No es de extrañar que en cuestión de unos años acabe por extinguirse el célebre tú poético: aquella persona de sexo opuesto a la que acostumbran a encomendarse, con un registro más o menos intimista, buena parte de los poetas. Y la pregunta es: ¿por qué arrancar la ponencia en este punto? Bien, la razón es muy simple. La proliferación del estilo que dictan los más ingeniosos copywriters, o redactores de anuncios —o sea, lo que de verdad nos interesa: la voz grandilocuente de La sociedad del espectáculo— conlleva la desaparición del espacio privado. El fin del acto de ensimismarse; la caída de su telón.
No se muevan de su sofá; pronto haremos las cuentas. Pronto, obtendrán respuestas.
(Pero antes, caballeros, sepan que es hora de permutar el tú por el vosotras. Dedíquense mejor a perpetuar la orgía. Follen como condenados a los ojos del Gran Hermano.)
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Piénsenlo por un momento: Ustedes, yo, B. —protagonista de este cuento—; todos nosotros acostumbramos a interminables jornadas laborables en las que nos socializamos con los valores aparentemente epicúreos, pero intrínsecamente maquiavélicos, de las corporaciones que alimentamos con nuestras brillantes ideas. Y cuando llegamos a casa, ¿qué? Pues que nos conectamos a la red y revisamos los RSS a ver qué nos dicen nuestros líderes de opinión favoritos, hojeamos websites y respondemos correos de amigos o compañeros de trabajo en un tono cercano a la formalidad. Luego, vemos el telediario. Debates y anuncios. Más anuncios. ¡Dadnos anuncios, joder!; ellos nunca son suficientes. En definitiva, adonde quiero llegar es que más de un noventa por ciento de nuestro tiempo lo dedicamos a pasear por espacios públicos, ergo nuestros roles o caretas son típicamente protocolarios, prefigurados, programados en un ideario políticamente correcto. Eso es lo que a nosotros nos demanda el sistema económico neoliberal, su eufemismo la democracia, y su altavoz los media: eliminar el ensimismamiento. ¿Tiempo?, ¿tiempo para qué?, es lo que Ellos se preguntan. ¿Para reflexionar? ¿Y cuánto dinero otorgan por eso?
No obstante, puede que Ellos quieran asfixiar el espacio íntimo hasta reducirlo a su mínima expresión. Pero nunca lo agotarán. Nunca. Es inherente a la condición humana. Para bien, o para mal. Y éste es el tema que nos atañe hoy, amigos: el espacio íntimo devenido en el Mal. Uuuuu.
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Recapitulemos: B atraviesa la puerta de su apartamento, deja el maletín en el dormitorio, y después se dispone en la mesa del salón. Intercambia un par de frases con su esposa, A, y aguardan a que el repartidor de pizzas suba el pedido.
Empiezan a dar mordiscos al pan de ajo mientras la pantalla habla de noticias económicas. A, que es feliz, canturrea una canción flamenca. A B no le gusta. Hace muecas y aguarda a que A se de por aludida, pero nada. Poco a poco, B se siente más distante no solo ya
de A, sino también de la pegajosa moralina televisiva. Decidido. Enojado, B aprieta un botón del mando y la imagen cesa. B se cerciora de que Matías no les esté mirando. A pregunta que qué hace y B le da una torta. Chas. A, un poco asustada —pues la situación le parece cada vez menos simpática— vuelve a preguntar que qué hace.
(Si quieren añadir un plus de morbo al asunto, imagínense que B es un periodista que trabaja para la edición matutina de cualquier telediario nacional en su sección de sociedad. Es decir que B, alguna vez, ha escrito informaciones sobre violencia doméstica.)
B argumenta que le está poniendo nervioso. Que A es un pelín inaguantable en algunas ocasiones. Que si es que no se da cuenta de que le está tocando los cojones con esa mierda canción. A le dice, con una ira que eclosiona desde la boca del estómago, que es un capullo y que no tiene lo que hay que tener. Después se enzarzan. Recordemos en este punto que, lamentablemente, no hay cuchillos en la mesa, por lo que una pelea que podría acabar en un par de cortes, se prolonga hasta que los contrincantes quedan exhaustos. Entonces uno de ellos, víctima de su enajenación mental, se levanta y acuchilla al otro hasta sesenta veces. Pero el acuchillado no muere. Extraño ¿verdad? Bueno, pues no muere.
Al cabo de un tiempo, pongamos cuatro o cinco horas, y todavía lejos de la mirada del espacio público, la pareja decide hacer las paces. El amor es así, dice B avergonzado. El amor es incomprensible. Impredecible. A, bañada en lágrimas, no se sabe muy bien si de la emoción o de la impotencia, perdona a B. Le exige que prometa que nunca más va a volver a ocurrir nada así. B lo jura, ahora también bañado en
lágrimas.