Tendríais que ver con qué desdén apunta la pistola láser sobre cada código de barras. Con un maquillaje malamente aplicado, y su suéter verde deshilachado luciendo el logo de la cadena superdescuento; un jersey de talla impropia, excesivamente holgado, y que revela haber vestido otros talles —masculinos, sin duda— antes que el suyo. La vi a mediodía, a esa hora en la que parece que sólo circulan por la calle quienes tienen todo el tiempo del mundo para perder. Escenas de una ciudad deprimida o aburrida. Hacía cola con el monopatín bajo un brazo y bolsas de ensalada para el Döner en la otra mano. Ella conversaba con mujeres que le triplicaban la edad. Descontextualizada, tan sólo fue eso lo que me pareció, una soñadora o un oasis de juventud en medio de un desierto de ideas; una de las últimas estéticas vírgenes y, sin embargo, al alcance de cualquiera. Os preguntaréis si se graduó, si firmará algún contrato laboral en regla, si le irá bien en su vida sentimental. ¿Os he jurado que era preciosa? El encuentro de dos espontáneos infinitamente solos. Infinitamente cursis, también. Lancé una de las monedas del cambio y la capturé en el aire como quien deshoja margaritas. Cara o cruz. «¿Advirtió mi presencia o no?», era la pregunta. La respuesta negativa. «Esto es lo que trae el dinero», me dije. «Problemas».
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