Tierras de poniente
J.M. Coetzee
Trad. de Javier Calvo. Mondadori. Barcelona, 2009. 174 págs.
A fin de proteger los intereses del lector, conviene anunciar desde este primer instante que la catalogación de Tierras de poniente —primer texto de J.M. Coetzee, traducido ahora al español treinta y cinco años más tarde de su aparición en el mercado editorial— bajo el apelativo de novela, constituye un ejercicio publicitario perversamente ingenuo; al contrario, la naturaleza del presente volumen son dos novelas cortas temáticamente entretejidas, al haber decidido el sudafricano como marco común la problemática de la culpa y la memoria histórica, es decir cuya genealogía parte de una pretensión por dar respuesta a la responsabilidad civil del narrador, tal como acostumbra a ser condición sine qua non de los Premios Nobel. No en vano El proyecto Vietnam y La narración de Jacobus Coetzee albergan a dos personajes capitales homónimos del autor, ante lo cual deducimos que J.M. Coetzee procesa así un ejercicio de higiene hacia una conciencia lesionada por la barbarie colonialista, ya sea en su deriva cultural o geopolítica, y la degradación humana de quien es sumergido por la vorágine del conflicto bélico. En este sentido, es probable que El proyecto Vietnam sea el más sugestivo de los dos relatos, aunque como ahora atenderemos, la disparidad estratégica del narrador —y por tanto, de los efectos complementarios que ambas ficciones provocan— exige sendas interpretaciones bien diferenciadas.
La primera historia de Tierras de poniente bucea con acierto en los horrores de la propaganda —imparable productora de desmanes desde la primera Gran Guerra— y los delirios conquistadores de Occidente. En apenas 63 páginas Coetzee serpentea ágil a lo largo de los más variados asuntos, a saber, a) la ansiedad de la influencia, o la obsesión del subordinado Dawn por imponerse al Coetzee personaje, a quien describe como «persona creativa fracasada» que vive de capital cultural atrasado; b) la destrucción de la intimidad («Creo en mi trabajo. Soy mi trabajo.»), c) el trasvase de autoestimas en el seno de las relaciones amorosas y la misoginia execrable destilada en lo que de relato psicológico tiene la narración; y d) evidentemente, las condiciones militares en el corazón de Vietnam y la marginalidad de los ex combatientes. Estas dos últimas líneas de acción, es decir la mixtura precisa de verdades antropológicas más o menos universales y ciertos asuntos de actualidad inminente, componen lo que presuponemos un prurito de relato total para J.M. Coetzee; particularidad que aparece también en Elizabeth Costello, y de un modo casi obsceno en Diario de un mal año.
Mención especial merece la significación del poder a través de la figura paterna, presente en sendos frentes narrativos comentados («El padre es autoridad, infalibilidad y ubicuidad. No convence, ordena. Lo que él predice, sucede», escribe el protagonista, por citar una sola del abanico de apelaciones interpretativas del progenitor), ya que por un lado la tiranía de Coetzee entronca con el lugar común de personaje absolutamente embebido por su misión laboral —para lo cual es necesario soslayar u obviar toda clase de descripciones sobre su dinámica privada— hasta llegar a ser primer referente de conducta de Dawn; y por otro, Estados Unidos, que adocena, aliena («En Vietnam solamente existe una regla: fragmentar, individualizar») e impone su cultura a la población de Oriente a fin de «controlar la dirección» de la sociedad o simplemente «erradicar su cultura», por ejemplo, a través de la música pop que emite la Radio de las Fuerzas Armadas Americanas. En relación con lo anterior, los acontecimientos que envuelven a Martin, el hijo del protagonista, cierran el triángulo simbolista sobre la maleficencia de la autoridad.
Aparte, el cuestionamiento a la Realpolitik norteamericana como mecánica de consolidación en sus relaciones internacionales que el escritor sudafricano propone, pasa por (des)dibujar a Dawn bajo el prisma de un hobbesianismo hipertrófico: «La vida de casado me ha enseñado que toda concesión es una equivocación», pero también por la integración sin estridencias de pasajes que mimetizan la estructura del informe militar, como atendemos en la glosa del concepto «guerra psicológica», o de la utilización aparentemente malgastada de los misiles (p. 49); y los discursos belicistas, patrióticos y triunfalistas que resuenan en la cabeza de Dawn (p. 47).
Coetzee narrador, sirviéndose para el caso de sintaxis elementales, intimida a su público con un léxico (castrense) resueltamente marginal para el común de los lectores (producto de una —prevemos— ardua investigación en la materia de estudio), sobre el cual se sostiene el más importante componente de verosimilitud de El proyecto Vietnam; un recurso —indagar e incorporar referencias a disciplinas que en nada tienen que ver con la literatura— ampliamente conocido en la prosa que viene desarrollándose en las últimas décadas. No obstante, semejante voluntad de impresionar al público no es algo gratuito, sino que halla su justificación en la medida que obliga a éste a preguntarse qué conocimientos posee sobre el conflicto de Vietnam, y por extensión, sobre los desajustes internacionales. Es por ello por lo que concluiremos que el Nobel está dirigiéndose a nosotros para poner a prueba nuestro grado de responsabilidad civil, lo cual constituye en buena medida objetivo loable.
La narración de Jacobus Coetzee, en cambio, transcurre a mediados del siglo xviii durante la colonización bóer en Sudáfrica; ergo, asistimos a una sección histórica (aún más) esotérica para el lector hispano, por lo que este hándicap vuelve a contravenirse en favor de los deseos ambicionados por su autor, cuando de lo que se trata es de forzar el replanteamiento del pasado. Al igual que El proyecto Vietnam, el segundo relato largo recurre a un catálogo aún más dilatado de instantáneas macabras ilustrativas del genocidio de los Namaqua —en donde el «cristianismo» es «el único abismo» que separa África de Europa—, cuya piedra angular reside en un dudoso hedonismo: «El salvajismo era una forma de vida basada en el desprecio por el valor de la vida humana y en la obtención del placer sensual mediante el dolor ajeno», reconoce el pionero holandés Jacobus Coetzee, a quien se atribuye el descubrimiento del río Orange. Durante el transcurso de la ficción, el esperpento de los nativos africanos pasa por el vasallaje al colono europeo —piénsese en los bailes que ejecutan a cambio de la obtención de regalos— y la decadencia a la que su coyuntura existencial primitiva y depauperada les condena, pues son dominados no solo por Europa sino también por una naturaleza incontrolable para ellos.
Entre las imperfecciones del segundo relato hallamos unos diálogos a ratos inverosímiles y excesivos, y el apelmazamiento de la prosa durante los fragmentos más solipsistas, a saber, enfermado durante un tiempo en el viaje a la tierra de los namaqua grandes —donde sus posesiones materiales se esfuman—, las fiebres del explorador de tierras salvajes devienen pausa digresiva definida por la presión a la que el lector del relato queda sometido. Apenas suspendida la interacción para con el resto de personajes, el agónico protagonista inicia una disertación sobre el medio natural que ahora lo posee, paralela a su lucha por la supervivencia en condiciones extremas («Agarré la bola de pus entre los nudillos de los pulgares y me preparé para la gran violación»). Superado el escollo, Jacobus Coetzee regresará a la tierra de los Namaqua dos años después de su primera incursión para cobrar venganza. Arranca así un sadismo sumarísimo en su procedimiento, en donde a diferencia de algunos excepcionales narradores de la violencia más absurda, como puedan ser el propio Sade o W.S. Burroughs; Coetzee añade una coda moral que vuelve a conducir el dedo acusador de Tierras de poniente al etnocentrismo y determinismo occidentales («Soy una herramienta en manos de la historia», afirma), y la deplorable pasividad moral del colonialismo.