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miércoles, 3 de octubre de 2007

Yo soy el puto Dick Fosbury de la poesía (así SÍ es cómo se lee un cuento)

Damas y caballeros, la historia de la literatura no veía un performer igual desde William S. Burroughs (en la fotografía, para los más despistados). A continuación, y con todos ustedes, un curso rápido, gratuito y funcional que les ilustrará con todo lujo de detalles cómo leer un cuento en el siglo que nos ha tocado vivir, lo cual, por otra parte, tampoco es tan complicado:



Colaboran en el audio (por orden de aparición): Steve Lacy con Reincarnation of a Lovebird, Sr. Rojo y Kase.O con Nací muerto, Calle 13 con Tango del pecado, y Dax Riders con Out of context.

Próximamente, nuevos capítulos



Si por un suspiro, me detuviera a pensar qué diablos estoy haciendo, si elegí bien o no mi destino, caería, en cuestión de segundos, en una profunda depresión. Evidentemente elegí mal, elegí una opción que ni siquiera era la menos mala; pero así es Madrid, así es como se comporta con sus. Ratas. Hay que huir hacia delante como los futuristas, y mientras pensé en toda la mierda que a uno le puede llegar a salpicar dentro de, bueno, una ciudad no del todo reprochable, no del todo cruenta si uno participa en su juego de máscaras, masticaba, con grosería, con expresión de Pitbull; mi cena. El último ala de pollo embadurnada en una salsa verdosa con motitas magentas. Estaba sentado en la baranda que recorre una de las bocas de metro en Plaza Elíptica. Llovía. Era otoño, eran las ocho de la tarde y llovía en Madrid y yo estaba dentro de la bóveda gris que recorre el cielo de la capital, una vez que concluye el verano. Cerca de mí una joven se echaba unos tags, en las asas de su mochila, una gitana protegía la mercancía de su carretilla con un paraguas, y un par de policías solicitaban los papeles a un negro. Y yo, con la mano libre, dejaba consumirse un Marlboro ancho, porque sí. Porque yo lo valgo.

La mierda que se mete no es para pasarlo bien, es por lo mal que lo pasa, ¿es que los demás no ven? Claro que vemos pero nos la suda.

Nos la suda. Vaya si nos la suda, amigos.

Inicié la marcha de un salto. «No pienses en Alice, negro», repetí para mis adentros como si, se tratara de un mantra. «No lo hagas». Y luego cambié de carpeta de archivos en el emepetrés y puse a Calle 13.

Así es como suena el barrio, así es como el barrio sonríe cuando todo parece indicar que una pala escavadora va a joder los cimientos de los amasijos de hormigón que se alzan amenazantes contra la, bóveda.

Abran paso, que llegó el yerno. Tu papá está más cuadrao que un cuaderno y no comprende mi lenguaje moderno.

Pensándolo bien, recordaré mi época como una mierda monumental. Una mierda monumental donde los únicos personajes válidos son, los tipos duros, ¿eh, Alice?, ¿qué puedes decirme tú al respecto?

Entonces, en doscientos pasos, te sitúas en el Döner. Gordon está en la esquina del establecimiento con su gabardina beige, bajo el rótulo luminoso que parpadea, mejor dicho bajo las letras que aún sobreviven al luminoso, que aún lucen estropeadas, como habiendo resistido a un catástrofe nuclear; y —Gordon, decía— con una expresión de infinita tristeza. Gordon es viudo, Gordon fuma en pipa.

Te pones el delantal blanco y una toalla alrededor del cuello, el gorrito en la cabeza, y que empiece la fiesta. En el Döner sólo hay tres personas: una pareja separada por el tercero. Ella bebe una copa de cerveza y come una tapa de carne halal mientras habla por teléfono incansablemente, y soporta la huida de su pareja en la máquina tragaperras, a la que, por cierto ya le ha ganado cinco mil de las antiguas. Entre ambos, decía, un periodista bulímico cena un döner en plato. Lo de bulímico, es por su expresión sudorosa presa de un ataque de pánico, como si en cualquier instante fuese a levantar el culo de su silla y a vomitar en el puto suelo porque no consigue llegar al váter. Él sabe que lo estoy investigando, es un habitual del Döner y sabe que podría degollarle con el cuchillo si vomitara en el jodido suelo. No sería una buena imagen ni para el local, ni para la carne que expende. No le quito los ojos de encima. Blando el cuchillo.

Hace de todo para liberarse de sus nervios. Saca una libreta y empieza a hablar consigo mismo, pero no funciona. Expulsa bocanadas de aire repetidas veces tratando de recuperar el aliento. Los, ruidos; que se puedan producir en el local retumban con cada vez más fuerza en su cabeza, sus ideas fluyen más, rápido, de lo que puede llegar a pronunciar. Le haría falta la garganta de Busta Rhymes para dar salida a los caprichos de su sistema nervioso, pero, de repente, se encuentra a sí mismo. Y lo hace de manera literal: se ve en el espejo que tiene enfrente y me ve a mí; a mí y a todos los transeúntes, pues, preso de su soledad, ha decidido darle la espalda al mundo. Cuando encuentra su propia expresión se olvida del ludópata y de su mujer, y de mí y de su Döner, enciende otro nuevo cigarro y esboza una expresión triunfal que dice: «Soy decadente, soy guapo, soy el puto Dick Fosbury de la poesía, joder.» O al menos es lo que diría yo en su lugar.

1 comentario:

Granito dijo...

Ah ese Döner, quiero ir ahí, llegaré, llegaré más pronto que nunca, ya estoy ahí, ese sabor, ese marlboro...

saborear.