1. METAFICCIONES; O: CÓMO TRADUCIR FORMALMENTE LA MUTACIÓN EPISTÉMICA EN LA ÉPOCA POSMODERNA
Para la literatura norteamericana, los años sesenta y setenta del siglo XX supusieron una notable disrupción favorecida por lo que ha venido a conocerse como la primera generación de escritores posmodernos, en donde cabe incluir autores como John Barth, William H. Gass, Donald Barthelme, Ronald Sukenick, Vladimir Nabokov o Robert Coover. Desde una perspectiva netamente estilística, figura como el rasgo más particular con que apelar a ciertas producciones de estos escritores la autoconsciencia del texto —una ficción que se reconoce a sí misma como tal—, o metaficción, término empleado por primera vez por el propio Gass en Fiction and the Figures of Life (1970).
Hay metateoremas en matemáticas y en lógica; la ética tiene su superespíritu lingüístico; en todas partes se idean jergas para departir sobre jergas, y no ocurre de otro modo en la novela. No me refiero tan sólo a esas fatigantes obras que tratan sobre escritores que escriben acerca de lo que están escribiendo, sino a aquellas […] en las cuales, a través de las formas de ficción, pueden expresarse manifestaciones más amplias. Sin duda, muchas de las llamadas antinovelas son en realidad metaficciones.
Y he aquí, en la toma de posición con respecto a las “fatigantes obras” metaliterarias de las que habla Gass donde reside la diferencia con la tradición anterior, presente ya desde el inicio de la novela moderna en Cervantes. Descrita por otros autores, a lo que semejante noción de metaficcionalidad apela es el “metateorema narrativo cuyo sujeto son los propios sistemas ficcionales, y los moldes a través de los cuales la realidad es modelada por las convenciones narrativas” (Zavarzadeh, 1976). O también: la “escritura de ficción que es autoconsciente y presta atención de manera sistemática a su estatus de artefacto, a fin de poner en cuestión las relaciones entre realidad y ficción, [… y] explora la posible ficcionalidad del mundo exterior al texto literario de ficción” (Waugh, 1984). Por tanto, la literatura metaficcional a menudo incluye burlas sobre los reclamos realistas del arte, e insiste en que el lector acepte el relato como un artificio (McCaffery, 1982). En este sentido, cabe significar la metaficción como una expresión formal del postulado epistemológico que afirma la imposibilidad de conocer el mundo de manera objetiva, en la medida que la organización de la experiencia humana, desde las Humanidades a las ciencias formales, tiene lugar solo a partir de un conjunto de metáforas o esquemas y percepciones subjetivas.Esto es, la asimilación del lenguaje como problema filosófico: “El que las novelas estén hechas de palabras, y sólo palabras, es chocante, a la verdad […] Como el matemático y el filósofo, el novelista construye cosas a partir de conceptos. En consecuencia, los conceptos deben ser su inquietud crítica: no los defectos de su persona, los crímenes de su conciencia, la moralidad o la crueldad de otros hombres” (Gass, 1970).
Asimismo la metaficción implica la asunción, por parte del autor, de los dos polos fundamentales del sistema narratológico: narrador y lector; lo que es igual: el autor desarrolla un relato convencional —que tradicionalmente calificaríamos como realista— intercalado por ejercicios hermenéuticos o de recepción en donde glosar cada una de las decisiones narrativas tomadas, de tal forma que sincroniza en un mismo discurso la dicotomía entre sentido y significado: intención del autor y crítica de la obra.
Al margen de los teóricos de la metaficción, la adopción de una óptica que incidiera en el componente autobiografista de la obra desvelaría esta práctica como la consecuencia lógica de trayectorias dedicadas en exclusivo a la investigación de la literatura; por ende, también es sintomática de la especialización del conocimiento que caracterizaría nuestro tiempo, tanto como de la fragmentación social y el repliegue de sus grupos. Así, la imbricación de discursos metalingüísticos en los autores anteriormente mencionados corre paralela a la dedicación no solo de la creación literaria sino también del ejercicio de la crítica y la docencia de la literatura, según se atiende en autores como Nabokov, Barth y, también, Wallace: “El actual incremento de conciencia en “meta” niveles de discurso y experiencia es, parcialmente, consecuencia de un autoconsciencia social y cultural” (Waugh, 1984).
2. TEMÁTICA Y TRAMA ARGUMENTAL DE “PERDIDO EN LA CASA ENCANTADA”
Aparecido por vez primera en 1967 en la revista Atlantic Monthly, el objeto al que se dirige Perdido en la casa encantada es, en efecto, la concepción de la literatura como artefacto: Una tentativa pedagógica de desvelar las claves de los recursos de verosimilitud en la narrativa, al mismo tiempo que una suerte de curso de escritura creativa (de hecho, el propio fue Barth profesor de la Academia de Chesapeak), al que acompaña un componente de descrédito en la literatura en la medida que parodia toda la tradición del realismo.
John Barth toma entonces como trama el tránsito a la casa encantada. A saber, Ambrose (Amby), de trece años, viaja en coche durante día de la independencia en EE UU a Ocean City; le acompañan en el trayecto su hermano Peter, de 15 años, y Magda G, “una niña guapa y exquisita damisela [de 14 años] que vivía cerca de ellos”, así como su madre, su padre y su tío Karl. Durante el recorrido asistimos a los tradicionales juegos de los viajeros cuando se dirigen a Ocean City (encontrar el surtidor de agua y las Torres de la ciudad), al que sigue el paseo por la feria de la ciudad: nadan, se divierten en la piscina, Ambrose fantasea bajo las tablas del paseo, para finalmente confirmar que el espacio de la narración no es otro que la psique del propio Ambrose, como demuestra la imbricación estilística entre la omnisciencia y el libre fluir de conciencia, y que el polo estrictamente temático, o sea no lingüístico, que rige la pieza es el miedo a la incertidumbre, la inseguridad del sujeto adolescente, y por extensión, del ciudadano contemporáneo, así como la busca de la identidad y el amor correspondido:
Algunas personas quizá no se encuentran a sí mismas hasta que pasan de los veinte, cuando se ha acabado eso del crecimiento y las mujeres aprecian otras cosas que no sean los chistes, las bromas y el pavoneo.
O:
Ambrose sabía exactamente cómo sería estar casado y tener tus propios niños, y ser un padre y marido amante, e ir tranquilamente a trabajar por las mañanas y a la cama con tu mujer por la noche y levantarte con ella allí. Con la brisa entrando por la ventana y los pájaros cantando en los árboles bien podados. Los ojos se le llenaron de lágrimas, no hay suficientes maneras de decir esto. Sería bastante famoso en su línea de trabajo. Fuera o no fuera Magda su mujer, una noche cuando estuviera forrado de sabiduría y tuviera canas en las sienes sonreiría gravemente en una cena elegante y le recordaría su pasión de juventud. Los tiempos en que iban a Ocean City con su familia, las fantasías eróticas que solía tener acerca de ella.
Es por esto por lo que el paseo de Ambrose por la casa encantada llega a transformarse en un subgénero especulativo que, sumada a las reflexiones del narrador a propósito de cómo debería llegar la historia a su fin, permite configurar distintas variables y finales, en las que se incluyen un disparatado humor negro:
Esto no puede durar mucho, no puede durar eternamente. Se murió contándose cuentos a sí mismo en la oscuridad; años más tarde, cuando salió a la luz una amplia zona insospechada de la casa encantada, la primera expedición encontró su esqueleto en uno de los pasillos laberínticos y lo tomaron por parte del decorado. Se murió de hambre contándose historias en la oscuridad.
Y también:
Ya ha sido eterno, todos se han ido a casa, Ocean City está desierta, los cangrejos-fantasmas hormiguean por la playa y por las frías calles llenas de basura. Y los vestíbulos vacíos de los hoteles de tablillas y las casas encantadas abandonadas. Una ola gigante; un ataque aéreo enemigo; un cangrejo monstruoso saliendo del mar como una isla. Los habitantes huyeron aterrorizados. Magda se agarraba a sus pantalones; sólo él conocía el secreto del laberinto «Dio la vida para que nos salváramos», dijo el tío Karl frunciendo el entrecejo de dolor.
Conviene recordar, por otro lado, que no es gratuita la elección de un relato sobre la inseguridad adolescente, dado que la mayoría de las metaficciones construidas durante los años sesenta y setenta parten de un modelo que desea dar cuenta de la alienación del hombre moderno: “un personaje central presentado como solitario, alienado, desafectado, escéptico; estos personaje también se sienten víctimas de un represivo y gélido orden social de un modo tan extendido que sus vidas parecen carentes de significado, monótonas y fragmentadas” (McCaffery, 1982). Por tanto, el joven personaje de Ambrose amplifica la tensión psicológica de ese modélico sujeto oprimido; una comunión con su tiempo que Barth no olvida referir:
Una razón para no escribir una historia de perdido en la casa encantada es que, o todo el mundo se ha sentido como A, en cuyo caso, ya se sabe, o bien ninguna persona normal se siente así, en cuyo caso Ambrose es un bicho raro.
Tras una serie de saltos temporales, entre los que, como decimos, median notas que convierten el relato en un esbozo de las posibilidades argumentales del cuento (vbr., “Un posible final sería que Ambrose tropezara con otra persona perdida en la oscuridad”, “El clímax de la historia tiene que ser el descubrimiento de su protagonista de una forma de salir de la casa encantada. Pero no ha encontrado ninguno.”), y que en ocasiones exigen al receptor regresar sobre lo ya leído. Así, Barth resuelve mediante un final abierto:
Ojalá nunca se hubiera metido en la casa encantada. Pero está dentro. Entonces desea estar muerto. Pero no lo está. Por lo tanto, construirá casas encantadas para otros y será el operador secreto… aunque preferiría estar entre los amantes para quienes están pensadas las casas encantadas.
3. JOHN BARTH Y LA DECONSTRUCCIÓN DE LA LITERATURA REALISTA: RELACIÓN DE EJERCICIOS FICCIONALES-METAFICCIONALES EN “PERDIDO EN LA CASA ENCANTADA” (EJEMPLOS)
Dado que es el propio Barth quien interpreta su cuento en tiempo real, a continuación procedemos a recapitular las exégesis más relevantes del narrador, así como a la explicación de detalles que pueden resultar de especial interés para comprender nuestro trabajo:
Ficción: [Ambrose] iba sentado en el asiento trasero del coche familiar con su hermano, de quince años y Magda G……, de catorce, una niña guapa y exquisita damisela que vivía cerca de ellos en la calle B….., y en la ciudad de C….., Maryland. // Explicación metaficcional: A menudo se utilizaron iniciales y espacios en blanco o ambos recursos para substituir nombres propios en la literatura del siglo XIX para dar más fuerza a la ilusión de realidad. Es como si el autor creyera necesario borrar los nombres por razones de tacto o de responsabilidad legal.
Ficción: La fragancia del océano llegaba con fuerza al campo donde siempre se paraban a comer, dos millas hacia el interior de Ocean City. // Explicación metaficcional: Uno de los varios cientos de métodos de caracterización habituales utilizados por escritores de novelas es la descripción de la apariencia física y los manierismos. También es importante “mantener los sentidos en funcionamiento”, cuando se “cruza” un detalle de otro, pongamos el auditivo, se orienta la imaginación del lector a la escena, quizá inconscientemente.
Otro ejemplo a destacar es el siguiente:
La función del principio de una historia es presentar a los personajes principales, establecer sus relaciones iniciales, preparar la escena para la acción principal, explicar los antecedentes si fuera necesario, situar motivos y presagios donde haga falta, e intentar la primera complicación, o lo que sea, de la “acción trascendente”. Pues bien, si uno imagina una historia llamada “La casa encantada” o “Perdido en la casa encantada”, los detalles del trayecto en coche hasta Ocean City no parecen particularmente relevantes. El principio debiera relatar los acontecimientos desde que Ambrose vio por primera vez la “casa encantada” al comienzo de la tarde hasta cuando entró con Magda y Peter al final de la tarde. El centro debiera narrar todos los acontecimientos importantes desde el momento en que entra hasta el momento en que se pierde; los centros tienen la doble y contradictoria función de retrasar el clímax, mientras al mismo tiempo preparan al lector y lo llevan hasta él. Luego, el final debería contar lo que hace Ambrose cuando está perdido, cómo logra salir finalmente, y cómo interpreta cada uno la experiencia. Hasta ahora no ha habido diálogo verdadero, muy pocos detalles sensoriales, y nada parecido a un tema y ya ha pasado un buen rato sin que suceda nada. Uno se hace preguntas. Todavía no hemos llegado a Ocean City: nunca saldremos de la casa encantada.
El enunciado anterior tiene lugar en la página sexta del relato, de lo que se deduce que Barth dialoga con el lector cuando admite lo innecesario de la presentación del viaje en automóvil (intuye el efecto negativo que las primeras páginas han causado en su interlocutor), al tiempo que anticipa el que será el final de la historia. Más adelante, Barth hará hincapié en la misma idea; por ejemplo: “No hay por qué seguir; esto no lleva a nadie a ningún sitio” (p. 98).
Asimismo, a propósito de la siguiente máxima: “Cuanto más de cerca se identifica un autor con su narrador, literal o metafóricamente, menos aconsejable es, por norma, utilizar el punto de vista narrativo de la primera persona”, conviene incidir en su especial relevancia para entender a posteriori la novela de Wallace, dado que Barth connota que la historia podría haber sido narrada desde el punto de vista del protagonista, es decir Ambrose, de lo que inmediatamente se deduce la identificación entre Barth y Ambrose. Ergo, el silogismo apunta a que si Barth se identifica con Ambrose, no es aconsejable que Barth narre la trama en primera persona.
En otra sección, vuelve sobre la reflexión camuflada sobre realidad y ficción y las distintas ópticas posibles frente a este conflicto:
Sin fuegos artificiales no parece un Cuatro de Julio”, dijo el tío Karl. Al escribir diálogos, las comillas todavía se permiten con nombres propios o epítetos, pero quedan pasadas de moda con pronombres.“ Muy pronto los volveremos a tener”, predijo el tío Karl. Su madre declaró que podía pasar sin fuegos artificiales: le recordaban demasiado a los reales. El padre de los chicos dijo que razón de más para ver unos pocos de vez en cuando. El tío Karl preguntó retóricamente quién necesitaba que le recordaran nada, no hay más que mirar la cara y el pelo de la gente.
4. ARMAGGEDON METAFICCIONAL: EL TOUR DE FORCE DE DAVID FOSTER WALLACE.
Como ya explicara el propio David Foster Wallace en una entrevista con Larry McCaffery, el propósito de Hacia el oeste, el avance del imperio continúa no era otro sino alcanzar “la explosión del Armaggedon […] Quería superar la metaficción, y luego, fuera de los escombros, reafirmar la idea del arte como una intercambio vivo entre seres humanos, independientemente de que el intercambio fuese erótico o altruista o sádico”. O como afirma sin concesiones uno de los personajes de la novela:
Los relatos son básicamente como campañas publicitarias, ¿vale? Y ambas cosas, en términos de su objetivo, son como follar con alguien, tal como debes saber por la universidad, Nechtr. «Déjame que te la meta», dicen los dos. ¿Y a ti te gustaría follar con alguien que está todo el tiempo diciendo: «Aquí estoy yo, follando contigo»? ¿Sí o no? Pues no. Estoy seguro de que no. Sería una auténtica tortura. Sería no tener corazón. Es cruel. Una historia tiene que llevarte a la cama corriendo. Todos esos coqueteos y evasivas son chorradas.
Hacia el oeste… aparece publicado en el año 1989, en la colección de cuentos que lleva por título La niña del pelo raro, y constituye, en efecto, una notable vuelta de tuerca sobre el texto original de Barth, dado que Wallace suma a la dimensión metaficcional —proveniente, como ya dijimos, de la falla en el episteme científico— componentes de la lectura marxiana de la posmodernidad, si entendemos ésta como “dominante cultural” antes que como mero “estilo”, caracterizada por “una nueva superficialidad, que se prolonga tanto en la “teoría” contemporánea como en toda una nueva cultura de la imagen o del simulacro; el consiguiente debilitamiento de la historicidad […]; todo un nuevo subsuelo emocional […] [y] las profundas relaciones constitutivas de todo esto con una nueva tecnología que, a su vez, refleja todo un nuevo sistema económico mundial” (Jameson, 1984).
Hacia el oeste... arranca con la presentación del Seminario de Escritura de la East Chesapeake Tradeschool, en donde encontramos a los alumnos Drew-Lynn Eberhardt, descrita como una prolífica y pedante autora de ficción, Mark Nechtr, descrito por otro personaje como “uno de esos tipos radiantes cuya aparente ceguera a su propio resplandor solamente consigue hacer más dolorosa la punzada de su luz”, y el profesor de escritura creativa Ambrose, alter ego de John Barth.
Como decimos, a diferencia de Barth, Wallace, cuya obra se halla impregnada de guiños a la neurosis en la sociedad contemporánea, no se limita a desmontar las herramientas esenciales de verosimilitud en el relato, sino que también indaga en la semiosfera de la literatura y sus códigos normadores, entendiendo como tales el conjunto de reglas tácitas que un grupo social asume como reguladoras (Lotman, 1998). Así, el narrador de Hacia el oeste —uno de los alumnos de la East Chesapeake Tradeschool, al que descubrimos por sus referencias a Mark y Drew en primera persona del plural como la opinión que los estudiantes tenían de ellos— critica a Drew-Lynn Eberhardt (D.L.) “porque iba por ahí diciendo que era posmoderna” (p. 287). A lo que agrega: “No importa dónde estés, Nunca Hagas Eso. Por convención la gente lo considera pomposo y estúpido.” Luego, mencionado el hecho de que “la neurosis era tan omnipresente como el oxígeno” en el seminario de escritura, la crítica que Ambrose efectúa a la obra de D-L hace que ésta reacciones contra el profesor redactando en la pizarra del aula unos “ripios” en su contra (“No había furia comparable a una autora posmoderna recibida con frialdad”, advierte el narrador). Semejante baldón no es sino un poema que parodia el cuento Perdido en la casa encantada, escrito algunos años antes por Ambrose. Ello “devasta” al profesor, cuya fragilidad ya nos anticipaba Barth en su propio texto.
Más todavía: J.D. Steelritter, un próspero publicitario de Collision (Illinois), programa la “inauguración de la discoteca abanderada de la cadena de Casas Encantadas” durante la reunión de todos aquellos que han participado alguna vez en un anuncio de McDonald’s, entre quienes figuran el actor Tom Sternberg y D-L. Es por esto por lo que Sternberg, D-L y Mark Nechtr —que ha contraído matrimonio con D-L—, deben viajar de Maryland al aeropuerto O’Hare de Chicago, y después en helicóptero hasta Collision (Illinois). Ambrose aparece entonces como uno de los responsables de la cadena de discotecas de la casa encantada (recuérdese aquí el final del cuento de Barth). Y junto a J.D. Steelritter, construye el binomio que sirve a Wallace para poner de manifiesto el conflicto entre el solipsismo de la metaficción en particular y de la literatura en general (representado por Ambrose), y la sociedad contemporánea que encarna el publicitario. Es decir que mientras Ambrose adquiere el papel de exponente de un discurso endogámico y reclusivo, Steelritter encarna el consumo, la cultura de masas, la comunicación con el sujeto moderno.
Habida cuenta de la línea argumental que sigue la novela, resulta coherente plantearse la verosimilitud de la acción que transcurre dentro de un mundo —siguiendo las teorías narrativas de la metaficción— cuya esencia de artíficio conocemos: ¿Cómo es posible que el narrador, que no ha sido invitado al encuentro de actores de McDonald’s, retrate el viaje de sus compañeros invitados desde un punto de vista omnisciente (vinculado por los teóricos de la posmodernidad con la omnisciencia de Dios en el marco del realismo decimonónico)? Nuestra respuesta apunta a que en el momento en que la trama abandona la East Chesapeake Tradeschool, el texto no es más que un ejercicio de escritura creativa firmado por el narrador-alumno.
5. WALLACE Y EL REALISMO HISTÉRICO O MAXIMALISMO
Si con anterioridad ya fijábamos en la primera ola metaficcional parte de la genealogía de Wallace, es en la categoría que el crítico británico James Wood ha definido como “realismo histérico” o “maximalismo” —herencia parcial del realismo mágico— donde se sitúa la narración de “Hacia el oeste…”. Aunque impelido por un deseo de denuncia hacia lo que debemos entender como el agotamiento de la fórmula en funcionamiento desde los años ochenta, Wood asocia la actual época de Storytelling (historietas) —“la gramática de estas novelas”— con el hecho de que “historias y subhistorias broten a cada página”, a lo que debe añadirse el nexo con la tradición del realismo estadounidense, basada en el deseo de exponer el máximo de información sobre la situación contemporánea del país, y, se quiere una voluntad de agotar las descripciones, y la escritura analógica humorística y (audio)visual; vbr.: “una cara llena de karma positivo que parece sacada de un anuncio de fe ciega”, “peinado en forma de yunque”, “las mesas de plástico son redondas y tienen un pie central como si fueran setas o nubes atómicas con la parte superior cortada”, “Su rostro parece un planeta rojo empalado por un puro y sus ojos están inyectados en sangre”, “Un vendedor ambulante con la nariz en forma de cimitarra”, “enciende un cigarrillo sin filtro con la misma facilidad despreocupada que su padre. Sostiene el cigarrillo entre el índice y el pulgar mientras fuma, lo cual resulta bastante sospechoso”, etcétera. El propio Wallace confirmaría esta tendencia al enunciar lo siguiente: “Tengo una burda afección sentimental hacia los gags, por el material que no es nada sino diversión, y el cual introduzco a menudo por ninguna otra razón que no sea la diversión” (McCaffery, 1993)
Más: en relación a Dientes blancos, de Zadie Smith —quien formaría parte de esta corriente maximalista—, el crítico enumera como rasgos de semejante tendencia la justificación obsesiva e ingeniosa de los detalles, o ciertos guiños dadaístas a menudo decodificados por los lectores como “genial talento imaginativo” :
Novelas recientes […] de Rushdie, Pynchon, DeLillo, Foster Wallace y otros han presentado a una genial estrella de rock que, al nacer, empezó inmediatamente a practicar air guitar en su cuna (Rushdie); un perro parlante, un pato mecánico, un queso octogonal gigante y dos relojes conversando (Pynchon); una monja llamada Hermana Edgar que está obsesionada con los microbios y que cree ser una reencarnación de J. Edgar Hoover, y un artista conceptual pintando B-52 abandonados en el desierto de Nuevo Mexico (DeLillo). (Wood, 2001)
Efectivamente, síntomas de ese realismo histérico apasionado por el Storytelling en el relato de Wallace sería el ojo de Sternberg, vuelto del revés y del que nunca se habla: un ojo que consigue ver al interior del cráneo que lo acoge. También: el cuento de Mark Nechtr que aborda una terapia psicológica en donde encierran a dos claustrofóbicos en un ascensor para superar su miedo (y aquí convergen otros dos rasgos de la escritura de Wallace: el miedo al otro o la soledad y la neurosis), o la infección de Sternberg:
Un fin de semana que pasó acampado en solitario y metiéndose en la piel y en el cuello sucio de su personaje, en una tienda de campaña en las colinas Berkshire, al oeste de Boston, durante el cual contrajo un ligero sarpullido provocado por un zumaque venenoso y compró una medicina de oferta y sin marca para el envenenamiento por zumaque que luego habría de maldecir para siempre (como la mayoría de las medicinas genéricas con escasa información en la etiqueta, se trataba de un producto nada fiable, y luego resultó quee n realidad era una medicina para el arbusto de zumaque, no para los que se intoxicase con zumaque, pero si la etiqueta ponía “Medicina para el zumaque venenoso”, ¿qué coño podría pensar uno?)
A propósito del uso de la historieta como recurso narrativo estrictamente contemporáneo, Lynn Smith afirma en su artículo Not the same old story que “desde el movimiento literario posmoderno de los años sesenta, que salió de las universidades y se extendió a una cultura más amplia, el pensamiento narrativo se ha propagado a otros campos: historiadores, juristas, físicos, economistas y psicólogos han redescubierto el poder que tienen las historias para constituir una realidad” (Salmon, 2008). Por su parte, el narratólogo Peter Brooks advierte que si por un lado el ejercicio del relato ha llegado a colonizar “vastos campos del discurso, a la vez popular y académico, […] la promiscuidad misma de la idea de relato podría haber vuelto inútil el concepto” (ibíd); una crítica similar al auge del lenguaje audiovisual carente de contenidos como responsable de la disolución del pensamiento abstracto.
Wallace, autoconsciente de su capacidad para dilatar la trama argumental ad infinitum a partir de la inserción de estas pequeñas historias, conecta otra vez con la metaficción de Barth al advertir la impertinencia de sus digresiones, según observamos en el último epígrafe de su texto (“Primer plano que se entromete peo que en realidad es demasiado diminuto para verlo: proposiciones sobre una amante”), distanciado del viaje hacia la casa encantada para relatar el texto que Mark escribirá una vez haya finalizado la fiesta de inauguración de la cadena de franquicias, inspirado en un episodio radiofónico de la “Comisaría popular” que acaban de escuchar (“plagio modificado”, dice el narrador). Un salto temporal que soslaya la sonada celebración para devolver al lector a la lectura en público de Mark en el seminario de escritura creativa. Todo ello antecedido por un nexo que remite al sujeto alienado por la sociedad postindustrial, posteriormente analizado en nuestro estudio:
Mark estará visiblemente avergonzado por el hecho de que ese relato que el profesor Ambrose aprobará por encima de los demás, y en el cual tal vez base sus cartas de recomendación, no pertenecerá a ninguna clase reconocida de narrativa, sino que será únicamente un simple reordenamiento a ciegas de algo que ha permanecido todo el tiempo a la vista de todos al otro lado de las ventanillas. Porque su propia pretensión de ser una mentira será mentira.
Otro de los rasgos de ese maximalismo referido por Wood sería la interconexión entre sus historias, cuya finalidad no es otra sinoa la consecución de clímax narrativos, que sin embargo son criticados por el británico por su componente paranoico, hasta cierto punto en relación con la sociedad en red con que ha sido definida nuestra época:
Cada una de estas novelas es excesivamente centrípeta. Las diferentes historias se entrelazan entre sí […] Los personajes están continuamente viendo conexiones y enlaces y argumentos, y paralelismos paranoicos. (Hay algo esencialmente paranoico sobre la creencia de que todo está conectado con todo). (Wood, 2001)
Semejantes analogías aparecen en “Hacia el oeste…” distinguidas en dos niveles; a saber, la relación intertextual para con el relato seminal de Barth, y aquellos otros juegos intratextuales. Por ejemplo, hallamos en la primera categoría el hecho de que no solo un profesor de escritura creativa (Ambrose) y su alumna D-L hayan sido citados para la reunión de McDonald’s, sino también la —sorpresiva— Magda Ambrose-Gatz, también actriz de la cadena de restaurantes de comida rápida (p. 363), así como que a D-L, siendo pequeña, también la llevara su padre al parque de atracciones de Ocean City. Más ejemplos de semejante cosmovisión analógica figuran en el enigmático personaje repartidor de dinero en el aeropuerto de O’Hare, que resulta ser un empleado de Steelritter cuya dedicación es la de entregar dinero a la gente a cambio de conocer sus deseos según sabe el lector algunas páginas después de su presentación. En todos estos casos se atiende a cómo la aparente falta de verosimilitud del relato (eso que Wood refiere como “paranoia”) exige a Wallace glosar la circunstancia mediante nuevos ejercicios de storytelling.
Como último rasgo a destacar de esa corriente de realismo histérico hallamos la extensión de sus obras, algo que el autor de Ithaca no se olvida de autoparodiar, siguiendo el característico humor negro, sexual y escatológico —aunque sin allanar el terreno del realismo sucio: aquí la conciencia del público mid-class/ highbrow es patente— que define al grupo generacional: “Pero al menos [D.L.] era prolífica. Tenía una fecundidad fría y diabólica. Es cierto que aquello generó algunas discusiones maliciosas de cafetería acerca de si era mejor el extreñimiento o la diarrea.”
6. SEGUNDO NIVEL METAFICCIONAL: POÉTICA DE “HACIA EL OESTE…”
Cierto es que el narrador del relato compilado en La niña del pelo raro agrega, aunque con mucha menor frecuencia que Barth, enunciados de calado metaficcional cuyo contenido regresa a los mismos planteamientos que movieron a los responsables de esta práctica en los años 60 y 70 ; no obstante, existe un segundo nivel de lenguaje autoconsciente responsable de desvelar las claves de la escritura de Wallace, según comprobamos en las propuestas poéticas que definen el quehacer del publicitario Steelritter en particular, y en las reflexiones sobre el entorno publicitario y la cultura pop (“La cultura popular es la «representación simbólica de las creencias de la gente»”, afirma el narrador). Así, al margen del aserto del publicitario con el que abríamos el tercer epígrafe, resulta de especial interés el siguiente extracto:
[Drew-Lynn] descubrirá que la clave de toda publicidad ingeniosa, efectiva y original no es la creación forzosa de melodías e imágenes totalmente nuevas, sino la simple disposición de palabras antiguas y escenas todavía más antiguas formando combinaciones que el público ya considera de antemano verdaderas.
Ante la dificultad de partir de cero (o como señalaría Baudelaire: “Crear un lugar común, eso es el genio”), Wallace asume la comunicación con el lector adaptado lugares comunes cuyo origen descansa en la producción televisiva o publicitaria. Dan cuenta de ello esa suerte de papel cruzado entre Joker y payaso infantil que constituye el hijo de Stilritter:
DeHaven tampoco ha dormido pero se ha drogado —con canutos, petardos o como se llamen ahora—, tiene los ojos tan rojos como su peluca de hilo y como el pintalabios rojo chillón con que se ha pintado la boca seca y entreabierta y su traje de payaso huele como esas amarras engrasadas que hay debajo de las cubiertas de los barcos.
Lo mismo ocurre con la imagen con que el narrador describe la faceta más distendida de Ambrose: “su sonrisa risueña y sus risotadas maníacas que todos los alumnos del seminario hemos decidido asociar directamente con castillos góticos y retratos con ojos que se mueven”. O en el cameo de dos presuntos mafiosos cuando el narrador describe lo que se ve en uno de los aeropuertos: “Dos hombres latinos con pantalones de pata de elefante que caminan emparejados con aire de complicidad, uno de ellos con un maletín metálico.” O en las bromas de inspiración pornográfica, por ejemplo, cuando D.L. expone su intervención en el anuncio de McDonald’s de 1970:
Yo salía bajando por un tobogán curvado y mi culito probablemente desnudo chirriaba contra la superficie muy, pero que muy fría del metal. Luego le ofrecía con gesto inocente una hamburguesa al Ladrón de hamburguesas, que ni siquiera la masticaba, sino que se la tragaba toda entera mientras yo retrocedía.
7. HIPERTROFIA-CRISIS DEL SUPERYÓ: LA CASA ENCANTADA EN “HACIA EL OESTE…” COMO ARTEFACTO ESPECULAR
Dijimos con Barth que desde los sesenta el sujeto alienado acapara la atención del narrador moderno —en verdad, una constante desde Dickens y los orígenes de la modernidad cultural—. Por supuesto, con Wallace la fórmula no solo se mantiene sino que aparece como uno de los leitmotivs constantes y más reconocibles de toda su escritura, manifestada como expresión del dolor del superyó o exceso civilizatorio. En palabras de Freud, “la satisfacción de los instintos, precisamente porque implica tal felicidad, se convierte en causa de intenso sufrimiento cuando el mundo exterior nos priva de ella […] el ser humano cae en la neurosis porque no logra soportar el grado de frustración que le impone la sociedad en aras de sus ideales de cultura” (El malestar de la cultura). Obsérvese esto en el siguiente extracto, donde la insoportable coacción de la polis postindustrial como aura de asepsia aparece entreverado con su ya típico transfondo humorístico:
Hace horas que [Sternberg] tiene que ir de vientre, pero la situación se ha vuelto crítica desde que subieron al LordAloft de las 7.10. Lo ha intentado en el aeropuerto O’Hare. Pero no ha podido, porque tenía miedo, miedo de que Mark, que parece la típica persona que nunca tiene esa clase de necesidades, pudiera entrar en los lavabos, verle los zapatos bajo la puerta de uno de los retretes, descubrir que estaba yendo de vientre en aquel retrete y sacar la conclusión de que tenía vientre y por tanto órganos y por tanto cuerpo.
Algún tiempo después, de nuevo en el baño, Sternberg tiene un problema con el lavabo: se ha llenado “hasta la hendidura de desagüe que hay junto al borde”. Intenta solucionar el conflicto, si bien el agua “le cae en la entrepierna de los pantalones de tela de gabardina. Genial. Totalmente genial. Ahora parece que se ha meado encima.” La imposibilidad de resolver el problema y la soledad del espacio donde se encuentra, le llevan a desatar mentalmente sus verdaderas emociones hacia sus compañeros de viaje.
¿Y entonces qué demonios hace [Nechtr] con esta chica tan desagradable que tiene una pinta mucho más horrible que en la foto y que dice que actualmente está trabajando en un poema consistente tan solo en signos de puntuación? […] ¿Fue un embarazo no deseado? ¿O una boda de penalty? ¿Por qué Nechtr no se ofreció para pagar el aborto? ¿Acaso son trinitaristas y militantes pro-vida? Además, ella huele raro: huele como a naranjas en un primer momento y luego como si hubiera algo muerto y embalsamado debajo. Afrontémoslo. Tiene pinta de olerle mal la vagina.
Otro ejemplo: la descripción del ritual de la fiesta, en este caso a propósito del evento organizado en la casa encantada:
Un abrevadero, un mercado de carne y un lugar de reuniones donde los focos nos dicen de qué modo debemos movernos al ritmo de la música. Una diversión enorme, anárquica y cerrada, una Fiesta: en la cual nosotros, cumpliendo con las Leyes de la fiesta, nos reunimos y fingimos con adusta fortaleza puritana que nos estamos divirtiendo mucho más de lo que nadie podría divertirse.
Tampoco escapan a la coerción conductual las exigencias sexuales transmitidas a los individuos por herencia cultural:
En realidad, D.L. empezó a explicarle a su primer y único amante toda la historia [del suicidio de su padre], aquella noche en que se acostaron (con protección) juntos. Pero Mark, después del coito, se quedó dormido. Ella nunca se lo ha perdonado. Y nunca lo hará. Se vio obligada a llevar a cabo ella sola toda la conversación que había ensayado previamente, interpretando a ambas partes, como si fuera Ofelia: es la única vez en su vida que se ha reído tanto que ha tenido que morderse un brazo para parar.
Esto es, no solo Nechtr decepciona a D.L. porque de él se espera que se comporte como un amante correcto después del sexo, sino que además D.L., consciente de la dinámica normalizada del acto sexual, prescinde de los posibles errores de la improvisación para preparar todo un discurso, brillante en su expresión humorística, que termina exponiendo en soledad. Al revés, si hemos visto cómo Nechtr decepciona a su pareja en el espacio íntimo, D.L. deja en evidencia a Nechtr de camino a la casa encantada: en el coche, Steelritter le pregunta qué estudia, a lo que responde que “algo parecido a la literatura inglesa”. Y D.L. corrige: “Escritura creativa. Lo que pasa es que cuando le preguntan le da vergüenza decir a la gente lo que estudia. Llega al extremo de mentir.” Añade que Nechtr nunca escribe nada, y J.D. aumenta la presión exterior sobre aquel al preguntar cómo es posible que pague para ir a escribir a la facultad si no escribe nada. Y el estudiante de Ambrose se disculpa: “—No soy terriblemente prolífico —dice Mark, pensando que le gustaría querer hacerle daño a D.L. en la nuca, donde su pelo está recogido.” He aquí otro signo de la tensión interior in crescendo.
Pero probablemente sea el último relato empotrado en el eje central de la novela el que alcance mayores cotas de expresividad a la hora de exponer el desaliento de los tiempos modernos. Recordemos, pues, el esquema narratológico hasta el momento: David Foster Wallace escribe un relato cuyo narrador es un alumno de un seminario de escritura creativa (alumno cuyo nombre desconocemos) que habla sobre otro alumno, Mark Nechtr, que escribe un relato de horror psicológico cuyo personaje se llama, precisamente, Dave:
Dave, que no es en absoluto una persona tan sana como Mark, cree que las únicas cosas que le dan sentido y dirección a su vida son las competiciones de tiro con arco y su amante, L__, que es mucho más atractiva y simpática que D.L. y que tiene unos pómulos de aquí te espero y un entusiasmo por la vida que Dave no puede evitar que se le contagie.
Si como decía Barth en el cuento seminal, “cuanto más de cerca se identifica un autor con su narrador, literal o metafóricamente, menos aconsejable es, por norma, utilizar el punto de vista narrativo de la primera persona”, no es baladí entonces la hipótesis de la casa encantada como juego especular, que vimos así descrita en el cuento de Barth: habida cuenta de que D.L. puede resultar impertinente a los ojos de su amante, pensamos en Dave como Doppelgänger de los sentimientos reprimidos de Nechtr, esforzado en proyectar esa imagen de asepsia que enfurecía a Sternberg: La escritura como catarsis para Nechtr (y siguiendo el juego narratológico: ¿también para Dave Wallace?) o espita a partir de la cual liberar la agresividad contenida.
Después del suicidio de L__ con la flecha de Dave (por cierto, tampoco parece una opción gratuita que “La chica del pelo raro” esté dedicado “A L__”), que practica el tiro con arco como Nechtr, Dave opta por no agarrar el astil de aluminio para sacar la flecha del cuello de su pareja, dado que entonces sus huellas quedarían impresas en el arma. De cualquier modo, Dave acaba en el Centro Correccional de Maryland, “donde aguarda el proceso y la retribución judicial que no puede negar que merece”; concretamente habita en una celda que comparte con un personaje llamado Mark: alguien “tan cruel, tan bestial, tan insensible, tan terrible, sádico, depravado y repugnante” que llega a sentarse “encima de la cabeza de Dave y este tiene que hacerle de bidet y afrontar las consecuencias”. Aliviar la tensión que implica este último inserto brutal lleva a Wallace a intercalarlo con las explicaciones de los alumnos del seminario y de Ambrose, para, en una última bisagra, adoptar la forma del monólogo interior y regresar al coche con todos sus ocupantes. Camino de la casa encantada.
Bibliografía
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