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miércoles, 13 de junio de 2007

La alfombra mágica (Parte I)

Hasta los dieciséis años Ibrahím Berlín no hizo nada en absoluto. Nada. En absoluto. En aquella época Berlín se encerraba en su habitación a fumar un cigarro detrás de otro[1] y a escuchar bebop hasta bien entrada la madrugada, a pesar de, cómo no, las consecuencias que tales hábitos le acarreaban en su vida académica. Fue entonces cuando empezaron las lecturas de Henry Miller y Bukowski como acompañamiento de la música, y no al revés. Es decir, fue entonces cuando Ibrahím Berlín empezó a hacer algo en la vida. Al cabo de tres años ya sufría de vértigos al mirarse en retrospectiva y, también, llegó a la conclusión de que había leído absolutamente todo. O lo que es lo mismo, creía haber leído todos aquellos libros que constituirían toda su infraestructura intelectual por los siglos de los siglos; porque todo el mundo sabe, digo yo, que los escritores de ficción no han leído más de cien libros relevantes en sus vidas, ¿no? El resto sólo ha sido matar moscas con el rabo.

Ahora bien, entre los múltiples defectos de los que se puede acusar a Berlín no figura la ambición. Así que cuando empezó a esclarecerse y aproximarse la posibilidad de sentar su trasero en una cátedra de literatura[2], optó por abandonar los estudios y dedicarse a otra cosa. Eso sí, no sin antes conseguir que lo echaran a patadas del departamento de Lengua y Literatura, luego de sus insistentes réplicas[3] a propósito del sistema totalitarista por el que se impartía la asignatura de Movimientos Literarios. Más aún, añadió en sus quejas algo así como que la metaliteratura (o algo similar: la literatura pensada para escritores) había sido el cáncer de los diez o quince últimos años. Y que la culpa de dicha endogamia era de los intelectuales que jugaban a ser escritores sin desprenderse de su oronda erudición, la cual nadie ha demandado. Por todo esto, era cada vez más inminente la necesidad de señalar la frontera entre escritores y pensadores, ¿está claro?

Finalmente dijo: «Hay dos clases de personas: teóricas y prácticas. Dentro de las primeras destacaré a los intelectuales y a los escritores. Los escritores, y por extensión los creadores (artista es una palabra demasiado romántica para estos tiempos), todavía conservan algo de sentido constructivo; todavía nadan en sus células vestigios del gen de los fontaneros, de los carpinteros, de los albañiles; de la artesanía. Añádase a esto que los escritores saben exactamente lo mismo que los intelectuales con la salvedad de que, además, ejercen una aplicación práctica de esos conocimientos. Por el contrario, los intelectuales son burócratas que una vez en sus vidas pasaron calamidades y encontraron un clavo al que aferrarse en la universidad; institución que los mantiene por el mero hecho de socializarse con otros intelectuales igualmente soporíferos. Sólo sois eso:», dijo Berlín. «Burócratas. Y ahora decidme aquello de: “sólo eres un profesor frustrado”; como cuando a ustedes les dicen que son escritores frustrados. ¿Pero quién podría ser un profesor frustrado?»

En realidad, sí. En realidad Berlín era solo eso, alguien que tenía aptitudes como para sentar el trasero en una cátedra pero con un pánico atroz a la seguridad que implica la institución universitaria. Estar ahí dentro debe ser algo así como embalsamarse en el tiempo y en el espacio con un formol cuyo aroma es muy, pero que muy rancio. Sea como fuere, Berlín tenía una universidad a sus espaldas antes de llegar a la oficial. Y se marchó de la misma a mitad de camino, con la sospecha de que alguno de sus profesores, en algún calamitoso y depresivo punto de sus existencias, hubiese aplicado el método estructuralista a una novela de Philip K. Dick, y prolongado su trabajo durante algo más de dos semanas. Vale.

[1] No sin cierta nostalgia, Berlín recuerda ese arrogante periodo de vida que es la adolescencia en el cual se produce una deliberada combustión de salud y energías; exactamente como si se fuera a vivir eternamente.
[2] Sólo Dios sabe el sufrimiento que le causó la armoniosa, sospechosa y liberadora sensación de verse tumbado en un banco de los Jardines de Sabatini, complacido con la lectura de Werther y la contemplación de los paseantes y la arquitectura del lugar.
[3] Réplicas que en realidad no eran más que pataletas. Pero pataletas que hacían historia, según él, y que además te exigen mantener tu compromiso revolucionario por una cuestión de orgullo y amor propio.

1 comentario:

Anónimo dijo...

..."Solo sois eso" Solo sois ego...

- Ibrahím Berlín 1
- Ego académico 0

Salud gitana!