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viernes, 27 de agosto de 2010

'Pornotopía', una conversación con Beatriz Preciado


He aquí la versión extendida de la entrevista con Beatriz Preciado, originalmente publicada en el número 319 de Quimera (junio de 2010), a propósito de Pornotopía.

Ante todo llama la atención el escaso carácter normativo de tu libro, es decir, la dificultad de emitir un juicio positivo o negativo sobre el fenómeno de Hefner, la pornotopía y su puesta en relación con la identidad femenina.

Estamos acostumbrados a pensar la tarea de la filosofía y sobre todo del feminismo bajo el modelo jurídico-penal (emitir un juicio positivo o negativo). Pero este libro se sitúa en una tradición más próxima de Deleuze que de Sartre, o por decirlo de otro modo, del feminismo queer de Judith Butler que del feminismo conservador de Catherine Mackinnon. No se trata tanto de denunciar desde una posición exterior, como de resolver problemas e inventar conceptos que puedan dar lugar a otras genealogías, producir otras ficciones políticas desde las que imaginar el futuro. Además, si fuera posible pesar la historia como se pesa un objeto, habría que decir que el contrato sexopolítico y económico que las mujeres establecían dentro de la Mansión Playboy no era más vejatorio que el contrato matrimonial heterosexual de los años 50: no olvidemos que el ama de casa blanca de la posguerra era una trabajadora sexual, doméstica y reproductiva a tiempo completo no asalariada y cuyos derechos económicos y políticos (por no hablar de sexuales) eran extremadamente limitados —y eso dentro de una situación que aparecía como hegemónica.

¿Qué otras aproximaciones ha habido al trabajo de Hefner? ¿Y por qué la relación con la arquitectura?

Cuando empecé a trabajar sobre Playboy, el antecedente crítico más directo y más obvio eran precisamente los análisis llevados a cabo desde el feminismo conservador que habían entendido el imperio Playboy como el productor de un discurso pornográfico en el que las mujeres eran reducidas a meros objetos sexuales. Sin embargo esa crítica (tan repetida que se ha convertido en un ruido de fondo que no permite escuchar lo que realmente sucede) quedó desplazada cuando empecé a leer exhaustivamente la revista desde sus primeros números de 1953 hasta mediados de los años 80. Lo que aparecía en la revista era la invención de un lenguaje de gestión de control y gestión política del cuerpo, de la sexualidad y de la subjetividad masculina, no femenina. Lo que Playboy demuestra es que la masculinidad heterosexual no es un código universal o neutro frente al que se dibuja la feminidad o la homosexualidad como diferencias, sino el efecto de una precisa coreografía corporal, de un conjunto estricto de normas performativas. Dicho de otro modo, la masculinidad es un teatro político que se hace pasar por natural. Y eso es precisamente lo interesante de Playboy: en su esfuerzo por construir una nueva masculinidad capaz de hacer frente al modelo heterosexual, monógamo y suburbano de los años 50, Playboy desvela esos mecanismos de teatralización política.

El segundo elemento importante es que Playboy piensa la arquitectura como una técnica de construcción de la masculinidad. Lo interesante es que Playboy no define la masculinidad como una verdad anatómica, ni tampoco como una entidad psicológica, sino como una forma de habitar el espacio, más concretamente como un conjunto de técnicas de la domesticidad multimedia. Por eso Hefner se presentaba a sí mismo no como un pornógrafo o como un hombre de negocios, sino como un arquitecto pop que hubiera utilizado una revista como medio de difusión de un proyecto arquitectónico en cuyo centro se situaba un nuevo modelo de masculinidad. Esto me llevó a entender la arquitectura como una “tecnología de género”, en el sentido que a este término ha dado Teresa de Lauretis. Por decirlo de otro modo, he huido intencionalmente del adoctrinamiento normativo y he preferido hacer teoría política y de género a través de una historia crítica de los modos contemporáneos de habitar el espacio.


Y en el centro de todo, la cama Playboy

La cama Playboy como plataforma de telecomunicaciones farmacopornográfica es el antecedente directo tanto de la escafandra de los desactivadotes de minas como de la cápsula de bioconexión de Jacke Sully en Avatar: un híbrido de una cabina de pilotaje multimedia y una incubadora. La cama estaba dotada de un panel con radio-teléfono y una cámara de televisión que permitía filmar los encuentros de su ocupante. Esa es la cama en la que Hefner, como si se tratara de un inválido voluntario, ha pasado más de 40 años, prácticamente sin salir de casa. Criticando la separación entre las esferas doméstica y laboral, la cama era también el primer enclave de tele-trabajo. Playboy defiende frente a ética vertical del fordismo, el “trabajo horizontal” que sería el antecedente más director del trabajador afectivo y flexible de las economías inmateriales. La cama ha dejado de ser un lecho privado para convertirse en una prótesis de telecomunicaciones sexuales. Es el antecedente de nuestra forma contemporánea de amar y relacionarnos, prostética y virtual, mediada por tecnologías audiovisuales y cibernéticas. Sin embargo, frente a la hipersexualidad playboy, tanto los desactivadotes de minas como XX aparecen como figuras contenidas, en el que la sexualidad parece haber sido sublimada en violencia. Sin duda, vivimos momento menos sensuales y eróticos que los 50-60.

¿Acordamos, pues, que la “playmate” no es fruto de una conspiración opresora de Hefner?

Es preciso dejar de ver a la “playmate” como una víctima estúpida de la ideología Playboy (eso sería aceptar como ciertas las premisas del discurso masculinista) para pensarla como una de las figuras políticas (a la que pertenecerían Marylin Monroe, Bunny Yeager o Jane Mansfield) de la segunda mitad del siglo XX, en tensión con las figura del ama de casa o de las mujeres no-blancas, no heterosexuales. No podemos pensar estas figuras en términos dialécticos de opresión/liberación, sino como redes en un campo de fuerzas.

La masculinidad Playboy implica una puesta en escena inédita, ¿cuáles fueron los modelos que la inspiraron?

Se trata de una hibridación de tres tipos de masculinidad divergentes, por no decir en conflicto; un Frankenstein cultural cuyo éxito no estaba en absoluto garantizado. Por una parte, el libertino del siglo XVIII, dueño de su sexualidad y de la sexualidad femenina, que está por encima de todo contrato matrimonial y de toda norma de igualdad democrática entre los sexos. Por otra, el dandy de finales del siglo XIX: esteta, refinado amante del espacio interior, experimentador sexual, maldito pero libre de las ataduras del matrimonio heterosexual. Y finalmente, la nueva figura del teenager, fruto del baby boom de posguerra: moralmente ligero y dotado por primera vez de poder adquisitivo, el adolescente heterosexual blanco de clase media es el agente por excelencia de la nueva cultura corporal de producción y consumo que podría resumirse en sexo, drogas y rocanrol. Playboy transforma al dandy homosexual y al libertino en un playboy heterosexual adolescente (con independencia de su edad), en un amoral tele-consumidor cultural y sexual. El habitat del playboy, como del dandy, es el espacio doméstico. Pero la domesticidad ya no es la misma. El espacio doméstico del playboy está absolutamente mediatizado: el nicho del playboy es como el escenario de Gran Hermano: parece un espacio doméstico, pero es un plató de televisión. En ese sentido, todos vivimos hoy como Hefner, tanto hombres como mujeres, nuestros espacios domésticos son plataformas de telecomunicación.

Lo que caracteriza la pornotopía Playboy (de la que el sujeto contemporáneo es heredero) es la utilización de las tecnologías farmacológicas, audiovisuales y de la comunicación como prótesis sexuales: drogas, píldoras, radio, teléfono, televisión, Internet, redes sociales, etc. Y en este sentido, lo interesante es que cualquiera, tanto un hombre como una mujer, independientemente de su sexo biológico, puede incorporar la pornotopía. La masculinidad prostética sexo-mediática que Playboy y MacLuhan inventan en los años 50-60 hay que situarla hoy en una nueva cultura de la guerra, una guerra difusa y des-localizada como nuestras propias economías de producción. En este escenario surge una nueva masculinidad presente en las ficciones aparentemente opuestas de Avatar y de The Hurt Locker de Kathryn Bigelow: el soldado de élite que desactiva minas en los campos de guerra del Medio Oriente y Jacke Sully, el exsoldado americano tetrapléjico comparten su condición prostética; mientras uno se enfrenta a la tarea de desactivación arropado por una escafandra que protege su cuerpo y le conecta al exterior, el otro se libera de su invalidez gracias al “progama avatar” que le permite “descargar” su psicología, como si de un proceso informático se tratara, en un híbrido de laboratorio creado a partir de la recombinación genética.

La construcción simbólica de la playmate frente a la «futura ama de casa en busca de marido y hogar camuflada bajo la apariencia de chica cool», ¿anticipa la liberación sexual? O, yendo más allá, si Playboy era una publicación masculina, ¿cómo se consigue extender entre las mujeres la actitud de la «girl next door»?

La transformación del ama de casa en “playmate” es un proceso de ingeniería social que debe entenderse dentro de un contexto político más amplio. Los modelos más claros de liberación sexual habían sido esbozados culturalmente en la revolución francesa y durante los años 20-30. Pero cada gran guerra funcionó como un laboratorio de producción de género y cada posguerra como una fábrica de normalización de las estructuras reproducción heterosexual=producción cultural.

¿Qué hay entonces de la Guerra Fría?

Lejos de ser esa especie de medioevo de la modernidad a la que seguiría inexplicablemente una intensa, pero efímera revolución sexual, es un periodo políticamente ardiente en el que se produce una mutación sin precedentes de las formas de gestión política de la subjetividad. Podemos decir que lo que va a ocurrir durante los años 50 es una transformación de las tecnologías de la guerra (de telecomunicaciones, eléctricas, bioquímicas, nucleares, etc.) en tecnologías de consumo y entretenimiento. Podríamos resumirlo como un paso desde técnicas de gestión disciplinaria de gran encierro (colegio, hospital, fábrica, prisión, etc.) a técnicas de gestión farmacopornográfica de la subjetividad y es ahí donde Playboy juega un papel crucial. Las arquitecturas disciplinarias se ven absorbidas por técnicas microinformáticas, farmacológicas y audiovisuales ligeras y de transmisión rápida. De ahí la importancia del espacio doméstico como puerto de telecomunicaciones y centro de consumo. Aquí el cuerpo ya no habita los lugares disciplinarios, sino que está habitado por ellos, siendo la estructura biomolecular y orgánica el último resorte de estos sistemas de control. Al mismo tiempo, se está produciendo un agenciamiento de minorías que resisten y critican las construcciones normativas del género, de la clase, de la raza y de la sexualidad. Los primeros movimientos poscoloniales, antirracistas, feministas y homosexuales se gestan durante la segunda guerra mundial aunque adquieren visibilidad política únicamente a finales de los años 50.

Semejante retrato de la posguerra hace pensar en una posible magnificación o incluso falsa nostalgia hacia los años sesenta.

La II Guerra Mundial había cambiado la relación de las mujeres blancas al espacio público y al mercado laboral. Lo difícil no fue “liberar” a la mujer heterosexual en los 60, sino volver a encerrarla después de la segunda guerra mundial. Quizás por eso ese encierro estuvo suplementado por alcohol, anfetaminas y tranquilizantes, por dosis hipnóticas de comunicación televisual y por la adicción al consumo de objetos (que pronto se convertirán en basura) y a la glucosa.

A propósito de Ashley Madison, la empresa norteamericana dedicada a organizar infidelidades, dice Fernández Porta que clama «el orgullo de los casados contra la fatuidad de los solteros: Nosotros follamos más y nos organizamos mejor y somos gente seria y, si de ligar se trata, también somos mejores que vosotros.» (€®O$). ¿Cabe considerar actualmente al sujeto casado como un modelo sexual queer, desplazado del centro que en otras épocas ocupó, enfrentado a la fantasía de la liberación sexual que representa Hefner y al amor líquido del que Bauman habla?

Lo siento por lo casados pero la cosa no es tan fácil. Resulta como poco curioso que Playboy pretendiera vender a los casados una fantasía libertina con ciertos toques de dandysmo para que pudieran seguir soportando el tedio de la vida heterosexual monógama y que ahora queramos ofrecer a los casados la promesa subversiva de lo queer (cuando no, de manera inversa, prometer a los homosexuales el paraíso matrimonial). El hecho de que el matrimonio heterosexual y la familia sea un ecosistema relacional y de filiación fallido (por no decir en quiebra) no quiere decir que haya dejado de ser el centro simbólico y normativo de las sociedades farmacopornográficas contemporáneas. Al contrario, cuanto más líquido se vuelve el amor más cristalina aparece la solidez utópica del matrimonio heterosexual. Todavía queda mucha guerra por delante.

Tras el diagnóstico de un imperio Playboy que progresivamente se viene abajo, tu libro acaba con un epitafio no demasiado halagador: «Por nuestra parte, nosotros, necrófilos recalcitrantes, seguiremos de un modo u otro habitando la pornotopía.» ¿Por qué?

El Imperio Playboy, confrontado a la economía global de Internet y a la descentralización de la producción pornográfica audiovisual, se derrumba. La pornotopía creada por Playboy y encarnada por las Mansiones y los clubs está desapareciendo progresivamente: la revista pierde lectores cada año, de la enorme diáspora de clubs de los años 70 solo queda el de Las Vegas, la empresa cerró el año pasado sus oficinas de Manhattan e incluso vendió una parte de la Mansión West. Sólo la venta de accesorios y la productora porno Jenna Jameson han salvado a la compañía de la quiebra financiera. Podríamos decir que el reloj biológico de la pornotopía Playboy coincide con el reloj celular de Hugh Hefner y seguramente la pornotopía morirá con él. Sin embargo, los modelos de producción de subjetividad inventados por Playboy marcan nuestra cotidianeidad: nuestras formas contemporáneas de relacionarnos y producir placer son prostéticas, mediáticas y psicotrópicas. Por ejemplo, somos libres encerrados en el mundo virtual de nuestros ordenadores portátiles, como Hefner en su cama redonda y ultraconectada; nuestras relaciones sexuales están mediadas por tecnologías farmacológicas (la píldora, viagra, etc.) y de vigilancia (nos enamoramos por mensaje telefónico, grabamos y documentamos nuestros encuentros, los difundimos a través de youtube o facebook…), nuestra forma de amar, heredera de la pornotopía Playboy, es kitsch y telecomunicativa.

martes, 10 de agosto de 2010

El parapeto de la ficción, o cómo Pleonasmo Chief se calzó unos guantes de goma y empezó a remover la mieeerda.

Hace unos meses, en las siempre geniales clases de teoría del lenguaje literario impartidas por Fernando Ángel Moreno —la persona que me devolvió la fe en la enseñanza y en eso que Steiner llamaría el Maestro carismático—, leí por primera vez el cuento de Raymond Carver titulado “Intimidad” (Tres rosas amarillas). Creo que solo he vuelto a leer en una ocasión el cuento, pero lo cierto es que la primera interpretación que me produjo, un descomunal relato de terror, se ha convertido en una de esas cosas en las que pienso casi todos los días. ¿De qué habla el cuentista norteamericano en “Intimidad"? En términos nietzscheanos diríamos que Carver habla del hombre débil, del miedo al eterno retorno; en palabras de Kierkegaard hablaríamos de “repetición”: «lo que experimenta cualquiera de nosotros cuando desea tener de nuevo una posibilidad que, según creemos, tiene algo de trascendental. Esto se acerca peligrosamente a esa autodecepción perpetua que la mayoría denominamos “enamorarse”, de manera que, si no les parece mal, podemos reducir la repetición de Kierkegaard a la compulsión de repetición freudiana del impulso hacia la muerte.» (Bloom, Ensayistas y profetas). “Intimidad”, tal como yo lo recuerdo, es un relato perfecto que funciona solo con tres personajes: el ex marido que vuelve cabizbajo y hecho polvo a hablar con su ex mujer (imposible encontrar mayor bajona en un solo hombre), y la nueva pareja de ésta. “Intimidad” se convierte en un cuento de terror porque habla de tenerlo todo y perderlo. Porque el ex marido sabe que hubo un tiempo en que ocupaba la feliz posición del amante. Y no volverá jamás a ese pasado irrecuperable.

Adivinanza: ¿qué método se ha empleado para llevar a cabo semejante interpretación?

Mi hipótesis, y expongo lo que sigue con la mayor de las afliciones por lo que, de ser cierta, tendría de desnudar al emperador, es la autobiografía: hay que haber sentido algo similar a lo experimentado por el narrador de Carver para saber de qué está hablando; de otro modo, estamos completamente desarmados para leer este cuento.

Repasando algunas de mis últimas lecturas de verano no dejo de encontrar testimonios que, sin llegar a abrazarla de manera explícita, giran en torno a esta idea. Aquí tenemos, por ejemplo, a Félix de Azúa exponiendo el contrato de lectura que Autobiografía sin vida requiere: «como suele decirse, cualquier parecido con la realidad se debe a que algún lector puede, a su vez, coincidir con buena parte de los signos visibles y de los paisajes literarios descritos, en cuyo caso deberá contemplar muy seriamente la posibilidad de que ésta sea su autobiografía. O de que no andaba muy lejos.»

Ahora volvamos a Bloom, ésta vez a su Cómo leer y por qué: «Primero encuentra a Shakespeare, y deja q­ue él te encuentre a ti. Si es que El rey Lear te encuentra plenamente, sopesa la naturaleza que ambos compartís y reflexiona sobre ella; es proximidad contigo mismo.»

Bien.

¿A qué se refiere exactamente con «la naturaleza que ambos compartís»?

Desconozco cuál es el momento exacto en la historia de la crítica donde se produce el punto de inflexión a partir del cual la exégesis biográfica pasa a ser completamente obviada y expurgada del pensamiento. ¿Quizá fue el Contra Sainte-Beuve de Proust?, ¿Baudelaire en respuesta a las acusaciones de inmoralidad que fulminaron la recepción de Las flores del mal en su época? Cierto es que la vieja crítica romántica de autor no conducía a un buen paradero.

Pero no menos cierto es que en el origen de todo estaba el ensayo, un género que, como saben, arranca con la épica, lapidaria, profética, maravillosa y descomunal sentencia según la cual

Je suis moi-même la matière de mon livre.

Esa piedra fundacional en el primero de los volúmenes de ensayos de Michel de Montaigne. Un autor que, por cierto, ya en su época tenía que disculparse por hablar de sí mismo y reivindicar su experiencia como fuente de conocimiento.

Todo esto no parecen más que obviedades, por supuesto. Obviedades, tal vez, olvidadas.

Como que la literatura está hecha de mentiras, y una de ellas es el parapeto que ofrecen los términos de «ficción» o «ensayo» y la teoría de las instancias narrativas: en el momento en que disponemos de un narrador que se aleja de la figura del autor empírico, obligatoriamente eximimos a éste de responsabilidades. Aunque para ser justos, diremos que no solo éste queda libre de pecado, sino también el lector.

Imaginemos un lector ficticio llamado, qué sé yo, Pleonasmo Chief. Tras la lectura de Alba Cromm, este lector recuerda con especial nitidez el pasaje en donde se nos cuenta la discusión de una pareja. Él, que, como diría alguien del Siglo de Oro, ha sido burlado (me declaro fanático incondicional de esta expresión, no me pregunten por qué) con algo tan ingenuo como pueda ser un beso, le dice a ella por teléfono que le explique cómo tuvo lugar el engaño: «Solo le planté un morreo», dice ella, o algo así, y en ese momento él graba la declaración y la pone como tono de llamada. La reconciliación se vuelve entonces imposible, pues ella es incapaz de volver a marcar su número porque no desea fulminar su ánimo obligándolo a escuchar el duro testimonio.

Desde que el término ficción y sus connotaciones se popularizaran, el lector puede pasar por esta página como si nada, guardándose para sí el impacto del pasaje que concentra el horror de los celos.

Y ahora experimentemos con la ficción: nuestro personaje imaginario, Pleonasmo Chief, lector y —forzando los acontecimientos— crítico literario, se arma de valor y publica una reseña en la que señala cómo el autor empírico de la novela ha sabido manifestar en su máximo exponente el tema de los celos en la sociedad contemporánea. La incomodidad de este ejercicio de vandalismo interaccional no afectaría solo al autor empírico, sino también a nuestro personaje imaginario: ¿Y tú cómo sabes qué son los celos y cómo se manifiestan?, podría espetarle un lector de su crítica.

Es como esa escena de Reservoir dogs en donde todo el mundo se apunta a la cabeza.

No mola un pejcao, ¿eh?

Otro ejemplo.

En el booktrailer de €®0$ escuchamos lo que sigue: «¿Adónde me lleva esta historia de amor? ¿Qué saco yo de esta relación? Éstas son las preguntas sobre el querer en el capitalismo» Desde un punto de vista retórico y narrativo, las tres frases resultan perfectas, sobre todo en la primera escucha. Así, despojándonos ahora de ningún pacto de lectura genérico que nos condicione, si el emisor de las dos primeras frases parece ser el propio Fernández Porta, la tercera frase viene a desmentirla. No soy yo el que habla: son los demás, el sistema, la cultura del capitalismo. Por supuesto, el capitalismo nunca nos pregunta esto de manera directa, sino que más bien soy yo el que se plantea semejante cuestión por sí mismo, y luego busca responsables exógenos. Que los hay, claro. Ya hemos hablado de ello.

Como ya habrán adivinado a estas alturas, el autor sobre el cual Pleonasmo Chief albergará más dudas sobre la función de los términos ficción y ensayo es David Foster Wallace. De él ya sabemos que la paradoja del superyó es el eje que articula buena parte de su ficción, pero es que también este tema aparece en su ensayística.

Veamos:

«al mismo tiempo los narradores tienden a ser terriblemente conscientes de sí mismos. A la vez que dedican montones de tiempo productivo a estudiar con atención qué impresión produce en ellos la gente, los narradores también dedican montones de tiempo menos productivo preguntándose, nerviosos, qué impresión causan ellos a los demás. Qué tal caen, qué imagen tienen, si se les ve el faldón de la camisa por la bragueta, si tal vez tienen pintalabios en los dientes». ("E unibus pluram")

Exactamente, ¿que quería esconder algo ese plural? Como sociólogo o crítico cultural, en ningún momento me consta que Foster Wallace hubiese recurrido a metodologías cuantitativas. No me lo imagino llamando uno por uno a todos los narradores norteamericanos para preguntarles si son o no terriblemente conscientes de sí mismos. El enunciado en sí es una gran broma. Como cuando reflexiona sobre los «no profesionales» en televisión: «a menudo actúan de forma espasmódica, o bien se quedan rígidos, paralizados por la timidez.» Quienes hemos visto entrevistas suyas en YouTube sabemos qué esconde ese plural.

Bienvenidos al Unheimlich del fenómeno literario: aquello que no debería ser mostrado.

A nadie nos gusta airear la.

Nadie quiere sacar sus trapos sucios a relucir.

Se vive mejor en la ficción.

De hecho, mi único objetivo era recordar esto.

Por esto leemos y escribimos (¿por qué si no?)

Este post, de hecho, es una gran ficción. Ya se habrán dado cuenta de que solo hay literatura en él. Una gran mentira, antes que una verdad incómoda.

Ja.

lunes, 9 de agosto de 2010

Aprende a leer, chaVal

You Fucking Illiterate Shit


Hace algún tiempo que llevaba dándole vueltas a la idea de escribir un post sobre la lectura, acto ante el cual solo puedo expresar preguntas y dudas. Afortunadamente, a algún lector anónimo de Formspring se le ocurrió preguntarme por los libros de los que he hablado sin haber leído, seguido de otra interesante pregunta de Elisabeth Falomir, editora de Pez Espada, sobre los libros que me avergüenza reconocer que he leído.

Así que, si ustedes saben leer, no duden en enseñarme.

Aún estoy a tiempo de la salvación.

Creo.


Ahí van mis respuestas.


¿Qué libros dices haber leído, pero en realidad no lo has hecho?

Bingo. Me encanta que hagas esa pregunta. Y te seré franco (y seguramente valide lo que, quién sabe, esperabas oir): muchos. Personalmente, defiendo posturas como las de Pierre Bayard en 'Cómo hablar de los libros que no se ha leído', donde, si mal no recuerdo, cuenta cómo siendo profesor de Joyce, apenas leía a Joyce. Lo importante que subyace de esta cuestión es la colisión de dos actitudes que se da en nuestro entorno cultural: la exigencia superyoica de haberlo leído todo, y el hecho de que, como críticos o estudiosos de la literatura, lo que al final nos importa de las obras sea la traducción a su poética de la ficción, a la teoría o el concepto que esconden detrás. Caso paradigmático: ¿con qué nos quedamos de Proust? Con su intervención en el movimiento sísmico del modernismo, la inclusión de ciertas aportaciones intelectuales de su tiempo como Bergsson en la obra de ficción, la tentativa de abolir el tiempo o el hecho de que, como Forster nos recuerda, sus personajes puedan operar en dos acciones simultáneas. Pregunta evidente: ¿quién lee hoy la saga de Proust?, ¿es importante hacerlo? Mi respuesta es que no, evidentemente. Entre otras cosas porque ya hay especialistas que lo sabrán leer y enmarcar en una tradición mucho mejor que yo. Huelga decir que si Proust me gustara más allá de la investigación, por el puro placer de su lectura, lo leería. Y más allá de todo eso: ¿quién demonios sabe lo que es 'leer'?, ¿quién sabe definir este acontecimiento?, ¿leer un libro de la primera palabra a la última?, ¿en eso sólo consiste 'leer'?, etcétera. Y aún mucho más allá, cualquiera que escriba ensayo sabe de los peligros de citar sin leer en su totalidad: un profesor de la universidad nos advertía con el ejemplo del 'Cómo hacer cosas con palabras', en donde al final Austin subvierte todo lo anteriormente dicho. Henri-Levy, por su parte, también alerta de que citar sistemas filosóficos de forma descontextualizada es erróneo, ya que un sistema es, por definición, autónomo: funciona en sus propias coordenadas. Sea como fuere, vuelvo al problema del superyó literario y a los condicionamientos de la "lectura profesional" (mi planteamiento: no es que ahora leamos en diagonal por culpa de un déficit de atención generalizado o por influencia de lo audiovisual, es que no es igual leer una historia para pasar el rato que hacerlo bajo una lámpara bibliotecaria en donde uno tiene que rentabilizar su tiempo al máximo). Eso sí, cuando se trata de novedades editoriales, procuro no saltarme muchos párrafos.

Me parece interesante la última aportación, y me han entrado ganas de darle la vuelta al calcetín. ¿Con qué libros has disfrutado, pero te avergüenza decirlo?

Después de reflexionar un par de minutos sobre tu pregunta (quizá si siguiera dándole vueltas encontraría alguno, pero vamos a suponer que estamos discutiendo en tiempo real), no se me ocurre ninguno. Pero voy a permitirme girar otra vez el calcetín. Es decir. Afortunadamente, nuestra cultura literaria no es clasista pero sí coolhunter. Esto quiere decir que, parapetados en sólidas argumentaciones de sólidos pensadores, producciones de la presunta baja cultura, inadmisibles como objetos de estudio por los marxistas de la old school, pueden ser la punta de la lanza del debate literario. Hoy uno puede asistir un éxito de masas como Lost o el show de Paris sin avergonzarse de estar compartiendo pantalla con un montón de gente que solo busca pasar el rato: esto es, no se trata de qué lees sino de cómo lo lees o de quién lo lee. En este sentido confieso que soy un pésimo cazatendencias, si bien es cierto que en alguna que otra ocasión (no es, desde luego, una dinámica habitual en mi forma de trabajar) he podido reutilizar ideas, metáforas, referencias o analogías tomados de libros que originalmente me parecieron, siendo francos, un rollazo. Pienso en el caso de 'Soy leyenda', la novela de Matheson. En reseñas, en 'Exhumación' o incluso en la novela que estoy corrigiendo ahora he recurrido al concepto que hay detrás de ese libro, aunque el libro en sí me aburrió mucho. Otra cosa en la pensar, aparte de lo anterior, es en la agenda setting, en el microcanon (volviendo a Bayard) que se nos presupone. En términos prácticos: a veces voy a la biblioteca y pienso que me gustaría leer 'Ángeles y demonios' o 'El niño del pijama de rayas' o 'La catedral del mar', solo por saber por qué se enfada tanto la gente cuando habla de estos títulos, o, quién sabe por aprender qué podríamos entender como los mecanismos del bestseller (o incluso también porque, ya se sabe, a veces se aprende más leyendo libros malos), aunque al final acabo llevándome a casa cualquier cosa menos exótica.

IbrahimB answered JoanVollmer

domingo, 8 de agosto de 2010

Luis Magrinyà (a.k.a) El elixir de la eterna... (publicado en Quimera 319, junio de 2010)

(De cómo un escritor nacido en los sesenta no tiene por qué ser, necesariamente, un carca)

(Anti-)héroes: Dandis y BoBos absolutamente modernos. Luis Magrinyà domina la expectación y el escapismo. Su trayectoria, iniciada en el año 1993, consta de desapariciones por lapsos de tiempo más o menos considerables (de su anterior publicación, Intrusos y huéspedes, se cumplen ya cinco años). En beneficio suyo juegan la constancia, la voluntad de reciclaje, y, sobre todo, la negativa a perder de vista una concepción joven —muy lejos del agotamiento— del fenómeno literario. Es decir, lo primero que uno piensa al abordarlo para esta entrevista en su apartamento, en el corazón de Malasaña, mientras comenta los preparativos para la fiesta de presentación de su libro (nada que ver con los habituales eventos en librerías), es en tomar ejemplo.

Luis Magrinyà mola.

Pero vayamos a lo estrictamente literario. Que, seguro, es lo que quieren oír.

Habitación doble contiene elementos que avisan de estar ante un Magrinyà («estados de ánimos difíciles, relaciones familiares, el trabajo como rector funesto de la vida de la gente...», enumera el autor sobre sus temas recurrentes). Más allá, es piedra capital en este nuevo ejemplar «la idea de que cuando se cuenta la vida de una persona, siempre se cuenta además la de otra u otras, como resulta evidente en “Luxor” o “Una modestia algo infame”.»

Habitación doble explora, también, categorías culturales que son rara avis en la producción local que nos rodea.

Habitación doble es una resurrección de Scott Fitzgerald. Algo parecido a una portada del New Yorker. Me explico: como en la —no siempre bien atendida— literatura de Phillip Lopate o Paula Fox, he aquí un muestrario de bourgeois-bohemians y dandis. Y en parte, he aquí un retrato sobre aquellos nacidos en los sesenta que comparten ansiedades e intereses con las generaciones más jóvenes. Y con el padre del carnicero de Milwaukee.

Si la historia de la narrativa en el último siglo es la historia de las formas de narrar, Magrinyà opta por la vía alternativa: la deliberada aprehensión del presente.

—¿Qué legitimidad heroica tiene una editora que es muy consciente de que publica libros malos? —señala el autor—. ¿Donde está el pathos en un periodista cuarentón que escucha a su jefe largar sobre un partido del Real Madrid en el lounge de un lujoso —y feísimo— hotel de Ámsterdam?

ȃsta es mi fauna, y sale toda ella de las selvas y de los zoos de la realidad.

*

Magrinyà centra su última colección de cuentos en «gente que, a pesar de gozar de inteligencia y sensibilidad, no carga sobre sus espaldas el peso del mundo, y que por eso son ilegítimos en la tradición novelesca.» A su juicio, «el realismo no está acostumbrado a encarnarse en personajes realmente insignificantes (suponiendo, por otro lado, que existan personajes realmente significantes), en personajes que en ningún momento representan al Hombre, como es costumbre en la tradición burguesa, y que sin embargo no dejan de sentir y de pensar.»

P.: Lo cierto es que en su mayoría, los narradores de tus relatos no se caracterizan por caer especialmente simpáticos al lector...

R.: ¡Espero que tampoco caigan especialmente antipáticos! Aunque es cierto que evito las estrategias que adulan al lector allanándole el camino para un tipo de identificación fácil. Vuelvo al carácter «documental» de mis textos y la engañosa variedad que parece permitir —y en absoluto permite— nuestra cultura terapéutica, que nos pide testimonios y confesiones, pero sólo si satisfacen lo que se espera de ellos. Una de las cosas que se espera, precisamente, es un narrador simpático. Yo prefiero, en lo posible, un narrador real. Y que intenta no caer, además, en la tentación común del género autobiográfico y de ese otro género académico-romántico, la autoficción, cuyo propósito es ofrecer un autorretrato lo más fotogénico posible, ya sea en la gloria o en el barro.

intentio auctoris. Contamos con siete historias ordenadas en compartimentos dobles, una estructura que estudia la simultaneidad y una reivindicación del relato de media distancia. ¿A qué otros propósitos responde esta organización del libro?

—Bueno, son ocho si contamos el ensayo final. La estructura parte de una idea bienintencionadamente experimental: qué pasa si juntamos textos escritos en distintos tiempos, por distintos (o no) narradores, en distintas claves genéricas, con lapsos de tiempo e identidad entre unos y otros. Es un proyecto del que ya formaba parte Intrusos, que tenía esa estructura «partida» donde se juntaban dos diarios escritos con un lapso de un año entre ellos, dejando un vacío en medio. Siempre me han gustado los vacíos… De hecho todo nuestro sistema mental se dedica principalmente a rellenar huecos, desde los miembros fantasma hasta las lagunas de memoria… Seguramente la realidad es toda un hueco y tal vez por eso —ríe— a veces mi escritura es demasiado ¡llena!

Magrinyà habla de la radicalización del collage conforme avanzan las páginas: de una primera ficción dividida en dos partes, «con una continuidad temporal sin incógnitas», a un texto compuesto por el diálogo de unos franceses que van en coche y un ensayo sobre las memorias del padre del carnicero de Milwaukee:

—¿Qué tiene que ver una cosa con otra? La idea de la continuidad, del sentido unificador, no sólo en la narración en sí sino en la experiencia de la lectura, me parece que es clave en la narrativa, y ahí entra uno intentando… ¿sabotearla?

Sobre la idea de simultaneidad temporal, el autor anota: «Eso ya lo intenté con Intrusos. A diferencia de otras artes, la literatura exige una experiencia narrativa: se lee una página detrás de otra, no se abarca el libro —como puede abarcarse un cuadro o una escultura— de un solo golpe de vista. Pero, al introducir claves que remiten de unos textos a otros, al proponer reflexiones sobre lo que falta o no se cuenta, al marcar la estructura muy limpiamente pero sin explicaciones, me parece que se invita constantemente a la reconstrucción, reclamando así cierta forma de simultaneidad. Todo apunta a que el lector vea el libro entero».





Consumo cultural y Booktrailers
. Muchas interrogaciones están suscitando las últimas propuestas a la hora de asumir las relaciones entre publicidad y literatura, bien a través de la publicidad sofisticada que pueda haber en una autoexégesis, bien a través de los booktrailers. Sabemos que la sociología y la crítica literaria nunca han mantenido relaciones cordiales, precisamente porque mientras los parámetros de evaluación son relativos en el primer caso, en el segundo lo son absolutos. Y así, en un acceso de inspiración típicamente bourdieana, el personaje de la editora que aparece en Habitación doble afirma: «Hasta entonces yo había dado por supuesto que el gusto era una prodigiosa potencia subjetiva, algo que estaba en la propia naturaleza y que le distinguía a uno aceptablemente de los demás. Verlo de pronto sumido en los vulgares límites de la objetividad —descubrir que el gusto se fabrica— no fue una agradable sorpresa».

Preguntamos:

Sorprende que hayas optado por una especie de adaptación cinematográfica de Habitación doble, algo bastante alejado de las piezas promocionales al uso...

—Bueno, «adaptación cinematográfica» es algo exagerado… ¡ni que hubiera hecho Ben-Hur! Pero sí, comparado con los vídeos promocionales que he visto, algo antiguallas, por cierto, éste es bastante antipromocional. Me parece disparatado y artístico. Otra «habitación doble» en la que, por fin, dado el medio, la simultaneidad salta a la vista.

Escritores de Primera y Tercera. El pretérito indefinido y la tercera persona de la novela no son otra cosa que ese gesto fatal mediante el cual el escritor señala con el dedo la máscara que lleva puesta.

Roland Barthes

The more closely an author identifies with the narrator, literally or metaphorically, the less advisable it is, as a rule, to use the first-person narrative viewpoint.

John Barth

The truth in art is that whose contradictory is also true.

Oscar Wilde

—Da la impresión de que en la actualidad el yo goza de una presencia cada vez menor en literatura española. ¿A qué se debe la inclinación de Habitación doble, como en libros tuyos anteriores, hacia la primera persona?

—¿Será que la tercera persona no es más que una primera persona disfrazada, falseada? Pensemos en el gran narrador omnisciente decimonónico, ese rey y mago de la tercera persona: así lo veía y narraba todo, pero de vez en cuando entraba su yo en escena; Thackeray, en La feria de las vanidades, hace intervenir hasta a su abuela. Y a mí me gusta, en fin, que salga la abuela del narrador. Hay otra razón: desde hace ya bastantes años me interesan muchísimo los testimonios, las declaraciones, los diarios, las cartas, todo ese material escrito «autobiográfico», que uno podría encontrar en el cajón de otro y publicarlo. Intrusos, Habitación doble y hasta Los dos Luises son ficciones que se inspiran en lo documental, en el objeto escrito, y que aspiran a tener ese carácter. Su significado –político en el sentido más genuino de la palabra– está en publicarlos. Me empeño en publicar testimonios que nadie querría publicar en ninguna parte dadas las mezquinas condiciones de la actual demanda de autenticidad… ¿Alguien estaría interesado en publicar las notas de viaje de un electricista que quiere ser artista? ¿Los recuerdos de un camello en una pedanía? ¿El registro de una cena de médicos zafios?

La solución al enigma, ya saben dónde.