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martes, 12 de enero de 2010

La revolución y nosotros, que la quisimos tanto (publicado en Quimera 305, abril de 2009)

Libro de huelgas, revueltas y revoluciones

Ed. Constantino Bértolo

451. Madrid, 2009. 270 págs.

Un pistoletazo en medio de un concierto

Belén Gopegui.

Editorial Complutense. Madrid, 2008. 59 págs.

Quienes leyeron a Constantino Bértolo (1946) y Belén Gopegui (1963) saben advertir la violenta bipolaridad sobre la cual descansan sendas obras. Nos referimos a la fisura entre la certidumbre de sus apreciaciones sociológicas —por ende, más o menos objetivas; relativistas, incluso, salvando las distancias de tan peliagudo término— en el contexto del libre mercado, y esa otra rotundidad con que atribuyen funcionalidad política al ejercicio de la literatura. Libro de huelgas, revueltas y revoluciones, selección de veinte textos en torno a distintos movimientos sociales que han practicado dialécticas de oposición, y la conferencia leída por Gopegui en la Universidad de California que toma el título de la célebre cita de Stendhal en Rojo y Negro, parten de lo que a priori podría entenderse como una suerte de teoría conspirativa: «la literatura que se niega a aceptar estos hechos como naturales o inevitables [apelando a los desastres de la economía actual] parece estar condenada a sobrevivir en los márgenes de un sistema literario que la soporta, cuando la soporta, como una antigualla estética», dice el editor de Caballo de Troya en la Introducción a su libro, para después conducir su dedo acusador hacia el prejuicio de la «incompatibilidad entre calidad literaria e ideología política [alternativa al acervo cultural dominante]». Mucho más contundente resulta la autora de Un pistoletazo en medio de un concierto al hablar nada menos que de «la prohibición de la política» en la novela contemporánea. Ante un panorama como el descrito, cabe preguntarse si para Bértolo y Gopegui la literatura ha convenido ser de derechas (piénsese en el ensayo de Compagnon Los antimodernos, donde se sugiere que buena parte de los hoy canónicos escritores franceses del siglo xix y xx quedan recogidos tras este signo político), engullida por el capital, o simplemente irresponsable, apolítica para con la polis que (co)habita.

La travesía que Constantino Bértolo propone inicia su andadura en la rebelión de Lucifer narrada por John Milton (extracto del libro V en El paraíso perdido), para proseguir un orden cronológico que irrumpe en Roma, el medioevo español o el siglo de las revoluciones; y es aquí, en el cuento “El sello de la muerte”, situado en la revuelta británica, donde Mark Twain toma posiciones frente a la ausencia de humanidad que caracteriza a las milicias. Relato este con final feliz incorporado, probablemente leído por cierto espectro de la crítica marxista como meliflua y reprochable falsa conciencia. Igualmente asistimos en la andadura al dos de mayo que Galdós relata en clave de crónica bélica en primera persona, o la exaltación con que Zweig reproduce el génesis del himno nacional francés (“El genio de una noche”). Tal como cabe esperar, será el siglo xx el que acapare más de la mitad de estas huelgas, revueltas y revoluciones, siempre bajo la loable apuesta de Bértolo hacia la multiplicidad de géneros —corridos populares incluidos—, la pluralidad de perspectivas («evitar ópticas uniformes», dice el editor) y la presencia de fragmentos ágiles, seductores a ojos del lector contemporáneo.

Agorero o no, lo cierto es que en su tentativa de escapar al etnocentrismo, Bértolo cierra la compilación con el relato titulado Enclave social de Bolonia, donde el colectivo Wu Ming propone la multipolaridad y la atomización en la que el movimiento (enjambre, si se quiere) altermundialista termina inexorablemente por desembocar. Observamos a este respecto los enfrentamientos entre manifestantes de tendencia populista y esos otros de elite, o aquellas feministas lastradas por la corrección lingüística («Aquí siempre se dice compañeros, viejecitos..., ¡todo declinado (sic) en masculino!», dice un personaje). Pues bien, siguiendo una piedra angular del ideario revolucionario, aquel Mao que en El Libro Rojo espeta a su país: «¿Quiénes son nuestros enemigos y quiénes nuestros amigos? Esta es una cuestión de importancia primordial para la revolución», hemos de entender que para Wu Ming el enemigo reside dentro de la propia izquierda. Suicidio, inmolación flamígera, autocrítica: elijan la opción que mejor les convenga.

Desconocemos qué opinión merecen a Belén Gopegui textos como el de Wu Ming o Tigre de papel, donde Olivier Rolin expone las consecuencias más amargas del 68 (disolución del espíritu reivindicativo en la clase universitaria, integración de la Revolución como «Gadget o pacotilla burguesa» —David Brooks hablaría aquí de BoBos, o el poder acuciante de los nuevos Bourgeois Bohemians—, o interpretación de los sucesos de Mayo como acción hiperindividualista), aunque fácil es sostener el desasosiego de semejantes piezas narrativas para quien cree que «casi toda la novela del siglo xx es de una gran inverosimilitud», en la medida que el discurso dominante se ha apoderado de ella. Y la autora de La conquista del aire ilustra su tesis a partir de la célebre novela de Philip Roth Me casé con una comunista, cuyo personaje Ira Ringold resulta —escribe Gopegui— de una caracterización psicológica ineficiente; no más que un personaje plano de stajanovista disciplina y totalmente falto de voluntad empática: «El que yo milite en un grupo revolucionario no significa que yo sea un sarmiento seco», resuelve. Tampoco muestra el ensayo su simpatía hacia la oscarizada La vida de los otros, cuyo oficial de la Stasi al servicio de las veleidades con que el ministro de Cultura quiere recrearse no responde sino a un imaginario colectivo latente en cierta interpretación del mundo. Capitalista y abyecta, claro.

No menos significativo es que Gopegui optara por delegar responsabilidades en la voz de Diego, un personaje de ficción y postulados comunistas al que se atribuye la redacción de Un pistoletazo en medio de un concierto. La autora justifica esta decisión apuntando a su propia desconfianza: «pensaba que si yo tomaba la palabra directamente podría acabar queriendo complacer a un Mr. Binder imaginario [coordinador de las jornadas en donde la conferencia fue pronuciada] que se encontrase entre los dueños del discurso dominante.» La cuestión que la coyuntura suscita es si de veras la persona real defiende la conferencia íntegra, o si por el contrario el ensayo queda filtrado por un prurito hiperbólico en aras de la expresividad. Un filtro que en todo caso consigue remover en sus butacas a los oyentes, como demuestra la primera pregunta que el público formula a Gopegui: ¿qué piensa la autora cuando en 1971 La Habana señala el «homosexualismo» como pandemia contrarrevolucionaria? Ante la imposibilidad de reconocer el sistema comunista como infalible, Gopegui decide repasar legislaciones aberrantes sobre relaciones entre sujetos de igual sexo en países socialdemócratas, para concluir que los militantes revolucionarios destacan por su sentido de la autocrítica y del escapismo ante la autocomplacencia que define el libre mercado. «Porque el militante revolucionario le pide más al socialismo», anuncia.

Lo que reabren entonces Libro de huelgas, revueltas y revoluciones y Un pistoletazo en medio de un concierto es un debate nada desdeñable: ¿dónde ubicar la —digámoslo así— alta cultura/ literatura contemporánea? Desde luego, hallar respuesta a la encrucijada pasa inexorablemente por conocer el background o biografía lectora y la perspectiva desde la que cada cual emite juicios, de tal forma que, por ejemplo, quien haya accedido a la sobreexposición de lecturas académicas habrá podido advertir la perpetuación del pensamiento crítico frente al espectáculo que se retrotrae a la Escuela de Frankfurt, o quienes hayan centrado su objeto de estudio en ciertas producciones massmediáticas sostendrán discursos antiimperialistas, como es el caso de Gopegui. Cuando Un pistoletazo en medio de un concierto anuncia que «no hay bondad privada posible en una organización económica, social y política estructuralmente injusta», su cosmovisión cae del mismo lado de la mutilación psicológica que atribuye al personaje de Roth: ¿Es la globalización el gran arma de destrucción masiva en nuestro tiempo, o por el contrario queda lugar para los matices?, cabe preguntarse. La ensayística contemporánea ilustra a la perfección el desconcierto referido. Piénsese en casos como el del crítico marxista Terry Eagleton. Cuando en Después de la teoría denuesta la tendencia de «trabajar en temas sensacionalistas como el vampirismo o el arte de sacarse los ojos, los cyborgs o las películas pornográficas», ¿ante qué clase de intelectual nos encontramos? ¿Un reaccionario o un progresista? O en Gilles Lipovetsky y su enfrentamiento a las escuelas de la sospecha que a comienzos de los años ochenta monopolizan las humanidades. O en los provocativos ensayos de Alessandro Baricco desmitificando la presunta debacle de la cultura contemporánea. ¿Con qué epítetos referir la obra de estos autores? A posteriori, lo presenciado no parece trasgredir más que una cuestión de coordenadas intelectuales; una discusión, mal que nos pueda parecer, tentada a hundirse en los lodos del impresionismo.

10 comentarios:

Ibrahim B. dijo...

Dado que en las próximas fechas no tendré más remedio que atender a los exámenes, aprovecho para actualizar el blog mediante las reseñas que he ido publicando en Quimera durante los últimos meses.

Saludos a todos,

David dijo...

Me gusta mucho tu blog. Es muy interesante y tanto más por lo joven que eres.
Sobre este texto, quería decirte que me parece que los intelectuales y los críticos, académicos o academizantes (por ejemplo VLM), tiráis demasiado de ese concepto vuestro de impresionismo, como si existiera una objetividad científica superior al supuesto impresionismo.
Saludos,

David

Luna Miguel dijo...

Estás especialmente emocionado con este texto.

Oche Zamora dijo...

Llama la atención la premura con la que la autora redirige la atención hacia el polo opuesto. Recuerda a la actitud de Heidegger señalando hacia la bomba atómica cuando después de la guerra se le pedían cuentas por su adhesión al nacionalsocialismo. Particularmente me gusta la literatura de corte brechtiano,a Bertolo no lo he leído, la narrativa de Gopegui me estimula, creo que en alguna medida me sirve. La conquista del aire ilustra a la perfección lo claustrofóbicas o débiles o fuertes que pueden ser las relaciones de amistad cuando el parné (o su falta)anda por medio.

Os voy a dejar una cita que quizás sorprenda, viniendo su autor de donde venía:
"El arte puede llamarse con todo derecho revolucionario sólo en relación consigo mismo, en cuanto contenido que ha tomado forma. El potencial político del arte reside solamente en su dimensión estética.Su referencia a la praxis es inexorablemente indirecta, mediata y huidiza. Cuanto más inmediatamente política es la obra de arte, tanto más debilita la fuerza del extrañamiento y los objetivos trascendentes de la revolución radical. En este sentido puede haber más potencial subversivo en las obras líricas de Baudelaire y de Rimbaud que en el teatro didáctico de Brecht"
H. Marcuse

Que vayan bien esos exámenes.

Oche

Anónimo dijo...

Antes que nada, disculpas por no comentar el post.
Oche, ¿puedes indicar la referencia de la cita de Marcuse? Mil gracias

Ibrahim B. dijo...

Estoy totalmente de acuerdo con lo que dice el anónimo.

Marcuse es una bomba, sí. Ya mencionamos aquí su libro sobre la utopía.

Gracias a todos,

Oche Zamora dijo...

La obra de Marcuse se llama La dimensión estética (1977).Pero yo la cita la he sacado de la Historia de la Filosofía de Nicolas Abbagnano y Giovanni Fornero, volumen IV, página 202.
Un saludo.

Anónimo dijo...

muchas gracias, Oche. Empecé a buscar en "El hombre unidimensional" (Beacon Press, 1954, ed. cast. Seix Barral, 1969) y pensaba luego rastrear "Eros y civilización" (Beacon Press, 1953, ed. cast. Seix Barral, 1968), donde imaginaba que podía estar la cita. El capítulo IX de "Eros..." (pp. 164 y ss. de la ed. cast.) se titula, precisamente, "La dimensión estética" (es una relectura de la Crítica del juicio de Kant muy marcusiana). Lo busco, a ver.
Gracias de nuevo, un saludo.

Ibrahím: el texto del post, notable alto o sobresaliente, eh. Ya que estamos, enhorabuena por tu blog
Un saludo.

Clément Cadou

Ibrahim B. dijo...

Creo que este es el único notable alto-sobresaliente que voy a obtener en mis evaluaciones.

Gracias, Clément.

David dijo...

Vale. No lo comenté porque lo daba por asumido. El texto es muy bueno. El tema, muy pertinente. Y el título sintetiza tu interpretación: son unos viejos "sentimentales" y unos pesados.
Mi opinión es que el socialismo es una ideología burguesa, que lo pensaron burgueses con tiempo que se sentían culpables y que luego liaron la revolución y no funcionó, porque no se podía, como se vio, hacer una revolución "de diseño" a partir de conceptos abstractos. No funciona así. Primero es el cambio “por abajo”, y luego, en todo caso, se traduce a conceptos. No se cogen los conceptos y se evangeliza a la gente con ellos. Así aparecen los "militantes", que, efectivamente, pierden un hervor.
Por eso estoy muy de acuerdo con la cita que nos ha traído Oche.
Como ya te comenté brevemente en otro post tuyo de hace tiempo, estos dos, y sobre todo, para mí, Baudelaire, son escritores moralistas (no en el sentido banal del término). La estética es una dimensión de la moral, esa "ciencia" del bien y el mal. Es más que eso, de hecho, es como la manifestación sentible de la moral. Cuando rechazamos un objeto estético es porque hay algo en
el que no es lo suficientemente bueno, algo que no cuadra, algo que apesta, incluso. Por eso en mi opinión, por su carácter revolucionario, radical, Baudelaire tiene ese estatus extraño como “pensador”, un estatus inferior, entre enfant terrible y loco. Igual, parecido, que Blake (este ya, con visiones de ángeles y la hostia, pero qiué os voy a contar...). Son demasiado populares y no lo suficientemente sistemáticos y luminosos. Orientales. Dionisiacos. Van, a pesar de todo su intelecto, contra la Razón, esa gran construcción intelectual de Occidente de la que la novela, el genero rey, es el correlato literario ideal (lo que comentaba Gopegui). Por otra parte, concretamente en España, la alergia a todo lo relacionado con la política en literatura es extrema. Por ejemplo, es impensable un fenómeno nocilla a partir de un escritor más explícita o implícitamente "político" que Mallo.

Saludos y que vayan bien los exámenes.

David