Apenas hace unas semanas que anote lo siguiente:
Es frecuente que al repasar papeles presencie cómo un avispero se instala en mis vísceras. Estás podrido, tío, me digo. Tras haber tratado asuntos como la psicología de los vándalos del barrio, el consumismo, la publicidad, el altermundialismo, la imposibilidad de modificar conciencias o la infidelidad, valoro como una absoluta falta de elegancia mi escritura. Aun consciente de que mis intenciones son nobles, a saber, ser un autor responsable, el desencanto es irreversible. Si fuera un hostelero estaría en la dirección de un comedor escolar y no al lado de la vanguardia de cocina catalana. Sería la mía una labor social en toda regla, sí; pero qué relativista no cae en la trampa que tiende el concepto de “alta cultura”. Sobre todo, suelo padecer estos accesos de desconfianza cuando me enfrento a autores diametralmente opuestos a mis fundamentos. Recuerdo, por ejemplo, cómo el modo en que Murakami humaniza la infidelidad me hundió durante días enteros. Odié al nipón, in fact. En cuanto al fiasco más reciente, éste vino de la mano de William Vollmann; un tipo que a pesar de fumar crack para conocer la marginalidad, es capaz de construir novelas como Europa Central. Un tipo que, al lado de mi literatura fragmentaria, marginal e intermitente, ha escrito treinta mil páginas. Treinta mil.
Wittgenstein afirma que «los problemas se solucionan, no dando nueva información, sino reordenando lo que siempre hemos sabido». Perfecto. Tras un largo transcurso de tiempo incapacitado para escribir texto alguno, dada la sodomía que sobre mí ejerció la altura moral de Vivaldi, Handel o incluso Shostakovich; dan respuesta a mis problemas un poema de Javier Moreno sobre Bach —que explica, por parte de alguien que no negará su tiempo, mi misma nostalgia hacia un pasado del todo imposible— y el ensayo Next, de Baricco. Afirma el italiano:
Sé que suena mal al decirlo, pero lo que nos provoca aversión, tratándose de zapatillas o de hamburguesas, es una experiencia que aceptamos sin ninguna resistencia cuando están en juego cosas más nobles. Beethoven es una marca. Lo son los impresionistas franceses. Kafka lo es. Shakespeare lo es. Hasta Umberto Eco lo es. E incluso La Repubblica o Mickey Mouse o la Juventus. Son mundos. Que significan más de lo que son. Tienen sus reglas, y nosotros las aceptamos. Quiero decir: nos convencemos de que las patatas fritas de McDonald’s son buenas con la misma ilógica maleabilidad con la que aceptamos que Beethoven no compuso nunca un fragmento malo e inútil, que todo Shakespeare es genial […] Habrá quien diga: sí, pero Beethoven no explotaba indignamente a los indonesios para fabricar sus zapatillas. A lo que se podría objetar, si quisiéramos ser cínicamente polémicos, que gran parte de la música clásica nació gracias a que fue pagada por un mundo aristocrático que, a la hora de explotar, no bromeaba en absoluto.
Ese es el quid: la democratización del sentimiento como McDonalds de Manuel Vilas. Caballeros, dense cuenta que, si alguna vez mis contemporáneos y yo escribimos mierdas (así es, no hay por qué decir otra cosa; really good shit) a años luz del sentimiento de los clásicos, fue porque los autores dejaron de vivir en castillos de Luis II de Baviera. Y da igual que desesperadamente siga persiguiéndose una interpretación trágica de la actualidad o una actualización de la tragedia. That’s not possible, my folks. Conformémonos con la ironía. Hay mucho más de humanidad y progreso social en lo que en nuestros días se cuece que en Beethoven. Que va, no merece la pena anhelarlo.
Es frecuente que al repasar papeles presencie cómo un avispero se instala en mis vísceras. Estás podrido, tío, me digo. Tras haber tratado asuntos como la psicología de los vándalos del barrio, el consumismo, la publicidad, el altermundialismo, la imposibilidad de modificar conciencias o la infidelidad, valoro como una absoluta falta de elegancia mi escritura. Aun consciente de que mis intenciones son nobles, a saber, ser un autor responsable, el desencanto es irreversible. Si fuera un hostelero estaría en la dirección de un comedor escolar y no al lado de la vanguardia de cocina catalana. Sería la mía una labor social en toda regla, sí; pero qué relativista no cae en la trampa que tiende el concepto de “alta cultura”. Sobre todo, suelo padecer estos accesos de desconfianza cuando me enfrento a autores diametralmente opuestos a mis fundamentos. Recuerdo, por ejemplo, cómo el modo en que Murakami humaniza la infidelidad me hundió durante días enteros. Odié al nipón, in fact. En cuanto al fiasco más reciente, éste vino de la mano de William Vollmann; un tipo que a pesar de fumar crack para conocer la marginalidad, es capaz de construir novelas como Europa Central. Un tipo que, al lado de mi literatura fragmentaria, marginal e intermitente, ha escrito treinta mil páginas. Treinta mil.
Wittgenstein afirma que «los problemas se solucionan, no dando nueva información, sino reordenando lo que siempre hemos sabido». Perfecto. Tras un largo transcurso de tiempo incapacitado para escribir texto alguno, dada la sodomía que sobre mí ejerció la altura moral de Vivaldi, Handel o incluso Shostakovich; dan respuesta a mis problemas un poema de Javier Moreno sobre Bach —que explica, por parte de alguien que no negará su tiempo, mi misma nostalgia hacia un pasado del todo imposible— y el ensayo Next, de Baricco. Afirma el italiano:
Sé que suena mal al decirlo, pero lo que nos provoca aversión, tratándose de zapatillas o de hamburguesas, es una experiencia que aceptamos sin ninguna resistencia cuando están en juego cosas más nobles. Beethoven es una marca. Lo son los impresionistas franceses. Kafka lo es. Shakespeare lo es. Hasta Umberto Eco lo es. E incluso La Repubblica o Mickey Mouse o la Juventus. Son mundos. Que significan más de lo que son. Tienen sus reglas, y nosotros las aceptamos. Quiero decir: nos convencemos de que las patatas fritas de McDonald’s son buenas con la misma ilógica maleabilidad con la que aceptamos que Beethoven no compuso nunca un fragmento malo e inútil, que todo Shakespeare es genial […] Habrá quien diga: sí, pero Beethoven no explotaba indignamente a los indonesios para fabricar sus zapatillas. A lo que se podría objetar, si quisiéramos ser cínicamente polémicos, que gran parte de la música clásica nació gracias a que fue pagada por un mundo aristocrático que, a la hora de explotar, no bromeaba en absoluto.
Ese es el quid: la democratización del sentimiento como McDonalds de Manuel Vilas. Caballeros, dense cuenta que, si alguna vez mis contemporáneos y yo escribimos mierdas (así es, no hay por qué decir otra cosa; really good shit) a años luz del sentimiento de los clásicos, fue porque los autores dejaron de vivir en castillos de Luis II de Baviera. Y da igual que desesperadamente siga persiguiéndose una interpretación trágica de la actualidad o una actualización de la tragedia. That’s not possible, my folks. Conformémonos con la ironía. Hay mucho más de humanidad y progreso social en lo que en nuestros días se cuece que en Beethoven. Que va, no merece la pena anhelarlo.
2 comentarios:
Lamento -o no- disentir con Baricco. Beethoven no es una marca, ni Kafka tampoco. Otra cosa es que te lo intenten vender como si de eso se tratara, pero eso es problema del consumidor. Ibrahím, en cuanto a Vollmann, no entiendo tu problema. Hay autores con estilos muy distintos al mío -no escribo como Vollmann, ni lo pretendo- y a los que valoro muchísimo, a veces incluso más que a los que se me parecen o con los que me identifico. Un buen lector -por no hablar del crítico- debería desprenderse de buena parte de sus prejuicios y no pretender que los demás escriban como a uno le apetece. Eso, en términos (post)modernos, tiene un nombre y es -creo- autocasting, algo muy extendido dentro y fuera del mundo de la literatura. Es como si uno sólo disfrutase gastronómicamente con las patatas fritas o -me da lo mismo- con el foi más exquisito. El buen gourmet encuentra placer en la diversidad de sabores. Otra cosa es que cuando uno cocine acabe dándole a todo su propio toque.
Uy, pues va a ser que me he explicado justo al revés de mis pretensiones. Hagamos un breve repaso de ideas:
1.- Sobre Baricco: La postura de Baricco respecto a marcas del tipo Beethoven y Kafka es la del sociólogo; distanciarse lo suficiente de los espectros sociales para llevar a cabo una visión diferente. Esto nos lleva a pensar que en se emplea con la misma finalidad el término "Fresán" o "Mozart" en una presentación de un libro que los términos "Louis Vouitton" o "Cocó" en la presentación de un perfume. Son, digamos, palabras u objetos fetiche cuyo empleo en un determinado sector de la sociedad concede prestigio. No se refiere Baricco al tipo que por navidad va a El Corte Inglés a comprarse el single del Claro de Luna para regalar, no. Él habla de mecanismos cerebrales, de como funciona igual la marca de un automóvil en la mente de un consumista que la marca de un escritor (y aquí podemos emplear el concepto "marca" como producto con un valor añadido de confianza) en la mente de un intelectual.
2.- Pero lo que a mí me interesaba era otra cosa: el contexto social, los trapos sucios de lo sublime de Beethoven. Para mí es tranquilizador pensar que, con el transcurso de la historia, pueda haberse perdido altivez en el mensaje si ello significa que hemos ganado en el terreno de lo social.
3.- Sobre Vollmann y Murakami, al contrario, no es que me parezcan detestables; es que sus visiones de la vida y la literatura, diametralmente opuestas a las mías, me hacen sospechar de mis actos. Ambas lecturas son golpes duros. Por tanto, el odio del que hablo está más próximo al amor que al odio. Es un odio que tiene que ver con lo doloroso de someterse a culturas diferentes. Un odio transitorio que deviene en riqueza.
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