Así que ahora, Berlín, empleado como camarero en un Döner sin demasiada clientela y dedicado en su tiempo libre a la venta de estupefacientes[1]; está delante de Alice, a muchos kilómetros de la vieja facultad. Y en plano contrapicado, Alice ve una luna llena de verano velada por un delgado hilo de bruma, apenas transparente o vidrioso; un módulo herrumbroso y oxidado del Skate Park —iluminado por la luz blanca y trémula de una farola del parque, vacío a estas horas de la media noche— y, por último, a Ibrahím Berlín, que sostiene sobre el half pipe, en cuclillas y actitud mayestática, su querido monopatín.
Tal vez Berlín estalle en lágrimas, ay, tanto tiempo esperando una situación así; tantos meses para encontrar su particular estética del amor y las palabras certeras con que celebrar el amor a una mujer. Decidido, le susurra algo así como que a pesar de toda la pasta que tiene (a él le pagan a 30 pavos el verso, matiza[2]), donde más le gusta hacer el amor es en su casita de muñecas; en su habitación. Y no en ningún hotel recomendado por la guía Michelín, nada de ciudades europeas ni gratuito cosmopolitismo. Ambos se sonríen y Berlín piensa que ha llegado el momento de su declive como persona y poeta, ¿pero qué es un poeta sin su caída? Que se jodan mis dos o tres lectores, es lo que se le pasa por la cabeza. Y es que Berlín, como tantos otros agudos aficionados a la literatura, es consciente de que la práctica totalidad de escritores consagrados en el tiempo, sin pensárselo dos veces, cambiarían su gloria por una existencia más cómoda. Ya nadie es lo bastante estúpido como para desear acceder a los libros de historia, eh, ¿o no?
El patinador, vendedor de kebabs, poeta y traficante de estupefacientes, ofrece a Alice la posibilidad de subir a su tabla y arriesgar la vida —o como poco, la integridad física— en una maniobra que los compromete a una incuestionable sincronía entre la tabla y ellos. Quiero decir que ambos —Alice manteniendo el equilibrio y las composturas y agarrada bien fuerte a la cintura de Berlín; y éste ejecutando cada movimiento al milímetro— se van a jugar el pellejo en un ollie mortal sobre un único monopatín. Redoblan los tambores y las campanas, pues, pero el amor todo lo puede y el monopatín empieza a ascender justo cuando la maniobra culmina en un impecable ángulo de noventa grados en relación a la superficie terrestre; comienza entonces, digo, a ascender y a despotricar contra la física gravitatoria por encima de las copas de los árboles del parque de Gasset, dispuesto a ruborizar las facciones de la luna llena velada por la bruma de verano. El principio, concluyen Alice y Berlín, de algo bien grueso.
Tal vez Berlín estalle en lágrimas, ay, tanto tiempo esperando una situación así; tantos meses para encontrar su particular estética del amor y las palabras certeras con que celebrar el amor a una mujer. Decidido, le susurra algo así como que a pesar de toda la pasta que tiene (a él le pagan a 30 pavos el verso, matiza[2]), donde más le gusta hacer el amor es en su casita de muñecas; en su habitación. Y no en ningún hotel recomendado por la guía Michelín, nada de ciudades europeas ni gratuito cosmopolitismo. Ambos se sonríen y Berlín piensa que ha llegado el momento de su declive como persona y poeta, ¿pero qué es un poeta sin su caída? Que se jodan mis dos o tres lectores, es lo que se le pasa por la cabeza. Y es que Berlín, como tantos otros agudos aficionados a la literatura, es consciente de que la práctica totalidad de escritores consagrados en el tiempo, sin pensárselo dos veces, cambiarían su gloria por una existencia más cómoda. Ya nadie es lo bastante estúpido como para desear acceder a los libros de historia, eh, ¿o no?
El patinador, vendedor de kebabs, poeta y traficante de estupefacientes, ofrece a Alice la posibilidad de subir a su tabla y arriesgar la vida —o como poco, la integridad física— en una maniobra que los compromete a una incuestionable sincronía entre la tabla y ellos. Quiero decir que ambos —Alice manteniendo el equilibrio y las composturas y agarrada bien fuerte a la cintura de Berlín; y éste ejecutando cada movimiento al milímetro— se van a jugar el pellejo en un ollie mortal sobre un único monopatín. Redoblan los tambores y las campanas, pues, pero el amor todo lo puede y el monopatín empieza a ascender justo cuando la maniobra culmina en un impecable ángulo de noventa grados en relación a la superficie terrestre; comienza entonces, digo, a ascender y a despotricar contra la física gravitatoria por encima de las copas de los árboles del parque de Gasset, dispuesto a ruborizar las facciones de la luna llena velada por la bruma de verano. El principio, concluyen Alice y Berlín, de algo bien grueso.
[1] Ni qué decir tiene, para ser honestos, que la universidad y los buenos poemas también enseñan a defenderte en la calle, a sacar los puños en el momento preciso y a optimizar las actitudes de venta en el mercado negro; que, como cualquier otro mercado, requiere de una elocuencia más o menos creíble, del conocimiento de la psicología del consumidor, y de la suficiente fuerza de voluntad como para no quedar cegado por el poder del dinero.
[2] No olvidemos que durante casi un año, Berlín escribió decenas de poemas escuchando la Internacional Socialista; poemas que le valieron un suculento premio y que clausuraron su periodo como poeta marxista.
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