lunes, 29 de octubre de 2007
«ESCRIBE, ESCRIBE COMO UN CERDO HIJO DE PUTA»
viernes, 26 de octubre de 2007
REALLY GOOD SHIT!
* Captar la esencia del ser humano nunca fue sencillo. Ustedes, intelectuales, son conscientes de que la contemporaneidad que nos corresponde vivir está llena de falsedades, máscaras y traiciones. Un dramón, vaya. Ustedes saben también que el ser humano de traje y corbata y sonrisa que brilla y deslumbra bajo el radiante sol de verano, esconde para sí a un jorobado de Notre Dame de dentadura negra y hedor a tabaco, sudor y sexo, toda clase de taras físicas aparte de la irreparable exclusión social. El disfraz es inmanente a nuestra más inmediata cultura. Y sin embargo, pocos son los autores dispuestos a investigar las profundidades del espíritu sin salpicarse de mierda las manos. Todo eso, amigos, ya se acabó. Con la literatura de Ibrahím Berlín, ustedes podrán hacer un recorrido por la esquizofrenia que caracteriza a la cultura del Capital. Muchas han sido las aflicciones que al autor le ha costado tamaña empresa, si bien el esfuerzo, asegura, mereció la pena. Gracias a la deconstrucción y recomposición cubista de las actitudes que provoca la exposición prolongada al discurso publicitario, ustedes, (reitero) intelectuales; ya no tendrán que devanarse los sesos en saber qué demonios pasa por la cabeza del vil populacho. Ibrahím B. les ahorra gustoso ese trabajo. Así pues, damas y caballeros, es mío el honor de presentarle la mejor mierda del underground madrileño. Desde Usera, y con todos ustedes:
REALLY GOOD SHIT!
jueves, 25 de octubre de 2007
«Déjalo todo por amor» Parte I. (O cómo consumir corazones apoyándose en la verborrea de un vendedor de seguros)
David Ogilvy, Confesiones de un publicitario
Es difícil decirlo, es difícil aceptarlo, y mucho peor admitirlo tras experimentarlo; pero la deriva de un ser humano que jadea de puro extasiado en la cúspide de Maslow puede traer las más farragosas consecuencias. O sea que, bueno, por referirme a ello en un registro no tan abstracto, no tan teórico, yo, Ibrahím B., el viejo triunfador y encantado con el clímax que experimenta mi voluntad, no tardé en llegar a la conclusión —como aprendí de los peces gordos de la publicidad— de que una vez alcanzada la cima, no sólo hay que saber mantenerse en ella sino también caer en picado. Y esto, creo, tal vez se deba también a la necesidad de paliar el aburrimiento que produce la consecución de objetivos sostenida en el tiempo, ¿lo entienden?
Deduzco que ustedes, al cabo de estas primeras declaraciones, y con toda la lógica a su alcance, se estarán formulando la siguiente cuestión: «¿¡Este negro me está hablando del sadomasoquismo como divertimento de héroes!?» En efecto, yo no hubiera sabido expresarlo mejor.
Todo arranca durante un desayuno dominical con un amigo del instituto cuando —digámoslo ya: hablando de mujeres— se me ocurre traer a colación el asunto de una mexicana de delicioso nombre, Miranda Martinelli (a partir de ahora La Martinelli), por la que en alguna primavera pasada debí sentirme atraído. «Sólo con ese nombre…», señaló mi interlocutor dando a entender cualquier cosa obscena. Y concluyó con su peculiar ironía: «Déjalo todo por amor, déjalo todo por ella.»
(Conviene apuntar que por aquel entonces atravesaba una temporada de locuacidad desmesurada, de encuentro con mi yo (con alguno de ellos), o de plenitud personal. Pero como Bruckner, tanto me apasiona la vida como para no conformarme con la felicidad.)
Y fue así, con la más peregrina de las ingeniosidades que puedan ocurrir una mañana que nace hastiada en la plaza del Dos de Mayo, que no pude evitar encontrar en el sarcasmo de su propuesta —dejar toda una vida por amor; nada más kitsch, nada de gusto peor y, sobre todo, nada más bizarro— una nueva tendencia. Un plan.
Esa misma tarde, solo en el piso, me encontraba ya obnubilado ante el par de cubitos de hielo de mi Coca Cola, perdiendo a pasos agigantados el control sobre mis ideas. Algo así como el Bukowski que durante cinco minutos mira un clip, pero en mi caso, totalmente prendido de un sensual timbre latinoamericano.
Por supuesto, las dudas morales no tardaron en acaecer. ¿Se trataba mi conducta de mero consumo? Es decir, ¿acaso no era mi nuevo deseo una prolongación del afán de posesión? Como si luego de tenerlo todo no quedará más que consumir corazones; consumir personas. ¿No acababa de convertirse La Martinelli en una suerte de cubo de basura en el que volcar mis pasiones más bajas?
Discúlpenme lo reiterativo de las citas, pero es que Mark C. Taylor y Esa Saarinen hallaron de forma epigramática las peores sospechas sobre mi moral deshumanizadora con la siguiente sentencia: «El deseo no desea la satisfacción. Por el contrario, desea al deseo.»
Qué buena mierda de frase, joder. Lo que yo deseaba era desear, recuperar el malditismo que emerge cuando uno experimenta el amor no correspondido, ¿no es así? Y lo demás eran hipótesis sin ningún valor.
Pero para entonces ya estaba leyendo a Neruda con ojos acuosos y el corazón encogido. Esa es la pura verdad.
sábado, 20 de octubre de 2007
Una cuestión de actitud
La historia actual recuerda a ciertos personajes de dibujos animados, a los que una alocada carrera arrastra repentinamente por encima del vacío sin que se den cuenta, de modo que sólo la fuerza de su imaginación les permite flotar a tanta altura; pero cuando se aperciben de ello, caen inmediatamente.
Por supuesto, la lapidación forma parte del catálogo de literatura catastrofista con que nos ha agradado, en demérito propio, la izquierda[1]; si bien en este caso el filósofo situacionista francés dice una verdad inminente —aunque treinta años después del Tratado del saber vivir para uso de las jóvenes generaciones, el personaje siga sin haberse despeñado.
En efecto, nuestras sociedades se caracterizan por una actitud compartida de frenesí, de entusiasmo, de —siguiendo con los situacionistas— espectacularidad. Debord lo explica de varias maneras en La sociedad del espectáculo, una de ellas dice así: «El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas mediatizada por imágenes». El imaginario colectivo triunfalista —alentado, ni qué decir tiene, por el discurso publicitario— es imprescindible de cara al devenir que toman las sociedades occidentales; sus economías de bonanza así lo requieren.
Así pues, entroncando esta idea con lo que a los asuntos creativos se refiere, diré que las manifestaciones artísticas integradas tienden a difundir un mensaje que huya del derrotismo. Conectan con las nuevas sociedades, e incluso emiten obras que llegan a construir una miscelánea de actitudes contradictorias (ya sabemos que la esquizofrenia y la heterogeneidad son rasgos legítimos, ya sabemos que el capitalismo lo engulle todo como glotón de fast food)
La práctica totalidad de los discursos artísticos acaban concluyendo en una suerte de juego de máscaras (si no se tratara de interpretar y sí de ser, el efecto sería menos verosímil, más reprochable) cuyos públicos admiten, pero sobre todo se identifican, con el ego hipertrofiado del autor: al acabar una obra de teatro los miembros de la compañía aceptan sin pudor las series de aplausos que el público les ofrece. Durante un concierto, ¿quién no ha coreado el nombre del cantante o grupo, o quién no ha reclamado más música al cabo del mismo? Y del cine, ¿qué decir? ¿Qué actitud ante la vida connotan los filmes de los actores y cineastas de éxito (y calidad) en nuestros días?, ¿permanece al margen del sistema o se integra en él? La publicidad (y el consumo, cuyos efectos parecen desplazar a las viejas artes) la damos por supuesta.
Las tres manifestaciones artísticas anteriormente mencionadas —teatro, cine y música— tienden a inocular sobre sus receptores un efecto tal como el que describe Vaneigem: correr por encima del vacío sin percatarse de ello. Sin embargo, a la llamada literatura de calidad parece costarle más adaptarse a la mentalidad impuesta por nuestro sistema económico; hace oídos sordos y mantiene el carácter sesudo.
Cuando el escritor argentino Ricardo Piglia confiesa en una entrevista concedida al diario El País el 11 de octubre de 2007, que «se dice que los escritores han abandonado al gran público, pero no es verdad. Es el gran público el que los ha abandonado a ellos, y se ha ido a las salas de cine o a ver televisión.», simplemente miente. Digamos, pues, que empresas dirigidas por escritores con mentalidad como la del argentino han quebrado. Forman parte de una economía anticuada.
A mi juicio, basta con comparar los registros y el tono de las obras narrativas desarrolladas por ciertos cineastas: desde los españoles Álex de la Iglesia y Pedro Almodóvar (pienso en el periplo de éste por la revista La Luna) hasta Woody Allen. De sus obras, el lector sale con la sensación de no haberse distanciado demasiados kilómetros de la sociedad que lo envuelve. Pero es que hasta las portadas de sus libros acaban por imitar las de los discos de música pop y convertirse en reflejos de la mentalidad del autor. En este sentido, creo que muy pocos son los novelistas que se prestarían a que su efigie se exhibiera en la portada de sus obras persiguiendo una estética de mito.
Así pues, tomen Héroes, de Ray Loriga, publicado por Plaza & Janes. En la portada del libro encontramos al autor sosteniendo una botella de cerveza con una mano que exhibe dos anillos que parecen corresponderse con la estética de adolescente punk (uno de los anillos es una calavera), con una cazadora vaquera y el aspecto de un cantante de rock: mirada amenazante y distanciada, perilla y pelo largo. Igualmente, en la portada de Patty Diphusa, de Almodóvar, publicado en Anagrama, encontramos al director vestido de torero, fumando un puro, y con una peineta y una flor en la cabeza.
¿Excentricidad?, ¿mitomanía?, ¿exhibicionismo?, ¿egos hipertrofiados? Nada de eso. Solamente juegan a algo que a casi todos apasiona. El efecto de la portada y también del contenido de ambos libros es de cierta soberbia, de cierta vanidad —también, insisto, de cierta ironía que aplaque posibles delirios—, actitudes ante la vida que, por norma general, suelen ser vistas dentro del espectro de la literatura como despreciables. Hay que abrazar la humildad y huir del entusiasmo, es el mensaje. Digamos que los integrantes del mundo literario que siguen esta corriente de pensamiento no comprenden lo que Fernández Porta llama, en Afterpop, la lectura irónica del mensaje.
Pero probablemente sea la poesía el género que ha optado con mayor y rotunda determinación a desdeñar los registros entusiastas, la espectacularidad. O por lo menos esa es mi postura: todos hablan del sectarismo y de los egos sobredimensionados que ensucian los circuitos de los poetas, pero, ¿cuántos de los mismos poetas se autoproclaman estelares? Podrían, sin duda, hacerlo. Podrían ironizar con ello, pero desconfían no sé muy bien de qué.
Para concluir esta lección de vanidad y egotryp, rememoro un fragmento de Pregúntale al polvo, de John Fante, donde, con apabullante sinceridad, el protagonista sueña una utopía de reconocimiento social que, creo, es compartida por todos los nuevos (y no tan nuevos) escritores:
Se marchó corriendo, dejándola con los ojos clavados en él y murmurando palabras que no alcanzó a oír. Recorrió media manzana. Estaba satisfecho. Por lo menos se había dirigido a él. Por lo menos se había dado cuenta de que era un hombre. Se puso a silbar una melodía por el placer de silbarla. La experiencia del hombre de ciudad es universal. Conocido escritor nos habla de sus noches con las mujeres de la calle. Arturo Bandini, el famoso escritor, revela sus experiencias con una prostituta de Los Angeles. La crítica afirma que es el mejor libro que se ha escrito.
Bandini (entrevistado a punto de partir para Suecia): Yo daría a todos los escritores jóvenes un consejo muy sencillo. Que no dejen escapar nunca la oportunidad de probar una experiencia nueva. Que vivan la vida en su caldo de cultivo, que se enfrenten a ella con valentía, que la aborden con los puños desnudos.
Periodista: Señor Bandini, ¿cómo se le ocurrió escribir este libro que le ha hecho ganar el Premio Nobel?
Bandini: El libro está basado en una experiencia auténtica que me sucedió en Los Angeles una noche. Todas y cada una de las palabras del libro son verdaderas. He vivido el libro, es experiencia pura.
Incluso un Nobel como Grass reconoce con plena humanidad, en el número sexto de Minerva, que su adolescencia (ay, la eterna adolescencia del Capital) anduvo marcada por la consecución de la figura del mito: «A los trece o catorce años yo albergaba grandes sueños: estaba seguro de que llegaría a ser un artista rico y famoso y conversábamos sobre lo que haríamos entonces: planes maravillosos, viajes…»
[1] Algo así como cuando Gorz dice en un artículo en 1.973 que «El gran problema de los coches es que con ellos sucede lo mismo que con los castillos o con los chalets en la playa: son bienes de lujo inventados para el placer exclusivo de la minoría de los muy ricos y a los que nada, en su concepción o su naturaleza, destinaba el uso del pueblo.» Vaya, vaya, así que los coches son sólo para uso de los muy ricos, ¿eh? Pobre.
jueves, 18 de octubre de 2007
Algo así como Gauguin
Y el capitalismo es esplendor, egos hipertrofiados tocados por un milagro de consenso.
Más aún, las sospechas de que mi sino pudiera hallarse en una masía en la Costa Brava me asaltan cada cierto número de tragos a un café Starbuck’s, con Alice enfrente, ambos risueños hasta rozar el sublime ridículo. Pero, ¿quién alcanza la actitud gregaria en un palacete rural sin haberse comportado previamente como un asesino? Dígame, ¿quién?, ¿quiénes?, ¿quién? ¿Dónde se encuentra? Yo no emigré a la ciudad en vano. No. Lo digo en serio. Ser un buen actor es lo único que me exijo, si bien, por otra parte, aún no he dado con la filosofía que case mi moral primera, la de la felicidad de la familia, con aquella política: tener presente que, cada vez que yo consolido el consumo, apunto directamente la cabeza de un menor en algún lugar desconocido al sur de la frontera. Además, sé que mi tiro será certero, que el casco de la metralla quedará incrustado en pleno centro de su cráneo. Y a pesar de toda esta mierda que nos envuelve, damas y caballeros, aquí me ven, pilotando un jodido coche de carreras con expresión de nacionalsocialista alemán, sin escrúpulos, sin miedo a la colisión. Y aún tengo otros veinte años por delante.
domingo, 14 de octubre de 2007
sábado, 13 de octubre de 2007
Esto no es un arma cargada de futuro
jueves, 11 de octubre de 2007
Carta a un editor
viernes, 5 de octubre de 2007
Mora Mola
I
Me imagino al comité de lectura de Berenice en plena faena un viernes por la tarde. Sobre la mesa hay cafés y licores y ceniceros a rebosar. Las oficinas, inspiradas en El halcón Maltés:
—Bueno, qué, ¿lo publicamos o no?
—Pssssch, hombre, el libro no está del todo mal. Para qué nos vamos a engañar. De vanguardia y tal… Ya sabes, es como que tira de la metodología para reproducir literatura que Mallo legitima con el Nocilla. Introducirse en una perspectiva social y esos rollos. A mí me mola, ¿y a ti?
En ésas, la directora de comunicación de la editorial, enfática, entra en el despacho de Spade:
—Hossssstia colegas, si tuviéramos presupuesto podríamos hacer de esta mierda un best-seller, ¡tíiios! ¿A que no habíais caído en las cifras de lectores potenciales de Circular? ¡Casi seis millones!, ¡SEIS JODIDOS MILLONES DE LECTORES EN POTENCIA, el área metropolitana de Madrid! Ya lo estoy viendo, lo puedo oler: carteles de Circular 07 en las estaciones de la línea gris, metaliteratura de la buena. Pura crema. Un fenómeno de masas.
—Ya, pero como bien has dicho: no tenemos presupuesto.
—Entonces, lo publicamos, ¿no?
II
Es curioso, cuanto menos, que DIVULGAR EL EFECTO de la hiperestresada Madrid requiera de una suerte de género tan estático como es el retrato de costumbres: una fotografía (muchas fotografías) y no una secuencia; si bien también barajo la interpretación de un autor, Vicente Luís Mora, que no está ofreciendo un álbum de fotos y sí un videoclip con un frenético ritmo de secuencias.
O sea, un videoclip. Sin más.
III
Vale, tal como en mi ficción admite el comité de lectura de Berenice, Luís Mora se inscribe en la eclosión creativa que saltó a los medios con Fernández Mallo[*]. Una eclosión un tanto ficticia en la medida que su mérito no es más que el de tratar de acortar la ventaja ganada por los medios audiovisuales, tanto en lo que se refiere a la ACTITUD como al EFECTO. Pero qué le vamos a hacer, el panorama de las letras estaba así cuando Mora & Cía llegaron. Échenle la culpa a sus antecesores. Nadie elige, cuando uno se pone a escribir, el estado en que se encuentra la construcción de la Gran Biblioteca. Nadie tiene ese privilegio. Si no, de seguro todos seríamos Proust. Todos seríamos Dante. Y esto es pedante.
IV
En Circular 07 las pulsiones freudianas, cuando se dejan ver, lo hacen con el mayor de los disimulos. El amor y la muerte y la existencia son asuntos que no conciernen a los modales de Madrid, son meras trampas que hay que evitar con objeto de mantener la entereza en la jungla. En Circular 07 se vive al día, se viven situaciones conocidas por todas las ratas que sobreviven la ciudad: búsqueda de pisos, lecturas interrumpidas en el transporte público por las conversaciones de otros viajeros, parejas que se hacen y deshacen, jóvenes (tanto ellos como ellas) que regresan achispados una fría pero soleada mañana de sábado y se consuelan por no haber encontrado pareja, etcétera.
V
El CENTRO EMOCIONAL de Circular es hallado por un psiquiatra en la estación de Pacífico: «He montado cientos de veces en esta línea de metro, a distintas horas, en diferentes días, y jamás he visto a alguien que no pareciera deprimido o extremadamente cansado.»
VI
Pensándolo bien, nuestra época no tiene visos de convertirse en algo memorable (trascendente) para las generaciones presentes. Se usa y se tira pero no se recuerda. No se vuelve atrás, se huye hacia delante como los futuristas. Pero esto no lo dice Mora, lo digo yo. ¿O era al revés? Además, un trato es un trato, y ya dijimos que la reflexión queda terminantemente prohibida.
VII
Los registros. Donde el escritor se la suele jugar más no es tanto en la perspectiva social que adopta como en su registro de voz. El registro puede ser letal. Uno puede hablar de las banlieues en jerga filosófica y quedar como un caballero ante un gabinete universitario más o menos rancio. Ahora bien, no se conoce totalmente el pensamiento de ningún individuo hasta que uno no se adentra en su estructura lingüística: qué sintaxis emplea, cuáles son sus vocablos más recurrentes. Y en este sentido, Mora es discreto pero cumple con su papel. No se decanta por ningún registro —oscila con una proporción de lo más equilibrada desde las jergas científicas y filosóficas hasta el habla de los jóvenes e incluso de niños de guardería— pero trata de imitarlos con ardiente objetividad.
Rescato el humor y la ternura del fragmento de un poema mucho más verosímil que los de las patéticas catervas imitadoras de Rimbaud: «Oye piba ya sé que no soy nadie / que no he encontrado curro que mi padre / quién sabe hasta podría ser el tuyo / que nunca he ido a la escuela ni al dentista // pero tía me molas no te asustes / tengo mi moto allí y ya me iba / es sólo que tus ojos me despiertan / de noche y la comida no me engorda»
IX
Nuestro concepto de democracia neoliberal produce esquizofrenia. Consiente la esquizofrenia. Incita a la esquizofrenia. ¿Quién querría, a estas alturas, vivir su propia vida? ¡Qué aberración, cielo santo, pudiendo vivir decenas de vidas al mismo tiempo gracias al consumo! Ser fiel a unos principios no es ya nada más que retórica bienpensante y sesentayochesca cuando no, en el peor de los casos, totalizadora y estalinista. Y Mora lo sabe y lo asume y, de algún modo, se disculpa de la multiplicidad de géneros con un argumento de autoridad integrado en una supuesta “carta a una editorial muy conocida”: «la inserción de algunos poemas responde únicamente al consejo borgiano por el que debe ser el contenido el que elija la forma». Lo cierto es que el concepto de novela —por llamarlo de algún modo— del autor se sitúa, dentro de LA HISTORIA CIRCULAR DE LA LITERATURA, en oposición a la novela entendida como sistema filosófico de ideas. Como La Catedral.
[*] Aunque, como ya dio a entender la directora de publicidad, mientras que la estética de Mallo es local, la de Mora es global.
miércoles, 3 de octubre de 2007
Yo soy el puto Dick Fosbury de la poesía (así SÍ es cómo se lee un cuento)
Si por un suspiro, me detuviera a pensar qué diablos estoy haciendo, si elegí bien o no mi destino, caería, en cuestión de segundos, en una profunda depresión. Evidentemente elegí mal, elegí una opción que ni siquiera era la menos mala; pero así es Madrid, así es como se comporta con sus. Ratas. Hay que huir hacia delante como los futuristas, y mientras pensé en toda la mierda que a uno le puede llegar a salpicar dentro de, bueno, una ciudad no del todo reprochable, no del todo cruenta si uno participa en su juego de máscaras, masticaba, con grosería, con expresión de Pitbull; mi cena. El último ala de pollo embadurnada en una salsa verdosa con motitas magentas. Estaba sentado en la baranda que recorre una de las bocas de metro en Plaza Elíptica. Llovía. Era otoño, eran las ocho de la tarde y llovía en Madrid y yo estaba dentro de la bóveda gris que recorre el cielo de la capital, una vez que concluye el verano. Cerca de mí una joven se echaba unos tags, en las asas de su mochila, una gitana protegía la mercancía de su carretilla con un paraguas, y un par de policías solicitaban los papeles a un negro. Y yo, con la mano libre, dejaba consumirse un Marlboro ancho, porque sí. Porque yo lo valgo.
La mierda que se mete no es para pasarlo bien, es por lo mal que lo pasa, ¿es que los demás no ven? Claro que vemos pero nos la suda.
Nos la suda. Vaya si nos la suda, amigos.
Inicié la marcha de un salto. «No pienses en Alice, negro», repetí para mis adentros como si, se tratara de un mantra. «No lo hagas». Y luego cambié de carpeta de archivos en el emepetrés y puse a Calle 13.
Así es como suena el barrio, así es como el barrio sonríe cuando todo parece indicar que una pala escavadora va a joder los cimientos de los amasijos de hormigón que se alzan amenazantes contra la, bóveda.
Abran paso, que llegó el yerno. Tu papá está más cuadrao que un cuaderno y no comprende mi lenguaje moderno.
Pensándolo bien, recordaré mi época como una mierda monumental. Una mierda monumental donde los únicos personajes válidos son, los tipos duros, ¿eh, Alice?, ¿qué puedes decirme tú al respecto?
Entonces, en doscientos pasos, te sitúas en el Döner. Gordon está en la esquina del establecimiento con su gabardina beige, bajo el rótulo luminoso que parpadea, mejor dicho bajo las letras que aún sobreviven al luminoso, que aún lucen estropeadas, como habiendo resistido a un catástrofe nuclear; y —Gordon, decía— con una expresión de infinita tristeza. Gordon es viudo, Gordon fuma en pipa.
Te pones el delantal blanco y una toalla alrededor del cuello, el gorrito en la cabeza, y que empiece la fiesta. En el Döner sólo hay tres personas: una pareja separada por el tercero. Ella bebe una copa de cerveza y come una tapa de carne halal mientras habla por teléfono incansablemente, y soporta la huida de su pareja en la máquina tragaperras, a la que, por cierto ya le ha ganado cinco mil de las antiguas. Entre ambos, decía, un periodista bulímico cena un döner en plato. Lo de bulímico, es por su expresión sudorosa presa de un ataque de pánico, como si en cualquier instante fuese a levantar el culo de su silla y a vomitar en el puto suelo porque no consigue llegar al váter. Él sabe que lo estoy investigando, es un habitual del Döner y sabe que podría degollarle con el cuchillo si vomitara en el jodido suelo. No sería una buena imagen ni para el local, ni para la carne que expende. No le quito los ojos de encima. Blando el cuchillo.
Hace de todo para liberarse de sus nervios. Saca una libreta y empieza a hablar consigo mismo, pero no funciona. Expulsa bocanadas de aire repetidas veces tratando de recuperar el aliento. Los, ruidos; que se puedan producir en el local retumban con cada vez más fuerza en su cabeza, sus ideas fluyen más, rápido, de lo que puede llegar a pronunciar. Le haría falta la garganta de Busta Rhymes para dar salida a los caprichos de su sistema nervioso, pero, de repente, se encuentra a sí mismo. Y lo hace de manera literal: se ve en el espejo que tiene enfrente y me ve a mí; a mí y a todos los transeúntes, pues, preso de su soledad, ha decidido darle la espalda al mundo. Cuando encuentra su propia expresión se olvida del ludópata y de su mujer, y de mí y de su Döner, enciende otro nuevo cigarro y esboza una expresión triunfal que dice: «Soy decadente, soy guapo, soy el puto Dick Fosbury de la poesía, joder.» O al menos es lo que diría yo en su lugar.