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miércoles, 28 de septiembre de 2011

¿Quién quiere ser Pulitzer?


Despidos, tentativas de censura previa, precariedad, malas praxis… Tristemente, es en el momento en que más información precisamos —una información que sirva como escudo ante las agresiones de la crisis— cuando nadie en su sano juicio desearía ser periodista. Cierto es que en las últimas décadas ya se daban por clausurados los tiempos en los que la prensa podía llegar a ser una industria generadora de beneficios gracias a la publicidad, instalándose luego como herramienta de influencia sobre la opinión pública desde distintos grupos de poder. Pero la situación se ha desvelado aún más insostenible si cabe, con un panorama económico negativo que agrava la inevitable crisis en el modelo de negocio, ahora que se produce la lenta aunque definitiva migración hacia el formato digital.

Acerca de cualquier industria que implique una imprenta, quedan ya pocos inconscientes que no hayan aceptado la inminente destrucción creativa. Sabemos desde luego de los terremotos, pero no así de cómo volver a construir sobre las ruinas. Todo ello hace escalofriante regresar a la lectura de Joseph Pulitzer (1847 – 1911), cuando el mes próximo se cumplirán cien años de su muerte.

Pulitzer es el mayor icono de los mejores años de la prensa, antes de que ésta tuviese que competir con la radio y la televisión. Cierto es que cuando él llegó al New York World, Estados Unidos ya disfrutaba de un buen número de cabeceras importantes, pero es él quien se inventó la prensa ética sensacionalista, basada en el impacto formal y la concepción del periodismo como servicio público a disposición de las masas. Aparte de fundar los premios que llevan su nombre, Pulitzer fue también el responsable de la Escuela de Periodismo en la Universidad de Columbia. Sobre el oficio y su enseñanza —dos cuestiones cuya discusión no es nada baladí en estos días— reflexionó en el pequeño libro que lleva por título Sobre el periodismo (Gallo Nero Ediciones).

domingo, 11 de septiembre de 2011

Percival Everett y la experiencia postracial



Edward Said denunciaba en su Orientalismo que Oriente sirvió a Europa, en parte, para definir su experiencia y personalidad por oposición: «Oriente no es puramente imaginario. Oriente es una parte integrante de la civilización y de la cultural material europea.» Aunque, en verdad, este mismo argumento puede ser utilizado con resultados positivos. Lo que es igual: cuando el espectador se asoma a tradiciones culturales que le son ajenas, aprende del Otro tanto como de sí mismo. Y he aquí la incógnita principal que despierta en el lector español la aparición de X, que obliga a preguntarse cómo leer una novela —llamémosla así— post-racial, que en verdad parodia toda una tradición literaria (inédita en nuestro país) sobre la experiencia de ser negro en EE.UU., que a su vez es una crítica sobre lo que el caucásico, a ambos lados del Atlántico, espera de un autor afroamericano como Percival Everett.
Thelonius Ellison, el narrador protagonista de X, es, al igual que Everett, escritor y profesor universitario. Mientras escribe una novela fragmentaria, Ellison, además, narra sus enemistades con ciertos sectores académicos; se burla de los autores experimentales que sobreviven a los años sesenta publicitándose los unos a los otros, y admite el odio que él mismo genera en la Sociedad de Estudios del Nouveau Roman. «Por un par de razones: una, porque hacía dos años que había publicado una novela realista con la que había cosechado cierto éxito; y dos, porque en las entrevistas que me hacían en prensa o radio no me callaba la opinión que su obra me merecía.» Hasta tal punto es así que llega a recibir amenazas de muerte del tipo «te mataré, palurdo mimético».
Agotado de su situación laboral y de la recepción que su obra ha merecido, Ellison se lanza entonces a la escritura de un libro que él mismo aborrecerá. Bajo el título de Porculo, Stagg R. Leigh, seudónimo de Ellison, narra en primera persona —y con una dudosa ortografía— la peripecia en el gueto de Van Go Jenkins, cuya única dedicación parece ser la de hacer hijos. Van Go Jenkins es la clase de persona que sueña con islas, «todo lleno de tías buenas, las zorras, qué culo, y no llevan nada, solo unas tiritas a media teta. Pienso en lo buenas que están, las guarras, y en que mas las voy a tirar a todas». Falsamente, recurriendo al máximo posible de prejuicios, Porculo habría de albergar el germen y la verdadera historia de la experiencia negra en América. Y así, tras las gestiones pertinentes del agente de Ellison, Porculo se convierte en la novela que más dinero reportará a su autor, si bien Ellison no puede sino avergonzarse por ello.
Porculo, que se extiende aproximadamente sobre una cuarta parte de X, posiblemente sea la sección más divertida del libro, lo cual pasa por el gran mérito de Everett, a saber, forzar a sus lectores a experimentar un placer culpable, una diversión que se obtiene de un relato atroz completamente inverosímil, basado de un personaje descabellado y maligno que resiste en un escenario de videoclip de gangsta rap. Con todo, Porculo pasa a ser un éxito de la crítica, avalado por cabeceras como el New York Times, que llega a decir: «Se parece más a las noticias de la noche. El gueto vive entre estas páginas; en ellas, el autor nos permite vislumbrar la experiencia de la calle, y por ello debemos estarle inmensamente agradecidos.» Caucásicos que gritan a los negros: «¡Dadnos Porculo!», se convierte, entonces, en el desasosegante corolario post-racial con que Everett nos complace. 

domingo, 4 de septiembre de 2011

El fantasma de Vallès avanza con antorcha hacia nosotros por la senda de los escritores pobrísimos

Vallés visto por Courbet

He visto en ese París del que vengo que aquéllos que deseaban ser libres no lo eran si, como yo, no tenían un diploma de bachiller en el bolsillo de sus ropas raídas. Con ese diploma, sólo queda mendigar, robar, para no morirse de hambre, o hacerse empleado, o vigilante... lo que voy a ser.

Jules Vallès, El candidato de los pobres, trad. Inés Bértolo, ed. Periférica


Suelo pensar que el valor de los libros descansa en su capacidad para provocar subrayados; otras veces, un solo enunciado justifica el texto en su totalidad. Esto es lo que ocurre cuando lees El candidato de los pobres.
Escribo este post con 23 años y 10 meses, mientras que el narrador de este emocionante libro autobiográfico, Jules Vallès (1832 – 1885) dice sumar 23 años y 4 meses en el momento en que escribe las líneas arriba recogidas.
Hace un tiempo, acerca de Richard Yates, comentaba que muchos de los libros que se escriben a la edad del narrador de El candidato de los pobres son valiosos porque contemplan un arco biográfico al que envuelve una incertidumbre muchas veces insoportable, y en donde precisamente escasean sus testigos literarios. Leyendo a Vallès pensaba, imagino que por oposición, en Andy Warhol, quien —procediendo, por cierto, de familia obrera— parecía poseído por la manía de registrar en sus diarios el precio de todo aquello que consumía, pues Vallès siempre está tropezando con problemas económicos y laborales y hablando de estas pesquisas de vil metal.
No hace mucho, Peio H. Riaño firmaba el divertido reportaje «Currar para escribir», sobre los penosos trabajos a los que quedan condenados los escritores para asegurar su supervivencia. Podéis imaginar por qué esta fatal mezcla de talento, carácter unemployable e inseguridad económica atrae con cierta frecuencia a escritores y periodistas.
Dijo Biedma acerca de Ferrater: conoce los entresijos de la vida práctica con extrema lucidez y al mismo tiempo es radicalmente inepto para la vida práctica. Una de esas personas —yo me tengo por otra— que con los mismos defectos pero con menos cualidades hubiera funcionado mejor. Y de esto mismo parecía adolecer el pobre Vallès, que se lamentaba de su mala fortunada con aquello de: ¿acaso no es doloroso que a mi edad […] tras ocho años estudiando, tras haber pasado en mi infancia por ser un niño prodigio, tras haber pasado en mi infancia por ser un niño prodigio, tras haber sido después un empollón, no es doloroso que no sepa cómo me voy a ganar la vida [...]?
Si el emblema político del diecisiete francés es la toma de la Bastilla y la guillotina revolucionaria cercenando la cabeza del rey, no le andará a la zaga, en el siglo siguiente, la Comuna de París. Y allí estuvo Vallès como héroe de las protestas. Tiempo atrás, constataba en este libro la posibilidad de ser pobrísimo, y aun en ruina doméstica, llevar adelante la fidelidad a un proyecto ético y político: He padecido, he luchado desde el Golpe de Estado, sin agachar nunca la cabeza. He jurado un odio eterno al Imperio… No quiero vivir de lo que ganaría con uno de aquéllos que el Imperio mantiene, incluso si lo ganara trabajosa, dolorosamente. No quiero vender ni siquiera mi tiempo. ¡No: gracias y adiós! A estas alturas ya deberíamos intuir la importancia de escuchar a su fantasma.