(O: te voy a dar yo a ti Bífidus Activo, Coronado)
[...] Chief examina con la mirada a sus contertulios en secciones de tiempo equivalentes, al tiempo que detalla su primera sesión en el diván de cuero del doctor Skinner mediante mecanismo de memoria selectiva: —¿Mis padres? Los adoraba. O sea, qué demonios. No es verdad. Seguramente integrasen ese colectivo de hombres hechos a sí mismos, y que ahora atienden impotentes al esnobismo de clase universitaria con que sus hijos se alejan del lecho familiar y construyen su propio relato. Ergo, por una parte sí. En efecto, bastaba oír ciertas conversaciones telefónicas para apreciar el cariño que manifestaban hacia mi escalada en la pirámide de lo social... Aunque cada vez fue más difícil mantener con ellos un diálogo fluido. O a papá y mamá aguantar mis bobadas teoréticas o deontológicas sobre crítica literaria, por ejemplo. Habitábamos mundos paralelos. Autosuficientes. Imagínate abroncando a mamá porque ella prefería ver los programas del corazón mientras comíamos, o intentando comunicarles el trasfondo de mi último artículo sobre los singles... Y aunque cierto es que estaríamos exagerando si dijéramos que ponían toda su voluntad para entender mi microcosmos de pensamiento, de igual modo su reducido abanico de intereses me desesperaba [...] ¿Sabe? Una vez leí ese cómic, Una familia tragicómica, y me asusté. Me asusté de veras. Pienso en esa escena en que la protagonista, al poco tiempo de la desaparición de su padre, narra a un amigo este suceso tronchándose de la risa, completamente inmune a la gravedad del acontecimiento. Creí que mi caso sería igualmente extremo, y me sentí culpable. Total que no sé cuando se acabó el feeling entre mis padres y yo, termina. Y Skinner, que anota en su bloc la analogía con la familia Mastroiani, algo así como que la reunión que cada seis meses convoca la comunidad de propietarios en la Urbanización Los Cocoteros posiblemente sea el evento social de mayor envergadura para los susodichos. Para hoy, __ de _______ del año ______ hay programada una asamblea de carácter ordinario en la plaza de garaje número 47 (geográficamente ubicada bajo el segundo bloque de viviendas), advierte el documento del archivo de pacientes, donde Manolo Mastroiani desempeñará la presidencia de la comunidad de propietarios en sustitución del ausente Federico Lillo, de viaje de novios, lo cual hace que Guadalupe Mastroiani despierte con un picor de estómago todavía más acuciante que el día en que el pequeño pero fondón Gonzalo Mastroiani recibió su primera hostia. Durante el desayuno el matrimonio se da ánimos. Se quieren; incluso se tocan la mano cuando uno de los dos reparte la mermelada de albaricoque sobre la superficie del pan tostado, escuchando muy de fondo las noticias que retransmite la emisora episcopal; y se miran directamente a los ojos mientras sorben el borde de la taza de café. Las pupilas de Manolo Mastroiani transpiran emoción. En ellas Lupe puede ver al mesías que Los Cocoteros precisaba desde que alguien pusiera la primera piedra. «Aguanta, amor mío —parece querer decirle, aunque enmudecida solo se limite a dar mordiscos de rata radiactiva a la tostada—: el año que viene seremos presidentes, y entonces nada ni nadie podrá detenernos». Ambición, perfidias, calumnias: Welcome to Los Cocoteros, reza el cartel de tablones en medio del desierto, descaradamente tachadas las tres primeras palabras: Manolo Mastroiani. O la encarnación popular del presidente negro de los EEUU, piensa su mujer con más o menos acierto. Cuando finalizan los arrumacos el padre de familia echa a su mochila el sándwich envuelto en papel de plata y abandona Los Cocoteros en dirección a la factoría. Una hora más tarde Gonzalo camina hasta la parada del autobús en dirección al concertado, de modo que Lupe se queda sola en el apartamento a la espera del gran momento. Bebe una copa de vino. Dos copas de vino. Tres copas de vino y enciende el aparato de televisión para matar las horas que restan hasta el pleno. (Alguna que otra vez Lupe trató de rendirse al culto por la lectura y los presupuestos sociales incrustados a la acción intelectual, pero el silencio del ejercicio la asola, precisamente porque en lugar de escuchar la voz de la tinta vuelca su atención, sin ser muy consciente de lo que está pasando, hacia el vacío atmosférico que la envuelve.) Es decir que cuando Manolo y Gonzalo regresan al apartamento terminan por encontrarse a la madre en estado de ebriedad y somnolencia profundas, apestando a peleón, en un relato que alimenta la baja cultura pop o «creencias populares» de la clase culta, empeñadas como son en recabar la bajeza moral, la vorágine de supersticiones y la periferia del racionalismo que se presumen para quienes no asumen la existencia como un postgrado permanente [...]