Aquellos sondeos indicadores de la crisis de confianza en la clase política son sintomáticos del metadiscurso en el cual el ejercicio del poder se ha transformado —probablemente, consecuencia de la fragmentación social que determina nuestra época postindustrial—, si bien esto ha sucedido solo del mismo modo en que la mayoría de disciplinas han derivado lamentablemente solipsistas; y entre ellas, por supuesto, la (meta)literatura que se relata a sí misma. En el caso particular de España, es evidente que la situación de los lobbies dirigentes es aún más deplorable que en otros estados, pues si por un lado flaquea al no haber sabido adaptarse correctamente a la sugestiva democracia mediática y la era postideológica, fundamentada en la disolución de las fronteras entre signos políticos y la importancia radical atribuida a las técnicas mercadotécnicas; por otra parte, no nos es dado afirmar que nuestros partidos hagan descansar sus propuestas en una programación de marcado corte ideológico, delimitando sin ambages quién aboga por liberalizar el mercado y quién —como en el caso de la reacción germánica acometida por Die Linke a lo que Vincenç Navarro ha referido como socioliberalismo— por las «políticas públicas redistributivas, la universalización de los derechos sociales y laborales, el desarrollo de políticas fiscales progresistas, una clara expansión del Estado del bienestar», etcétera. Al revés, las más de las veces nuestros políticos participan, sin quererlo o no, de una aburridísima versión paródica sobre la definición que Carl Schmitt asoció a la noción de das Politische: «La distinción política específica a la que las acciones y los motivos políticos se pueden reducir es sencillamente la distinción entre amigos y enemigos», como demuestra, apelando a un referente ultimísimo, la campaña del Partido Socialista para las europeas. Ante un panorama como el descrito, hallamos la atomización de grupúsculos de intereses divergentes que fluyen distanciándose los unos de los otros. Ergo, no sin razón, a nadie le interesa el poder, de igual modo que a muy pocos les interesa la narrativa y la poesía: todas estas teselas del mosaico social permanecen refugiadas tras de sus trincheras, evitando comunicarse siempre que sea posible. Más aún, sorprende cómo en una actualidad en la que tan fácil resulta tener acceso a informaciones que son de verdadero interés para el ciudadano (aristotélicamente) responsable, la narrativa española sigue ignorando cuestiones concernientes —por citar algunos ejemplos— a la construcción de la identidad en Europa, el reforzamiento de la ideología dominante tras de cada crisis, los desórdenes geopolíticos, o el escándalo que debería suponer la supeditación civil al marketing político. Quien desee estar al tanto de los problemas referidos, necesariamente habrá de acudir al género periodístico o al ensayo. La prosa, en cambio, está para otros asuntos. A la narrativa española, no me pregunten por qué, solo le interesa lo local; y pienso en Isaac Rosa, en Javier Cercas o en Martínez de Pisón, pero también en Juan Francisco Ferré o Manuel Vilas. Siempre he defendido que el gran desafío para las manifestaciones creativas en los albores de milenio ha sido el trazado de puentes entre discursos distanciados. Y he aquí, sospecho, uno de los que más urgencia precisan ser comunicados al lector.
domingo, 24 de mayo de 2009
Detonando una mina silenciosa (Algunas consideraciones sobre fragmentariedad social, metadiscursos y relaciones entre política y literatura)
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4 comentarios:
Siempre sartreano, estimado Antonio. DeLillo concibe la narrativa como una lucha (total) contra el poder.
Lo local, porque en casa se esta Mu Agustico
Ahí está el tío, tomando posiciones algo más definidas. Se agradece.
Si pensamos en una mayoría de metadiscursos postindustriales y postideológicos, veremos que nos arrastran a una aparición de relatos de superviviencia solipsista. Se trata de una operación contraria a otras estéticas, que desde una óptica que se diga habitante de lo postindustrial y postideológico no podrán verse sino como un error de juicio sobre "lo real". Quién se equivoca, habría que decir, si no piensa en un elefante.
Algunos ven mucho la tele y practican juegos de sustitución de palabras, luego de significados, pero se trata de inversiones "a lo Viceroy" Otros hablan del poder del ahora. Las teselas no son una cota de malla protectora.
La clase política es su propio sindicato vertical. La transversalidad de la narrativa en su desinterés por lo inevitable.Algo por otra parte, no muy difícil de entender: ¿interesa, tras el descrédito, al menos, el local, de toda la narrativa "social", desde los años ciencuenta hasta ahora; interesa ese husmear subgenérico con o sin imaginación a través del vehículo de la novela negra; No es posible que ya se hable de otras cosas de otras maneras?
La realidad se evita porque se trabaja a fondo para vivir en su suplantación, y esto aparece mejor descrito en otros entornos que la reproducen y representan con más "credibilidad" aparente.
Creo en los puentes entre discursos distanciados, pero no porque haya que conectar la distancia, más bien porque son complementarios. Lo que no sé es si eso se va a leer en el fango solipsista, o de qué manera. Un saludo y hasta otra.
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