tradicionalmente más populares. Cómo logra una expresión cultural alzarse por encima de las demás, robando así el público a sus adversarias, es un acontecimiento cuya explicación parece sencilla, y su raíz es antes sociológica que artística: el engranaje entre los sentimientos de exclusividad y comunidad. Sin ir más lejos, en los últimos años hemos asistido a la edad dorada de las series de televisión, en un momento en que el medio parecía abocado a la extremaunción, aunque lo cierto es que exitosamente consiguió seguir avanzando en paralelo a lo digital. Otra vez, las motivaciones del público a la hora de sumarse a estos relatos que se extienden durante años y años son las mismas: comunidad y exclusividad.
Los publicitarios del bestseller saben bien del mecanismo, y de ahí la repetición en sus estrategias de marketing, aparentemente implacables al paso del tiempo: «Más de 5.000.000 de ejemplares vendidos en Europa», «La novela de la que todo el mundo habla en Estados Unidos»… Quien compra cualquiera de estos productos de masas no compra una historia: compra un carnet que le abre las puertas en algún club social. Mientras, la edición «literaria» parece seguir empeñada en retener a un público exiguo —el visitante habitual de ciertas librerías—, en donde además la competencia y producción son feroces. Como nos enseña la música electrónica, las series de televisión o los bestsellers, la cuestión no es si hay crisis, sino cómo enganchar a nuestra mercancía a toda esa gente que se están gastando la pasta en cosas menos divertidas. O dicho de otro modo: si después de la II Guerra Mundial, un judío consiguió vender un coche enano, fabricado por los nazis, en el país de la megalomanía, entonces vender libros no puede ser tan complicado.
Probablemente, el único mercado donde el lujo cuesta lo que lo popular. Todo el mundo entiende que el lujo y la marca tienen un precio. Pero el mercado literario premia lo popular antes que el lujo. El bestseller más recurrido cuesta lo mismo que cualquier Nobel —por citar una garantía de calidad— o que un autor de culto, y además circula más información acerca del primero. De esta manera es imposible que nadie valore la marca, cuando se publicitan antes los artículos de fast-lit. Y la publicidad, pese a los esfuerzos de sus opositores, no deja de ser información: la información de un producto que busca a su consumidor, quien a su vez tiene la libertad de elegir si la necesidad que el bien de consumo afirma satisfacer le conviene, o no. Si nos preguntamos cómo hemos llegado hasta aquí, la respuesta acerca del abaratamiento de los costes de producción es insuficiente. Ahí tenemos el disparatado valor añadido que pagamos por marcas —curiosamente populares— como la de Steve Jobs.
En el último número de Esquire, Juan Manuel Lara recuerda el consejo del fundador del Grupo Planeta: «Con la de libros buenos que estábamos convencidos de que serían un éxito y que no hemos vendido bien, ¿por qué te vas a complicar la vida editando libros que no crees que tengan salida?» Efectivamente, enunciados como éste justifican el modelo publicitario que siempre ha sido vigente. Nunca ha habido ningún intento serio por distinguir el lujo. Lo que me hace pensar que si el ciudadano disfruta con la lectura de bestsellers, es precisamente por su desconocimiento de mercado. Al igual que en la primera proyección de cine en París, donde los espectadores echaron a correr porque pensaban que el tren aparecido en pantalla les arrollaría, la capacidad de sorpresa del español ante cualquier libro es asombrosa, más aún teniendo en cuenta que su gasto es insignificante: 46 euros al año. O sea nada. Recuerdo que hace unos años, editando ciertas estadísticas acerca de las costumbres lectoras de los españoles para un artículo periodístico, el porcentaje de bestsellers que admitían leerse era ínfimo. Tampoco esto es baladí: nadie desea percibirse como consumidor de productos populares. Naturalmente, lo que el mercado editorial parece haber obviado, siguiendo el modelo de Lara, es que en una sociedad capitalista la codicia y el deseo de promoción social son inquebrantables. Entonces, ¿por qué comprar bestsellers cuando la mejor literatura cuesta lo mismo?
Sellos literarios; marcas blancas (¿otra editorial literaria más?). La escasa publicidad literaria que se ha venido haciendo se ha esforzado en anunciar determinados productos de una marca, en lugar de la marca como tal. Pregunta obvia: ¿saben los lectores qué diferencia existe entre comprar un libro de uno u otro sello literario? Si lo saben, será solo por intuición, pues no hay eslóganes que resuman el modus operandi de los distintos sellos. Como tampoco puede haber marca sin una filosofía o categoría cultural que se le asocie.Astutamente, Germán Sierra afirmaba que «si algo parece desprenderse de lo que está ocurriendo en el mundo editorial, es que las editoriales relevantes son, cada vez más, “negocios de autor». El problema es que los lectores y consumidores desconocen qué adjetivos se corresponden a ese trabajo de autor: a ellos les ha sido omitido cuál es el nicho de mercado que les corresponde. Y además pocos progresos ha habido desde que Jorge Herralde apuntalase en España el tablero de juego con Anagrama (contracultura, antifranquismo o insurrección serían algunas de las palabras clave que definieron el sello en sus inicios). El silencio del grueso de directores literarios españoles con frecuencia resulta incomprensible, siendo su criterio estético el principal motor de sus sellos. Lamentablemente, esa ausencia de eslóganes o filosofías nítidas obliga al consumidor a comprender la librería como un panel de marcas blancas e intercambiables. Y no.
¿Anunciarnos? ¡Ya tenemos a los críticos! No deja de ser paradójico asistir a los interrogantes que plantea el mercado del libro digital, en el que adquirir lujo costaráaún menos, cuando en el entorno analógico las cosas se hicieron mal: la omisión de la publicidad, que cualquier otro mercado consideró necesario para distinguirse, lleva mucho tiempo pagando sus consecuencias. O desde luego cabe preguntarse qué no habría hecho un Bernbach o un Saatchi con los autores y sellos que nos agradan. Y si la publicidad es sociología rentable, entonces sólo podemos lamentarnos de no haber sacado partido a las enseñanzas de Bourdieu y sus secuaces. En su defecto, la literatura optó por limitarse únicamente a las palabras de los críticos como argumento de venta, obviando que la publicidad cargada de texto, desastrosamente desapasionada, dejó de ser útil hace más de un siglo. Ninguna crítica puede transmitir el significado de pertenecer a esta o aquella comunidad de lectores, y los valores culturales que, más o menos conscientes, cada tipo de lector y consumidor representa. Y antes de reactivar la nave, y ahora que somos conscientes de la crisis y de la transición en el modelo de producción del sector, tal vez vaya siendo hora de replantear cómo vendemos la literatura en la que realmente confiamos. Recuerden: compartan la fantasía.
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