En la reseña que este mes publica en Quimera sobre la novela de Javier Moreno titulada Click, Miguel Espigado, consciente o no, saca a colación algunos de los más agudos asuntos presentes en la narrativa que viene haciéndose con posterioridad a los realismos decimonónicos, a saber, qué decisión impele a un narrador a decantarse por la novela o por la colección de relatos (i.e., pienso en el reciente libro de Serrano Larraz titulado ‘Órbita’ —muy pronto en Berliner, por cierto—, en la que varios cuentos comparten características comunes tal como es la sobreabundancia de personajes relacionados con las Ciencias Físicas, preguntándose así el lector si no hubiese sido más efectivo ensamblar todas las piezas en una sola), o qué hacer una vez tomada la decisión de arrojarse a la escritura de una novela: si optar por concentrar la atención en uno o varios temas rígidamente acotados, o bien desplegar todo el abanico de intereses del autor, convirtiendo así el texto en una suerte de enciclopedia narcisista o listado de gustos personalísimos, con todo el riesgo que ello implica para con el pacto narrativo. En este último supuesto, también el ensayo se presta a la duda: Piénsese en ‘Homo Sampler’, que desde luego no es un libro monolítico sino que propone al lector elegir su propio recorrido de intereses: si te mola Watchmen, aquí tienes tu nicho; si te mola la crítica sociológica aplicada a los cuentos de Monzó, también serás bien recibido; si lo que te gusta es la fotografía punk de Martin Parr, pues guay. Y si reúnes todos esos requisitos – Peligro. Corre a pedir matrimonio a EFP. Bien. Dice Espigado sobre ‘Click’: «La experiencia de lectura nos arroja a un texto de gran productividad, muy veloz, donde nada se desarrolla completamente, lleno de golpes de timón, desembragues y cambios de tono, con introducciones abruptas de nuevas tramas y personajes, y muchas digresiones fantásticas y poéticas.» Cierta es su observación —creo que en mi reportaje sobre ‘Click’ también sugería la posibilidad de fragmentar el bloque en distintos cuentos independientes, retrotrayéndonos así a la pregunta que Serrano Larraz también propone al lector—, aunque lo que tras esta idea se esconde es el carácter fragmentario de ciertas novelas que en verdad son solo soporte en donde ir integrando mediante nexos más o menos sutiles toda clase de ocurrencias surgidas durante el proceso creativo. Piénsese en tres novelas recientes excelentemente acogidas por la crítica: a) ‘Europa Central’, b) ‘2666’ y c) ‘La broma infinita’. Sucede que mientras la opción a) responde a una serie de temas bien delimitados, pero desarrollados a partir de fragmentos cuya producción debió tener lugar de manera más o menos iluminadora, las opciones b) y c) son ejemplos hiperbólicos, incluso paródicos, me atrevería a afirmar, de cómo la práctica de la metaficción puede dilatar la extensión de un texto hasta límites insospechados. No faltan desde luego en ‘2666’ y ‘La broma infinita’ (a caballo entre la novela clásica que ‘2666’ finge ser, y la deconstrucción de la trama en ‘Europa Central’) redacciones desapasionadas, y desde luego, llenas de «golpes de timón, desembragues y cambios de tono, con introducciones abruptas de nuevas tramas y personajes», precisamente porque nacen como soporte físico en donde hay cabida para absolutamente todo. Tal vez lo que ahora extraña son las narrativas cuyas variables argumentales y estilísticas aparecen fragmentadas, así como la violación impúdica del principio de estructura global que debería regir cualquier novela; esa segunda óptica ‘macro’ de la que habla el narrador de ‘Martin Bauman’ (David Leavitt): «La gran dificultad de escribir una novela reside en que hay que mantener, al mismo tiempo, dos perspectivas radicalmente distintas: la primera la de su totalidad, el libro como lo recordará el lector largo tiempo después de haberlo acabado (y qué difícil punto de vista representa juzgarlo, pues exige un acto de proyección no sólo a lo largo del espacio, sino también del tiempo), y la segundo la de los miles de pormenores —detalles de lugar, de expresión, de olor, de matiz —que proliferan en este océano del relato, pero que siempre parece navegar en dirección opuesta y te conduce hacia regiones muertas, o aún, peor, hacia terrenos que se revelan mucho más vivos que los de la exploración que te has propuesto realizar. El proceso, en otras palabras, engendra descubrimientos inesperados (y no siempre gratos), y el «tema» resulta ser no la cosa con que empezaste, sino la cosa con la que acabas.»
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PD: Ya disponible en Berliner la reseña de ‘Las ciudades creativas’, de Richard Florida.