Ante todo llama la atención el escaso carácter normativo de tu libro, es decir, la dificultad de emitir un juicio positivo o negativo sobre el fenómeno de Hefner, la pornotopía y su puesta en relación con la identidad femenina.
Estamos acostumbrados a pensar la tarea de la filosofía y sobre todo del feminismo bajo el modelo jurídico-penal (emitir un juicio positivo o negativo). Pero este libro se sitúa en una tradición más próxima de Deleuze que de Sartre, o por decirlo de otro modo, del feminismo queer de Judith Butler que del feminismo conservador de Catherine Mackinnon. No se trata tanto de denunciar desde una posición exterior, como de resolver problemas e inventar conceptos que puedan dar lugar a otras genealogías, producir otras ficciones políticas desde las que imaginar el futuro. Además, si fuera posible pesar la historia como se pesa un objeto, habría que decir que el contrato sexopolítico y económico que las mujeres establecían dentro de la Mansión Playboy no era más vejatorio que el contrato matrimonial heterosexual de los años 50: no olvidemos que el ama de casa blanca de la posguerra era una trabajadora sexual, doméstica y reproductiva a tiempo completo no asalariada y cuyos derechos económicos y políticos (por no hablar de sexuales) eran extremadamente limitados —y eso dentro de una situación que aparecía como hegemónica.
¿Qué otras aproximaciones ha habido al trabajo de Hefner? ¿Y por qué la relación con la arquitectura?
Cuando empecé a trabajar sobre Playboy, el antecedente crítico más directo y más obvio eran precisamente los análisis llevados a cabo desde el feminismo conservador que habían entendido el imperio Playboy como el productor de un discurso pornográfico en el que las mujeres eran reducidas a meros objetos sexuales. Sin embargo esa crítica (tan repetida que se ha convertido en un ruido de fondo que no permite escuchar lo que realmente sucede) quedó desplazada cuando empecé a leer exhaustivamente la revista desde sus primeros números de 1953 hasta mediados de los años 80. Lo que aparecía en la revista era la invención de un lenguaje de gestión de control y gestión política del cuerpo, de la sexualidad y de la subjetividad masculina, no femenina. Lo que Playboy demuestra es que la masculinidad heterosexual no es un código universal o neutro frente al que se dibuja la feminidad o la homosexualidad como diferencias, sino el efecto de una precisa coreografía corporal, de un conjunto estricto de normas performativas. Dicho de otro modo, la masculinidad es un teatro político que se hace pasar por natural. Y eso es precisamente lo interesante de Playboy: en su esfuerzo por construir una nueva masculinidad capaz de hacer frente al modelo heterosexual, monógamo y suburbano de los años 50, Playboy desvela esos mecanismos de teatralización política.
El segundo elemento importante es que Playboy piensa la arquitectura como una técnica de construcción de la masculinidad. Lo interesante es que Playboy no define la masculinidad como una verdad anatómica, ni tampoco como una entidad psicológica, sino como una forma de habitar el espacio, más concretamente como un conjunto de técnicas de la domesticidad multimedia. Por eso Hefner se presentaba a sí mismo no como un pornógrafo o como un hombre de negocios, sino como un arquitecto pop que hubiera utilizado una revista como medio de difusión de un proyecto arquitectónico en cuyo centro se situaba un nuevo modelo de masculinidad. Esto me llevó a entender la arquitectura como una “tecnología de género”, en el sentido que a este término ha dado Teresa de Lauretis. Por decirlo de otro modo, he huido intencionalmente del adoctrinamiento normativo y he preferido hacer teoría política y de género a través de una historia crítica de los modos contemporáneos de habitar el espacio.
Y en el centro de todo, la cama Playboy…
La cama Playboy como plataforma de telecomunicaciones farmacopornográfica es el antecedente directo tanto de la escafandra de los desactivadotes de minas como de la cápsula de bioconexión de Jacke Sully en Avatar: un híbrido de una cabina de pilotaje multimedia y una incubadora. La cama estaba dotada de un panel con radio-teléfono y una cámara de televisión que permitía filmar los encuentros de su ocupante. Esa es la cama en la que Hefner, como si se tratara de un inválido voluntario, ha pasado más de 40 años, prácticamente sin salir de casa. Criticando la separación entre las esferas doméstica y laboral, la cama era también el primer enclave de tele-trabajo. Playboy defiende frente a ética vertical del fordismo, el “trabajo horizontal” que sería el antecedente más director del trabajador afectivo y flexible de las economías inmateriales. La cama ha dejado de ser un lecho privado para convertirse en una prótesis de telecomunicaciones sexuales. Es el antecedente de nuestra forma contemporánea de amar y relacionarnos, prostética y virtual, mediada por tecnologías audiovisuales y cibernéticas. Sin embargo, frente a la hipersexualidad playboy, tanto los desactivadotes de minas como XX aparecen como figuras contenidas, en el que la sexualidad parece haber sido sublimada en violencia. Sin duda, vivimos momento menos sensuales y eróticos que los 50-60.
¿Acordamos, pues, que la “playmate” no es fruto de una conspiración opresora de Hefner?
Es preciso dejar de ver a la “playmate” como una víctima estúpida de la ideología Playboy (eso sería aceptar como ciertas las premisas del discurso masculinista) para pensarla como una de las figuras políticas (a la que pertenecerían Marylin Monroe, Bunny Yeager o Jane Mansfield) de la segunda mitad del siglo XX, en tensión con las figura del ama de casa o de las mujeres no-blancas, no heterosexuales. No podemos pensar estas figuras en términos dialécticos de opresión/liberación, sino como redes en un campo de fuerzas.
La masculinidad Playboy implica una puesta en escena inédita, ¿cuáles fueron los modelos que la inspiraron?
Se trata de una hibridación de tres tipos de masculinidad divergentes, por no decir en conflicto; un Frankenstein cultural cuyo éxito no estaba en absoluto garantizado. Por una parte, el libertino del siglo XVIII, dueño de su sexualidad y de la sexualidad femenina, que está por encima de todo contrato matrimonial y de toda norma de igualdad democrática entre los sexos. Por otra, el dandy de finales del siglo XIX: esteta, refinado amante del espacio interior, experimentador sexual, maldito pero libre de las ataduras del matrimonio heterosexual. Y finalmente, la nueva figura del teenager, fruto del baby boom de posguerra: moralmente ligero y dotado por primera vez de poder adquisitivo, el adolescente heterosexual blanco de clase media es el agente por excelencia de la nueva cultura corporal de producción y consumo que podría resumirse en sexo, drogas y rocanrol. Playboy transforma al dandy homosexual y al libertino en un playboy heterosexual adolescente (con independencia de su edad), en un amoral tele-consumidor cultural y sexual. El habitat del playboy, como del dandy, es el espacio doméstico. Pero la domesticidad ya no es la misma. El espacio doméstico del playboy está absolutamente mediatizado: el nicho del playboy es como el escenario de Gran Hermano: parece un espacio doméstico, pero es un plató de televisión. En ese sentido, todos vivimos hoy como Hefner, tanto hombres como mujeres, nuestros espacios domésticos son plataformas de telecomunicación.
Lo que caracteriza la pornotopía Playboy (de la que el sujeto contemporáneo es heredero) es la utilización de las tecnologías farmacológicas, audiovisuales y de la comunicación como prótesis sexuales: drogas, píldoras, radio, teléfono, televisión, Internet, redes sociales, etc. Y en este sentido, lo interesante es que cualquiera, tanto un hombre como una mujer, independientemente de su sexo biológico, puede incorporar la pornotopía. La masculinidad prostética sexo-mediática que Playboy y MacLuhan inventan en los años 50-60 hay que situarla hoy en una nueva cultura de la guerra, una guerra difusa y des-localizada como nuestras propias economías de producción. En este escenario surge una nueva masculinidad presente en las ficciones aparentemente opuestas de Avatar y de The Hurt Locker de Kathryn Bigelow: el soldado de élite que desactiva minas en los campos de guerra del Medio Oriente y Jacke Sully, el exsoldado americano tetrapléjico comparten su condición prostética; mientras uno se enfrenta a la tarea de desactivación arropado por una escafandra que protege su cuerpo y le conecta al exterior, el otro se libera de su invalidez gracias al “progama avatar” que le permite “descargar” su psicología, como si de un proceso informático se tratara, en un híbrido de laboratorio creado a partir de la recombinación genética.
La construcción simbólica de la playmate frente a la «futura ama de casa en busca de marido y hogar camuflada bajo la apariencia de chica cool», ¿anticipa la liberación sexual? O, yendo más allá, si Playboy era una publicación masculina, ¿cómo se consigue extender entre las mujeres la actitud de la «girl next door»?
La transformación del ama de casa en “playmate” es un proceso de ingeniería social que debe entenderse dentro de un contexto político más amplio. Los modelos más claros de liberación sexual habían sido esbozados culturalmente en la revolución francesa y durante los años 20-30. Pero cada gran guerra funcionó como un laboratorio de producción de género y cada posguerra como una fábrica de normalización de las estructuras reproducción heterosexual=producción cultural.
¿Qué hay entonces de la Guerra Fría?
Lejos de ser esa especie de medioevo de la modernidad a la que seguiría inexplicablemente una intensa, pero efímera revolución sexual, es un periodo políticamente ardiente en el que se produce una mutación sin precedentes de las formas de gestión política de la subjetividad. Podemos decir que lo que va a ocurrir durante los años 50 es una transformación de las tecnologías de la guerra (de telecomunicaciones, eléctricas, bioquímicas, nucleares, etc.) en tecnologías de consumo y entretenimiento. Podríamos resumirlo como un paso desde técnicas de gestión disciplinaria de gran encierro (colegio, hospital, fábrica, prisión, etc.) a técnicas de gestión farmacopornográfica de la subjetividad y es ahí donde Playboy juega un papel crucial. Las arquitecturas disciplinarias se ven absorbidas por técnicas microinformáticas, farmacológicas y audiovisuales ligeras y de transmisión rápida. De ahí la importancia del espacio doméstico como puerto de telecomunicaciones y centro de consumo. Aquí el cuerpo ya no habita los lugares disciplinarios, sino que está habitado por ellos, siendo la estructura biomolecular y orgánica el último resorte de estos sistemas de control. Al mismo tiempo, se está produciendo un agenciamiento de minorías que resisten y critican las construcciones normativas del género, de la clase, de la raza y de la sexualidad. Los primeros movimientos poscoloniales, antirracistas, feministas y homosexuales se gestan durante la segunda guerra mundial aunque adquieren visibilidad política únicamente a finales de los años 50.
Semejante retrato de la posguerra hace pensar en una posible magnificación o incluso falsa nostalgia hacia los años sesenta.
La II Guerra Mundial había cambiado la relación de las mujeres blancas al espacio público y al mercado laboral. Lo difícil no fue “liberar” a la mujer heterosexual en los 60, sino volver a encerrarla después de la segunda guerra mundial. Quizás por eso ese encierro estuvo suplementado por alcohol, anfetaminas y tranquilizantes, por dosis hipnóticas de comunicación televisual y por la adicción al consumo de objetos (que pronto se convertirán en basura) y a la glucosa.
A propósito de Ashley Madison, la empresa norteamericana dedicada a organizar infidelidades, dice Fernández Porta que clama «el orgullo de los casados contra la fatuidad de los solteros: Nosotros follamos más y nos organizamos mejor y somos gente seria y, si de ligar se trata, también somos mejores que vosotros.» (€®O$). ¿Cabe considerar actualmente al sujeto casado como un modelo sexual queer, desplazado del centro que en otras épocas ocupó, enfrentado a la fantasía de la liberación sexual que representa Hefner y al amor líquido del que Bauman habla?
Lo siento por lo casados pero la cosa no es tan fácil. Resulta como poco curioso que Playboy pretendiera vender a los casados una fantasía libertina con ciertos toques de dandysmo para que pudieran seguir soportando el tedio de la vida heterosexual monógama y que ahora queramos ofrecer a los casados la promesa subversiva de lo queer (cuando no, de manera inversa, prometer a los homosexuales el paraíso matrimonial). El hecho de que el matrimonio heterosexual y la familia sea un ecosistema relacional y de filiación fallido (por no decir en quiebra) no quiere decir que haya dejado de ser el centro simbólico y normativo de las sociedades farmacopornográficas contemporáneas. Al contrario, cuanto más líquido se vuelve el amor más cristalina aparece la solidez utópica del matrimonio heterosexual. Todavía queda mucha guerra por delante.
Tras el diagnóstico de un imperio Playboy que progresivamente se viene abajo, tu libro acaba con un epitafio no demasiado halagador: «Por nuestra parte, nosotros, necrófilos recalcitrantes, seguiremos de un modo u otro habitando la pornotopía.» ¿Por qué?
El Imperio Playboy, confrontado a la economía global de Internet y a la descentralización de la producción pornográfica audiovisual, se derrumba. La pornotopía creada por Playboy y encarnada por las Mansiones y los clubs está desapareciendo progresivamente: la revista pierde lectores cada año, de la enorme diáspora de clubs de los años 70 solo queda el de Las Vegas, la empresa cerró el año pasado sus oficinas de Manhattan e incluso vendió una parte de la Mansión West. Sólo la venta de accesorios y la productora porno Jenna Jameson han salvado a la compañía de la quiebra financiera. Podríamos decir que el reloj biológico de la pornotopía Playboy coincide con el reloj celular de Hugh Hefner y seguramente la pornotopía morirá con él. Sin embargo, los modelos de producción de subjetividad inventados por Playboy marcan nuestra cotidianeidad: nuestras formas contemporáneas de relacionarnos y producir placer son prostéticas, mediáticas y psicotrópicas. Por ejemplo, somos libres encerrados en el mundo virtual de nuestros ordenadores portátiles, como Hefner en su cama redonda y ultraconectada; nuestras relaciones sexuales están mediadas por tecnologías farmacológicas (la píldora, viagra, etc.) y de vigilancia (nos enamoramos por mensaje telefónico, grabamos y documentamos nuestros encuentros, los difundimos a través de youtube o facebook…), nuestra forma de amar, heredera de la pornotopía Playboy, es kitsch y telecomunicativa.