Raziel Johnes sorbe ruidosamente su batido de chocolate hasta que el aire atora la caña y luego se levanta sin dar explicaciones a su hermano en dirección a los escusados, pero cuando llega a la puerta de estos cae en la cuenta de haberse olvidado los kleenex encima de la mesa, así que vuelve sobre sus pasos y, fíjate tú por dónde, encuentra a Mike Johnes con el teléfono pegado a la oreja. Con cautela, Raziel se acerca por detrás y pone su mano encima del hombro de Mike, que se encoge en su asiento y cierra la tapa del celular apresuradamente.
—Lo has vuelto a hacer —dice Raziel.
—¿Lo he vuelto a hacer qué? —señala su hermano, a la defensiva.
—Has llamado a Marilyn con número oculto y luego has colgado. Llevas meses haciéndolo.
Mike advierte que el tono de su hermano menor no es de reproche, sino más bien inquiriendo el por qué de su conducta asustadiza, de modo que Mike hace un gesto al camarero para que ponga más café en su taza y sienta a Raziel sobre sus rodillas.
—Escúchame bien, tío. En primer lugar, a papá y a mamá no le digas nada de esto, ¿me sigues?
—Papá y mamá saben de sobra a quién llamas. Recuerda que son ellos quienes pagan las facturas.
Suspira; sorbe la taza de café. Mike da una rápida ojeada a través del escaparate del Diner: Almacenes industriales en obras, una valla metálica que no protege nada más que tierra baldía al otro lado de la calle, y Speedy, el mendigante pajarillo azul del distrito 19, empujando displicente el carro que contiene todas sus pertenencias. Asco de ciudad, piensa.
El día es gris en Boro Boro.
—Papá y mamá no saben que Marilyn cambió el número antes de dejarme porque le salía demasiado caro llamar a la compañía de teléfonos de su nuevo novio —le constesta Mike.
—Sí lo saben. Lo primero que hicieron cuando les llegó la última factura y vieron llamadas de dos o cuatro segundos fue lo que tú acabas de hacer.
—¿Llamar en oculto?
Raziel cabecea.
Asediado por la vergüenza ajena, Mike empieza a frotase las sienes como si quisiera aplastarse a sí mismo el cráneo al tiempo que lanza una mirada de reojo al reloj del teléfono móvil —olvidó el de pulsera, regalo de algún pariente, en los vestuarios del gimnasio—; y continúa:
—¿No deberías irte al colegio?
—¿Y tú a la oficina de empleo?
—No me vaciles, tío. Demasiado frustrante es no tener otra ocupación que llevar a tu hermano pequeño a clase. ¡Joder, acabaré ligando con las madres de tus compañeros!
—El profesor Harris se ha liado con una de sus alumnas —Raziel vuelve a llenarse los carillos de nata montada—. Está suspendido de empleo y sueldo, por lo que no tendremos clase hasta que encuentren un sustituto.
Ahora Mike está atrapado. Digamos, casi se siente en la obligación de explicar a Raziel por qué es tan lamentable. A fin de cuentas no pertenece al mundo adulto, por lo que —sabe— él no lo va a juzgar.
—¿Sabes, tío? Cuando yo tenía tu edad me moría de ganas por saber qué demonios era eso de hacer el amor. Lo había oído en mil sitios y en clase no se hablaba de otra cosa. Ya sabes, revistas porno por aquí y por allá, hipérboles sobre la distancia a la eyaculábamos, etcétera. Hasta que algunos años después llegó Marilyn, y entonces me convertí en el primero de mi promoción en descubrirlo. Fue estupendo, ¿sabes? Pero solo hasta que eres consciente de que, una vez dentro del mercado sexual ya no hay forma de salir de él.
1 comentario:
Ah.
Follar es como comer pipas.
Las pipas de Boro Boro.
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