La más extendida de las acepciones que definen al crítico literario es la de “lector profesional” (o “espectador profesional”, extendiendo el término a toda la crítica de arte). En este sentido, parece haberse asumido ya que la subjetividad sea un rasgo inevitable al comentario de una obra en la medida que, por lo común, la construcción de la crítica suele tener por método la resonancia del texto y la puesta en relación del mismo con la estructura cognitiva del sujeto crítico. Ahora bien, una idea sobre la que se hace necesario incidir es que dicha estructura cognitiva —dentro de la cual sobresale, evidentemente, el “bagaje de lecturas”— se construye siempre de manera azarosa, independientemente de su profundidad y experimentación; es decir que a lo largo del proceso de formación del crítico, del “lector profesional”, la manera en la que tiene lugar el impacto de las obras depende de las circunstancias personales y sociales que envuelvan al lector, o de la sincronía emocional e intelectual que se establezca entre lector y texto. Es por esto que el crítico se ha acostumbrado a no respetar los distintos estadios del lector (sería conveniente hablar de actitudes más que de estadios, pues no debería haber ningún súmmun de lector, por mucho que se empeñen los investigadores del canon): escribe como si su bagaje y disposición ante la obra fueran los únicos aceptados, y escribe también para aquéllos que comparten una estructura cognitiva similar.
En este contexto surge la siguiente cuestión: ¿de qué manera es posible aproximarse a la tentativa de objetividad —olvidada ya— dentro el espectro de la crítica? Probablemente, una pregunta a la que todo texto crítico debería responder es: ¿para quién se ha escrito la obra?, ya que, a priori, parece objetivamente reconocible el lector implícito de un texto. A qué estadio anímico e intelectual responde o qué bagaje reclama la obra, son preguntas indispensables para convertir, no sólo ya en ligeramente objetivo sino también en eficiente, un texto crítico. De esta manera, cualquier “lector profesional” mínimamente lúcido que, por ejemplo, denostara del desorden formal en la poesía de Ginsberg, hallaría utilidad en su crítica proyectándola hacia quienes son o fueron elementos marginados en las democracias tan heterogéneas y cuestionables como la estadounidense. Igualmente, no es de sentido común que la llamada “literatura para escritores”, como la del Ulises de Joyce, sea impuesta por la crítica ante la totalidad de grupos sociales.
Un ejemplo de lo que, a mi juicio, significa una crítica erróneamente proyectada se halla en el texto que Martín Schiflino dedica en el último número de Revista de libros a los libros póstumos de Roberto Bolaño —La universidad desconocida y El secreto del mal—: «Bolaño llegó a ser un gran escritor del fracaso, pero en sus comienzos españoles no fue un buen escritor fracasado. Más allá de cómo la oscuridad, el exilio o la falta de recursos lo afectaran personalmente, el problema estriba en que estas carencias aparecen reflejadas en una poética de lo banal que no se eleva sobre aquello que describe. Considérense estos versos: «Es de noche y estoy en la zona alta / de Barcelona y ya he bebido / más de tres cafés con leche». O: «Escucho a Barney Kessel / y fumo fumo fumo y tomo té / e intento prepararme unas tostadas». ¿Qué son sino un simple registro del aburrimiento?» Efectivamente, los versos de Bolaño no ensalzan el aburrimiento como valor sublime, ¿pero por qué habría de hacerlo? A diferencia de Baudelaire, Bolaño no registra el esplín desde lo sublime sino desde el propio esplín. Y es precisamente por ello que Baudelaire debe ser leído desde una actitud sublime mientras que a este Bolaño, al Bolaño de finales de los 70 y principios de los 80, se debe leer desde el propio esplín —aunque Schifino recomiende, con más o menos discreción, no leerlo.
En este contexto surge la siguiente cuestión: ¿de qué manera es posible aproximarse a la tentativa de objetividad —olvidada ya— dentro el espectro de la crítica? Probablemente, una pregunta a la que todo texto crítico debería responder es: ¿para quién se ha escrito la obra?, ya que, a priori, parece objetivamente reconocible el lector implícito de un texto. A qué estadio anímico e intelectual responde o qué bagaje reclama la obra, son preguntas indispensables para convertir, no sólo ya en ligeramente objetivo sino también en eficiente, un texto crítico. De esta manera, cualquier “lector profesional” mínimamente lúcido que, por ejemplo, denostara del desorden formal en la poesía de Ginsberg, hallaría utilidad en su crítica proyectándola hacia quienes son o fueron elementos marginados en las democracias tan heterogéneas y cuestionables como la estadounidense. Igualmente, no es de sentido común que la llamada “literatura para escritores”, como la del Ulises de Joyce, sea impuesta por la crítica ante la totalidad de grupos sociales.
Un ejemplo de lo que, a mi juicio, significa una crítica erróneamente proyectada se halla en el texto que Martín Schiflino dedica en el último número de Revista de libros a los libros póstumos de Roberto Bolaño —La universidad desconocida y El secreto del mal—: «Bolaño llegó a ser un gran escritor del fracaso, pero en sus comienzos españoles no fue un buen escritor fracasado. Más allá de cómo la oscuridad, el exilio o la falta de recursos lo afectaran personalmente, el problema estriba en que estas carencias aparecen reflejadas en una poética de lo banal que no se eleva sobre aquello que describe. Considérense estos versos: «Es de noche y estoy en la zona alta / de Barcelona y ya he bebido / más de tres cafés con leche». O: «Escucho a Barney Kessel / y fumo fumo fumo y tomo té / e intento prepararme unas tostadas». ¿Qué son sino un simple registro del aburrimiento?» Efectivamente, los versos de Bolaño no ensalzan el aburrimiento como valor sublime, ¿pero por qué habría de hacerlo? A diferencia de Baudelaire, Bolaño no registra el esplín desde lo sublime sino desde el propio esplín. Y es precisamente por ello que Baudelaire debe ser leído desde una actitud sublime mientras que a este Bolaño, al Bolaño de finales de los 70 y principios de los 80, se debe leer desde el propio esplín —aunque Schifino recomiende, con más o menos discreción, no leerlo.
1 comentario:
Tal vez escribir para inventariar. Escribir es el acto de soledad más grande imaginable. Yo es que cuando escribo percibo la soledad absoluta. Los que leen son los intrusos, pero tú ya no estás, así que les es posible la invasión. La intimidad no es posible venderla. A menos que nos cojan desprevenidos. Buen blog, amigo.
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