(Apuntes para una cartografía de las representaciones sociosimbólicas en el Madrid del Siglo xxi)
Madrid como orfanato de provincias. Al principio es Calderón y su sonado «Madrid, patria de todos». O Machado, para quien Madrid actúa como «rompeolas de España». O Julio Llamazares: «tardamos en decidirnos a dar el salto a Madrid para intentar realizar nuestras pobres ilusiones provincianas» (El cielo de Madrid). O Juan José Millás en Los objetos nos llaman (2008): «Me lo decía mi padre antes de que abandonáramos la provincia: en Madrid, un hombre puede ser lo que quiera, lo que quiera.» Y por supuesto, Francisco Umbral y su advertencia sobre el hecho de que todo aquel que aterriza en la ciudad proveniente de la periferia termina por instalarse en ella de manera definitiva.
Lo primero que percibimos al poner en contraste la representación de la capital con respecto al resto del país es el lugar común de afirmar nuestra ciudad como enclave civilizatorio o cultural entre el provincialismo abyecto de España. Pensemos: Elvira Navarro (Ponferrada), Luis Magrinyá (Mallorca), Rafael Reig (Cangas de Onís), Alberto Olmos (Segovia), Alejandro Gándara (Santander), Javier Moreno (Murcia), Blanca Riestra (A Coruña) o Adolfo García Ortega (Valladolid) son algunos ejemplos de narradores actuales que dan cuenta de este acontecimiento. Ello sin olvidar que las expresiones de la ciudad durante la última década quizá hayan suscitado más atención entre autores que jamás habitaron en ella (Vicente Luis Mora, Roberto Bolaño, Ricardo Menéndez Salmón), o que siempre vivieron en ella (José Ángel Mañas, David Torres), o de escritores hispanoamericanos trasladados a ella (Carlos Salem, Sergio Galarza).
Richard Florida lo explica en Las ciudades creativas. El ensayista desarticula la idea de Thomas Friedman según la cual en la época de Internet y la sociedad de redes la disposición geográfica del individuo dejaría de tener relevancia. Nada más lejos de la realidad, parafraseando la tesis de Florida atribuiríamos la revalorización constante del espacio metropolitano al fenómeno de la concentración de capital cultural.
O: Madrid en oposición al duelo a garrotazos goyesco.
Ahora bien. Hay algo, un pequeño detalle en el código genético de la ciudad (la idea de Calderón), que está mutando.
Este dossier lo constata.
La literatura de España se federaliza.
Madrid es menos centro que antes.
Para inquietud de la (probable) idiosincrasia localista que define la ciudad.
El Madrí Literario™. Para el guiri, para el filólogo de la Vieja Guardia, para nostálgicos del tocado y la Virgen de la Paloma, para las guías turísticas dispensadas en Atocha Renfe y Barajas, Madrid cuenta con una arraigadísima construcción simbólica en torno a la literatura. Una herencia cultural que puede resumirse en iconos como el Café Gijón, el Ateneo y la calle (de las) Huertas, y sus citas de los clásicos impresas en letras doradas en el suelo.
Ahora, regresemos al presente y recordemos que
Malasaña NO es Abbey Road.
Paseador de perros (2009), de Sergio Galarza, aparece como una de las últimas novelas en donde Madrid ocupa el papel protagonista. En ella el autor limeño agrega una nota en la que habla de su intención de convertirse en un «cronista-crítico-hiperrealista de una ciudad que nadie se preocupa por contar».
Bien.
Galarza subraya directamente el problema del narrador contemporáneo en Madrid.
O sea, la construcción simbólica ex nihilo (frente a la explotación original del —nunca mejor dicho— lugar común: el Madrid Literario).
Que es como decir que esta ciudad no ha conformado un conjunto cohesionado de significaciones estéticas más allá Mesonero, Larra, Pérez Galdós, Cansinos Assens, Arniches, Valle-Inclán, Arturo Barea o Martín Santos, nuestros equivalentes locales a Joyce (para Dublín), Musil (Viena), o Dickens (Londres). [Cualquier cervantista poco ortodoxo hablaría en primera instancia, antes de los autores aquí mencionados, de El Quijote y el problema de la construcción simbólica ex nihilo; o: cómo hacer funcionar La Mancha como espacio legítimo dentro de un tipo de novela (caballeresca) para la cual lo bello es lo esotérico, lo fantástico.]
Paseador de perros, decíamos, apuntala una estructura germinal a partir de la cual empezar a cimentar un Madrid comprensible para quienes no estuvimos en la Transición o en la Movida (abordada en simpáticos libros olvidados como Días Contados de Juan Madrid, o la literatura pulp de Patty Diphusa, escrita por —sí— Pedro Almodóvar) o en los primeros noventa, tal como implican las vetas que remiten a la impersonalidad bochornosa de la ciudad-dormitorio (Getafe, Pozuelo), sus bromas sobre «las bellas intelectualoides con gafas de diseño» en la estación de metro del Círculo de Bellas Artes (p. 40), y una voluntad resuelta de cimentar la (¿rabiosa?) modernidad —impostada o no— presente en barrios como Malasaña (v.br., la clasificación de locales nocturnos desarrollada en la página 101).
El mensaje es evidente: para la literatura contemporánea, en Madrid no hay un Kreuzberg o un SoHo o un Les Halles, como tampoco existen promotores de turismo que procedan de la cultura de masas (Woody Allen en Nueva York o la icónica serie de cortos Paris Je t’aime, publicidad inmejorable para tour-operadores y economías locales): barrios como Malasaña o La Latina o Chueca no son más que una versión kitsch, menor, imitativa, de lo que sucede en otras coordenadas geográficas, a pesar de que, por ejemplo, en el panorama musical la actitud trendy sea moneda común.
Por supuesto, ésta es solo la imagen que nosotros tenemos sobre cómo al exterior nos observan.
O la imagen que nosotros tenemos de nosotros mismos, o sea la creencia compartida por todos los narradores según la cual la Gran Novela de Madrid no ha sido escrita aún (si no, ¿por qué, como veremos a continuación, no dejan de producirse textos que vuelven una y otra vez a la ciudad contemporánea?)
O, quizá, el verdadero resultado de un trabajo insuficiente.
algunas representaciones sociosimbólicas de Madrid. A grandes rasgos, una primera aproximación urbanística de Madrid lleva a pensar en la existencia de dos ciudades. La primera tiene como perímetro las rondas (al sur: Segovia, Embajadores, Atocha), el Prado y Recoletos (al este), Sagasta y Alberto Aguilera (al norte), y Princesa, Plaza de España y el Palacio Real (al este). La segunda ciudad es todo lo que está fuera de esa frontera. Es decir el Madrid culturalmente olvidado: barrios como puedan ser Ventas, Usera, o el Pilar, pero también la ciudad financiera de Salamanca. Y de nuevo, Florida: la clase intelectual tiende a concentrarse en áreas determinadas, que rara vez entran en diálogo con las comunidades obreras, y, por supuesto, tampoco con las elites económicas. Recordemos pues que para el Madrid literario moderno, hasta épocas recientes, nunca hubo vida más allá del cordón sanitario que separaba la cultura de la no cultura.
Repasemos entonces algunas de las representaciones actuales.
Eloy Tizón, sin ninguna pretensión de actualidad en su contenido, aunque desde un lirismo que los lectores jóvenes percibimos como reciclado, abordó en Labia (2001) un Madrid setentero con el cual demostró, entre otras cosas, que la recreación de una época pasada no implica necesariamente ser carca.
(Por si acaso creyeron que yo creía otra cosa.)
Ignacio Gómez de Liaño perpetró en Extravíos (2007) una suerte de Babel en donde uno de los resultados evidentes era la equiparación de valores estéticos entre el conjunto de ciudades en las que se situaba la novela: percibir Madrid a la altura de Osaka, o Macao (ciudades infrecuentes que el lector significa solo a partir de la devaluación o la traducción intercultural respecto a la geografía general reconocible en la que se insertan), y Venecia, Nueva York o Londres (ciudades cuya sola mención desencadena en el lector una reacción masiva de datos).
«Al llegar a Madrid Espinoza sufrió una pequeña crisis nerviosa», reza 2666 (2004). Roberto Bolaño abordó en su última novela el Madrid percibible por un profesor universitario. La que puede llegar a ser «ciudad más hermosa del mundo». Siempre a la vista de un personaje, Espinoza, febrilmente enamorado de otra profesora de Londres, con la cual se imagina yendo al supermercado y compartiendo despacho en el departamento de alemán, y a la que en ocasiones encuentra por las calles «que frecuentaban las putas o por la Casa de Campo». Un enfoque parecido —semejante mirada más o menos idílica sobre el romance entre dos académicos— al que en la década anterior utilizara Alejandro Gándara en Cristales (los paseos por el Parque del Oeste o La Rosaleda), o Belén Gopegui en La conquista del aire. Una recreación atmosférica dirigida a la seducción de humanistas, profesores y similares, en tanto que representación de las expectativas de clase en ellos proyectadas.
En El cielo de Madrid (2005), Julio Llamazares se ocupó de la propuesta de una ciudad bohemia a mitad de los años ochenta, en donde sus integrantes aparecen taciturnos y el fenómeno artístico se concibe desde la lectura del genio romántico: «[En el Limbo] había pintores, poetas, gente sin profesión conocida, algún novelista inédito, algún filósofo puro, algún músico, algún actor y, sobre todo, borrachos.» Nótese en este caso concreto, en aproximación a nuestro planteamiento acerca de las representaciones sociosimbólicas y el fenómeno de las guerrillas culturales, cómo este tipo de escritura habría de llevarnos a una colisión entre hipótesis estéticas irreconciliables: mientras el escritor que quiere aprehender su Zeitgeist (Galarza, Vicente Luis Mora) se ve continuamente acosado por la pasividad del filólogo-histórico (eso ya estaba en....), el lector joven, en su primer acercamiento al texto y (aunque solo sea) de manera intuitiva, no puede evitar leer este tipo de representaciones —si me lo permiten— intimidado por esos señores híperideologizados que leen El País, lucen coderas en sus americanas de cuadros y huelen a habano, en lo que cabría entenderse como una falla temporal. Y la deducción (o el prejuicio): eso ya está —y mejor— en los románticos.
Aparte, en algún mundo paralelo, contamos con un Madrid sci-fi regido por Rafa Reig. Allí hay un «transbordador de bicicletas que unía Génova con Goya», «la siniestra pirámide de Chopeitia Genomics, el edificio más alto de Europa»; un Madrid donde la gente vive en el subsuelo, en colonias de adosados «con luz artificial y jardines plegables» (Sangre a Borbotones, 2002).
Como también está el Madrid suburbial que en la década de los noventa ocupó a José Ángel Mañas lo que ha venido a llamarse Tetralogía Kronen (Sonko95, Mensaka, Ciudad Rayada e Historias del Kronen), y sobre la cual regresó el año pasado con La pella; una novela que repetía las fórmulas de realismo social diez años después de su declive, sin ningún tipo de propuesta de reciclaje. Cocainómanos, vespas, partidos de fútbol retransmitidos en televisión, diálogos misóginos, personajes en absoluto empáticos, cubatas en Alonso Martínez, baretos en La Elipa de fama entre los chavales porque cargan «los cubatas más que nadie», «bacalao [que] retumbaba por las paredes: “Bum bum bum”» (sic) en afters de la ciudad, etcétera. David Torres contribuyó a un imaginario similar, a través de unos personajes que acuden a reuniones de alcohólicos anónimos, se matan «a hostias», leen revistas pornográficas, etcétera etcétera (El gran silencio, 2003). Ni que decir tiene, desde un punto de vista de la historia literaria reciente, este Madrid también merece ser recogido, aunque hoy presente dificultades para atraer la atención de su lector modelo o del lector formado, ocupado a la busca y captura de nuevas formas y contenidos.
Especial interés merecen también los sex shops de la calle Atocha, los punkis y los skins que se manifiestan contra el rey en la misma calle, el Ritz, las «costumbres solidarias que se diluyen entre un mar de curritos que se han dejado la vida para pagar la hipoteca y ahora empiezan a mirar mal a los inmigrantes porque sólo son inquilinos y ellos se llaman a sí mismos “propietarios”» en Vallecas, papelerías en ese mismo barrio «en las que tus clientes te invitan a las comuniones de sus hijos y te van pagando a plazos lo que compran, fanfarrones de poca monta, el Teresa Rivero. El argentino Carlos Salem estuvo ahí en Pero sigo siendo el rey (2009).
Flash-back.
Que el lector actual, en 2010, demande textos que difieran de la estructura esbozada en obras como Circular (obra en marcha de Vicente Luis Mora, de la que se esperan nuevos volúmenes próximamente) no debería significar perder la perspectiva histórica. Circular apareció en su primera edición en 2003 de la mano de Plurabelle, tomando la vieja obsesión por la representación sociosimbólica de lo marginal (y de lo no marginal) en la novela de los años 90 y anticipando la nueva obsesión de comienzos de siglo por la estructura del relato. Es decir, Circular aparece algunos años antes de la generalización de lo ultranarrativo o la escritura deliberadamente pluridisciplinar, el asedio masivo contra la temporalidad causal decimonónica y la conceptualización (hipertrófica) del fenómeno literario, de modo que si antes —al hilo de Bolaño, Gopegui y Gándara— hablábamos de literatura proyectada en un imaginario reconocible para humanistas, probablemente en Circular esté la primera noción —prolongada durante la última década— de la literatura practicada por y para exégetas como medio de supervivencia en el maremágnum editorial. O también: esa metaficción que pondría los pelos de punta a Popper, en la medida que funciona a partir de en la suma de planteamientos racionales con que avalar la hipótesis estética del autor, en última instancia irracional y subjetiva.
Ejemplo de lo dicho: «Un libro global es un libro escrito por todos. Verás, te explicaré: un libro sobre Madrid no puede sino estar lleno de citas.»
O: «La necesidad de dar una visión totalizadora de Dublín obliga a Joyce a presentar fragmentos que no mantienen entre sí una coherencia cronológica ni narrativa, fragmentos de un rompecabezas que nunca aparecerá completamente aclarado», dice Sábato citado por el autor de Circular.
La importancia de esta obra radica también en la concepción de un Madrid holístico, compuesto por todas y cada una de las (sub)ciudades sociosimbólicas contenidas a lo largo de sus calles y barrios, revisados éstos uno a uno, sin distinción del tipo de connotaciones a ellos atribuido (o sea, de Córdoba —ciudad dormitorio desde que el AVE existe— a Puerta del Sol), al margen de proponerse como una investigación severa del espacio moderno por antonomasia: la ciudad. En Circular atendemos a Madrid como ciudad hermética (el metro circular, el autobús circular, la M-30, la M-40 y la M-50) o como cosmogonía (como «galaxia de sistemas solares que sólo tienen en común su movimiento sincrónico y unidireccional»), como neurosis por la liquidez de sus relaciones sentimentales, como neurosis por la burbuja inmobiliaria, vista desde el poema, desde los pasatiempos del periódico o desde los raps cantados en Arturo Soria. Si el proyecto sigue su curso, pues, es probable que Circular esté llamada a convertirse en la revisión más importante de la ciudad en los últimos años.
Literatura Post-11-M. Habida cuenta de que para buena parte de los narradores españoles la Guerra Civil sigue siendo su principal cuenta política pendiente —como si de un servicio militar obligatorio se tratase, todos quieren arrojar su interpretación personal sobre el conflicto—, el acontecimiento más importante de la ciudad durante los últimos años no ha acaparado una atención excesiva entre nuestros escritores de ficción. La piedra en el corazón (2006), de Luis Mateo Díez, fue uno de los primeros textos que quiso referir el atentado, si bien la mención a éste aparece solo de manera muy marginal.
Blanca Riestra también quiso iniciar el camino con Madrid Blues (2006). Sin excesivas pretensiones políticas, la novela repite el modelo de novela realista-costumbrista contemporánea, afanado en retratar los días previos al atentado y en abundar de nuevo en la recreación de los hitos —actualizados— del Madrid Literario: Madrid Rock en Gran Vía, la inmigración en la plaza de Lavapiés, los turistas en las terrazas de Santa Ana, etcétera.
De Ricardo Menéndez Salmón ya es un clásico afirmar que su obra rota en torno a la cuestión del mal en la condición humana (La ofensa, Derrumbe). Siguiendo la estela, en El Corrector (Seix Barral) dio vida a un relato en primera persona sobre los tres días que mantuvieron en jaque a la sociedad española hasta las elecciones. En contra de la dinámica en la narrativa española antes mencionada, Menéndez Salmón denunció entonces (afortunadamente) que «ninguno de los grandes escritores con lugar privilegiado y plataforma en medios ha dado el paso de hacer ficción con aquellos acontecimientos», de igual modo que a su juicio nuestro panorama sigue expresando su «indiferencia hacia lo inmediato».
Y del mismo modo que Vladimir, protagonista de El Corrector, rondaba la reflexión sobre la máxima de Adorno y la posibilidad de la poesía posterior a Auschwitz, Adolfo García Ortega pergeñó en El mapa de la vida (Seix Barral) una respuesta fulminante al filósofo alemán: «Después de Auschwitz o lo que sea la vida sigue. Lo que caracteriza la vida es que pase lo que pase al final todo sigue su curso», afirmó en una entrevista el autor de esta historia iniciada con un personaje que confiesa a su mujer ser un ángel.
Javier Moreno ha sido el último en replantear el 11-M en “11304”, incluido en su reciente Atractores Extraños (2009). El relato se arma a partir de la organización de fragmentos narrativos en torno a un número irracional. O como asegura el narrador: «Resulta llamativo que los números irracionales se correspondan en muchas ocasiones con conceptos básicos del pensamiento abstracto, tales como la circularidad o la autosemejanza. Quizás detrás de la cifra que van componiendo los diversos fragmentos pueda encontrarse algo tan abstracto como “el terror”».
Conclusiones. De lo anterior inferimos multitud de interrogantes, algunos de los cuales —como el problema de la importación-exportación cultural— transgreden la representación de Madrid. Varias preguntas (complejísimas) que surgen a este respecto: ¿Hasta qué punto es el Madrid actual —para sus habitantes, para el país, para el observador extranjero— literalmente un significante vacío de contenido?, la aparente inexistencia de una Gran Novela sobre la ciudad, ¿tiene que ver con la dinámica acelerada o la tiranía mediacrática del tiempo que ejercen (ejercemos) los medios críticos, a la hora de superar el mosaico (amplio) de libros que han abordado desde múltiples perspectivas la ciudad durante los últimos años?, ¿de veras ciudades como Nueva York o París cuentan con autores esencialmente mejores?, ¿qué influencia tienen los elementos paratextuales?, ¿cuál sería el rasgo definitorio de la Gran Novela de una ciudad?, ¿su extensión?, ¿la estructura?, ¿la concepción prometeica —joyceana— de la novela como forma de trasgredir las duras exigencias de la crítica neomaniatica?, etcétera, etcétera. A modo de lenitivo para la conciencia de lectores y novelistas, quizá sea hora de pensar que las numerosas categorías culturales visibles en la ciudad convierten a ésta en un hervidero de imágenes difícilmente aprehensible por una sola voz narrativa.
O no.
Quién sabe.