Lo que quiero decir es que no hay nada de malo en probar sensaciones nuevas. Ya me entienden: enriquecerse antes de los treinta para regresar a la naturaleza más primitiva del ser humano llegada la madurez. Algo así como Gauguin, sí; pero sin dramas. Asumir la contemporaneidad como un gladiador sin dejar el más discreto margen a la duda. Tal como se comportan los hombres, los hombres de verdad. Y lo dice alguien tentado a sucumbir ante el ocaso del domingo (referirme al mismo por melancolía sería flirtear, con excesiva calidez, con el argot poético del que tanto rehuyo) mientras hojea los estantes de poesía en una librería atestada en Fuencarral. El mismo que cierra los poemarios atemorizado y de un golpe violento, como afectado por la visión de un espectro, pues, como todo lector sabe, la poesía concentra la ruina del ser humano. La poesía consagrada, me refiero.
Y el capitalismo es esplendor, egos hipertrofiados tocados por un milagro de consenso.
Más aún, las sospechas de que mi sino pudiera hallarse en una masía en la Costa Brava me asaltan cada cierto número de tragos a un café Starbuck’s, con Alice enfrente, ambos risueños hasta rozar el sublime ridículo. Pero, ¿quién alcanza la actitud gregaria en un palacete rural sin haberse comportado previamente como un asesino? Dígame, ¿quién?, ¿quiénes?, ¿quién? ¿Dónde se encuentra? Yo no emigré a la ciudad en vano. No. Lo digo en serio. Ser un buen actor es lo único que me exijo, si bien, por otra parte, aún no he dado con la filosofía que case mi moral primera, la de la felicidad de la familia, con aquella política: tener presente que, cada vez que yo consolido el consumo, apunto directamente la cabeza de un menor en algún lugar desconocido al sur de la frontera. Además, sé que mi tiro será certero, que el casco de la metralla quedará incrustado en pleno centro de su cráneo. Y a pesar de toda esta mierda que nos envuelve, damas y caballeros, aquí me ven, pilotando un jodido coche de carreras con expresión de nacionalsocialista alemán, sin escrúpulos, sin miedo a la colisión. Y aún tengo otros veinte años por delante.
Y el capitalismo es esplendor, egos hipertrofiados tocados por un milagro de consenso.
Más aún, las sospechas de que mi sino pudiera hallarse en una masía en la Costa Brava me asaltan cada cierto número de tragos a un café Starbuck’s, con Alice enfrente, ambos risueños hasta rozar el sublime ridículo. Pero, ¿quién alcanza la actitud gregaria en un palacete rural sin haberse comportado previamente como un asesino? Dígame, ¿quién?, ¿quiénes?, ¿quién? ¿Dónde se encuentra? Yo no emigré a la ciudad en vano. No. Lo digo en serio. Ser un buen actor es lo único que me exijo, si bien, por otra parte, aún no he dado con la filosofía que case mi moral primera, la de la felicidad de la familia, con aquella política: tener presente que, cada vez que yo consolido el consumo, apunto directamente la cabeza de un menor en algún lugar desconocido al sur de la frontera. Además, sé que mi tiro será certero, que el casco de la metralla quedará incrustado en pleno centro de su cráneo. Y a pesar de toda esta mierda que nos envuelve, damas y caballeros, aquí me ven, pilotando un jodido coche de carreras con expresión de nacionalsocialista alemán, sin escrúpulos, sin miedo a la colisión. Y aún tengo otros veinte años por delante.
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