(Damas y caballeros, a continuación un imposible ejercicio de formas, al más puro estilo Escher, en el cual ustedes participarán en un simulador de realidad virtual a fin de disolver su persona; de seguir no una, sino múltiples cámaras al mismo tiempo. En estos tiempos que corren, hijos míos, solo cabe concebir el ritmo de un texto como si se tratara de un salto al vacío. En el peor de los casos, como un descenso de bosleigh. Abróchense los cinturones.)
Uno espera.
¿Y a qué espera?
A que llegue la primavera, esa pastilla efervescente que cae a los tejidos estomacales y te provoca ganas de follar con desconocidas. Follar con desconocidas, eso es. Follar. Está bien. Hay algo de irreal en el hecho de vivir la vida de ese estudiante ideal que todos tenemos en mente y que, con un gesto, tan solo una mirada, una palabra sugestiva, es capaz de convencer a una de sus compañeras de clase de japonés a fin de poder visitar su piso, una buhardilla, según le han comentado, en pleno corazón de Madrid; una buhardilla con un ventanal por el cual entra tanta luz que incluso te incomoda. Una buhardilla, no nos equivoquemos, damas y caballeros, de diseño. Auténtica crema fina. Se deshace en las yemas de tus dedos de lo buena que es. Geranios, láminas de los impresionistas colgadas en las paredes blancas, La Boheme. ¡Touché! Abajo, una angosta tienda con productos típicos de La Mancha, colmenas y miel, garrafas de aceite, quesos y hojaldres. Y en la acera de enfrente el jodido Starbucks. Siempre el jodido Starbucks, ¿eh? Este es mi siglo 21, muchachos. Una inconfundible estética determinada por la antropología del capitalismo actual más un espolvoreado matiz de la macabra fascinación por la eugenesia que se percibe en los pasillos de nuestra universidad española. Esta es mi receta. Hay días en los que en la cabeza te encajarías una boina con rabillo y te dejarías un fino bigote. Por ti, mademoiselle; es por ti que lo hago, ¿eh, o no? Te recitaría todo Verlaine mientras hiciésemos el amor y luego te propondría una luna de miel en Praga. Y eso que yo no soy uno de esos esnobs con los que tú te acuestas tan a menudo.
MI CONSEJO: Subvierte el lenguaje, chico. Como Burroughs o como Joyce; no dejes que el texto te domine a ti. Toma tú las riendas de ese caballo desbocado, muchacho. Haz que el lenguaje sea tu doncella, y haz que ésta se deje azotar las nalgas hasta que adquieran un color morado. Ella te lo agradecerá.
En fin, retomando la historia; yo tenía novia, ¿saben? Yo tengo novia. Pero una buhardilla en el centro es una buhardilla en el centro. O una italiana de Erasmus que te dice, al concluir la clase y acompañada del ruido de las sillas que se corren, oye, ché, pibe, ¿y de verdad que te gusta la arquitectura oriental como comentabas en tu redacción? No me lo puedo creer, ¿en serio? Es mi segunda pasión después de los restaurantes japoneses. ¡Sushi!, piensas tú. Es el momento en el que solo ves sushi. Y ella: no sé, he pensado que… bueno, tal vez, podrías venir a mi casa a hacer los deberes primero, y así me ayudas un poco, que ya sabes que en las últimas clases me he quedado un poco descolgada y tal. Luego podríamos ir a la biblioteca del Reina Sofía. ¿Te va?
Me va, nena. Me va muchísimo. Me fascina el pie del que cojeas.
No sé, ahora pienso que debí haberle dicho que no desde un primer momento. Dejar de pensar con las hormonas, comportarme como un adulto. Pero fueron esos ojos de gatita dolorida diciéndote que necesita un poco de apoyo con la unidad 6 los que te amedrentan, los que sacan toda tu humanidad a relucir y te dicen: eh, tío, compórtate como un caballero, ¿no?
Una buhardilla. Joder, ya veréis cuando lo cuente a los pibes del bar de Malasaña. Se van a quedar locos.
Entonces, entonces es cuando calentamos motores en el Starbucks de enfrente.
—¿Sabes? Cuando yo llegué a la universidad —le digo a Lucy— detestaba a los alumnos que se pasaban el día hablando del Interrail.
—¿No me digas? ¿No te gusta viajar?
—Sí, sí, claro que me encanta viajar. Era solo que… cómo explicarlo… el hecho de verlos sin… sin… recursos, y viajando desde tan temprana edad, me parecía una incongruencia, ¿sabes? Una disonancia cognitiva.
Mi compañera de japonés, Lucy, muerde su brownie.
—Venga, hombre, ¿no serás uno de esos…
Lucy piensa en la palabra rancio, palabra cuya sola pronunciación hundiría el resto de la tarde; y después deja un silencio. Se encaja en su sillón morado y decide cambiar el rumbo de los acontecimientos. Muerde su pajita y sorbe haciendo tanto ruido como puede.
¿Me quieres seducir?
¿Uno de esos qué?, pregunto.
Deja un largo silencio para reflexionar su respuesta.
—Pues, ¿sabes qué? Cuando yo empezaba la universidad, recuerdo que venía siempre a un café como este con mis amigos del turno vespertino, y hablábamos de cómo sería Ámsterdam...
Dribbling.
Fija una mirada ensoñadora a través del escaparate; observa rostros que se desdibujan, sombras monstruosas cuya longitud no se corresponde en absoluto con la figura de la cual se proyectan.
—¿Y cómo era aquella Ámsterdam que imaginabas?
Aunque originariamente a Lucy le da vergüenza recordar cómo pensaba hace no demasiado tiempo, la joven napolitana habla de graffiti en las paredes de viviendas antiguas, los ojos inyectados en sangre en un coffee shop, fumando yerba de la buena, primo; una ciudad con multitud de canales y bateaux por doquier, el dulce sonido de la rueda y los engranajes de una bicicleta engrasada en movimiento, flores de todos los colores y tamaños; boutiques de lujo. Eurócratas. Etcétera.
Es obvio. He de ahorrarme el comentario de cuando yo, también no hace demasiado tiempo, denostaba de las ETT pero también de los anti-sistema que denostaban de las ETT y recurrían a las ETT para pagarse los viajes a Ámsterdam a fin de fumar yerba de la buena, ¡primo!
C’est la vie!
Una buhardilla me espera.
Y Lucy, relamiéndose el invisible café de los labios:
—Me acuerdo también que soñábamos con enormes manis. Para mí, formar parte del enjambre altermundialista era algo verdaderamente significativo. Algo que no afectaba ya solo a la política, sino también al estilo de vida.
Liarla en las manifestaciones, dice, era una suerte de ocio moral.
Y cita a Michel Chemit:
Por supuesto, aún puede seducirme arrojar adoquines a la pasma. Es un acto lúdico. Para mí, hay mucha profundidad en ese gesto.
Risas.