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Tres Axiomas para una novela del siglo xxi
Primero: El problema no es la escritura, es la estructura. Al menos en España, durante los últimos tiempos comprobamos cómo la voluntad de originalidad en la estructura se superpone a un registro (¿sociosimbólico?, ¿temperamental?) que represente al autor. ¿Cómo organizar?, es la pregunta —intuyo— que más problemas atrae al narrador: ¿Apelar a la unidad sémica para justificar la Novela (Nocilla Dream, España, Circular)? ¿Dejar aire: uno, dos, tres espacios entre pieza y pieza? ¿Segmentar por epígrafes (El Dorado)? ¿Producir un monolito, un dolmen, al estilo de Sísifo, originado a partir la yuxtaposición de fragmentos (Zona)?, etcétera. Jorge Carrión avanza en esta investigación de la clasificación de fragmentos para proponer una sugerente resolución al problema: en Los muertos, cada uno de los parágrafos aporta una secuencia audiovisual de la serie de título homónimo; por ello, la inmersión en la entropía puede llegar a ser, al menos durante los primeros minutos de lectura, irritante. Pero la decisión de Carrión no es gratuita; su propuesta no es la de hacer pasar por un continuo lo que plantea dudas para concebirlo como tal. El hecho de que a menudo no haya conexión entre escenas que figuran yuxtapuestas (digamos, en el sentido de que cada fragmento funciona como un nuevo relato, la lógica apuntaría a permitir cierto vacío entre escenas) forma parte de su tentativa, legítima, de aproximar los medios literario y audiovisual. Más allá, Los muertos no incurre en el error, frecuente en mayor o menor medida durante la última década, de confundir la influencia audiovisual con la escritura de un guión, pues a pesar de que el tiempo presente de la narración apunta a ese mismo formato, Los muertos trabaja también en la dimensión de la novela lírica. Cumple con gran acierto la simbiosis.
Segundo: Estética de la brevedad. Si en los noventa el protagonismo vino de la mano de la novela masiva o Gran Novela Americana, la última década ha sido un proceso de adecuación a la estética de la brevedad —no en vano la reciente Providence emergió con intención de cierta parodia a la inclinación norteamericana hacia lo King Size—. Hipótesis justificativa: la dinámica del mercado editorial. Me explico. Tan solo examinando el catálogo de Mondadori observamos que los títulos que anteceden a Los muertos han tenido especial repercusión: desde el número 407 (Gabriela Wiener, Nueve lunas) hasta el 420 (Los muertos) aparecen lanzamientos como El fondo del cielo (Rodrigo Fresán), Los Monstruos (Dave Eggers) o El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan (Patricio Pron), que por distintas razones han sido celebrados por la crítica. Y la crítica, y sobre todo aquella situada en la periferia de los mass como puedan ser los blogs, está obligada a seguir los ritmos anfetamínicos del panorama editorial español. Intentar obviar la neofilia (René König) o la neomanía (Roland Barthes) que rigen nuestro tiempo, anti-canónico (término que no en vano tiene orígenes pre-modernos, religiosos), es absurdo. Ergo, la avalancha de publicaciones que despiertan el interés del coolhunter hacen saber al autor que su título dejará pronto, muy pronto, de generar titulares —en periódicos o blogs de repercusión, insisto—. Ante este panorama, la novela King Size deja de tener sentido. Para el autor, pero también para la crítica y los lectores. Por ello, demandamos textos que planteen polisemias y relaciones temáticas múltiples en el menor espacio posible. Las 166 páginas de Los Muertos trabajan en semejante marco.
Tercero: La novela será conceptual, o no será. El arte por el arte no vale nada. Para que una novela sea leída en una época mediacrática como la nuestra ha de ofrecerse a la comprensión, la superación y el misreading: «Por una buena tergiversación yo entiendo un texto que produce otro texto, el cual puede mostrarse a sí mismo como susceptible de una interesante tergiversación, un texto que engendra textos adicionales», señalaba de Man. Parafraseado por Jonhatan Culler en Interpretación y sobreinterpretación, Northrop Frye refirió como el punto de vista Little Jack Horner «la idea de que la obra literaria es como una tarta en la que el autor “ha introducido diligentemente cierto número de bellezas o efectos” y que el crítico, como Little Jack Horner, va sacando uno tras otro de modo complaciente exclamando: “¡Oh, qué bueno que soy!”» Aunque suene burlesco, el proceso de explicación del sentido de cualquier texto polisémico es ése. Reconozcámoslo. No hay nada de malo en ello.
Para el caso que nos ocupa, el nivel de la comprensión se presta a severas dificultades para críticos bibliófilos —convencionales— que, como yo, desconocen a fondo el maremágnum de las producciones culturales que tienen lugar en el campo del cómic o las teleseries. Carrión interviene en este hecho, recupera la metaficción de la primera generación de autores posmodernos (en la línea de Pale Fire, de Nabokov) (y con quienes comparte el interés por el umbral que distingue realidad y ficción), en un nuevo juego de narradores y exégetas empotrados (Martha H. de Santis, George Carrington, Joseph Ortuño Dias, Jordi Batlló y Javier Pérez...), y obliga a replantear el estatuto de la crítica en el momento en que integra el ensayo para dirigir el sentido de la lectura a los receptores desorientados.
Who watches the Watchmen?
Carrión, exégeta rutilante, sabedor de que el éxito de una obra depende necesariamente de la aceptación que el filtro de la crítica supone, plantea con las dos autoglosas (en las que, como no podía ser de otro modo tal como rige la dinámica cultural moderna de la distinción, rehúsa de la noción de «metaficción postmoderna» (p. 152)) un desafío brutal a sus lectores. Quiere adelantarse a ellos. Superarlos. Neutralizarlos. Lo que a priori parece un onanismo desmedido (v.br.: «Nadie ha llevado tan lejos ese eco [...] como Los muertos») es en verdad la arriesgada propuesta de ofrecerse a un combate contra posibles detractores y lectores no competentes. Pero Carrión deja el listón alto. Oponerle peros a su discurso es un ejercicio angustioso, si bien, afortunadamente, no cae del lado del totalitarismo lector que se limita, única y exclusivamente, al sentido del texto: «en nuestra realidad no existen intérpretes capaces de leer con claridad profética la realidad». Respiramos aliviados.
Ítem más, piénsese en los siguientes ejemplos de metaficción como guía para críticos: «cuando se descubre —o se confirma— que Jessica es la niña vestida de rojo de La lista de Schindler, que McClane es el detective McClane de la tetralogía La jungla de cristal, que Selena es Lady MacBeth, que la comunidad protagonista procede de Blade Runner.» Otro más: «Se nos dice en la serie que son muchas las mujeres que creen ser Lady Macbeth, según la interferencia del capítulo 7, más bien estaríamos ante la otra vida de Asaji, la protagonista de la película Trono de sangre, de Akira Kurosawa, versión libre de la obra de Shakespeare.» Si Joyce se jactaba de haber escrito una novela (Ulises) que tendría ocupados a los críticos durante todo el siglo xx, Carrión se desvela aquí como la misma clase de tirano. Lo celebramos.
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Pero ‘Los muertos’, ¿de qué va?
(Contiene spoilers)
Un zepelín sobrevuela la avenida (p. 18). Bloques de apartamentos pintados de graffiti, aerotrenes, charcos, callejones, Central Park, homeless en NYC, buses urbanos, la presidenta afroamericana de EE UU Hillary Clinton, atmósfera saturada de micropublicidad, Tony Soprano, un furgón gris metalizado, Superman, Batman, espacios claustrofóbicos, pantallas, el centro de integración, almacenes, tranvías, fajos de billetes bajo la baldosa, hologramas, un bar llamado Sophie’s, skinheads, la sede central de la CIA en Alburquerque, mafiosos que arrojan a individuos al mar, burdeles cyberpunks, un hombre anuncio pasea por las calles de Harlem: “I hate niggers”. Un helicóptero taladra la noche (con un foco) [...] Un teléfono cuelga de una cabina. Alguien ensangrentado. Explota el edificio, el coche, el barco, el mar: explotan [...] La calle es atravesada por centenares de soldados, algunos de ellos en motocicleta o en sidecar; el ruido de fondo es de metralla; caen baúles de los balcones; hay hombres que caminan en fila, de pronto son detenidos, y les disparan en la cabeza, y los rematan en el suelo; todos son diferentes, les une un brazalete, donde hay una estrella: una estrella igual para cada uno [...] Hay luna llena y un bosque enmarañado y dos jinetes y luna llena y ramos con telarañas y dos caballos, al galope, y llueve, y tres brujas salen al encuentro de los dos jinetes y los dos caballos, que parecían extraviados. Escenario de neón [...] Un coche se eleva. Una explosión sucede (pp. 67-68 [geniales, eh]). Los seguidores de cierto imaginario asociado al cómic —y los que, aun siendo fans del mismo, seguimos prestando más atención al formato libro que a la novela gráfica— están de celebración. Resulta insoslayable el hecho de que el espacio simulado (repeticiones de signos anónimos que carecen de referentes reales) aparece como uno de los pilares más atractivos de Los muertos. Para ello —si me permiten la terminología entusiasta—, Carrión ejecuta un proyecto de traducción intersemiótica originado en lo kitsch, esto es, ajusta a la literatura la significación de ciertas construcciones simbólicas que nacen en la representación de la metrópolis en determinadas series de cómic, o en la extraña seducción infligida por los totalitarismos (del militarismo en las Guerras Mundiales a la distopía orwelliana en V de Vendetta). La literatura —como la metrópolis— como parque temático.
Lo que piensa un freudiano y una post-feminista. Lo vimos en mi tercera parte de la serie El animal monógamo. Carrión propone escenas de sexo suculentas para cualquier freudiano, en cuya teoría el arte, asumido como fantasía, puede llegar a ser una superestructura que bebe de los yacimientos del inconsciente —para el caso, cabría apuntar a la pornificación audiovisual de nuestra época— y libera del yugo de la realidad. Digamos, si en la página 14 Carrión dice: «Una mujer cabalga sobre un hombre [...] Empiezan a gemir, cada vez más fuerte [...] ella se yergue y su silueta petrifica la marea de la carne, los pechos sobre la respiración agitada, los pezones magníficos, la cicatriz que no obstante se impone», y en la página 44, sin rodeos, los personajes «follan salvajemente»; en Teoría King Kong, Virginie Despentes responde esto otro: «a las heroínas de la literatura contemporánea les gustan los hombres, los encuentran fácilmente, se acuestan con ellos en dos capítulos, se corren en cuatro líneas y a todas les gusta el sexo. La figura de la pringada de la feminidad me resulta más que simpática: es esencial. Del mismo modo que la figura del perdedor social, económico o político.»
Los diálogos, ay. Considérense los diálogos como uno los recursos narrativos en los que Carrión, en ocasiones, languidece, probablemente en su pretensión de calibrar el justo medio entre la verosimilitud de los distintos personajes y el lirismo de su prosa; vbr.: «¿En qué puedo ayudarle? Y no me mire así, que se nota que usted es nuevo y no se ha acostumbrado a las cicatrices»; o el melifluo: «siempre que te menciono a algún niño pones esa voz de oso.» «¿Voz de oso? ¿No me digas que te hablan los ositos de la pared de tu habitación y que tienen mi misma voz?» «Qué tonto eres, papi...» «Te quiero, hija.» «Yo también... Y es raro, ¿sabes?, porque hace muy poco que os conozco, pero es como si os conociera desde siempre... Me tengo que ir, me están llamando.» Beep.
Geografía del tiempo, de A.G. Porta, proponía la broma de incluir en la contracubierta información adicional a la novela; en la contratapa de Los muertos, Carrión afirma que los creadores de la serie, Carrington y Alvares, acaban de desaparecer en una isla desierta. Nada de esto se nos dice al interior.
La irritación del lector. Lo primero que debemos advertir es que un narrador no tiene por qué ser sistemáticamente simpático, y que, con frecuencia, una narración que sodomiza a sus lectores termina por caer muy pero que muy simpática (la respuesta, claro, en D-F-W). Lo segundo es subrayar la habilidad de Carrión para trasladar el argumento de su novela a la experiencia lectora: si Los muertos gira en torno a la pérdida de la memoria y el aterrizaje de los personajes a una ciudad hostil en la que deben aprender a desenvolverse, el lector, como el Nuevo de la página primera, también llega a la novela en posición fetal. Es saludado por un «Bienvenido, cabronazo, bienvenido.» Recibe toda clase de hostias y patadones en los riñones; golpes de puño americano. A uno lo escupen y lo humillan. Hay impotencia. Deseearíamos coger a, ejem, George Jordi Jorge Carrión Carrington de la solapa y golpearle la pechera con el índice: «Are you talking to me?» Armado de paciencia, tiempo después el lector abandona la entropía. Aprende a desenvolverse por la Nueva York propuesta, subiendo y bajando calles en moonwalk, feliz, conocedor del, ay, ahora sí, Brain Project. Aquí tienen a un personaje que va a resolverles de qué va esto: «Últimamente me he obsesionado con eso: por qué, por alguna jodida razón, podemos recuperar la memoria de nuestra vida anterior, por qué existe, cómo decirlo, la necesidad de ese... conflicto, sí: conflicto.» Por no hablar de que «el problema es, en el fondo, qué validez le das a la otra vida, si la consideras verdadera o algo que, inaccesible fuera de la propia conciencia, no es jodidamente real...»
El problema del ser. Siguiendo con lo anterior, y al margen del guiño evidente a Matrix y el simulacro (aunque Baudrillard rechazara la cinta por estar más próximo al platonismo que a sus propias teorías), Los muertos también recupera la metafísica como posible leitmotiv de la obra en una época que se ha olvidado del olvido del ser (Heidegger); lo que es igual, Los muertos recupera el brillante aforismo de Wagensberg, para quien «existir no es demasiado probable.» Las (burlescas) cuestiones sobre si hay vida en el más allá, adónde vamos y de dónde venimos, aparecen implícitas, de manera severa, en el proyecto de Carrión. Aparte, la autoglosa en “Nuestro dolor” ironiza con el doble rasero de una sociedad en donde la ética se desvela, por momentos, entre la hipertrofia y la anarquía: «¿Qué es la vida? ¿Es el arte una forma de creación de vida en el mismo sentido en que lo es la clonación celular o la fecundidad inducida o in vitro? ¿Hasta qué punto debe estar desarrollado un personaje para considerarse un ser vivo?» Las posibilidades de exégesis relacionales a partir de esta propuesta son apabullantes. Sociedad de consumo, sociedad del ocio, sociedad digital, sociedad ética, biopolítica, mediacracia...
Gag: la broma de la báscula – la ¿broma? del cosmético.
Carrión como Homo sampler (la negación de la hipercita como memoria exógena):
Alguno podría decir de mí que no he hecho aquí sino un amasijo de flores ajenas sin aportar de mi propia cosecha más que el hilo para unirlas. Cierto, le concedo a la opinión pública que estos adornos prestados me acompañan. Mas no entiendo por ello que me cubran ni me oculten: es lo contrario de mi intención, que no quiere hacer gala más que de lo mío.
Michel de Montaigne (¿génesis de la —estética de la— hipercita en el ensayo?), en “De la fisonomía”a.
Lo que el sampleador hace suyo no es un fragmento ajeno, sino un instante que le había sido robado.
Eloy Fernández Porta, Homo Sampler
El relato no puede construirse exclusivamente de palabras o imágenes prestadas, en un tono melancólicamente irónico, en una estructura basada en el pastiche. El relato precisa de un equilibro extraño, inexplicable, entre lo heredado y lo propio, en un lenguaje con posibilidad para decir lo nuevo.
Jordi Batlló y Javier Pérez, “Los muertos o la narrativa postraumática”, en Los Muertos, de Jorge Carrión
Y siguiendo con el lema de ¿Quién vigila al vigilante?, aquí el momento de laxitud hermenéutica y abrazo al lector pardillo: «Pese a sus referencias a películas, teleseries, cómics u obras de teatro [nótese que la bibliofilia queda en suspenso], Los muertos se puede ver, leer, disfrutar sin detectar los guiños, sin conocer los macrotextos, gracias a su manierista planificación, a sus soberbias interpretaciones dramáticas.» No esté triste, muchacho. También usted es bienvenido.
Lo Kitsch, II: La segunda autoglosa de Carrión toma como pre-texto una cita de Don DeLillo en Mao II: «Un suceso ya dignificado por el tiempo es repetido, repetido y repetido hasta que algo nuevo llega a incorporarse al mundo». Es probable que el proceso de repetición corra paralelo al proceso de vaciado de contenido; o: ¿por qué ciertos lectores/ espectadores seguimos teniendo cierta inclinación hacia la estetización del nazismo (Bolaño, Pron), en contraposición a lo cañí y repulsivamente castizas que pueden llegar a resultarnos las historias sobre la Guerra Civil? En Los Muertos, Carrión repite y readapta la estética militarista del cómic anteriormente mencionada —la cual probablemente repita y readapte otras construcciones estéticas del militarismo totalitarista, y así ad nauseam—, y el lector atiende a ese referente como una producción fronteriza entre la memoria histórica y la reacreación meramente cosmética: piénsese en la readaptación de la conspiración judía que tiene lugar en la página 105. Empero, como ya dijimos, si el arte ha de ser conceptual, o no serlo, entonces «el genocidio de seres ficcionales quiere representar, oblicuamente, el conjunto de los genocidios reales ejecutados por el ser humano desde la Antigüedad». Sí. Pero insistimos: el lector —cierto tipo de lectores inscritos en cierta herencia cultural— asume como una experiencia estética más rica la conspiración judía que los muertos en las guerras carlistas. Aun cuando el propósito no sea estético sino moral. ¿Me siguen?
Memoria histórica: Si la memoria, las interferencias (¿lo único verdadero?), son causa de dolor y envejecimiento y conducen a la desaparición, ¿entonces eso justifica que Israel sea el único país del mundo donde reside la seguridad? Fascinante idea.
Los juegos especulares realidad-ficción, versión enésima (más pruebas en torno a la narración de Los Muertos como voz asombrosa y repulsivamente irritante): «una transformación de Los muertos al lenguaje literario es sencillamente imposible [...] Ellos no quisieron escribir una novela, cuyo alcance en la conciencia global a estas alturas de la segunda década del siglo xxi sería muy limitado; ellos quisieron —y lograron— elevar el arte televisivo [...] a un nivel que nadie hubiera pensado que era posible.»
Gag II: el suicidio del cibernauta (p. 122).
Los muertos, lectura exhausta. (¿Alguien me pasa la toalla?)