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lunes, 2 de julio de 2012

Ratas muertas en la carrera

Aun sabiendo de lo plenamente inapropiadas que son las imágenes escogidas para ilustrar la situación que nos ocupa, lo cierto es que el trabajador español en activo guarda ciertas similitudes con un hipotético Indiana Jones que cruzara un desfiladero no apto para acrófobos, corriendo como alma que lleva el Diablo sobre un puente colgante que hubiese sido fabricado con palos y cuerdas y que va desarmándose a su paso por él, siendo nuestro pobre Indiana del todo consciente de la elevada probabilidad de resbalarse. Y de palmar. A su vez, la panorámica laboral se da un aire siniestro a esas cámaras de gas instaladas en los campos de exterminio, en donde, con las primeras duchas de Zyklon B, los concentrados se apresuraban en balde hacia las salidas bloqueadas, componiendo junto a ellas una horrible pirámide de cuerpos inanimados. La cosa, en efecto, va de carreras de ratas en donde todas mueren antes de llegar al otro lado del embudo. Pues eso, y no otra cosa, es lo que ocurre cuando se decide aniquilar una economía mediante la obstaculización de la iniciativa privada, al tiempo que terminan de estrangularse las industrias dependientes de las ayudas públicas, y se impide así la reconversión de los trabajadores a puestos más demandados o rentables. O resumido con la célebre máxima de Bertolt Brecht: «La crisis se produce cuando lo viejo no acaba de morir y cuando lo nuevo no acaba de nacer.»


Y a pesar de la desconfianza natural que provocan los análisis prospectivos en materias sociales, en Prepárate (El futuro del trabajo ya está aquí) —de la catedrática en la London Business School Lynda Gratton— se reúnen una serie de datos económicos, demográficos, tecnológicos, sociales o medioambientales que permiten rebajar la incertidumbre acerca de lo que nuestras vidas laborales serán dentro de una década, cuando, parece ser, el vendaval actual haya amainado de largo. Entre las ideas que el ensayo maneja, Gratton advierte del impacto que el agotamiento de los combustibles fósiles y el cambio climático tendrá en menos de veinte años (naturalmente considerando los requerimientos tecnológicos de India y China), y de la necesidad de un tránsito sosegado hacia nuevos modelos de consumo energético. Gratton, sumándose a la estela del postfeminismo, estima que la cultura empresarial continuará adelgazando sus niveles de testosterona, al tiempo que volverán a contraatacar las epidemias melancólicasque tanto trabajo dieron a los críticos culturales de finales del siglo pasado[1]. (Lo cual no hace sino refutar la hipótesis por la cual, cuando una masa de ciudadanos supera sus incertidumbres materiales, de inmediato se afana en perseguir conflictos de orden afectivo, oscilando así siempre entre las crisis sociales y las crisis individuales: la idea siempre es tener algún marrón entre manos.) Asimismo la escritora pronostica la disolución de los hábitos laborales convencionales, que ya están acabando con los horarios fijos (money never sleeps; mucho menos en un mapa empresarial globalizado), y la importancia capital que tendrán las microempresas, pues no en balde, el empleado autónomo significa la cima de la ética liberal aplicada al trabajo, en donde no existen ordenamientos superiores y todos los beneficios y fracasos son responsabilidad única del sujeto. No menos atractiva es su observación sobre las implicaciones asociadas a la retirada de la generación del baby-boom del mapa laboral, que se traducirá en un inmenso número de vacantes por ocupar, además de unos conflictos de difícil solución en lo que concierne al reparto de las pensiones[2].
Con todo, la enseñanza más enternecedora del ensayo aparece velada a lo largo de sus conclusiones. Como experta en el entorno empresarial, Gratton se esfuerza en hacer reflexionar al lector acerca de cuáles son las auténticas metas que desea fijarse en su vida íntima y laboral, para sortear así los deseos innecesarios con que el consumismo nos invoca. Este consejo, por lo demás, colisiona directamente con su pronóstico sobre el inminente incremento de la desconfianza y la infelicidad. Es decir: lo de siempre desde Freud y el malestar de la cultura. Y así todo parece apuntar a que no tardaremos en regresar a la máxima por la cual la codicia es buena, aun fingiendo aspirar a cierta moral capitalista moderada. Al menos, eso sí, curtidos ya en las fantasías del crecimiento ilimitado. Algo es algo.






[1] «La gente es más feliz a medida que aumenta el PIB per cápita. En muchos países del mundo ser pobre equivale a no ser feliz, pero ser rico en los países desarrollados no significa necesariamente ser más feliz. Lo que parece estar sucediendo en muchas sociedades avanzadas es lo que los psicólogos Philip Brickman y Donald Campbell llamaron “la rueda de molino hedonista”. Implica simplemente que a medida que aumentan los ingresos, las expectativas y los deseos aumentan —hasta el punto en que ningún aumento en los ingresos, por cuantioso que éste se, nos hará más felices.»
A este respecto es interesante comparar el análisis de Gratton con el de William T. Vollmann en Los PobresUn libro que dice lo mismo, pero al revés. 

[2] «(…) Algunos observadores, incluido el comentarista David Willets, creen que esto causará profundas tensiones entre los miembros de la generación del baby boom ya más envejecida y las generaciones X e Y, cuyos miembros tendrán que financiar sus jubilaciones. Él lo llama the pinch (el pellizco), el momento en el año 2030 en que todos los miembros de la generación del baby boom se habrá jubilado. Willer juzga con dureza a los miembros de esta generación. Los ve como la generación más consentida del mundo desarrollado, aquella que ha dilapidado el patrimonio que sus prudentes y parsimoniosos padres les habían dejado, y que no tienen previsto dejar mucho a sus propios herederos. Se han ido gastando su capital en vacaciones o en coches. En contaste, los que les siguen ahora se tienen que pagar sus estudios universitarios, acumulando altos niveles de deuda, y les cuesta mucho encontra trabajo, y aún más comprar propiedades y ni se pueden plantear la idea de costearse un plan de pensiones. Será interesante ver hasta qué punto las tensiones intergeneracionales que Willets predice se cumplen.»


1 comentario:

Diva Calva dijo...

¿Quién se ha gastado mi parte en vacaciones o en coches? Yo no he olido ni lo uno ni lo otro...