Como todo aquel que se atreve a coquetear con cierto relativismo, Gilles Lipovetsky es un tipo incómodo. Demuestra que en efecto el debate sobre la globalización no ha tenido lugar dada la ausencia de puntos de convergencia entre ambos polos que lo oligopolizan (pongamos por caso a Thomas Friedman y su teoría de los arcos dorados a un lado del ring, o bien el descarnado nihilismo capitalista del que Jerry Rubin se pavonea en La revolución y nosotros, que la quisimos tanto[1]; y a Ignacio Ramonet como posible representante del enjambre altermundialista en la esquina contraria); aquí (parece que) no hay espacio para puntos intermedios. Pero solo hasta que Lipovetsky llega y dice: «Nuestro universo social nos da derecho a ser a la vez optimistas y pesimistas. No hay contradicción: todo depende de la esfera de la realidad de que se hable.» Lipovetsky tiene criterio.
Cioran asumió en Ese maldito yo que: «Con razón en cada época se cree asistir a la desaparición de los últimos rastros del Paraíso terrestre»[2]; y ahora, el sociólogo francés: «Yo me he negado siempre a la denuncia apocalíptica, es demasiado fácil.»
Lipovetsky representa mi ideal de creatividad, la necesidad imperante de buscar y forzar nuevos puntos de vista. Una dialéctica de oposición. Y es por esto por lo que inicia su obra a principios de los ochenta:
Quizá sea útil recordar el contexto intelectual en que escribí La era del vacío. A fines de los años setenta y principios de los ochenta, el marxismo estaba en el centro de la palestra intelectual. Los problemas de la «falsa conciencia», la alienación y la manipulación estaban a la orden del día.» Y también: «Contra las escuelas de la sospecha, quise destacar el proceso de liberación del individuo, en relación con las imposiciones colectivas, que se concretaba en la liberación sexual, la emancipación de las costumbres, la ruptura del compromiso ideológico, la vida “a la carta”.
Como ya señala su entrevistador, Bertrand Richard, —y aunque Gilles dice que «a los lectores un poco atentos no se les escapó que la revolución individual-narcisista no era un fenómeno totalmente positivo»— se observa una constante ansiedad hacia los derroteros de la sociedad de hiperconsumo no exenta de polémica. El sociólogo justifica el aumento de la decepción tras la libertad de clases recordando a Durkheim: «puso de relieve el alcance de la decepción y el descontento en las modernas sociedades individualistas, que, a causa de su movilidad y su anomia, ya no ponen límites a los deseos. En las sociedades antiguas, los individuos vivían en armonía con su condición social y no deseaban más que lo que podían esperar legítimamente: en consecuencia, las decepciones y las insatisfacciones no pasaban de cierto umbral.» ¡Wow!
De vueltas con el debate sobre la globalización, a Lipovetsky no le da miedo su integridad física:
Una característica de la hipermodernidad es que ya no ofrece soluciones de recambio globales y verosímiles al mercado y a la democracia. Sin embargo, esta situación inédita no ha hecho desaparecer el espíritu de protesta radical, sobre todo a través de los movimientos altermundialistas, los paladines del anticrecimiento o los activistas antipublicidad que condenan el reclamo como máximo símbolo de la comercialización de la vida. ¿Cuál es el efecto práctico de esos movimientos? Desinflar los neumáticos de los coches, pintarrajear las vallas publicitarias del metro, parodiar logotipos, organizar «el día sin compras»; pero todo esto es tan insignificante, tan ruidosamente exagerado y tan “desechable” como los productos denunciados por los nuevos militantes. Han llegado los tiempos del “radicalismo portátil”, de la disidencia lúdico-espectacular, llamativamente en sintonía con el espectáculo publicitario.
(De acuerdo, este último recorte no juega muy a favor de Lipovetsky)
En fin, al margen de lo expuesto, el lector de La sociedad de la decepción encontrará aquí un repaso por toda la obra del sociólogo. Aquí se habla de delincuencia e inmigración («Los jóvenes de la periferia están en cierto modo hiperintegrados en nuestra sociedad, por su aspiración a gozar de las ventajas de este mundo. No tienen alma de inmigrante, en absoluto: formados por el universo consumista, comparten sus sueños»), relaciones personales,
Próximamente, Pt. 2. Michel Houellebecq.
[1] «Vete hoy en día a hablar a los pobres, ¿qué quieren? ¡Triunfar! Quieren el éxito, no la revolución. ¡Ni siquiera piensan en la revolución! Sólo quieren triunfar como los demás.» En cualquier caso, Friedman tampoco anda escaso de nihilismo; como recuerda Ramonet, jocoso: «Thomas Friedman es realmente conmovedor cuando dice: Los desheredados de la tierra quieren ir a Disneyworld, no a las barricadas. Una frase como ésa merece un puesto en la posteridad al lado de la declaración de la reina María Antonieta en 1798 cuando se enteró de que el pueblo de París se había rebelado y reclamaba el pan que no tenía: ¡Que coman pasteles!, dijo.»
[2] A modo de curiosidad, obsérvese a este respecto el extracto de mi ensayo inacabado que lleva por título Algunas conclusiones ideológicas sobre la obra de Vilas que no van a gustar a nadie:
En apenas unas líneas, desarrolle las connotaciones sugeridas tras la lectura de los siguientes textos:
El gran problema de los coches es que con ellos sucede lo mismo que con los castillos o con los chalets en la playa: son bienes de lujo inventados para el placer exclusivo de la minoría de los muy ricos y a los que nada, en su concepción o su naturaleza, destinaba el uso del pueblo. A diferencia de la aspiradora, de la televisión o de la bicicleta, que siguen conservando la integridad de su valor de uso cuando ya todo el mundo dispone de ellos, el coche, al igual que el chalet en la playa, no tiene interés ni ventaja alguna más que en la medida en que la masa no dispone de ellos. Y ello se debe a que tanto por su concepción como por su destino original el coche es un bien de lujo. Y el lujo, por definición, es imposible de democratizar: si todo el mundo accede a un lujo, nadie saca provecho de su disfrute; por el contrario: todo el mundo arrolla, frustra y desposee a los demás y es arrollado, frustrado y desposeido por ellos.
André Groz, 1973
Y:
Manuel Vilas se compró un Audi de tercera mano, un Audi 100,y lo ponía a doscientos por la autopista de Barcelona,y luego tenía que pagar el peaje y eso que no iba a ningún sitio.Se quedaba mirando el Audi en las tardes de domingo,en mitad de un descampado, en mitad del desierto.El gran desierto que cerca la ciudad de Zaragoza,estéril y ácido como una bocanada de uranio enriquecido.Miraba las ruedas y las golpeaba con sus botas en punta,y pensaba que estaban durísimas, llenas de aire embrutecido,y es que acababa de estar en una gasolinera que se llamaba "El Cid",y las había hinchado, ese silbido poderoso de las válvulas,y miraba el dibujo de las ruedas, laberíntico y abstracto como las rayasde la mano, y se miró la mano, rugosa piel enaltecidaen mitad de la nada, y se había cambiadoel viejo radiocasete del Audi por un compacdisc Pioneer,con seis altavoces, 800 euros en el Carrefour ,y puso a Lou Reed en el compac, y bien, muy bien,Street Hassle puso, y bien, bien, muy bien, dijo de nuevo,esto era todo, el Audi 100, la vida ennegrecida, las cercanías de un pueblo llamado Bujaraloz, la autopista de Barcelona, los infinitos camiones,un toro de Osborne cerca de Pina, el domingo, agrio y crucificado,y Lou Reed sonando en ninguna parte, en el desierto celestial,los 800 euros convertidos en el grito más hermoso de la tierra,y ningún ángel del cielo descendiendo, y Manuel Vilas—siervo de la nada, fumando, estéril, razonando, gimiendo—,silbaba bajo el sol inclemente, difuso, el sol borracho,y les daba patadas a las ruedas y las ruedasle devolvían el impulso, y eso era gracioso,y pensó en la guantera, y abrió la guantera y miró la documentación,y leyó su nombre, y abrió el maletero, y le pareció que allí habíaun montón de sitio para guardar cosas, y eso de repente le hizo completamente feliz.
[3] PUNTO DE CONVERGENCIA ENTRE LIPOVETSKY-HOUELLEBECQ: El sociólogo dice: «Nadie ha conseguido pintar mejor que Houellebecq ese clima depresivo y de decepción que ha seguido a Mayo del 68. Nos explica que la dinámica de la economía liberal se ha anexionado la vida sexual reproduciendo en ella el mismo “horror a la frustración, la marginación y la desigualdad.» Lipovetsky se refiere al genial extracto de Ampliación de campo de batalla que dice así:
“Igual que el liberalismo económico desenfrenado, y por motivos análogos, el liberalismo sexual produce fenómenos de empobrecimiento absoluto. Algunos hacen el amor todos los días; otros cinco o seis veces en su vida, o nunca. Algunos hacen el amor con docenas de mujeres; otros con ninguna. Es lo que se llama la «ley del mercado». En un sistema económico que prohíbe el despido libre, cada cual consigue, más o menos, encontrar su hueco. En un sistema sexual que prohíbe el adulterio, cada cual se las arregla, más o menos, para encontrar su compañero de cama. En un sistema económico perfectamente liberal, algunos acumulan considerables fortunas; otros se hunden en el paro y la miseria. En un sistema sexual perfectamente liberal, algunos tienen una vida erótica variada y excitante; otros se ven reducidos a la masturbación y a la soledad. El liberalismo económico es la ampliación del campo de batallar, su extensión a todas las edades de la vida y a todas las clases de la sociedad. […] algunos ganan en ambos tableros; otros pierden en los dos. Las empresas se pelean por algunos jóvenes diplomados, las mujeres se pelean por algunos jóvenes; los hombres se pelean por algunas jóvenes; hay mucha confusión, mucha agitación.”
[4] PUNTO DE CONVERGENCIA LIPOVETSKY-HOUELLEBECQ: Dice el primero que «[el arte actual] es responsable de la decepción que siente una cantidad creciente de espectadores, que piensan que “eso no es arte”, que no vale para nada, que no tiene interés, “sea lo que sea”. Durante siglos y milenios, las obras de arte han sido motivo de admiración y delectación: en la actualidad estamos ya hartos de tantas reconstrucciones, de las instalaciones minimalistas o conceptuales, del videoarte en el que no pasa nada.»
Por su parte, Michel Houellebecq, en El mundo como supermercado, opina que: «el arte contemporáneo me deprime; pero me doy cuenta de que representa, con mucho, el mejor comentario reciente sobre el estado de las cosas.»
3 comentarios:
Me vas a matar con tu bate de los domingos, pero
"cuando se enteró de que el pueblo de París se había revelado y reclamaba el pan que no tenía: ¡Que coman pasteles!, dijo.»" También se habían reBelado?
Me ha gustado esta reflexión. Sobre arte moderno, entre Basel y la nada pasa de todo por la autopista, desde un Santiago Sierra a lo last de Deitch Projects. Así nos va, claro. Sólo se puede triunfar.
Carlos, el propósito de la falta ortográfica era demostrar que nadie lee las notas a pie; pero salió mal ;)
Un abrazo.
Es usted un perBertido!, dijo la dama del perrito.
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