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sábado, 28 de julio de 2007

La alfombra mágica (Parte V)

A pesar del bochorno que se desprende de los humos del perímetro industrial, el ocaso es espléndido para extenderse sobre el jardín de la estación de tren y fumar un cigarro de marihuana bajo la atmósfera purpúrea, las estrellas prematuras, la «eme» luminosa del letrero vertical de McDonald’s y las orondas farolas anaranjadas. Al menos eso es lo que Berlín hace aguardando a que sus amigos fichen la salida en sus respectivos empleos precarios —C, por ejemplo, sirve hamburguesas hasta las 23.00 horas en ese McDonald’s cuyo luminoso rompe con el último reducto de armonía visual (el cielo) antes de agotar toda probabilidad estética de un suburbio—. Pero lo más importante en este caso —teniendo en cuenta las circunstancias que rodean a ese Berlín que alegremente mata el tiempo— es aprender a rodearse de sobresalientes amigos. «Los círculos que cada cual frecuenta son también la imagen de marca del individuo»; una de las ideas del vendedor de Kebabs. Y a pesar de que Berlín podía tener todas las papeletas para ser tachado de parásito, su audacia le permite llegar a un grado de popularidad tal que incluso rechaza las propuestas de orgías que le llegan de distintas partes de la ciudad. Chicas que aspiran a hacerse con un pase para París mediante su candidatura a una pasarela de moda, y chicos entrenados en las cárceles y cuyas aptitudes no les fueron válidas para ser admitidos en una academia de Bellas Artes pero sí para emplearse en variopintas tiendas de tatuajes. Esos son los tipos con los que Berlín se codea con un trato de tuteo que más de uno quisiera para sí.

Otro de los motivos por los que decir no a las orgías tiene que ver con el hecho de que Berlín sea un romántico. De suburbio y de momento, pero romántico.

Berlín acaba su cigarro de marihuana y mira el reloj: faltan apenas un par de horas o quizá un poco más para que la explanada del aparcamiento del Intermaché se vacíe, y comience la destrucción de candados de carritos de la compra a base de martillos y tenazas. Es lo que tiene la medianoche entre perdedores radicales, que te permite destrozar el mobiliario urbano y ponerte de droga y jugar a montar a toda velocidad sobre los carritos, y caerse sin sentir daño alguno porque el proceso de autodestrucción infinita ya empezó el día de nacimiento de cada uno. Alice empujando el carrito bajo las luces anaranjadas de las farolas y la nariz sangrando un rojo intenso y los edificios en escala de grises y el intento de conducir el carro por la raya blanca del aparcamiento. Pero no sólo Alice, sino todo un barrio levantado a esas horas, y nadie que tenga constancia de ello en el resto de la ciudad. Se trata, como todo el mundo sabe, de un parque de atracciones infernal para clases más bien lumpen. Eso es todo.

viernes, 20 de julio de 2007

¿Quién no tiene su propio yogur?

Lo que más admiración suscita al pequeño Ray que queda bajo el sombrero de copa semiesférica (bla bla bla, bla bla bla) durante su ejercicio dominical de recortar setos, es —nada más y nada menos— rememorar a sus amigos insurrectos que aún hoy siguen encontrando una actividad de ocio moral en el lanzamiento de clavos con tirachinas en todo tipo de manifestaciones urbanas, pero sobre todo en aquellas en las que de por medio aparece el término “globalización”. Ellos son incombustibles e inamovibles. Saben con qué actitud se van a despertar al día siguiente. Ray piensa en ellos como un triunfo de la voluntad —como los bastardos masónicos de Riefenstahl—; justo al contrario que el propio Ray, incapaz de resistir a la libertad de un sistema neoliberal que crea su fascinante ilusión de democracia, de la conclusión del círculo perfecto, desde el momento en que existe la posibilidad de que todos los estilos de vida converjan en un mismo individuo gracias a la mediación de distintas marcas. Quiero decir que Ray, al finalizar su ejercicio de poda, se quitará sus zapatillas Nike (también calzadas por los chicos del suburbio), entrará en casa y comenzará a redactar una serie de cartas a distintas ONG con el propósito de invertir en otro mundo posible. ¿Quién sugirió la imposibilidad de casar altermundialismo y burguesía en una misma vicaría civil? Luego, bueno; luego Ray llevará a los chicos a comer helado (Magnum) y pizza (Telepizza), y al cine a que vean un film (californiano, a fin de cuentas, pero en fin, no vamos a privar a los chicos —tan vivarachos, tan lozanos, tan dicharacheros— de un capricho que poco o nada cuesta, y del que nosotros, en nuestra infancia, jamás pudimos imaginar. Démosles lo mejor. Démosles una vida con la que nosotros no tuvimos oportunidad de contar.) Incluso yo mismo me empiezo a plantear, llegado este punto, si mi imposibilidad para escribir una novela no se deba a una voluntad del todo laxa que me neutraliza cuando tengo en cuenta consideraciones tales como mantener una misma voz durante cien páginas o más. La lógica cultural del capitalismo parece haber derrocado al género literario históricamente más popular. Tal vez, y sólo tal vez, la novela sea un género impensable a día de hoy, cuando la juventud se promete hasta casi los 50 años (recordemos a Vicente Verdú en Señoras y señores). ¡La juventud!, oigan ustedes, ese periodo de la vida caracterizado por el método científico más rudimentario que existe: ¡la prueba y el error!; por la búsqueda perpetua de la identidad [a través de las imágenes de marca de las corporaciones, en este caso concreto de juventud simulada]. Amamos demasiado la vida como para conformarnos con ser felices, es lo que Ray, agitando la manguera, le dice a sus setos.

(Publicado en el diario Lanza el 21 de junio de 2007)

domingo, 15 de julio de 2007

Teatre Lliure supera la prueba de recuperar al moro de Venecia

Cada vez que se produce una adaptación de Shakespeare cabe el riesgo de soterrar un rasgo definitorio de su obra dramática: la solemnidad. Los personajes de William juegan al máximo nivel y en una división de honor; viven la vida loca de manera angustiosa porque a cada segundo la tensión interior aumenta hasta causar la impresión de que todas las cabezas sobre el escenario fueran a saltar por los aires como una de esas cajas con muelle que emplean los payasos circenses. Ellos (los personajes) no abren la boca si no es para chistar a Dios. Son tipos duros, no se andan con rodeos.

En cuanto al Shakespeare primigenio, éste no es ni mucho menos un teatro para el pueblo llano (y por ello Tolstoi, entre otros, se hartó de decir gansadas proletarias a propósito de su obra); Shakespeare es un placer delicioso —casi obsceno por su desmesura— para gourmets de la soberbia y la vanidad. Ahora bien, las adaptaciones inteligentes y verosímiles son siempre bien recibidas; pues la misma excelsitud que el espectador busca en una obra como Otelo debe encontrarse en cualquier compañía de teatro que ose alterar una sola coma del texto. Eso es, también, auténtica bizarría.

En este sentido, el Otelo de la compañía Teatre Lliure pareció flaquear en los primeros momentos de la representación. El despliegue de bailes, música electrónica y efectos sonoros y visuales, más un Otelo nada solemne (respecto a este personaje, reconozco estar condicionado por aquel imponente moro de Venecia que la compañía británica Cheek by Jowl trajo al mismo festival y al mismo escenario hace ya tres años), un senador Brabancio ligeramente senil, y un ir y venir de personajes enigmáticos, planteaban la siguiente cuestión: “¿Dónde está mi ración de magnanimidad?, ¿para qué tanta tecnología?” Si bien es destacable, por otra parte, que si uno de los actores fue magistral desde su primera intervención, ese es Joan Carreras. El indiscutible e inconfundible Yago shakesperiano, toda una marca de calidad en sí misma.

Más adelante, y concretamente a partir de la mitad del acto segundo y en plena orgía de vino y cantos, las cosas empezaban a ponerse serias. El espectador y los actores ya estaban lo suficientemente caldeados como para disfrutar de la tragedia con orondo sadismo, tal como uno se predispone para disfrutar de Will. El escenario dejó entonces de albergar personajes y efectos innecesarios para dar pie a una atmósfera mucho más íntima y eficiente.

Especial interés merecieron los diálogos mantenidos entre el noble y cándido Otelo y Yago acerca de la castidad de Desdémona; todo un antecedente del canibalismo de cerebros del cual, ya en el romanticismo, bebería el dramaturgo sueco August Strindberg. Precisamente, es en ese punto cuando el espectador omnisciente alcanza el clímax de implicación en la obra. Sucede lo mismo que John Banville (o Benjamin Blake) comentó recientemente en una entrevista a propósito de su último libro: “desde fuera, los lectores pueden ver qué pasa: todos los lectores son más listos que el protagonista. El muy idiota no ve lo que está ocurriendo; nosotros sí lo vemos, y eso le gusta al lector.”

¿Y en cuanto a las mujeres? En fin, Desdémona fue una curiosa lectura de la tragedia; una lectura más próxima a la niña ñoña y naïf a la que aún le quedan un par de cachetes para madurar, que a una hija legítima de Shakespeare: sobria, apasionada, taciturna y, sobre todo, sin ambages. Por su parte, Emilia, con un comportamiento casi tan inesperado y ambiguo como el de Desdémona, mereció el clamor popular en aquellos efímeros instantes en los que parecía que se iba a cumplir la ilusión de dominar a Yago.

Acerca del balance final, Teatre Lliure superó el examen. El efecto de la obra sobre los espectadores no defraudó: la forma fue manipulada pero el mensaje de Shakespeare permaneció intacto.

(Publicado en diario Lanza el 16 de julio de 2007)

jueves, 12 de julio de 2007

El debate sobre la globalización no ha tenido lugar

El debate sobre la globalización que enfrentó en Foreign Policy al director de Le Monde Diplomatique, Ignacio Ramonet, y a Thomas Friedman, columnista de The New York Times, demostró que semejante debate no ha existido jamás. Esta aserción se deduce del hecho de que ambas posturas hayan admitido, involuntariamente, su incapacidad tanto para reconocerse entre sí como para establecer un diálogo coherente.

Así, mientras que Thomas Friedman en particular, y los defensores del “pensamiento único” en general —donde se incluyen la práctica totalidad de los medios de masas— han legitimado los intereses y la perspectiva de las clases medias y altas de los países desarrollados; otros autores de menor repercusión mediática, como Ignacio Ramonet, en su empeño por exigir a los habitantes del Primer Mundo que comprendan las miserias en áreas “de hostilidad”, se han visto condenados al menoscabo general.

Ahora bien, semejante pérdida de credibilidad por parte del llamado movimiento “altermundialista” se debe, no ya sólo al peligro que pueda suponer para el “pensamiento único”, tal y como el movimiento cree, sino más bien al mantenimiento de posturas de izquierda absolutamente desfasadas (a este respecto cabe decir que, por ejemplo, ningún favor les ha hecho la defensa de políticas como las de Hugo Chávez o Fidel Castro) y a un discurso apocalíptico que a cada momento anuncia el agotamiento planetario y que, por tanto, ha dejado de suscitar la menor señal de alarma .

En cualquier caso, resulta interesante comprobar de primera mano cómo realmente los defensores y detractores del proceso globalizador, han adoptado como bandera la defensa de unos determinados “intereses de clase”:

Friedman: “Ramonet cae en una trampa que atrapa a menudo a los intelectuales franceses y a otros que se alzan contra la globalización. Suponen que el resto del mundo odia la globalización tanto como ellos y siempre les sorprende cuando, al final, la llamada gente normal se muestra dispuesta a defenderla. Mi querido señor Ramonet, el hecho es que los desheredados de la tierra quieren ir a Disneyworld, no a las barricadas. Quieren el Reino de la Fantasía y no Los Miserables. Basta con que les pregunte.”

A lo que el director de Le Monde Diplomatique responde: “Thomas Friedman es realmente conmovedor cuando dice: Los desheredados de la tierra quieren ir a Disneyworld, no a las barricadas. Una frase como ésa merece un puesto en la posteridad al lado de la declaración de la reina María Antonieta en 1798 cuando se enteró de que el pueblo de París se había revelado y reclamaba el pan que no tenía: ¡Que coman pasteles!, dijo.”

Contrastando ambas posturas, es evidente que un ejercicio de síntesis recomendaría al movimiento “altermundialista” ampliar el abanico de discursos (no hay por qué cambiar el mensaje, pero sí diversificar la forma) y cejar, como bien señala Friedman, en la invitación a la siempre autocomplaciente clase media para que se haga con el control de la calle. Es inútil, es absurdo. Es lamentable. La historia demuestra que sólo cuando se le quita el pan de la boca se alzan contra la tiranía.

Del mismo modo, los críticos del “altermundialismo” como Friedman, jocosos y frívolos cuando acusan a los “intelectuales franceses” de no abandonar las comodidades europeas para establecerse donde la Revolución, olvidan que las estadísticas no mienten, que el reparto de la riqueza del proceso globalizador no es en modo alguno equitativo y que el verdadero objeto de estudio no está en los críticos del neoliberalismo, sino en las víctimas del neoliberalismo. Nosotros no queremos salir a las barricadas, de acuerdo. Pero dos terceras partes del planeta tienen razones para ello. Escuchémosles a ellos, no al ratón Mickey.

(Publicado en el diario Lanza el 12 de junio de 2007)

sábado, 7 de julio de 2007

Papá, papá, ¿qué es un intelectual de izquierda? (Parte II)

Sé lo que piensan. Leo sus miradas preocupadas y sé que se están preguntando qué hago yo aquí; por qué querría ayudarles, si a lo que yo juego es a ser un tiburón, una jodida estrella del rock en versión yuppie. Un adolescente profesional, como diría Naomi Klein.

Adivino que ustedes no saben a quién voto yo. Seguramente creerán que, con este aspecto de integrado, soy un devoto de los partidos democristianos o socialdemócratas o centro liberales, ¿no es así? Pues bien, les diré que, si efectivamente piensan de esta manera, acaban de cometer un craso error, pues yo voto a la extrema izquierda antes incluso de tener uso de razón. Y yo sé cómo sacar su discurso apocalíptico, descafeinado y farragoso adelante; yo traigo trucos y tratos para el día de los Inocentes.

Otra anécdota al respecto. La primera vez que voté, como les digo, lo hice al Partido Comunista. Y mi padre, que era —y sigue siendo— de centro izquierda, no tardó en aconsejarme. Me puso una mano en el hombro y dijo: «Hijo, acabas de tirar tu voto a la mierda. Pero no te preocupes porque ésta es tu primera vez y tu padre no se avergüenza de ti. Hazlo mejor la próxima. Deja el pabellón bien alto.»
A lo que yo contesté:

«Padre, sé lo que piensas. Leo tu mirada preocupada y sé que te preguntas qué diablos busco yo en la extrema izquierda. ¿Chicas, quizá? Bueno, la verdad es que las chicas de izquierda tienen más chispa que las de derecha; más encanto. Se agrían más tarde. ¿Respeto, tal vez? Eso depende, depende de qué clase de amigos tengas. Pero no, no van por ahí tampoco los tiros. ¿Sentirme joven? Tampoco. Nada de eso, papá. No es por ninguna de estas razones por lo que yo voto a la izquierda radical.

»Yo voto al Partido Comunista no porque sea tan idiota como para pensar que se van a hacer con el poder. Ni de coña, papá. Los voto como grupo de presión, como núcleo duro; como resistencia, en definitiva. Y te preguntaré algo, papá: ¿quiénes son los que sacan a la luz los trapos sucios; los que nos advierten de las calamidades que sufren los menos favorecidos?, ¿el centro izquierda? Una mierda (con perdón), papá. El centro izquierda escucha a los núcleos duros por la persistencia de estos, pero no porque les salga de dentro. Son los núcleos de resistencia los encargados de llamarnos la atención cuando nos dormimos en los laureles y caemos en la autocomplacencia y en el solipsismo.»

Y es ahí donde acaba la historia de mi evolución como ciudadano de pleno derecho, amigos. Con la conclusión de que la extrema izquierda no es un fin, sino un medio; pero un medio más que necesario. Imprescindible, a estas alturas.

Pero volvamos a lo que nos atañe.

Lo que yo les voy a proponer es, como dije anteriormente, empolvar la Revolución con mucho maquillaje, hacerla cool. Que mole. Que sea portada del Vogue. Eso es lo que yo les voy a conseguir. Algo por lo que ustedes me estarán eternamente agradecidos.