Aunque el término fuese acuñado por Claude-Edmonde Magny en 1950, André Gide fue el primero en referir la noción de mise en abyme en 1893 para hablar de la duplicación interior de una obra pictórica.
Me complace no poco el hecho de que en una obra de arte aparezca así trasladado, a escala de los personajes, el propio sujeto de esta obra. Nada lo aclara mejor, ni determina con mayor certidumbre las proporciones del conjunto. Así, en ciertos cuadros de Memling o de Quentin Metzyns, un espejito convexo y sombrío refleja, a su vez, el interior de la estancia en que se desarrolla la escena pintada. Así, en Las Meninas de Velázquez (aunque de modo algo diferente). Por último, dentro de la literatura, en Hamlet, la escena de la comedia; y también en muchas oras obras. En Wilhelm Meister, las escenas de marionetas o de fiesta en el castillo. En La caída de la casa Usher, la lectura que le hacen a Roderick, etc. Ninguno de estos ejemplos es del todo adecuado. Mucho más lo sería, mucho mejor expresaría lo que quise decir con mis Cahiers, en mi Narcisse y en La tentative, la comparación con el procedimiento heráldico consistente en colocar, dentro del primero, un segundo «en abyme» (abismado, en abismo)
Si como todos los teóricos han convenido, la metaficción es un procedimiento que habla del artefacto de la narrativa y mimetiza las comprensión de la realidad exterior a la obra, debemos entender también que las obras en abyme contienen una especie de —digamoslo así— teofanía propia del panteísmo, habida cuenta de que reproduce las dudas impenetrables sobre la creación del universo. Allan Kardec diría así en El libro de los espíritus:
¿Dónde puede encontrarse la prueba de la existencia de Dios? En axioma que aplicáis a vuestras ciencias: no hay efecto sin causa. Buscad la causa de todo lo que no es obra del hombre, y vuestra razón os contestará. Para creer en Dios, basta pasear la vista por las obras de la creación. El universo existe; luego tiene una causa. Dudar de la existencia de Dios equivaldría a negar que todo efecto procede de una causa, y sentar que la nada ha podido hacer algo.
Como ya vimos en nuestra comparativa entre “Hacia el oeste...” y “Perdido en la casa encantada”, el relato de Wallace, pensado para denunciar el propio artificio de la metaficción, después de una serie de juegos especulares acaba con un cuento de Mark Nechtr —posible alter ego del narrador empírico— protagonizado por un tal Dave, que reproduce los miedos del personaje (o la persona) que lo ha originado. Más claro aún es el caso de “El neón de siempre”. Si el narrador protagonista reproduce durante todo el cuento la neurosis derivada de la paradoja del superyó (véase el artículo que publicamos en Presspectiva), al final del mismo se nos dice:
David Wallace parpadea mientras ojea ociosamente fotos de la clase de su anuario de 1980 del Instituo de Secundaria de Aurora West y ve mi foto y trata, a través de su diminuto ojo de cerradura, de imaginar qué debió de llevar a mi muerte en el atroz accidente de coche sobre el que leyó en 1991, por ejemplo qué clase de dolor o de problemas podrían haber llevado al tipo a meterse en su Corvette de color azul eléctrico y tratar de conducir con todas aquellas medicinas sin receta en la sangre. Y resulta que David Wallace tiene un conjunto enorme y en absoluto organizable de pensamientos internos, sentimientos, recuerdos e impresiones sobre el tipo de esta pequeña foto que iba un año por encima de él en la escuela rodeado todo el tiempo de lo que parecía ser casi un aura de neón de excelencia escolástica y académica, de popularidad y de éxito con las señoritas, así como sobre cada uno de los comentarios cortantes o incluso pequeños gestos o expresiones de aquel tipo cada vez que David Wallace se quedaba plantado con el bate en vez de darle a la pelota en un partido de béisbol juvenil de la liga de American Legion o decía alguna chorrada en una fiesta, y sobre lo impresionante y auténticamente cómodo en el mundo que el tipo siempre parecía, como una persona viva de verdad en lugar del perfil o fantasma de una persona titubeante y patéticamente tímida que David Wallace se consideraba por aquel tiempo. Todo un tipo atractivo y lanzado al éxito, de quien en la mejor tradición humana David Wallace había imaginado por entonces que era feliz e irreflexivo y no estaba en absoluto atormentado por voces que le decían que algo funcionaba terriblemente mal en él mientras que funcionaba bien en todos los demás ni tampoco tenía que pasar todo su tiempo y energía intentado averiguar qué hacer a fin de imitar a un hombre norteamericano incluso marginalmente normal o aceptable [...] y David Wallace había salido de muchos años de guerra literalmente indescriptible contra sí mismo con bastante más potencia de fuego de la que había tenido en el instituto Aurora West), y la parte más real, más perdurable y sentimental de él obligaba a aquella otra parte a guardar silencio, como si la estuviera mirando a los ojos, cara a cara, y diciéndole, casi en voz alta: «Ni una palabra más.»
Entroncando con lo anterior, el primer mensaje que “El neón de siempre” nos deja tiene que ver con los límites cognitivos: Wittgenstein y la exigencia de silencio ante «aquello de lo que no se puede hablar». Luego, si la causalidad obliga a generar un dios para entender nuestra realidad, en el mundo de la ficción ocurre lo mismo, y los límites se encuentran en la divinidad establecida en el autor empírico. Más allá de la simbología biográfica que este relato contiene, resulta especialmente relevante que al final del cuento Wallace descubra a sus lectores estar versionando el famoso cuento de Poe sobre el doppelgänger “William Wilson”, título cuyas iniciales son W. W., es decir, dos «V» dobles, que fonéticamente suenan «double you» (duplícate), en el que la sílaba primera del nombre se repite con apenas una letra de diferencia: «Will» y «Wil», al tiempo que se establece un juego de significaciones con las sílabas restantes: «I am» y «Son» (suculenta metáfora por la crítica freudiana), y en el nombre completo queda contenido la afirmación tajante: «I am Wilson». En la ficción de Poe el sufrimiento del protagonista tiene lugar en el momento en que su doble llega al colegio justo un día después que él. Un doble sobre el cual la crítica ha consensuado que significa la conciencia del personaje narrador (razón por la cual el protagonista es el único que puede percibirla, solo a partir de su manifestación en susurros), de la cual se separa para verse involucrado en una serie de nefastas consecuencias, y con la cual decide acabar para, paralelamente, acabar consigo mismo.
He aquí un motivo para seguir releyendo a Wallace.