Intro. Hablar de Constantino Bértolo es hablar de un bibliófilo de primer grado: actual editor de Caballo de Troya —sello integrado en el grupo Random House—, en La cena de los notables (Editorial Periférica, 2008) nuestro autor compone una cartografía de la literatura excelsa por su perspectiva analítica a la hora de abordar las distintas etapas del hecho literario —lectura, escritura, crítica, edición...—, hasta el punto de llegar a ser visita obligatoria para todo aquel que ose delatarse lector.
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Aunque remezclado con alegatos a la recuperación del espacio ganado por el mercado, La cena de los notables es un libro blindado por agudísimos y sagaces análisis del medio social literario. Pienso en la lectura de Martin Eden, quien aprende a decodificar los libros como «emblemas de estatus» o «marcas de distinción»; en la coacción a la que el crítico se siente sometido por el resto de actores en la cadena de producción literaria, o en el «radicalismo elitista» con que cierto espectro de las humanidades ha respondido a los ataques del mercado. Dicho lo cual, no deja de parecerme curioso que los estudios en materia de sociología de la literatura sigan siendo aún una suerte de disciplina incómoda —peligrosa, quizá—, cuando las más de las veces atienden a verdades que son vox populi...
Si no entiendo mal la cuestión su propio planteamiento parece responder a la asunción de un entendimiento de la literatura en el que “lo literario” y “lo sociológico” se trazan como dos zonas acaso próximas pero diferenciadas, y diferenciadas de un modo jerárquico donde lo delimitado como sociológico ocuparía un escalón secundario más o menos necesario. Justamente mi propósito con este libro era proponer una visión de la literatura en la que tal distinción quedase excluida. Es evidente que no siempre los propósitos se cumplen ya sea por defecto en la exposición, ya sea porque las condiciones de la recepción no son favorables o adecuadas. En todo caso y al partir de una comprensión de la literatura como un acto de violencia sobre la comunidad que la recibe al tiempo que la construye y que, en consecuencia, tiene su fundamento en lo que he llamado el pacto de responsabilidades entre el emisor y los destinatarios, el marco social no se presenta como un factor añadido sino como un elemento constituyente de lo literario. Por otra parte la incomodidad que pudieran tener los estudios en materia de sociología de la literatura, siempre se ha resuelto por parte del poder hegemónico literario proponiendo precisamente esa distinción.
Más de lo anterior. Una cuestión que suele provocar incómodas miradas a la punta del zapato: ¿qué importancia concede a la gestión de las relaciones públicas frente al talento? O si quiere, ¿es posible sobrevivir en la literatura, ya sea como crítico o como autor, sin una cartera de contactos? Un paso más allá: ¿no deberíamos empezar a entender esa misma cartera como un estímulo o mecanismo socializador en lugar de como perversión nepotista...?
Partiendo, con Aristóteles, del hombre como “animal que se mueve en la polis”, no es posible sobrevivir ni en la literatura ni en la albañilería sin “una cartera de contactos” y si entrecomillo la expresión no es para remarcar ningún carácter perverso sino para hacer ver que la propia expresión contiene semánticamente unas concretas relaciones sociales, las determinadas por el capitalismo, en las que lo social, los otros, devienen en meros valores mercantiles, en “cartera”, y en las que las relaciones interpersonales se han transformado en “contactos”, es decir, en oportunidades de negocio. Es decir, que no se trata de empezar a entender nada nuevo al respecto pues hace ya siglos que el intercambio mercantil funciona como estímulo y mecanismo socializador. Otra cosa son los efectos de tal lógica sobre nuestras vidas pero supongo que ahora no se trata de hablar de eso.
Me pregunto si a la postre no será un fenómeno generalizado, acaso ajeno para los todavía seguidores del canon, esa «lectura adolescente» a la que apela; concepto este que parece descansar bajo lo que el teórico psicologista Normand Holland definió como «identidad primaria» o «tema(s) de identidad» en el adulto: el empleo de la obra literaria para «procesarse, simbolizarse y, finalmente, repetirse» (Raman Selden). Como diría Escarpit, nos encontraríamos ante la actitud del «lector consumidor», «guiado por un gusto más bien que por un juicio, incluso si es capaz de colgar un cartelito con una explicación racional a posteriori sobre este gusto».
En lo que se refiere a las relaciones entre identidad y lectura he reutilizado el concepto de “urdimbre”, proveniente de un ya viejo aunque a mi parecer todavía sugestivo estudio de Rof Carballo publicado con el título de Violencia y ternura a principio de los años setenta en el que se hablaba de “urdimbre primaria”. Y sí, entiendo que la literatura funciona como un mecanismo de simbolización que se mantiene a lo largo de la vida del lector pero que se despliega de manera muy intensa en la adolescencia como etapa en la que la “invención del yo” ocupa un espacio sobresaliente. Al respecto cabe observar cómo en la madurez la lectura cambia de signo y pasa de ser “ansiedad” a reconvertirse en “sosiego”, aceptación o repetición. Eso sí, sin que en ningún momento sea ese mero y aséptico “vicio impune” del que hablaba Valery Larbaud. Sobre el gusto y su construcción, y sin recurrir a los estudios de Galvano della Volpe, mi duda sobre la afirmación de Escarpit reside en no ver claro la posibilidad de disociar gusto y juicio pues, a mi parecer, en el gusto literario siempre hay algo de juicio impuesto sin que esto signifique que el juicio literario esté libre a su vez de imposiciones.
En consonancia con lo anterior, presenciamos en las más jóvenes hornadas de críticos culturales un fenómeno derivado no solo ya de la disolución del canon, sino sobre todo de esas otras lecturas o referentes que hasta hace poco reunían cierta poética definitoria para los distintos movimientos o generaciones. Me refiero a la actual soberanía de cierta particularísima biografía lectora que bebe de fuentes harto dispares; una suerte de «lectura letraherida» en la que la hipertrofia del elemento metaliterario salta al abanico completo de discursos —del diseño gráfico a la sensibilidad grunge, de la ficción pulp a las series de televisión...— Tres ideas al respecto: ¿Cómo valora este fenómeno? ¿Seguimos teniendo el control sobre el estudio de la influencias? ¿Cree pertinente reconducir los derroteros metodológicos contemporáneos?
En principio lo valoro muy positivamente pues en definitiva responde a un desmoronamiento radical del humanismo jerárquico, si se me permite la redundancia, con todo lo que ello contenía de compartimentación entre lo bajo y lo alto, lo escaso y lo abundante, lo accesible y lo inaccesible, lo sagrado y lo profano. La aparición no sólo de referentes transportados desde zonas de cultura tradicionalmente ignoradas me recuerda el momento social en que surge, por ejemplo, la novela moderna: El lazarillo, con su enorme capacidad no solo para reinterpretar en clave de narrador el paso del nosotros organicista a la soledad del “yo en el mercado”, sino para incorporar referentes, horizontes, guiños, espacios que pertenecían a lo que podríamos llamar la cultura nómada de aquel entonces en el que, y no es casualidad, la imprenta emergía como nueva tecnología de comunicación. Ahora bien, tampoco conviene olvidar que esa oleada de nuevas influencias tiene su origen mayoritario en la cultura de la metrópolis USA, por lo que no deja de sorprender la alegría con que la colonia que al fin al cabo somos celebra los abalorios, espejuelos y lenguajes con que nos someten y globalizan. Al respecto llevo tiempo pensando en la necesidad de reescribir la historia de la literartura saltándonos las fronteras nacionalfilológicas para atender a aquello que realmente “lee” – entendido en su sentido más amplio- una comunidad determinada en un momento concreto. Si la Literatura, como pienso, es una forma de nombrarnos, veríamos que hoy, por ejemplo, nos estamos narrando más a través de Paul Auster que de Alvaro Pombo y no es que esto me parezca mal pero sí me parece saludable reconocer que no es el Sol el que gira alrededor de la Tierra.
¿A qué críticos o teóricos rinde tributo?
Me sirven como interlocutores de confianza Erich Auerbach, E. R. Curtius, Raymond Williams, Terry Eagleton, Ángel Rama, Pierre Macherey, Marsha Witten o Edward. E. Said y me asomo con interés a los escritos sobre arte de autores como José Luis Brea o Pedro G. Romero que me permiten interrogarme desde nuevos ángulos.
Si bien distingue al crítico como modalidad independiente de lectura, grosso modo podemos diferenciar dos grandes metodologías a la hora de practicar el reseñismo: la «letraherida», con su recreo en el intertexto, y la «civil», que otorgaría más relevancia a la puesta en relación con el elemento sociológico. En su caso particular, y tras una dilatada experiencia practicando la lectura profesional, ¿cuál de los dos «modos de hacer» atilda? O, si quiere, y empleando su propia terminología, ¿de qué modo estarían repartidos los porcentajes de su urdimbre lectora?
Dejando aparte, que es mucho dejar, que por mis circunstancias profesionales estoy obligado a ejercer “la lectura del editor” que es una lectura con una pertinencia singular aunque no la haya abordado en este libro y sin olvidar lo ya dicho sobre la falacia de separar lo literario de lo sociológico, en mis lecturas “no profesionales” intento mantener un actitud cercana a la de un crítico cultural que trata de averiguar que es lo que el libro quiere de nosotros y que es lo que nosotros encontramos en él. Dicho de otro modo: intento leer desde un “nosotros” más que desde un supuesto “yo no intercambiable”. Sospecho que la llamada intimidad no va mucho más allá del número en clave de nuestra tarjeta de crédito o del monto de nuestro sueldo.
Observamos proveniente del mundo editorial estadounidense —y no solo ya en la llamada literatura comercial (signifique esto lo que signifique)—, la importancia que se le concede cada vez más a los elementos paratextuales del libro: toda una maquinaria publicitaria de primer orden al servicio de la seducción externa de la mercancía. Ante una situación como esta, ¿considera nueva responsabilidad del crítico extender sus facultades a la disciplina semiológica, a fin de alertar no solo ya sobre lo que el texto nos comunica, como del mensaje —engañoso o no— contenido en el embalaje? Y por cierto, ¿a qué es debido el diseño casi inamovible en las portadas de Caballo de Troya?
El libro como mercancía es un producto que incorpora un alto nivel de incertidumbre: quién compra un libro no sabe qué se va a encontrar dentro; compra en realidad un producto embalado, como si uno fuese a comprar un sofá y éste estuviese envuelto, sin saber el color, la flexibilidad, el tacto, etc; como comprar a ciegas en cierto modo. Gran parte del trabajo editorial consiste precisamente en rebajar ese alto nivel de incertidumbre y es ahí donde los paratextos intervienen. Es evidente que la marca es una elemento sobresaliente: es un sofá de Ikea, o es un sofá de Mariscal, es un libro de Pre-Textos o es una novela de Eduardo Mendoza, pero aparte de las marcas o el título o los textos de contratapa funciona también el material del “embalaje”: papel, color, tamaño, imagen de portada. Todo un espacio semiótico que se pone en movimiento y que en consecuencia - todo movimiento nos delata, dice Montaige- “dice” que tipo de comprador o lector está buscando el editor. Se quiera o no los paratextos forman parte de la lectura y por eso la crítica debe de atenderlos ( y lo hace porque lo primero que mira el crítico es el nombre del autor). Cuando proyecté el sello de Caballo de Troya estos aspectos intervinieron en mis conversaciones con los diseñadores: quería trasmitir una imagen sobria sin ser severa (de ahí la silueta del caballo de juguete), que revelase una voluntad de trabajar a medio o largo plazo (de ahí la inamovilidad del concepto base), muy centrada en los textos (de ahí la ausencia de imágenes o de foto del autor) y con unos paratextos semánticos que encerrasen la filosofía general de la editorial: “Para entrar o salir de la ciudad sitiada”, “Nuevas voces, nuevos autores, nuevas literaturas”. Desde el principio pensé en unos textos de contra, Avisos de lectura, que de modo indirecto fueran desgranando una “estética del editor”. En los tres primeros libros incluso evité que apareciesen las biografías de los autores. Aprovechando que la empresa era favorable al poco gasto se logró consensuar un diseño muy cercano a lo que quería. Con el paso del tiempo creo que las portadas se han hecho reconocibles pero la presión, lenta pero segura, del marketing o de los comerciales hizo que hubiera que incluir las biografías de los autores o, más recientemente, poner sobrecubiertas a todo color a tres títulos de los once que publicamos al año. Como Director gozo de cierta autonomía y por lo tanto de cierta dependencia.
Atendiendo a los autores de nuevo cuño en la narrativa contemporánea española parece que, curiosamente, aún se sobreponen de largo los valores de la tradición humanista, creencia según la cual «existen determinados bienes, los más nobles, que no están sujetos a las leyes del mercado», según su propia valoración. Yendo más allá, diría incluso que su editorial ha apostado por cierta «lectura politizada», con autores que gustan de arañar los cimientos del capital.
Tan politizada es la literatura de los que asientan o renuevan los cimientos como la de aquellos que los arañán – me gusta el verbo que ha elegido- aunque el anatema de lo político sólo recaiga sobre estos últimos. Caballo de Troya no tienen vocación expresa de lo que se llama editorial política (ni podría tenerla pues conviene recordar que el Director Literario no deja de ser un empleado del Capital) pero sí parte del convencimiento de que toda editorial lo es. Y ya puestos y dado que pretende “intervenir” en la construcción de los discursos públicos, es lógico que tienda a buscar aquellos textos que pongan en cuestión la sintaxis literaria de lo hegemónico en el convencimiento de que es en esa veta donde puede brotar lo nuevo.