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sábado, 30 de octubre de 2010

Todo lo que debería haber detestado en una novela, y sin embargo, funciona, y además muy-muy bien

¿Cuáles son los rasgos de la literatura contemporánea? No los conocemos, tampoco nos interesan; de hecho, no los hay, no existen. Y mejor así. Sin embargo, llegará el tiempo de los historiadores y de las generalidades, y entonces, podemos imaginarnos qué dirán los manuales sobre la narrativa escrita en nuestro tiempo: será cuando comprobemos que, lejos del lugar común, es posible tener más perspectiva sobre el presente desde el presente que en retrospectiva, cuando hayan sido sepultados, como suele decirse, “los prescindibles”. Omar Calabrese intentó diagnosticar el gusto de su tiempo, allá por 1987, mediante su era neobarroca. Y con gran acierto, la primera acción que llevó a cabo fue cuestionar la historiografía:

A menudo, en la historia del gusto o de los estilos, se han denominado unos periodos a través de palabras-clave que los hacían extremadamente simplificados o abstractos. Allá la Edad Media con sus tipos de oscurantismo, ignorancia, superstición. Aquí el renacimiento con su racionalidad y su humanismo. Abajo está el barroco, intrincado, absolutista y enigmático. Y así sucesivamente, también considerado sólo etiquetas de la historia del arte. Pero semejantes simplificaciones no ayudan para nada a la comprensión de la historia de la cultura; al contrario, la aplastan con formalismos que poco tienen que ver con la realidad y que están faltos de rigor. Por tanto, todavía sería peor proponerlos para el análisis del presente, cuando todavía no es posible, por falta de «buena distancia», distinguir con certeza qué es importante de lo que no es. Por otra parte, cada momento histórico no puede reducirse a una sola etiqueta, por el simple motivo de que la historia está construida por el enfrentamiento de fenómenos distintos, conflictivos, complejos, y hasta inconmensurables y no comparables entre ellos. Sin embargo, y una vez dicho esto, también es cierto que los fenómenos se constituyen en «series» o «familias» a causa de recíprocas pertinencias. Por ejemplo, no se podrá negar que el periodo de la Restauración, en el siglo XIX, ve presentarse sobre la escena europea, tanto en política como en arte, en economía o en literatura, una serie de eventos que conducen, todos ellos, a un proyecto de «retorno al orden» continental. No todo lo que sucede después de 1815 es coherente con ese proyecto, pero muchos acontecimientos sí, y, por tanto, como tales es lícito agruparlos. […] Por tanto, el problema es simplemente el de definir con precisión el punto de vista elegido y lo que le es pertinente y, sobre esa base, articular el criterio de coherencia de los fenómenos analizados. […] Dos viejos libros de Eugenio Battisti y de Federico Zeri pueden servir de ejemplo. Battisti ha demostrado cómo, dentro de la misma edad, se han combatido dos filosofías, de las que una ha resultado vencedora, el Renacimiento, y una cancelada por perdedora, el «Antirrenacimiento». Zeri ha demostrado magistralmente cómo una idea vencedora en la escena de la historia, el Renacimiento, puede homogeneizar también las ideas perdedoras, como en el caso que él llama el «Pseudorrenacimiento.»

En lo que va de año, al menos tres novelas han llamado mi atención por negar parte de los enunciados que, suponemos, dirán los historiadores sobre la narrativa de nuestro tiempo. Pienso en 25 centímetros, de David Refoyo, en Un libro que podría titularse el baile de la berenjena, de Óscar Santos (intenso relato sobre un tema en vías de extinción: la amistad), y en Nada es crucial, de Pablo Gutiérrez. Ninguna de estas tres novelas se instala en territorios digitales, ninguna de las tres se desarrolla, tampoco, en la metrópolis. A su modo, las tres son insurgentes. Y en este último caso, Nada es crucial significa la victoria de la praxis frente a la teoría; la vergüenza, el agotamiento del crítico sin asideros («…me gusta porque su literatura es… HONESTA»), a la busca de razonamientos con que defender una sinopsis impensable para ningún autor nacido a finales de los setenta: «Ciudad Mediana, años ochenta. Los yonquis habitan los descampados y olvidan a sus crías dentro de cobertizos de uralita». Pablo Gutiérrez recurre a un imaginario que, parcialmente, conecta con aquella Deep Spain de la que hace no mucho tiempo hablaba Refoyo: aquí la homilía, el jerez del capellán y el oropel de la Virgen de la Caridad se vuelven objetos extraños, exóticos, áureos: como «los baldosines de cerámica que la conducían al aula a través del pasillo como piedras negruzcas que llevan al río, la mansa lentitud amasada en los jerséis de los profesores, en las pastas del libro de Anaya, en el dibujo a carboncillo de Kant de la portada.» Su enérgico lirismo también remite, de manera inevitable, a uno de los adalides de la novela lírica en España: Paco Umbral, quien en repetidas ocasiones hizo suyo —ya lo comentábamos aquí— el lema machadiano de Madrid como rompeolas de España: si entendemos la novela de Gutiérrez sobre la periferia de provincias, pre-moderna, es porque constituye la cara B de la sonada novela metropolitana.

Pero todo esto, insisto, todo lo que se diga de Pablo Gutiérrez, son sólo excusas, circunlocuciones y pleonasmos: Nada es crucial es literatura honesta.

Mola.

3 comentarios:

javi dijo...

No sé si se ha escrito algún libro ya, supongo que sí, pero molaría una contra-historia de la literatura.

Me gusta el lirismo, a veces. Helena o el mar del verano, Julián Ayesta, me vuelve loco.

Tacho Mariscal dijo...

las apariencias engañan
las cosas que odiamos suelen funcionar
por eso las odiamos

Martina dijo...

Las cosas que odiamos tienen tanto que ver con nosotros...

Me has convencido: me lo compro ;)