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lunes, 25 de octubre de 2010

Fragmentos de un discurso afligido (Quimera 317, abril de 2010)

Reconocido como indiscutible precursor en los estudios sobre cultura de masas (Mitologías, El sistema de la moda, Del deporte y los hombres...), crítico literario hiperbólico (S/ Z, Ensayos críticos), semiólogo y teórico de primer orden (El grado cero de la escritura...), nuestro texto inicia su partida bajo la hipótesis de que Roland Barthes parece no haber sido suficientemente valorado como autor estrictamente literario, a pesar de que su originalidad y planteamientos aparezcan siempre diluidos en el ejercicio de la interpretación. Digamos que, si como el agudo Houellebecq anuncia en su correspondencia con Henri Lévy (Enemigos públicos), podemos clasificar la literatura en tres categorías: del imaginario (fantástica), de la confesión (Montaigne, Rousseau...) y vía media («novelistas que utilizan su propia vida, o la vida del otro [...] para construir a sus personajes»), entonces Barthes debería ser entendido como uno de los más sugerentes autores de la confesión que ha dado el siglo xx. Diario de duelo da cuenta de ello.

Inédito en Francia hasta el año pasado (cómo no, de la mano de Seuil, quien se ocupara de divulgar la obra de Barthes desde su grado cero), el texto apareció paralelamente traducido en España por Adolfo Castañón: 330 fragmentos (no revisados) que reproducen el luto del semiólogo desde la desaparición de su madre en octubre de 1977 hasta septiembre de 1979. Dentro de la obra de Barthes, Diario de duelo se sitúa —por oposición, claro— en las mismas coordenadas que sus Fragmentos de un discurso amoroso: mientras el segundo abunda en la puesta en escena del ritual del romance entre iguales (Eros), Diario describe la actuación equivalente cuando acaece la desaparición del progenitor (Tanatos).

No menos veraz es que por oposición Diario actúa como reflejo de la tan simbólica Carta al padre de Franz Kafka, esto es, el anhelo por la pérdida del objeto amado y la comunión intergeneracional que presenciamos en el texto de Barthes, frente a la delimitación de fronteras y distanciamiento por Kafka pretendidos. Siguiendo con esto: al recapitular la simbología de las relaciones de los escritores con sus antecesores (ya sean estos genéticos o referenciales), hallamos en primer lugar a aquéllos de esencia prometeica: los héroes que, desde la periferia, asesinan al padre, o bien se rebelan contra los dioses que detentan el poder para delimitar un nuevo marco de acción —el camino que difiere de la herencia a la que permanecen encadenados (Kafka)—. Al otro lado del espejo, en cambio, encontramos la actitud de este Barthes. Un personaje que habita la madurez y sabe que el tiempo empieza ya a correr en su contra: contra él también habrá una rebelión natural. La identificación con la madre es por tanto un gesto lógico: «saber que mamá está muerta para siempre, completamente [...] es pensar [...] que yo también moriré para siempre y completamente», anota el autor francés como paráfrasis del epigrama de Cicerón, para quien el pensamiento prepara al individuo para su muerte.

Cierto es que parte de estas iluminaciones inician su andadura con un propósito sólo catártico: apenas pueden ser descifradas más que por el propio autor, si bien, no menos cierto es el hecho de que tales fragmentos, carentes de voluntad hermenéutica o de indagación en la condición humana, acaso pueden llegar a ser los más literarios. De hecho, la escritura de Diario de duelo revela la característica voz mesurada y sagaz que aparece en sus textos más personales, como es el caso de Fragmentos... o Roland Barthes por Roland Barthes.

Y en su inclinación hacia lo limítrofe, el autor vislumbra aquí un libro-médium que en primera instancia persigue saldar deudas simbólicas con su madre; después, Barthes alivia su pánico hacia lo que sucede en el exterior: se libera de todo aquello que no sea el dolor a través de la introspección. Y por último, acontece la posibilidad —nefasta— de estar intercambiando información con aquellos de los que huye: «No quiero hablar por temor a hacer literatura —o sin estar seguro de que eso no lo sería— aunque de hecho la literatura se origine en estas verdades.» Por supuesto, fracasa en su propósito.

Fracasa porque Barthes avanza en cada una de las etapas que se presuponen al duelo. En Fragmentos..., reverso de Diario, el semiólogo culpaba al estereotipo como génesis de todas sus heridas; hablaba del átopos, de lo inclasificable: «Es la originalidad de la relación lo que es preciso conquistar.» Si allí, a propósito del amor denunciaba: «estoy obligado a hacerme el enamorado, como todo el mundo»; aquí, cuando de lo que se trata es de la muerte de su madre, la conducta se invierte. Aceptemos que Barthes, a su manera, está obligado a hacerse el dolido, como todo el mundo: «Mi duelo no ha sido histérico, apenas visible para los otros (tal vez porque la idea de “teatralizarlo” me habría sido insoportable”» (p. 139).

A pesar de estas palabras, lo cierto es que todo el diario es una performance. Existe interpretación y drama (en la doble lectura que ambos términos ofrecen), sí, aunque solo desarrollada en la psique desdoblada del propio autor; una trinidad que componen la madre desaparecida, él, y su autoconsciencia. Y es este último elemento el que interviene como autoflagelo o motivo de culpa, el que lamenta la hipótesis de producir réditos literarios a través del duelo, el que se encuentra obligado a recordarse que mientras «la emoción pasa, queda la aflicción»: la parte de su yo que «vela en la desesperación», en contraposición a aquella otra que «se agita mentalmente arreglando mis asuntos más futiles» (p. 35). El sabedor de que «por una parte, ella me pide todo, todo el duelo [...] Y por otra parte [...] me recomienda la ligereza, la vida, como si me dijera todavía: “Pero ve, sal, distráete”» (p.42). El mismo Barthes que acaba por confesar: «Me es insoportable todo lo que me impide habitar mi aflicción.» Imposibilidad de atopía en el duelo, es la conclusión a la que parece querer llevarnos.

A diferencia de la ficción, sabemos que el ensayo tiene menos probabilidades para ser leído como un uso o excusa del autor mediante el cual liberar sus obsesiones (más aún en una época como la nuestra, en donde la crítica biográfica parece estar demasiado desestimada). Barthes, especialmente intimista en algunos de sus ensayos, desmiente esta idea cuando confiesa que en él la escritura «dialectiza las “crisis”»: siguiendo al Baudelaire de Mi corazón al desnudo, para quien «para curarse de todo, de la miseria, de la enfermedad y de la melancolía, lo único necesario es la afición al trabajo», nuestro autor admite su angustia por «integrar mi aflicción a una escritura», y en una enigmática nota a pie recuerda que su texto sobre Racine, así como Fragmentos..., toman como punto de partida sendas crisis personales.

Como toda la escritura de Barthes, Diario de duelo puede concebirse como un rutilante mosaico de aforismos. En este sentido, el estatuto de la temporalidad en la época contemporánea y su puesta en relación con el duelo es uno de los interrogantes más sugerentes de Diario. Así, en la página 144, lo que parte como obviedad ontológica («Cada sujeto [...] actúa [...] para ser “reconocido”») deriva hacia otra verdad incontestable, condenada a resolver qué relevancia (cultural) tiene hoy el paso del tiempo: «el Monumento no es lo durable, lo eterno (mi doctrina es demasiado profundamente la de Todo pasa: las tumbas también mueren), sino un acto, un activo que hace reconocer.» De este modo, el escritor, visionario, desdeña su propia obra como trascendente; se desentiende de la posteridad y del monumento (p. 244), y acepta la desaparición total a la que irremediablemente se aboca: «pero no puedo soportar que sea así para mamá (tal vez porque ella no escribió y porque su recuerdo depende completamente de mí)», precisa.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Llevas unos meses muy fresh. Buen Post

/clap

BB. Saludos

Ibrahim B. dijo...

Gracias por tu lectura,

Saludos,